El odio a Ben Lerner y otros poemas de Dolan Mor
El poeta y narrador Dolan Mor nació en Pinar del Río, en 1968. Licenciado en Literatura y Español, reside en España desde 1999. Por el conjunto de su obra, fue nominado al International Grand Prize for Poetry 2010 de Rumania. Textos suyos han sido traducidos al inglés, francés y polaco.
Entre sus poemarios publicados se encuentran la tetralogía Maladie bleue, una colección de libros híbridos y experimentales inspirada en la obra esencial de Lewis Carroll y en la Fuente Q de los Evangelios. Los títulos que integran Maladie bleue son: Poemas míos escritos por otros (volúmenes I y II), Después de Spicer (volumen III), Dolan y yo (volumen IV), todos salidos al mercado a través de la editorial española Aduana Vieja. En fecha más reciente ha dado a conocer los libros Antología de Spoon Raven (Candaya, Barcelona, 2019) y En los extramuros de Zaragoza. Poemas escogidos (Verbum, Madrid, 2021). En Miradas Desde Adentro publicamos una breve selección de la copiosa obra poética de este compatriota.
El odio a Ben Lerner
Hay mucho más consenso en el odio a la poesía
que en la propia definición de lo que es realmente la poesía.
Ben Lerner (El odio a la poesía)
He salido a recoger unas cartas al buzón
del edificio, con el pijama puesto debajo del abrigo,
y me preguntaba si había empezado a volverme loca.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó el vecino
una vez que salió del ascensor,
con las llaves de su apartamento en la mano.
—He salido a mirar la nieve —le respondí.
En realidad no me di cuenta que estaba medio loca
sino unas horas más tarde, cuando me encontraba dormida
y pensé, en vigilias, que el vecino no me había preguntado
«si estaba bien», sino «si me encontraba bien».
Un simple cambio de verbo arruinó mi sueño.
¿Qué vio en mi aspecto que le hizo preguntarme
por mi salud o por mi estado de ánimo?
Estoy casi segura que fue mi vestimenta
lo que le hizo reaccionar de ese modo
porque nadie en su sano juicio sale
con el pijama puesto y un abrigo encima
a recoger una carta en el buzón de su edificio.
Nadie tampoco se levantaría a las tres
de la madrugada, desnuda, como yo ahora,
con la temperatura bajo cero, para escribir estos versos.
Sin embargo, la razón es demasiado simple
para un poeta o para alguien que ame la poesía:
Tal vez en este momento en que me siento desnuda
ante el ordenador (y aquí la palabra «siento»
posee un doble e infinito significado),
en realidad, el pijama y el abrigo se encuentran
debajo de mi piel (como mi propia carne), o sea, dentro de mí.
Puede que esta idea imposible de invertir las prendas
de ropa, y ponérmelas debajo, como si fueran mis músculos
o mi sangre, parezca más demencial todavía que salir
con un pijama y un abrigo a recoger una carta
en el buzón de mi edificio; pero si no lo entiendes,
Ben Lerner, entonces ignoras con qué mierda celestial
se construye de lo ordinario un poema.
Ahora la poesía no menciona los sauces a orillas…
Ahora la poesía no menciona los sauces a orillas
de la alberca, ni escribe cisne o dalia al pie de un cardenillo.
Sólo habla de McDonalds, drogas, viajes a Europa,
la práctica promiscua del sexo en los hoteles.
No está bien ser poeta si no fumas cannabis,
si no besas a un perro en su esfera de muerte.
Sólo se necesita un coche en la cartera, un anillo
en la oreja, un polvo en la nariz. No importa
si eres hembra o macho en tus costumbres
siempre que un vibrador descanse en tu bolsillo
cual pez de silicona bajo un lago de escarcha.
No debes olvidar las playas de nudismo o leer
a Bukowski en medio de un spa (aunque ignores
que Spa se llama un pueblo en Bélgica,
o que salut per aquam proviene del latín).
Lo importante es decir palabras en inglés e ignorar
que Lezama vivió dentro de un mulo asmático y rapsoda.
También que lleves gafas en medio de la noche,
o que hagas como yo que me pongo una gorra
hasta para ducharme en los meses de invierno.
Un sello en el mercado, los enigmas del marketing
en cada laberinto que construyen tus dedos
mientras subes un día al tren, al ascensor que te lleve
a ese suave destino que es el arte.
Eso sí, nunca olvides borrar de tus poemas las hojas
de los sauces o ir a un restaurante donde la carta ignore
ese plato exquisito: el cisne de Darío
(desplumado y enfermo) con la dalia en el pico.
El poeta
Para J
Dejemos al menos que tenga una silla
de metal que recogió del tanque de basura
Dejemos que escriba por la madrugada
en un pueblo inexistente de un valle en Aragón
Dejemos que juegue como un niño con letras
en la pantalla o en las hojas que hay
sobre la mesa (una mesa que también recogió
de la basura) Dejemos que escriba y escriba
en la arena cuando todos duermen
o hacen el amor en las nubes
Dejemos después que se levante de la silla
vaya a la cocina abra la nevera vacía
y beba ese último pétalo de leche
que queda en un enano vaso de cristal
Después lo dejaremos entrar en el lavabo
echarse agua en la mente suspirar en silencio
nadar en el espejo tocarse la barbilla
y pensar que está viejo y sucio como un perro
Dejemos que regrese del baño a su escritorio
se siente mire al techo sepa que no armará
el poema perfecto ni rozará de lejos la blanca eternidad
Aun así dejaremos que vuelva a (re)intentarlo
que escriba al fin sus versos en la arena
en el agua sin fondo de lo efímero
Puede que sea ésta su última función
su velada en un reino que él nunca ha comprendido
y en el que va de un sitio a otro sin carruajes
como un bufón de siervo o un vulgar extranjero
Puede que al menos duerma escribiendo y que sueñe
que el cielo es solo un vaso de leche por las noches
y que vivir si es niño le resulta posible
La belleza de la muerte
No es lo mismo conocer la muerte
que oler su perfume.
Cuando mi marido ingresó en una clínica
de psiquiatría en Zaragoza
estuve presa del tiempo y de las ideas
que venían por las noches como pájaros
sin alas a nuestra habitación.
Rodeados de cristales y de médicos
sufríamos como dos ramas separadas
por el invierno. Después le dio
el infarto y comprendí que la muerte
usa diferentes lenguajes
para dejar su huella en el mundo.
A partir de su enfermedad, me convertí
en demente: conversaba con las piedras,
interpretaba el sonido de las nubes
antes de la lluvia en verano,
leía dormida El pabellón de oro
de Mishima, sin despertarme.
Todo lo que escribí antes de ese tiempo
fue vanidad, como un cazador
que se pierde en el bosque del idioma
buscando una presa inexacta.
Hablaré sencillo como las mariposas, dije,
pero sin usar más prendas de ropa
que el vuelo (ni colores ni luz
ni sombra en la mirada).
Confundí en el pasado el brillo,
o la apariencia de las cosas con la joya.
Ahora entiendo que la poesía en esencia era esto:
poner las vísceras llenas de sangre
encima de una hoja vacía.
Un sitio que es tal vez el fin del universo…
Un sitio que es tal vez el fin del universo,
donde escribo un poema sin lógica ni espíritu.
Un silencio muy breve, con versos construidos
bajo golpes de Artaud, un magnolio en la orilla
del ventanal izquierdo, las barandas
repletas de azaleas marchitas, cubiertas
de cristales, ahumadas mientras suena
la música de Mozart en el fondo del patio,
a un lado del salón, incluso entre las plantas
que crecen de los verbos, adjetivos con lluvia
desfilan ante mí, me siento un bello fámulo,
levanto las cortinas del sujeto primario,
voy al televisor, construyo ahora una tila,
después bebo la mesa, pero el poema sigue
sin lógica ni espíritu, se parece más bien
a un hijo de este mundo: suele crecer con lujo,
observa la belleza entre la fealdad,
pero a la hora cero, a la hora de amar
también el universo, ese sitio que dicen
un día tendrá fin, entonces da la espalda,
pronuncia un sustantivo, por ejemplo «mudanza»,
y es entonces que empiezo a cambiar de lugar,
de ciudad, de país, pero siempre termino
bajo el mismo elemento, en idéntico espacio
donde no cabe otro, donde la ceguedad
pronuncia el mismo verso, el mismo
desconsuelo, la misma capital de un sitio
que es tal vez, de un tal vez que no existe
a no ser en el punto final de este poema.