Pensando la música extrema: lo que “mira” Keith Kahn-Harris
Esta es una breve reseña lotmaniana (1). Lo es porque habla de un texto en el que se distingue una semiosfera y un hombre –en este caso, el autor, un sociólogo asentado en Londres– que se pasea por la parte tangencial de ese mundo donde músicos y público absorben la atmósfera del metal extremo.
La introducción en esta escena musical le ha permitido a Keith Kahn-Harris escribir el libro Extreme Metal: Music and Culture on the Edge (2007), hecho como si intentase traducir el secreto de los signos que tuvo ante sus ojos. Lo que él revela en ese volumen podría sintetizarse en tres argumentos: el metal extremo es un discurso de transgresión; lejos de lo que se piensa, evoluciona a partir de una experimentación casi insondable; la reflexividad, o sea, el análisis crítico y particular de subjetividades y contextos se hace necesario al abordar esta cultura musical alrededor del mundo.
Imagino a Keith Kahn-Harris de brazos cruzados, pulóver negro, la barba a lo Tom Araya en cualquier bar de Inglaterra, Suecia, Estados Unidos o Israel, algunos de los países que estudió, atento al “acto sígnico particular” de esta cultura: el performance musical. ¿Cómo llega a configurarse esa realidad; ese éxtasis sonoro que maneja los cuerpos; esa franja visual, casi nunca interrumpida, que le producen a la mirada los elementos que portan quienes están allí?
“El metal es un discurso de transgresión sonora, textual y práctica” —dice el autor–, basado en imaginarios, y observable en la escena, o sea, en la relación de coherencia entre las subjetividades y los diferentes procesos creativos que surgen en torno al sonido, y que terminan “conquistando” un espacio.
Para explicar lo anterior más claramente, tal como lo hace Kahn-Harris, se podría pensar en cómo se imbrican imaginario, música y estilo, tomando ahora el caso del black metal. La intención de llevar a otra dimensión la agresividad sonora del heavy metal, como lo hicieron Venom (Inglaterra) y Hellhammer (Suiza) en los ochenta, utilizando, además, símbolos visuales extremos, condujo a la creación de presentaciones o performances musicales consonantes con esas transgresiones, así como procesos de producción, circulación y consumo dirigidos a la consolidación de ese estilo. El surgimiento de fanzines, disqueras, revistas, festivales a tono con el mismo significó el asentamiento de una escena.
Si bien el heavy metal resultó un coro poderoso, que con la distorsión de las guitarras y los riffs –parte básica de su estructura musical–, además de voces guturales, estridentes, excitantes, trascendía los límites identitarios del rock, desde donde despegó hacia un universo propio, el metal extremo lo hizo evolucionar aún más, cimbreando con su experimentación los despoblados túneles que primero le dieron refugio. Siguiendo al musicólogo Robert Walser, quien distingue tras la Nueva Ola de Heavy Metal Británico (NWBHM, en inglés), una “dialéctica de control y libertad” que reinventa de forma permanente al género y que, se añadiría, hizo surgir subgéneros como el thrash, el death, el grindcore, el black, entre otros, Kahn-Harris señala la importancia en ello del trabajo con códigos de lo extremo, lo que alude tanto a lo sónico como a lo visual.
Una de las autoras que ayudan al investigador a encontrar el significado de lo extremo en el metal es Julia Kristeva, filósofa, semióloga y feminista, para quien este concepto se relaciona con lo abyecto, entendido como deformado, execrable, terrorífico, que se presenta en la modernidad como una forma de sobrevivencia, que deja a su alrededor una sombra de caos… En última instancia, rescata el autor, el discurso del metal transita sobre una fuerza de crítica social, agarrado a la metáfora existencial de otro mundo que, de alguna manera, se insinúa o asoma en la realidad de la música; sus prácticas performativas, es decir, la incorporación al cuerpo de elementos de la escena; las formas de vida, vínculos afectivos y roles artísticos que se han ido generando.
Un punto que sobresale en el libro es la postura crítica frente a “la transgresión práctica” o los modos en que ha venido haciéndose más porosa la línea entre fantasías de purezas extremas y realidad para algunos de los protagonistas, lo que se ha traducido en controversias, diferenciaciones y distancias en varias escenas. Por tanto, si bien el metal fue visto por sus primeros cultores y cultoras como comunidad y arte, en resistencia ante el moralismo y el ejercicio del poder institucional, la diversidad que lo atraviesa hoy hace más complejo su estudio, y abre paso al mismo desde las particularidades de los contextos, relaciones y significados que produce esta música.
De hecho, a pesar de la intención holística de la investigación, deja fuera los sentidos de participación en la cultura del metal extremo en zonas de América Latina y el Caribe, atravesadas por otros procesos sociales e históricos, por lo que sigue pendiente una aproximación desde aquí al metal extremo. ¿Dónde estarían las rupturas y, a la vez, las conexiones para quedar dentro y pertenecer a ese trazado cultural?
El libro no da cuenta de la forma en que ocurren desprendimientos o desplazamientos de ciertos territorios cuando hay interés por formar parte de un circuito del metal, o cuando este mismo ha descubierto la energía que lo alimenta también en una banda de un país lejano. Eso ha acontecido, por ejemplo, con grupos de Cuba. Narbeleth, alineación cubana de black metal, ya es reconocida en el Under The Black Sun, ese festival donde quienes cultivan en Europa y sitios vecinos el metal extremo como un sol místico y único, se juntan para escuchar su ascenso y ocaso en un bosque germano.
“Aun cuando el metal se ha fragmentado, sus diferentes escenas tienen todavía mucho en común”, parece ser el argumento para presentar el libro como el resultado de una inmersión en la cultura global del metal. Y, sin dudas, este estudio de Kahn-Harris, aun con sus vacíos en torno a escenas particulares, e incluso, con su escritura académica, una boya inconfundible que anuncia que el texto navega en ese campo, puede atrapar a quienes les interese el metal extremo desde aspectos muy diversos y en cualquier sitio.
Son ocho capítulos. El primero resulta una discusión teórica del autor con otros investigadores e investigadoras sobre modos de estudio del metal extremo, para luego concentrarse en el concepto de escena, teniendo en cuenta que es en ella donde se introduce, participa, dialoga y observa… El segundo está enfocado a la transgresión en el metal desde el punto de vista sonoro, textual y práctico, lo que le permite señalar problemáticas y ambivalencias en su uso a lo largo del espacio que recorre. Lo que sigue es una profundización, de acuerdo a las experiencias de músicos y fans.
Del cuarto al sexto capítulo, siguiendo a Pierre Bourdieu, el sociólogo francés conocido, entre otros temas, por ahondar en la reflexividad de las ciencias sociales, Kahn-Harris se centra en distinguir jerarquías, desigualdades entre centros y periferias, así como en la producción al interior de la escena de lo que llama “capital subcultural” y las tensiones que ha provocado entre formas “mundanas” o “transgresivas” de reinvención del género. La relación entre política y metal extremo llena las páginas del capítulo siguiente. El cierre es una reflexión sobre los aspectos problemáticos tratados antes, y las conclusiones exploran la necesidad de salirse o desafiar conservadurismos sin que ello signifique una renuncia al “radicalismo” que ha sido la esencia de esta música.
Extreme metal…, que ha hecho crecer los estudios sobre heavy metal iniciados en los noventa, al ubicarse también en los estudios de música popular, ofrece pautas para “leer” otros sonidos, pues su propuesta es la articulación de los elementos de la escena para entender la música como un todo. Por eso, la alusión a La semiosfera (1996), la aproximación a Lotman en esta reseña.
Así, hablar de música significa dar cuenta de sus (des)estructuras…Seguir “el signo” como si fuesen luciérnagas…Afincarse al paisaje de lo social y sus circunstancias pasadas, actuales, oníricas… Estar allí frente al performance musical, sabiendo que “mirar” es entrar a creaciones y relaciones en constante movimiento.
(1) Iuri Lotman, semiólogo ruso.