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En recuerdo de Guillermo Rosales

En recuerdo de Guillermo Rosales

Cuando me preguntan si en estos días estoy muy aburrido por la reclusión a la que nos ha obligado el coronavirus, tengo que decir que no. Ello responde a que en las semanas transcurridas desde que comenzó la epidemia en Cuba, he podido acceder a una cantidad de libros que durante años había buscado infructuosamente y que ahora, por obra y gracia de la pandemia, han sido liberados para su descarga en incontables sitios de la red. 

Entre los autores que más he disfrutado por los días que corren está Guillermo Rosales, de quien por ejemplo, de una sentada mi novia y yo nos leímos su novela Boarding home (La casa de los náufragos), todo un clásico de la literatura cubana y que estoy convencido de que en el futuro será parte de los programas docentes de nuestras letras, más allá de las diferencias del autor con el sistema sociopolítico imperante en Cuba. 

Mientras tengo en cola para leer su novela El juego de la viola y que bajo otro título fue finalista del Premio Casa de las Américas en 1968, reproduzco en Miradas Desde Adentro una excelente investigación llevada a cabo por la periodista Ivette Leyva Martínez y que ojalá sirva para motivar el interés por la obra de Guillermo Rosales, un grande de nuestra cultura.

Guillermo Rosales o la cólera intelectual[1] 

Pocos escritores cubanos encarnan, como Guillermo Rosales, el 

paradigma de la frustración, el fulgor del genio, el tormento de la 

insatisfacción y la locura. Murió a los 47 años, pobre, solo y olvidado; 

destruyó la mayor parte de su obra y en vida solamente publicó una novela 

de corte autobiográfico, Boarding home [La casa de los náufragos] (1987), 

premiada con el voto de Octavio Paz en un concurso literario local. Mas su 

éxito se apagó con los flashes de las cámaras. Hoy su novela es considerada 

por muchos un clásico de la literatura cubana, pero sigue siendo 

desconocida para la mayoría de los lectores. 

Boarding home[

2] 

cubre una dimensión dantesca de la vida. Es un viaje 

a los rincones más sombríos de la condición humana, y pocos son los que 

permanecen indiferentes ante esta visión. Humillaciones, suciedad, hedor y 

abusos físicos conforman el escenario donde pasa sus días el protagonista. 

Apenas hay un momento de piedad para el lector, un hálito de esperanza 

en las 100 páginas que narran, con descarnada precisión, los días del 

escritor William Figueras, enfermo de los nervios, en la atmósfera 

asfixiante de este refugio de indigentes, basurero de la sociedad miamense. 

El home no es hogar sino infierno, un círculo demencial donde los 

infortunados están condenados a reproducir a perpetuidad los estadios del 

ciclo de vida animal. Son «seres de ojos vacíos, mejillas secas, bocas 

desdentadas, cuerpos sucios»

[3]. 

Boarding home es una novela única dentro de la literatura cubana del 

exilio en los últimos cuarenta años. El protagonista habla desde la certeza 

de la derrota y la inestabilidad de la alienación. Define, desde el inicio, lo 

particular de su situación: «No soy un exilado político. Soy un exilado total.

A veces pienso que si hubiera nacido en Brasil, España, Venezuela o 

Escandinavia, hubiera salido huyendo también de sus calles, puertos y 

praderas»

[4]. 

No hay en esta obra, como tampoco en el último y aún inédito 

libro de Rosales, El alambique mágico, un atisbo de nostalgia, una palabra, 

una frase que denote añoranza por Cuba. 

El novelista Carlos Victoria, la persona más cercana a Rosales en los 

últimos años de su vida, cree que la falta de nostalgia de Rosales por Cuba 

se debía a un odio visceral. «Estaba alimentado por el odio, era su principal 

motor. Un odio contra la naturaleza humana. No perdonaba a nadie ningún 

defecto, ninguna debilidad, empezando con él mismo», recordó Victoria en 

una entrevista para Encuentro. 

El propio Rosales admitió que Boarding home era «una novela escrita 

con odio»

[5] 

y legitimó su visión apocalíptica de la realidad y su vocación 

nihilista: «Creo que la experiencia de quien vivió en el comunismo y el 

capitalismo y no encontró valores sustanciales en ninguna de ambas 

sociedades (sic), merece ser expuesta. Mi mensaje ha de ser pesimista, 

porque lo que veo y vi siempre a mi alrededor no da para más. No creo en 

Dios. No creo en el Hombre. No creo en ideologías»

[6]. 

Muchos de quienes lo conocieron en Miami lo recuerdan hoy con 

especial angustia. Era tremendamente irascible, mordaz hasta el sarcasmo, 

susceptible, agresivo hasta golpear, en ocasiones, a la gente más cercana a 

él. Al día siguiente volvía a tocar las mismas puertas, arrepentido. Sufría, 

pero no estaba en sus manos remediarlo: cada cierto tiempo padecía crisis 

de esquizofrenia; tenía visiones, oía voces, creía ver más allá de las paredes. 

Conservaba, a pesar de todo, un buen sentido del humor y, cuando estaba de 

ánimo, le gustaba hacer bromas. Su capacidad de fabulación era inagotable: 

durante una conversación era capaz de improvisar los relatos más 

increíbles, que luego iba desarrollando por espacio de algunos días. 

En la única entrevista que se le hizo en vida para la prensa, Rosales dice 

que sus personajes «casi todos son cubanos afectados por el totalitarismo 

castrista, guiñapos humanos»

[7]. 

En la novela, aunque el pasado levita sobre los personajes, su presencia 

es breve y tangencial: una loca se lamenta de las propiedades que le 

confiscaron en Cuba, otro chilla contra los comunistas, a los que ve en todas

partes. La voz del autor se desplaza en un presente tortuoso, infinito, con 

pocas referencias al pasado en Cuba y sin mostrar conflictos de identidad. 

La mayoría de las alusiones a la situación cubana develan el subconsciente, 

el universo onírico del protagonista. En sueños William Figueras regresa a 

Cuba y se enfrenta a Fidel Castro. Irónicamente, estas obsesiones de los 

exiliados, que en otras obras son reflejadas con amargura, se convierten en 

el único oasis de humor dentro de una narración seca y desgarradora: 

(…) soñé que estaba de nuevo en La Habana, en el salón de una 

funeraria de la calle veintitrés (…). De pronto se abrió una puerta blanca y 

entró un ataúd enorme cargado por una docena de viejas plañideras. Un 

amigo me dio un codazo en las costillas y me dijo: 

—Ahí traen a Fidel Castro. 

(…) Entonces el ataúd se abrió. Fidel sacó primero una mano. Luego la 

mitad del cuerpo. Finalmente salió por completo de la caja. Se arregló el 

traje de gala, y se acercó sonriente hasta nosotros. 

—¿No hay café para mí? —preguntó[

8]. 

Otras referencias a la posición de William Figueras con respecto a Cuba 

tienen un toque de amargor y sarcasmo: 

Es El Puma, uno de los hombres que hacen temblar a las mujeres de 

Miami (…). Jamás abrazará desesperadamente una ideología y luego se 

sentirá traicionado por ella. Nunca su corazón hará crack ante una idea en la 

que se creyó firme, desesperadamente (…). Nunca experimentará el júbilo 

de ser miembro de una revolución, y luego la angustia de ser devorado por 

ella[

9]. 

Las relaciones entre los indigentes que habitan el asilo se trazan sobre la 

rutina más primitiva: comer, dormir, hacer las necesidades fisiológicas, 

fornicar. William Figueras observa a los demás con frialdad, e interactúa 

con ellos bajo el signo de la crueldad que rige la vida del antro. La novela 

exhala violencia, que es uno de los rasgos distintivos de la obra de Rosales, 

como lo fue de su personalidad. Esa agresividad se expresa también en la

prosa bruñida, en la precisión de los verbos y los adjetivos, en el estilo 

tajante, como un golpeteo en el oído. 

Voy hasta Reyes y lo cojo fuertemente por el cuello. Le doy una patada 

en los testículos. Estallo su cabeza contra la pared. 

—Perdón… perdón… —dice Reyes. 

Lo miro con asco. Sangra por la frente. Siento, al verlo, un extraño 

placer. Cojo la toalla, la tuerzo, y doy un latigazo con ella en su pecho 

esquelético[

10]. 

A pesar de ser partícipe, el protagonista evalúa los acontecimientos con 

la más pasmosa lucidez y distanciamiento: 

Fue una burguesa, allá en Cuba, en los años en que yo era un joven 

comunista. Ahora el comunista y la burguesa están en el mismo lugar (…) 

que les asignó la historia: el boarding home[

11]. 

Tan pronto Rosales llegó a Miami, se le declaró incapacitado por 

problemas mentales y nunca trabajó. Boarding home, escrita unos cinco 

años después, es el testimonio de su vida en Estados Unidos, que 

transcurrió sobre todo en boarding homes, con intervalos en hospitales 

psiquiátricos, en algún que otro hotelucho y en un pobre apartamento. 

Fueron siete años de desamparo, pobreza y corrosión. No gustaba de los 

grupos sociales y tenía pocos, pero fieles amigos. Entre los más cercanos 

estaban, además de Carlos Victoria, Reinaldo Arenas, el poeta Esteban Luis 

Cárdenas —el Negro de Boarding home, hoy también pobre y olvidado en 

uno de esos asilos—, Carlos Quintela, Rosa Berre y el escritor colombiano 

Luis Zalamea. 

Las relaciones con la parte de la familia que ya residía en la ciudad 

fueron difíciles y no contribuyeron a detener su descalabro emocional: 

Creyeron que llegaría un futuro triunfador (…); y lo que apareció en el 

aeropuerto (…) fue un tipo enloquecido, casi sin dientes, flaco y asustado, 

al que hubo que ingresar ese mismo día en una sala psiquiátrica porque

miraba con recelo a toda la familia y en vez de abrazarlos y besarlos los 

insultó (…). Una mancha terrible en esta buena familia de pequeños 

burgueses cubanos (…). La única que se mantuvo fiel a los lazos familiares 

fue esta tía Clotilde (…). Hasta el día en que, aconsejada por otros 

familiares y amigos, decidió meterme en el boarding home; la casa de los 

escombros humanos[

12]. 

Había salido de La Habana rumbo a Madrid a los 33 años, en julio de 

1979, y pudo llegar a Miami en enero de 1980. Estaba dispuesto a hacer su 

obra fuera de la isla. 

En Cuba se había sumado al entusiasmo inicial de la Revolución; fue 

uno de los primeros en subir a la Sierra Maestra para alfabetizar. Luego 

obtuvo una beca para estudiar derecho diplomático y consular en la Escuela 

Especial del Servicio Exterior. De uniforme verde olivo, camisa gris y botas 

de media caña, se le apareció un día a Carlos Quintela, quien entonces 

dirigía el semanario juvenil Mella, órgano de la Asociación de Jóvenes 

Rebeldes y luego de la Unión de Jóvenes Comunistas. Tendría 14 o 15 años. 

«Quería dejar la escuela de relaciones exteriores, y trabajar para Mella, 

pero eso no se podía hacer sin contar con Fidel [Castro]. Allí ganaba 300 

pesos mensuales, y Mella pagaba 60 o 70. No hubo modo de convencerlo 

de lo contrario; al cabo del tiempo Aníbal Escalante le resolvió la liberación 

de la escuela», rememoró Quiniela[

13]. 

Trabajó para esa revista entre 1961 y 1963. Cuando se sentaba a la 

máquina de escribir era capaz de redactar los reportajes en un dos por tres. 

Tras publicar «Hondo», un fascinante relato sobre espeleología, Mella 

recibió una llamada de la Academia de Ciencias: Rosales había inventado 

14 nombres de formaciones geológicas, dijeron no sin cierta admiración los 

científicos. 

Era un fabulador incansable. Un jodedor con dotes histriónicas al que le 

encantaba hacer bromas y hablar con contraseñas. Obsesivo con los temas 

que le interesaban, impredecible, agresivo: así lo recuerdan sus amigos de 

entonces. Esa luminosidad se tomó en trágica opacidad hacia el final de su 

vida; con tal cúmulo de disonancias entre sus años juveniles y su adultez

que la imagen del joven Rosales tiene visos de irrealidad para quienes lo 

conocieron en Miami. 

En los sesenta, años de fogosidad creativa para los jóvenes periodistas 

de publicaciones como Mella, en la casa de Guillermito —como le decían 

los amigos—, en el Vedado, se reunían Silvio Rodríguez, Norberto Fuentes, 

Antonio Conte, Víctor Casáus y Eliseo Altunaga, entre otros, para oír 

música y hablar, insaciablemente, de todos los temas de este mundo. 

Leen y dibujan mucho sobre papel ahumado. Rosales duerme frente a 

un monstruo que ha pintado Silvio, inspirado en algún cuento de Poe. Le 

teme pero se regodea con la presencia de la imagen: lo feo, lo brutal, lo 

siniestro, lo acosarían noches y días, en angustiosa osmosis entre imaginería 

y realidad. 

Muchos de sus amigos ya conocen por esa época la novela Sábado de 

Gloria, Domingo de Resurrección, que él recita de memoria. Poco después, 

en 1968, quedó finalista del premio Casa de las Américas y obtuvo, por 

unanimidad, la recomendación de ser publicada, pero nunca lo fue. 

Todo lo que dice La Gaceta de Cuba en la breve reseña introductoria a 

dos capítulos, es que: «El protagonista es un niño influido por la lectura de 

los muñequitos [tiras cómicas] de la época anterior al triunfo de la 

Revolución»

[14]. 

Aparentemente, se trataba de una obra inofensiva, a salvo 

de la guillotina editorial. 

Pero sólo llegó a las librerías en 1994, y en Miami, donde se publicó 

postumamente bajo el título de El juego de la viola. La versión publicada 

diverge muy poco de la que apareció en La Gaceta de Cuba: el capítulo «A 

las dos mi reloj» pasa a ser «A la una mi mula», y «A las once campana de 

bronce» es «A las siete mi machete» en la versión definitiva. Un par de 

párrafos fueron suprimidos y hay cambios en los signos de puntuación; se 

añadieron onomatopeyas, y las oraciones son más concisas y cortantes; el 

sello personal de Rosales asoma desde esta primera novela: el estilo, un 

estilete, y la estructura narrativa, ágil, vertiginosa. 

La historia, en efecto, se sitúa antes de 1959, y narra escenas de la vida 

diaria de Agar, un niño fantasioso e infeliz que está en el umbral de la 

adolescencia. Las 95 páginas de la historia, contadas en tiempo pasado, 

están agrupadas en capítulos titulados con los versos del juego infantil de la

viola, que se convierte en una diversión maligna de los Chicos Malos, 

vecinitos del protagonista: 

—¿Criaturas…? ¿Por qué se odian? 

—¡Si estamos jugando! —exclamaron todos[

15]. 

El juego de la viola no es una lectura agradable. Agar vive en un medio 

hostil, donde los personajes de los cómics son sus únicos aliados, y su 

conducta fluye desde una tremenda agresividad y soledad interior. La 

imagen de la niñez es amarga y despiadada: 

¿Han visto ustedes un ser más diabólico que un niño? Los niños del 

trópico son engendros de la delincuencia[

16]. 

Es sintomático que Rosales no intentara seducir al jurado del premio 

Casa de las Américas con la historia de alguna epopeya guerrillera, tan de 

moda en esos momentos en América Latina. En cambio, hay en su novela 

un desasimiento total de las circunstancias políticas y del entusiasmo 

revolucionario de la época. Su osadía —o su ingenuidad— lo llevó también 

a presentar un texto que podría haberse convertido en buena tela para el 

corte de los censores oficiales: 

No. Definitivamente no le gustaban los comunistas. El Halcón, el 

Sargento York y todos los demás eran lindos, y los comunistas calvos y sin 

dientes. 

—Todos con el culo remendado —decía Abuela Agata—. Todos con 

olor a taller de bicicletas[

17]. 

Por si fuera poco, el padre de Agar, Papá Lorenzo, es un comunista 

fervoroso pero poco coherente: 

—Tu padre es un comunista muy extraño —dijo Abuela Ágata—. 

Primero recogía votos y organizaba huelgas y hasta me hizo votar por la 

Candidatura Popular. Y ahora se hizo contador público, y te quiere meter en

un colegio de ricos, y al carajo las huelgas, y los votos, y yo sigo afiliada a 

esa Candidatura Popular, ¿eh? ¡Ahora resulta que es rotario! Comunista y 

Rotario Internacional. No entiendo. «Es una cuestión de táctica», dice. 

»¿Táctica? Yo no entiendo nada de táctica. ¡Que me devuelvan mi 

carnet electoral! 

»¡Eso es lo que quiero![

18] 

El jurado de ese año del premio Casa de las Américas, integrado por 

Julio Cortázar y Noé Jitrik, entre otros, prefirió premiar La canción de la 

crisálida, de Renato Prada Oropesa, una novela sobre las guerrillas 

bolivianas. 

De haber sido publicada, la novela de iniciación de Rosales sería 

reconocida como precursora de una narrativa enraizada en las tradiciones 

populares de la cultura pop, que tuvo en Manuel Puig a uno de sus mejores 

cultores en América Latina. «Hubiera sido fundadora de un camino nuevo 

en la narrativa latinoamericana por su novedoso acercamiento al mundo de 

los cómics», opina el crítico Carlos Espinosa, quien considera que, al haber 

sido publicada después de tantos años, «es ahora una novela extemporánea, 

y uno hace de ella una lectura injusta». 

Tras salir del semanario Mella, en 1963, Rosales fue llamado al Servicio 

Militar Obligatorio, de donde fue dado de baja tras ingresar en el hospital 

de Mazorra, en La Habana, por problemas psiquiátricos. Aunque sus 

trastornos mentales ya se hacían notar, quienes lo conocían de cerca sabían 

que jugaba con ellos de tal modo que para algunos no era posible 

diferenciar una crisis real de una ficticia. Quizás como en Agar, el personaje 

de su primer libro, las fantasías se entronizaban en la vida real. «Me hice el 

loco», le contó a su buen amigo Quíntela, refiriéndose a su salida del 

servicio militar. 

«Odiaba la dictadura, no creía en la autoridad, era rebelde, todo lo ponía 

en duda.» 

En 1965 se unió a su familia en Checoslovaquia, donde el padre era 

embajador. Allí sufrió una larga crisis nerviosa. Más tarde viajó a la Unión 

Soviética, donde fue ingresado en un hospital psiquiátrico y le 

diagnosticaron esquizofrenia. De regreso a Cuba, entre 1966 y 1967,

también recibió tratamiento psiquiátrico, pero a diferencia de los soviéticos, 

los médicos cubanos creían que sólo tenía trastornos de personalidad. 

En los años siguientes transitó por varios puestos de trabajo, pero en 

ninguno estuvo más tiempo que en Mella. Fue maestro, constructor, 

oficinista, guionista de radio y televisión, colaborador de varias revistas. 

Sólo quería escribir. Su hermana Leyma cuenta que hizo una novela, 

Sócrates, tras leer la Paideia griega. «Sócrates lo enloqueció», rememora 

ella. «Para escribirla, se encerró en la casa durante un mes, sin salir a la 

calle. Más tarde la quemó. No he conocido otra persona con tanta capacidad 

de autodestrucción. Era como un esplendor que en cualquier momento se 

iba a apagar, sólo que no sabíamos cuándo.» 

No hacía versiones de sus obras; escribía y rompía papeles a la misma 

velocidad. La madre guardaba sus escritos bajo llave en el armario, pero él 

venía y desfondaba el mueble por detrás, y luego los destruía. En Cuba 

también destruyó otra novela sobre la Guerra de los Diez Años —que 

recordaron sus amigos Quintela y Rosa Berre—, y que recogía, entre otros 

temas, el papel de los hacendados ricos en la independencia, y la historia 

del ron cubano. 

Ya en Estados Unidos intentó reconstruirla, y lo hizo, en forma de 

noveleta, que también desapareció más tarde. Todo lo que ha quedado de 

ésta son dos o tres hojas manuscritas. En ellas trazó el boceto de una novela 

que «tratara de demostrar que la guerra del 68 sirvió grandemente para 

eliminar los regionalismos y crear un concepto de Cuba, psicológica, 

territorial y culturalmente»

[19]. 

Prefirió por aquel entonces escribir una 

narración histórica, eludiendo la realidad inmediata. 

Dado su estilo de trabajo, resulta sorprendente que conservara y sacara 

de Cuba una de las copias de lo que sería El juego de la viola. Escribió 

Boarding home en unos dos años. La novela refleja sobre todo el panorama 

de Happy Home, uno de los muchos asilos donde vivió. Allí, durante una de 

sus visitas, Carlos Victoria leyó las primeras páginas y comprendió que 

tenía en las manos algo especial. 

Fue Victoria quien llevó el libro a la primera edición del concurso 

Letras de Oro. «Guillermo era muy inseguro con respecto a lo que escribía,

siempre estaba muy insatisfecho. Me daba a revisar sus escritos, y luego me 

los pedía y los destruía. Así se perdieron muchos», relata el novelista. 

Octavio Paz, quien presidió la sección de novela del concurso, le 

concedió el premio a Rosales en enero de 1987. Debió de haber sido el 

momento más feliz de su vida. Muchos lo recuerdan en la noche de 

premios; estaba eufórico. Por primera vez, a los cuarenta años, alcanzaba un 

verdadero reconocimiento para su obra. En las fotos, con un smoking negro 

alquilado que le sobra en su cuerpo reseco, posa al lado de las 

personalidades del mundillo intelectual de Miami. Esboza una sonrisa 

tenue. 

«Unicamente en un país tan grande y libre como éste es posible que una 

minoría se exprese en su lengua nativa»

[20], 

declaró a la prensa, al tiempo 

que lamentaba que hubiera en Miami «tremenda pobreza en el mundo 

cultural cubano»

[21]. 

Ese raquitismo cultural del Miami de entonces determinó la decisión de 

poner fin a sus días. Tras su único instante de gloria, vivió los últimos seis 

años en el forzoso ostracismo del olvido. Letras de Oro no cumplió su 

objetivo de editar en inglés las obras de los autores ganadores. Al cerrarse 

el concurso y con éste los almacenes donde se guardaban las colecciones de 

los libros premiados, alguien decidió deshacerse de ellos mediante el fuego. 

El escritor colombiano Luis Zalamea, quien fuera consultor literario del 

Letras de Oro, quedó tan impresionado con la novela de Rosales que la 

tradujo al inglés. «Se la envié a un par de agentes literarios de Nueva York, 

quienes contestaron que el tema no tenía “mercado” en Estados Unidos.»

[22] 

Rosales estaba desesperado por publicar y le pedía a Zalamea que lo 

ayudara. Pero la perspectiva no podía ser más desalentadora: la mayoría de 

los escritores de Miami tenían y, aún hoy, tienen que costear las ediciones 

de sus obras. Como si tanta adversidad fuera poca, también se han visto 

obligados a lidiar con el estigma de Miami, por cuenta del cual la mayoría 

de las universidades, los círculos intelectuales y las editoriales europeas, 

estadounidenses y latinoamericanas han aislado durante décadas a los 

escritores cubanos del exilio, eludiendo reconocer y difundir sus obras. Los 

escritores cubanos de Miami han sido vistos, quizás, como las turbas de

exiliados enardecidos que en ocasiones han colocado a la ciudad en primera 

plana de la prensa mundial. 

Ahora, tras el desmoronamiento de la «alternativa social cubana» y la 

reevaluación crítica de la diáspora por parte de ciertos sectores, antes 

hostiles, el futuro se perfila algo más promisorio para ellos. 

Pero Rosales no pudo esperar. Marginal y marginado, por su carácter y 

su enfermedad, no tenía capacidad ni dinero para intentar abrir las puertas 

de las editoriales. Alcanzó a publicar fragmentos de El juego de la viola y 

de Boarding home en la revista Mariel[

23], 

y dos cuentos del volumen 

inédito El alambique mágico: «El diablo y la monja» y «A puertas 

cerradas», en Linden Lane Magazine[

24]. 

Entre 1988 y 1990 escribió El alambique mágico, del cual han 

sobrevivido dos copias casi idénticas. «El estaba insatisfecho con ese libro. 

Sabía que la calidad de los cuentos era muy irregular», recuerda Victoria. A 

pesar de que los doce relatos tienen distinta calidad literaria, en todos está el 

inconfundible estilo narrativo de Rosales. Los defectos de algunos, más que 

en la costura, parecen estar en la elección de los temas. El alambique 

mágico tiene además el interés de ser el único libro donde el hilo conductor 

narrativo no es autobiográfico. Es también el de mayor carga erótica, en 

momentos en que el escritor era consciente de que pocas mujeres se habrían 

acercado a él. 

Estaba muy delgado, había perdido todos los dientes y apenas se 

alimentaba. Si lo hubiéramos visto, enrumbando por la calle Flagler hacia el 

downtown, absorbiendo con fruición el humo del cigarrillo, el olor agrio de 

la ropa vagando sobre el cuerpo enteco, lo habríamos confundido con un 

indigente más. De sus años juveniles sólo parecían quedar el hábito de 

fumar constantemente y su sentido del humor. No oía la radio, no iba al cine 

ni veía la televisión, quizás en un intento por mantener su escritura 

incontaminada. 

En su último libro hay resonancias del convencimiento del autor de que 

«a la injusticia de la vida hay que responder con la violencia y la cólera 

intelectual, que es la que más daño hace (…). Mi mente sólo tiene cabida 

para lo que tengo que escribir, que espero sea mucho»

[25].

No escribió más, aunque su capacidad para crear historias permaneció 

casi intacta. El deterioro físico y mental en los últimos tres años de su vida 

fue vertiginoso. Siguió de asilo en asilo, y por último habitó un modesto 

apartamento del noroeste de Miami, con tan pocas pertenencias que parecía 

una celda monacal. Pocos lo visitaban ya: Victoria, Cárdenas, Zalamea y 

algún que otro más. Cuando Victoria lo iba a ver le llevaba un poco de 

dinero, cigarros, libros. «Tenía variaciones fuertes y rápidas de su estado de 

ánimo, propias de una persona con su padecimiento», dice. En los últimos 

tiempos, Rosales prefería leer a sus amigos cartas que él mismo les había 

escrito, antes que decir las cosas verbalmente[

26]; 

un proceso de sustitución 

progresiva de la expresión oral por la escrita. 

«Parecía una vela que flaquea»

[27], 

escribió a su muerte el periodista 

Orlando Alomá, recordando los últimos días de Rosales. La muerte de su 

amigo Reinaldo Arenas también lo afectó mucho. Durante meses, recuerda 

Victoria, lo llamaba todos los días, siempre cerca de las once de la mañana, 

para anunciarle que se iba a matar. «No creía que lo llegara a hacer», cuenta 

el amigo. 

Ni siquiera después de muerto el escritor, la obra ha gozado de 

reconocimiento. El único fragmento de Boarding home publicado en Cuba, 

bajo el título de «El refugio», se agrupó bajo el tema general de «Erotismo 

y humor en la novela cubana de la diáspora», que de por sí desvirtúa la 

esencia de la novela. Si bien hay en ella elementos de erotismo y humor, 

éstos se diluyen, se contraen, adquieren otra significación en el contexto 

terrible del boarding home. 

La mayoría de los críticos que se ocupan de la literatura cubana han 

desconocido o incomprendido la obra de Rosales. Se le menciona, a veces, 

en el contexto de estudios sobre la llamada «Generación del Mariel». 

«Cojo una pistola imaginaria y me la llevo a la sien. Disparo», escribió 

en Boarding home. La mañana del martes 6 de julio de 1993 el gatillo ya no 

era ficticio. Las cenizas de Guillermo Rosales descansan en el regazo cálido 

de Miami, la ciudad «indiferente y superficial donde también el ojo de Dios 

penetra hondo, y juzga, y castiga, y perdona»

[28]. 

Ivette Leyva Martínez

Miami, marzo de 2000 – septiembre de 2002

Notas

[1] Mi agradecimiento al poeta Néstor Díaz de Villegas, quien me sugirió esta investigación; a Delia Quintana y Leyma Rosales, madre y hermana del escritor, y al novelista Carlos Victoria, quienes colaboraron de forma indispensable. También al escritor Norberto Fuentes, que facilitó una de las copias de El alambique mágico. 

 [2] Los boarding homes son asilos privados de Estados Unidos donde se interna a personas discapacitadas física o mentalmente. 

 [3] La casa de los náufragos (Boarding home), Siruela, Madrid 2005, pág. 12. 

 [4] Idem, págs. 11 − 12. 

 [5] Entrevista en la revista Mariel (EE UU), año I, vol. 3, 1986. 

 [6] Idem. 

 [7] Idem. 

 [8] La casa de los náufragos (Boarding home), op. cit., págs. 84 − 85. 

 [9] Idem, págs. 27 − 28. 

 [10] Idem, pág. 37. 

 [11] Idem, pág. 33. 

 [12] Idem, págs. 14 − 15. 

 [13] Carlos Quintela meses después de conceder esta entrevista para Encuentro

 [14] La Gaceta de Cuba, n.º 74, junio de 1969, pág. 2. 

 [15] El juego de la viola, Ediciones Universal, Miami 1994, pág. 64. 

 [16] El juego de la viola, Ediciones Universal, Miami 1994, pág. 64. 

 [17] Idem, pág. 89. 

 [18] Idem, págs. 87 − 88. 

 [19] Papeles personales de Rosales facilitados por su familia. 

 [20] «Escritor miamense entre siete laureados con Letras de Oro», El Nuevo Herald (Miami), 23 de enero de 1987, pág. 2. 

 [21] «Certamen literario revela diversidad», El Nuevo Herald, 27 de enero de 1987, pág. 8. 

 [22] Luis Zalamea, «Elegía para Guillermo Rosales», El Nuevo Herald, 19 de julio de 1983, pág. 8-A. 

 [23] Aparecidos, respectivamente, en Mariel, año I, vol. 2,1986; año I, vol. 3, 1986. 

 [24] «Dos cuentos de Guillermo Rosales», en Linden Lane Magazine, vol. XI, n.º 2, junio. 

 [25] Entrevista en la revista Mariel, idem. 

 [26] En el cuento «La estrella fugaz», incluido en El resbaloso y otros cuentos (Ediciones Universal, Miami 1997), Victoria narra estos encuentros y las relaciones entre él, Rosales y Reinaldo Arenas. 

 [27] Orlando Alomá, «La breve infelicidad de Rosales», El Nuevo Herald, 27 de julio de 1993, pág. 17-A. 

 [28] El alambique mágico (copia mecanografiada).

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