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Leo Brouwer: Yo tengo un compromiso no con la Cuba oficial sino con mi Cuba.

Leo Brouwer: Yo tengo un compromiso no con la Cuba oficial sino con mi Cuba.

Por Joaquín Borges-Triana

Los amantes de la buena música cubana de todos los tiempos festejamos en este 2019 los afortunados 80 años de vida de Leo Brouwer. No soy de los que gusta usar la palabra genio con la proverbialidad que dicho vocablo se utiliza en Cuba. Empero, si tuviese que endilgar tal calificativo a algunos de mis compatriotas, creo que entre las tres o cuatro personas que en materia de música cohabitan con nosotros y son dignos de ser calificados de ese modo, sin la menor discusión uno de ellos es Leovigildo Brouwer Mesquida o sencillamente, Leo Brouwer.

Cuando yo era adolescente y durante mi primera juventud, dediqué muchísimas horas a transcribir nota por nota al sistema braille numerosas partituras de este notable guitarrista, compositor y director orquestal. Mientras copiaba y luego me aprendía de memoria obras suyas como Elogio de la danza, sus cuatro series de estudios sencillos para guitarra o la Pieza sin título, esta última una fuente de inspiración para no pocas composiciones posteriores, nunca imaginé que llegaría a entrevistarlo y a disfrutar de una conversación suya por poco más de una hora y que estoy seguro no olvidaré. El resultado de tan ameno encuentro, transcurrido hace cinco años,  es lo que se recoge en las siguientes líneas, una charla que fuese publicada en las páginas de El Caimán Barbudo, pero que hoy reproduzco en Miradas Desde Adentro, a fin de rendirle mi especial tributo a Leo Brouwer en su 80 cumpleaños.

J.: ¿Qué música lo marcó en su niñez?

L.: Por mi entorno familiar, yo escuchaba emisoras de música clásica, como por ejemplo CMBF, que aún existe. Pero de los clásicos, no fueron Mozart, Bach o Beethoven los que más captaron mi atención sino los que producían sonidos raros, es decir, Stravinski y Wagner, que definitivamente fueron los que me marcaron.

J.: He leído que la primera vez que usted escuchó a Igor Stravinski, estuvo varios días impactado por aquel descubrimiento. ¿Dicho autor continúa generando en usted algo parecido?

L.: Sí, para mí él sigue siendo un genio en toda la extensión de la palabra. Ello, no solo por la intención de su música, sino además por los esquemas composicionales que utilizó en su momento.

J.: ¿Qué echa de menos en la actual música cubana?

L.: La creatividad. Y hablo de la música cubana popular. Hoy somos muy imitativos. Manifestaciones como el rap y el reguetón pueden ser fascinantes, porque en mi opinión las raíces del reguetón son sensacionales, pero la intención que le acompaña es terrible. Todo se torna demasiado imitativo, los patrones se copian de unos a otros. Mientras un grupo sea más exitoso, será el que entonces marque la pauta para los demás, sin que para ello importe la calidad. En resumen, el ansia por estar de moda mata la creatividad.

J.: Me habló de la música popular cubana, pero en la académica, ¿qué echa de menos?

L.: Cuba tiene esas grandes figuras del siglo XIX y que son los clásicos de nuestra música. Son los que oiremos una y otra vez. Pero con esto pasa algo similar a lo que decía con anterioridad, es decir, somos muy repetitivos, no somos originales ni nos interesa serlo porque no somos curiosos de la cultura, lamentablemente.

J.: ¿Cuáles son los principales miedos de Leo Brouwer?

L.: Puedo decirlo en dos palabras: lo que más me aterra es perder la lucidez vital. Con 75 años ya veo y presiento el Alzheimer, esas cosas terribles que no quiero para mí, las sillas de rueda, los acilos de ancianos… Quiero mantenerme como si tuviera 30 o 40 años. Esto es lo único que de verdad me aterra.

J.: ¿Qué es el bien y qué el mal para Leo Brouwer?

L.: Esta es una pregunta mucho más compleja de responder. El bien ético es algo que yo considero mucho. El bien religioso, para mí está lleno de hipocresía y no me interesa. El mal es el proceder individual o colectivo (esto lo anoté porque me apasionó tu pregunta) que no genera nada bueno, absolutamente nada. Eso yo lo pudiera resumir con la famosa ley clásica: no hacer al otro lo que no quieras que te hagan a ti.

J.: ¿Es usted pesimista u optimista?

L.: Soy optimista en lo vital, en la vida cotidiana, en asomarme a un jardín y maravillarme con el renacimiento de una planta que yo mismo sembré. Pero soy pesimista en la cultura y la economía, en ese quehacer que se debe emprender por todos (no vamos a echar siempre la culpa al Estado), esa necesidad de emprender una lucha para mejorar económica y culturalmente yo no la veo, algo muy lamentable y que es lo que tú sientes a tu alrededor.

J.: ¿Cómo ve los reconocimientos que se le dedican a su figura?

L.: ¿Los reconocimientos? Bueno, yo detesto la hipocresía, pero no sé bien cómo explicarte este asunto. A mí no me desagradan los reconocimientos, decir otra cosa sería falsa modestia y eso es una estupidez o una máscara. Como todos los seres humanos ya tenemos tantas máscaras en los distintos papeles a los que juega el hombre, yo no caigo en esa de la falsa modestia.

J.: ¿Qué queda de la atmósfera de renovación o vanguardismo que en los sesenta usted, Manuel Duchesne-Cuzán, Juan Blanco y otras figuras trataron de impregnarle al mundo sinfónico y en general a la música académica en Cuba?

L.: Aquel fue un momento apasionante, que se inició con un impulso del conocimiento de la cultura europea. Todo ese movimiento comienza con una charla que di después de recibir el impacto de los festivales de músicos contemporáneos en Polonia, la patria de Krzysztof Penderecki, Tadeusz Baird, Grażyna Bacewicz, Witold Lutosławski…, en fin, figuras que para la historia de Polonia en la segunda mitad del siglo XX son de suma importancia. Ellos revelaron un mundo de una riqueza tremenda en esa vanguardia y que el público recibía con una apetencia increíble. Juan Blanco y yo empezamos en el año 1962 a trabajar con las vanguardias, él en la electrónica y yo en los pasajes aleatorios, en las improvisaciones contemporáneas y todas esas historias. Enseguida se nos une Duchesne-Cuzán, que fue una ayuda incalculable, hay que decirlo. Inmediatamente, los alumnos que yo tenía (Héctor Ángulo, José Loyola, Sergio Fernández Barroso, Roberto Valera, Calixto Álvarez…) en Amadeo Roldán –conservatorio que no sé hoy cómo estará– se sintieron motivados por aquello. Fue un momento inolvidable, que marcó el discurso de toda una época. De eso, creo que no queda casi nada, por una razón: la vanguardia de los años 60 tenía un talón de Aquiles insalvable y era que no reposaba. Ignoró totalmente una ley que para mí es imprescindible: la ley de los contrarios (día/noche, hombre/mujer, sol/luna, tiempo de vivir/tiempo de morir). La actividad o acción tiene que ir acompañada del reposo y en la vanguardia no había reposo. Era de una agresividad constante o de una extrañeza permanente. Ahí estuvo el suicidio de la vanguardia, la falta de reposo en su lenguaje. Por eso no ha quedado casi nada. Por supuesto que yo sigo empleando mi lenguaje vanguardista (vamos a decirle así), como también hacen mis ex alumnos y que son notables compositores, pero incorporando muchas cosas del reposo que yo nunca dejé ni abandoné, porque mi principio siempre fue ese. Desde niño me acostumbré a ver tal ambivalencia, esos dos polos en su necesaria conciliación aquí o allá.

J.: ¿Qué cree que lo llevó a hacer música para cine?

L.: Todo es un poco de historia y muy simple. Yo fui fundador del ICAIC, un fundador activo porque organicé el departamento de música y puse juntos a los compositores y a los directores de cine. Eso fue al inicio, busqué el pretexto de un café-diálogo y todos nos quedamos hablando dos o tres horas, hasta que se hizo la selección natural y cada director escogió algo de alguna música o de un músico. Así comenzó el mundo de la composición para cine y también el mío. La primera película grande que se hizo fue Historias de la Revolución, tres cuentos que resultaron una excelente película. Cada cuento tuvo música de un compositor, yo hice uno de ellos, el de Tomás Gutiérrez Alea (Titón), y después continué trabajando con él toda la vida, como con Humberto Solás y otros muchos. Ese momento de principios de la Revolución fue precioso y extraordinario. Ahí estuvo la motivación. Después me encontré el reto del cine. Componer para una imagen y hacer una banda sonora hace que no seas tú solo sino que seas parte de una cosa mayor, lo cual es imprescindible para entender este tipo de creación. De ahí que muchos compositores grandes nunca hicieron cine, por ejemplo, Stravinski, Bartók. Quizá no se lo pidieron, aunque sí, a Stravinski se lo solicitaron y no lo hizo, porque tenía que dejar de ser él. A mí ello no me preocupó, porque con el triunfo de la Revolución yo me sentí funcional y volví a ser un renacentista, retorné a la etapa en la que el hombre amaba al hombre por si y por su función, cosa que se ha perdido. La música se ha convertido en un vehículo económico y los muchachos estudian determinado instrumento para ganar dinero, que es lo que ocurre hoy. Mientras, en aquella época, amamos la música por lo que significa para nosotros y por ende, nos convertimos en hombres útiles al momento histórico que se vivía.

J.: De todo lo que compuso para cine, ¿qué fue lo que le costó más trabajo?

L.: Usualmente, algunos de los directores no saben explicar o pedir lo que quieren. Entonces, te hacen volver atrás y recapacitar en la sonoridad que tú ves. Actualmente es mucho más sencillo, porque hay unos clichés de música digamos que con perfiles bastante limados, las aristas de ese perfil están desgastadas para que no hieran. Así hay músicas banales que se convierten en buenas porque al no significar, funcionan. Es uno de los problemas que hemos heredado de Hollywood, aunque ellos tienen una mano profesional de las más altas. No quiere decir que el producto sea lo más alto, pero la mano de obra sí lo es. Hasta las peores películas de Hollywood, que son muchísimas, están bien hechas. Nosotros no llegamos a esa perfección. Quizá sea un factor económico, pero pudimos hacer arte, menor tal vez, pero lo hicimos.

J.: Le insisto, por una u otra razón, ¿cuál de sus obras para cine le fue más trabajosa?

L.: Pienso que la más difícil y más sutil, que luego me resultó estupenda el resultado, fue La última cena, de Titón. NO por el asunto africano, que me toca directamente sino justo por la dicotomía de personajes de la cultura europea, insertada como dominadora de esa etnia tan poderosa que son los africanos para Cuba y su cultura. A pesar de trabajar juntos en el ICAIC, Titón y yo nos carteábamos mucho, en su estilo, al igual que yo, él siempre fue un renacentista. Yo sigo escribiendo a mano, con lápiz, no voy al computador. Titón no iba a la máquina de escribir, lo hacía todo a mano. Coincidimos en eso. En nuestro carteo empezamos a discutir cosas tan hermosas y profundas que a veces nos tardábamos una semana en descubrir que dos y dos son cuatro.

J.: ¿Cómo y cuándo a usted lo expulsan del ICR?

L.: No fui expulsado porque eso dañaba las apariencias. Fue algo peor: el silencio. El ICR me impuso silencio y ausencia de imagen durante varios años. Entre los responsables de aquello se encontraba un ex Ministro de Educación y ex Vicepresidente del Consejo de Ministros, que se llamó José Llanusa, el director del ICR entre 1966 y 1973, Jorge (Papito) Serguera, que era amigo personal mío, pero que cumplía órdenes superiores. Entonces, mi figura por el pelo largo, por discutir a favor de las músicas universales, por no querer prohibir el jazz (que estaba prohibido), por no querer prohibir músicas como la de Los Beatles y Rolling Stones, que estaban prohibidos también, en fin, todas esas cosas de aquel momento, que después Ambrosio Fornet bautizó como el Quinquenio Gris y que en mi opinión es más tiempo, una década. Eso lastimó a los hombres de la literatura, de la música, a todos los hombres que creamos algo en las artes, lastimó mucho. No fue una etapa tan corta de solo cinco años, sino que fueron más… No importa el tiempo, eso se solventó porque nuestra defensa era la cultura y las simples palabras que tuvo Fidel con nosotros en 1961 y que fueron rotundas y suficientes, lo cual no le bastó a algunos de aquellos egocentristas de entonces.

J.: Hay quienes opinan que en todo ese infame período, la música fue la manifestación artística menos afectada. ¿Usted qué cree?

L.: Yo considero que sí se afectó y mucho. Lo que pasa es que hoy en día existe una mayor afectación. En la actualidad hay una entera libertad para no hacer ¡nada! (Leo hace una larga pausa). Dejo este silencio a ex profeso, que habla más que mil palabras. Hoy en Cuba la cultura popular se hace con unas limitantes de calidades pavorosas, ¡pavorosas!, en mi opinión. Hay talentos jóvenes estupendos en lo popular. En el propio rap considero que hay algunos buenísimos. En fin, en música popular tenemos trabajos excepcionales, pero en general, la mano de obra resulta de una pobreza abismal, lo mismo que la inventiva. Se repite y repite tanto lo mismo en busca de la venta y del dinero, que para mí el panorama es aterrador. Estamos perdiendo unas calidades que siempre o casi siempre estuvieron entre nosotros y ahora van no desapareciendo pero sí soslayándose. No hablo de los daños ocasionados por los embargos, porque esos son también pretextos. Los grandes artistas, por ejemplo Chucho Valdés, no paran y con ello, su creación no tiene censura en USA. Por el contrario, hay otros muy populares que se autocensuran por su falta de realización total. Es un tema muy complicado y que pudiera ser aburrido para algunos.

J.: YO pienso que no, que conversar sobre esto es de sumo interés, por lo menos para mí. A propósito de ese infausto panorama que usted ha descrito, hay quienes lo atribuyen a la introducción en Cuba, a partir de inicios del decenio de los 90, de algunos elementos de las leyes del mercado en materia de música.

L.: Efectivamente, pero en eso hay parte de verdad, no lo es todo, y reitero, es solo parte. Por ejemplo, hoy en las escuelas de música, incluido el Instituto Superior de Arte, no se forman percusionistas sinfónicos. Todos estudian percusión cubana. ¡Asombroso! Hace algunas décadas, había 30 estudiantes de percusión sinfónica y se preparaban para integrarse a las orquestas sinfónicas, de cámara o también a las agrupaciones de música popular. Esto guarda relación con lo que ya he comentado en la entrevista, es decir, el proceso imitativo que vivimos, en el que se sigue únicamente lo que más dinero da, que muchas veces no es lo mejor. Es un círculo vicioso: si se da lo bueno, se imita lo bueno, pero cuando no, se sigue lo que representa una moda y la moda es importante, pero también muy peligrosa

J.: En su opinión, ¿Por qué en Cuba no se ha repetido una experiencia como la del GESI, que usted dirigió?

L.: El fenómeno del Grupo fue un tipo de experiencia profesional, condensada y simultánea, que yo les impartía y resultó la línea seguida por algunos admirables profesionales que vinieron a ayudarme en el proyecto, como Federico Smith. Enseñamos también algunas cosas que hoy no se imparten ni se consideran, como mercado o marketing, un anglicismo ya casi nacionalizado. Estudiamos a fondo las músicas de Brasil y sus contactos con nosotros, todo lo cual significo que la agrupación levantase niveles culturales notables entre sus integrantes. Al proponerles, por ejemplo, prácticas de música electroacústica (hicimos muchas) y enseñarles el sistema de montaje, muy usado en el extranjero por Los Beatles y Rolling Stones pero hasta entonces no utilizado en Cuba y que implicaba un fenómeno de convivencia y de comunicación colectiva, así como de análisis sensorial y de selección de lo que suena, todo lo cual condujo a un estadío superior en la creación. En aquellas jornadas se escuchaba: ¡esto está buenísimo!, ¡esto no sale! Y entonces yo preguntaba: ¿por qué no sale? Sucede que desde niño mi palabra favorita es por qué, para encontrar la razón de las cosas. Creo que un proceso así como el que te he contado, no se da hoy, justo por lo que hemos venido conversando con anterioridad. Lamentablemente es así. Además, en el hecho de que una experiencia como la del GESI hoy no se pueda repetir, influye mucho que la enseñanza en el campo de la música ha retrocedido. Si uno compara con lo que sucede en la plástica, se percata de que en dicha área tenemos críticos que no solo leen a través de Internet lo expresado por sus colegas europeos y norteamericanos para repetirlos, sino que formulan estudios profundos sobre su materia y luego lo plasman en letra impresa. Con rarísimas excepciones, como es tu caso, eso no sucede en materia de música hoy en Cuba, donde no se preparan a especialistas para dicha función, con lo cual estamos carentes de auténticos historiadores de las culturas populares, incluida la música, con el agravante de que los enseñantes de que disponemos son rutinarios, imitativos y están cansados. Y fíjate, empleo el término enseñante, no digo maestro porque ese concepto tiene un alcance superior. Y quiero agregar algo más. Cuando he desempeñado funciones docentes como en la etapa al frente del Grupo de Experimentación Sonora, mi función fue construir y enseñar caminos. Nunca dije: ¡este es el camino!, sino hay este, aquel y más cual caminos. También hay esto otro, aquello y lo de más allá. Así fue como se formaron fabulosas discusiones que llegaron a ser extraordinarias por su carácter constructivo.

J.: ¿Con cuál de los miembros del GESI coincidían más sus opiniones?

L.: En lo instrumental con un músico que tiene su estilo particular y que no tiene que ver conmigo, pero que nos queremos y respetamos mucho, me refiero a Sergio Vitier. También estaba un notable jazzista que ya murió, Emiliano Salvador, todo un talentazo. Y por supuesto, Silvio Rodríguez, aunque también tendría que decir Pablo Milanés. Con todos ellos me entendía perfectamente. Ya hablando desde el punto de vista cultural, tengo mucha afinidad con dos gentes tan distintas como Silvio Rodríguez y Sergio Vitier.

J.: En el decenio de los setenta, hubo consenso a escala internacional en cuanto a que usted fue el intérprete de la guitarra más importante de la década. Luego, en los ochenta, ocurrió lo mismo con otro cubano, Manuel Barrueco. De entonces a acá, algo así no ha vuelto a pasar. ¿Cómo valora usted la actual guitarrística cubana y en particular, qué le criticaría?

L.: La guitarrística cubana clásica se ha ido dispersando. De la docena de guitarristas notables que tuvimos en un momento, apenas queda una joven intérprete, que incluso es posterior a la generación de mayor esplendor y cuyos miembros se fueron del país en busca de otros horizontes o medios de sobrevivencia. El consumo de la cultura histórica, en la que se incluye la música académica y la guitarra clásica, no se tiene en cuenta en los medios de comunicación del país, en los que sencillamente tal tipo de producción no existe. Hay uno que otro programa en la televisión, que se alimenta de videos recibidos de otros países, pero no se ha propiciado el consumo de lo nacional en esta esfera. Hay toda una zona de nuestra cultura que podría desarrollarse mucho más pero que no lo hace sino que se enquista, por falta de incentivos paralelos a la propia creación. Eso no solo ocurre en el ámbito de la guitarra clásica. Hoy debe haber alrededor de unos 30 o 40 compositores jóvenes en Cuba, de una edad entre 25 y 40 años, que jamás verán su música sinfónica tocada. Y digo jamás. Si nosotros hemos tocado las obras de algunos en los festivales organizados por la oficina que lleva mi nombre, ello es muy poco porque siempre será en relación con la temática que planteamos en cada festival y donde no interesa el concierto por el concierto, algo que se convirtió en una realidad cotidiana en nuestro país, al extremo de que en una presentación sinfónica en el público solo ha habido 35 personas en la etapa posterior al boom de la vanguardia, que fue cuando me pidieron trabajar con la Orquesta Sinfónica Nacional, de la cual hoy no sé apenas nada, pero no importa. En resumen, entre nosotros la guitarra clásica ha ido desapareciendo, aunque haya 20 o 30 talentos más o menos desarrollados. Los festivales de guitarra que hicimos en los 80 y los 90 motivaban muchísimo a los jóvenes y los obligaron a superar calidades. Eso hoy no ocurre.

J.: En relación con el Festival de Guitarra que usted organizaba, siempre me llamó la atención la no participación en el mismo de Manuel Barrueco.

L.: Sí, a Barrueco yo lo invité y en una ocasión él se preparó para venir. Lo que pasó fue que entonces lo expulsaron de una universidad de Miami en la que trabajaba, le criticaron su decisión de querer venir a Cuba. No vino ni siguió trabajando en aquella universidad. A partir de ahí, el cordón umbilical se cortó y hubo un cisma que perdura y posiblemente se haya convertido en algo político.

J.: ¿Qué lo animó a fundar el Festival de Música de Cámara que lleva su nombre?

L.: En realidad no fui yo el que lo fundó. Es una idea de la musicóloga Isabelle Hernández y lo hizo porque, a no ser el repertorio guitarrístico, yo nunca toqué mi música en Cuba, siempre me gustó programar a los otros. Mi música ya está por ahí, en todas partes y no lo digo como alarde, pero hay más de 300 discos en el mundo con obras mías. Este festival de cámara resultó un éxito, nos pidieron más y sigue creciendo de una manera inconcebible, hasta convertirse en un encuentro de artistas. Yo no empleo ni emplearé jamás la palabra estrellas, porque los que vienen son artistas a hacer repertorio, que es lo que a nosotros nos interesan. Son repertorios que van de lo desconocido a lo maravilloso. Nosotros no tocamos Beethoven ni Mozart, para eso están los que repiten lo mismo todos los días.

J.: ¿Cómo es su rutina para componer?

L.: Eso es muy curioso. Yo no compongo temas sino ideas, porque la música tiene vida propia y ciertas dimensiones. Vale aclarar que las estructuras varían, esto lo digo pensando en mi etapa estructuralista rabiosa de la vanguardia. Hoy soy consciente de que el estructuralismo limitaba conceptualmente la capacidad de desarrollo de una materia sonora. Supongo que con este lenguaje retórico ya debo parecer muy aburrido para ti y los lectores. La erudición es buena pero un poco aburrida.

J.: ¿Aburrido? ¡Para nada! Incluso, en estos tiempos se echa de menos la erudición.

L.: Yo la extraño mucho… Como te decía, yo compongo ideas, que plasmo en hojas sueltas. Cada una de esas ideas es potencialmente un mundo sonoro y todas forman parte de una construcción. Es como una casa, que se edifica con ladrillos, madera, cristal… La estructura que va a llevar todo ese material se convierte al final en una vivienda. Yo hago lo mismo con la música. Todavía la música popular trabaja a partir del tema, porque quiere que se chifle, se canturree, se recuerde, lo cual aumenta la venta del disco y la ganancia del compositor. Pero el mío, no es ese mundo. Las ideas pueden o no ser interesantes, cosa que se sabe después que uno ha trabajado alrededor de esas ideas y no metiéndolas como tema, como transición, como desarrollo, como variación… Es mi manera de componer y lo que le recomiendo a mis alumnos.

J.: De todas sus obras, en el hipotético caso de que tuviera que escoger una sola, ¿con cuál se quedaría?

L.: ¡Ay, ay, ay! Bueno…. Usualmente cuando me siento y pienso un poco, me enamoro de las que apenas se han tocado por equis razones. Casi todas mis músicas para guitarra encontraron público y está pasando también con el repertorio de cámara. Con el sinfónico no ha ocurrido igual, porque es un mundo más cerrado, retórico, tradicional y conservador. En fin, yo te diría que me quedaría con cualquier obra de las menos tocadas, de las que necesitan de un intérprete altamente profesional, lo cual también resulta muy difícil de encontrar. Es difícil porque la competititividad, en términos generales, se basa en una especie de reto común, o sea, fulano toca tal pieza en un minuto, yo la voy a hacer en 48 segundos y seré el virtuoso del siglo. Son las cosas de la competitividad mal entendida.

J.: Pero…, se me fue por la tangente. Por favor, escójame una sola de sus obras.

L.: ¡Es muy pero que muy difícil! A veces me enamoro de lo que estoy haciendo o de lo que acabo de concluir., pero tú me precisas. Bueno, yo hice un trío que se llama «Manuscrito antiguo encontrado en una botella», a partir de un cuento maravilloso del escritor estadounidense O. Henry. Por esa obra siempre he sentido especial predilección, es como lo que nos sucede con el hijo más joven, pobre o menos mimado. Aunque se ha tocado bastante. Quizá esa obra para violín, chelo y piano sea mi favorita.

J.: Tengo la impresión de que su obra guitarrística ha tenido más fortuna que la restante a la hora de promoverse. ¿Es así?

L.: Completamente. Ello ocurre porque, en primer lugar, yo soy isleño, vivo en una pequeña isla, apartadísima de los grandes centros y muy conocida por su música popular, por factores de tipo folklórico turístico. Incluso, nuestro país piensa vivir del turismo, lo cual para mí es una cosa errónea, una locura total, pero bueno, es una de las instancias por las que hoy se apuesta. Todo eso conspira contra un concepto que se sabe aunque nadie lo comente: la cultura se supone europea y para los europeos. Ellos no conciben cultura fuera de su contexto neocultural y mucho menos de una pequeñita isla que apenas se ve en el mapa y donde hay una mezcla racial y cultural de África, España, China y quien sabe de cuántos otros sitios, en especial ahora después de la dinastía sobre nosotros de la etapa soviética. A lo mejor viene una etapa neochina en el camino y volvemos a enriquecernos de otra manera. Todo esto que te explico es lo que ha impedido la mejor promoción internacional de mi obra no guitarrística. A ello se une que la Europa sinfónica no concibe que la guitarra sea un instrumento posible en el mundo sinfónico, idea que se refuerza desde aquí porque entre nosotros la guitarra clásica se perdió, al ser visto solo el instrumento dentro del contexto de las músicas populares o del jazz, y los medios cubanos de comunicación no ayudan a romper semejante imagen sino todo lo contrario.

J.: ¿Es cierta la anécdota que dice que en uno de los congresos de la UNEAC usted fue la persona que más votos obtuvo para ser Presidente?

L.: Totalmente cierta y no sucedió en un congreso sino en dos. La primera ocasión quedamos empatados Fernando Alonso y yo. La segunda vez que resulté el más votado para la Presidencia de la UNEAC ocurrió cuando el hombre que manejaba la cultura en este país se llamaba o se llama (no sé bien si aún vive, lo cual sería una lástima) Carlos Aldana. Él me vio como un peligro porque al tener yo la máxima votación en el congreso, tenía derecho a ser el Presidente del Consejo Nacional de la organización y Aldana quería a otras personas de su equipo. Ese señor tenía una visión particular del poder político, al extremo que preparó el discurso que en aquella ocasión debía dar Fidel y empezó a pronunciarlo, hasta que llegó Fidel y entonces tuvo que cortar su intervención. Recuerdo que Aldana me convocó para sugerirme que no aceptara asumir la presidencia que me tocaba, cosa que a mí no me interesaba para nada, al punto que puedo asegurarte que yo no voy a la UNEAC hace más de 20 años, yo asistía a la casa de 17 y H en la etapa de mi querido amigo Nicolás Guillén. Debo agregar que allí hay personas que yo admiro y quiero muchísimo. Siguiendo con el relato de lo acaecido, recuerdo que en la segunda ocasión me llamaron a las siete de la mañana Armando Hart y Alfredo Guevara, indistintamente, para decirme que tenía que ir porque había sido el más votado en el congreso. Y bueno…, esa es la historia.

J.: ¿Continúa hoy día creyendo en la idea de que la tradición se rompe, pero cuesta trabajo?

L.: Sí, es un concepto muy difícil, pero así yo lo creo. Si todos los que hacemos música protestamos, no digo que se elimine la tradición de la mala música, pero al menos se pudiera establecer un equilibrio, cosa que hoy no está pasando.

J.: ¿Por cuáles músicos cubanos de su tiempo nunca ha dejado de sentir admiración?

L.: En particular, por uno muy poco analizado, Juan Blanco, el compositor de electroacústica y que murió hace algunos años. La admiración que profeso por él es por múltiple razones: por la persona que fue, por el reto de componer determinadas cosas, por su generosidad, él antes era un abogado que en los 50 atendía los casos de personas pobres, de artistas y de los comunistas, y no cobraba un centavo. Ese hombre fue excelente músico y colega.

J.: Usted se ha definido como una persona que gusta del juego. ¿Qué ventajas tiene esa postura ante la vida?

L.: Lo que pasa es que el homo ludens recupera la fantasía que la educación formal retira o casi estrangula. En la manera de plantearse la formación del ser humano, se está mutilando la fantasía que hace falta vaya paralela a la información más profunda y compleja. Esto no significa el mito lúdico de jugar por jugar, como las apuestas. Para mí, jugar es usar la mente y el cuerpo a plenitud, reír, maravillarse de cosas tontas, como puede ser una foto que se vea de pronto, a la cual después habría que reconocerle sus valores. Desde el quinto o sexto grado, el niño empieza a convertirse en un personaje «serio», lo cual supuestamente es símbolo de madurez y yo lo valoro como una forma de estrangular la dualidad que debe existir siempre en el ser humano, es decir, el rigor y la alegría.

J.: A pesar de muchos esfuerzos y de intentos como el Cubadisco, la industria de la música en Cuba no acaba de despegar. ¿Por qué?

L.: En eso, en mi opinión, hay dos razones. Una distribución inexistente. Cuando se hacen los discos, se almacenan, se ponen en un anaquel. ¿Y qué nos dicen esos discos? ¿Quién los transmite en la radio? ¿La televisión los recomienda? NO. Por lo tanto, la distribución es inexistente. En segundo lugar, los discos se hacen por una política de figuras y no de repertorios. ¿Y qué cosa es un disco? Un repertorio dado por alguien, que puede o no ser una figura y si no es figura y el repertorio no existe, no es nada. Eso es lo que está pasando. Por ello no habrá un boom, como pudo haberlo en aquellos momentos en que se dio la discusión acerca de si se llamaba salsa o son. He ahí el problema: distribución inexistente y política de figuras equivocadas

J.: ¿Qué exige Leo Brouwer a los amigos?

L.: Yo establezco dos categorías: los conocidos y los amigos reales. A los conocidos les pido sinceridad. A los amigos, cultura, si no, me es imposible tenerlos como amigos.

J.: ¿Y qué cree deban perdonarle los amigos a Leo Brouwer?

L.: Soy muy encuevado y silencioso. No llamo a mis amigos, no voy a visitarlos, entre otras cosas porque no me gusta esa acción típica cubana de caer de improviso con un aquí estoy. Como me crié solo desde niño, tengo el hábito de la soledad y que ya me es imprescindible. Necesito estar solo para trabajar y en casa únicamente vivimos mi mujer y yo, lo cual es un paraíso.

J.: ¿Cuál es el final que menos desea para su vida?

L.: Lo que te dije en relación con mis miedos: el Alzheimer, ¡no lo quiero!

J.: Usted ha sido alguien con un gran reconocimiento en el extranjero y con la posibilidad de desempeñarse en diferentes escenarios. Por temporadas ha vivido fuera de nuestro país, como en Córdoba, España, donde pasó casi diez años, pero siempre ha retornado a La Habana. ¿Por qué nunca optó por irse de Cuba?

L.: Muy buena pregunta. Cuando concluí mis estudios en la Juilliard School of Music, de Nueva York, me propusieron dos contratos ventajosos para mí, uno para trabajar como profesor en una prestigiosa universidad estadounidense y el otro para ser representado por una importantísima casa editorial de música. No firmé y lo que hice fue regresar para La Habana. En 1970, a raíz de una gira que realicé por Europa, un sello discográfico de Alemania Occidental, especializado en música académica y de gran impacto a escala internacional, me propuso ser parte de su catálogo a fin de grabarme como intérprete y poner en circulación por todo el mundo mi obra composicional, pero yo tenía que cumplir con la condición de pasar a vivir en la entonces RFA. No quise aceptar y retorné a La Habana. Sucede que, como ya te dije, yo me siento un renacentista y mi obra siempre ha estado dedicada a Cuba, no me importa que ella me lo agradezca o no. Yo tengo un compromiso no con la Cuba oficial sino con mi Cuba, es decir, con mis amigos pintores, cineastas, músicos… y dicho compromiso, reitero, ha sido y será hasta el final de mis días.

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