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Estoy bailando rockasón

Estoy bailando rockasón

Por Joaquín Borges-Triana
Un acercamiento a los contenidos de la cancionística cubana de los
últimos decenios del pasado siglo y de lo que va del presente resulta
tarea ardua y pudiera hacerse desde múltiples perspectivas de
análisis. En cualquier caso, es posible intentar trazar algunas pistas
para una reflexión. Porque lo cierto es que en la actualidad el
producto o bien musical se encuentra en extremo contaminado por
intereses como los del mercado expresado en la industria cultural.
Sin caer en la tontería de pretender satanizar al mercado –al menos
para mí está claro que este no solo puede perdernos, sino que también
tiene la posibilidad de salvarnos (vale recordar que los músicos,
incluidos los cantautores, viven de él), y además resulta un espacio
de transacción que ejerce una función promocional de suma importancia,
dinamizadora del consenso cultural–, no se puede negar que a partir de
su irrupción entre nosotros, y de que el hecho musical empezó a
concebirse en función de la ley de oferta y demanda, es el fenómeno
que más ha marcado los derroteros, no ya de la Canción Cubana
Contemporánea, sino de toda la música popular facturada en el país,
unas veces para bien y otras para mal. Cierto que ha lanzado figuras
locales al estrellato, pero igualmente no ha propiciado el desarrollo
armonioso de manifestaciones sonoras que no están entre las
favorecidas por la débil industria discográfica cubana, al no aparecer
entre las de mayores ventas.
Creo que a estas alturas a todos nos ha quedado claro que para el
ingreso y la aceptación dentro del ámbito comercial, la creación
facturada por trovadores y/o cantautores se ve forzada por las
circunstancias a cruzar fronteras genéricas y estilísticas que hasta
hace muy poco resultaban infranqueables para los artistas del gremio y
que, según el parecer de los más tradicionalistas y ortodoxos, vienen
a ser algo así como pecados de lesa humanidad. Sucede que en aras de
insertarse dentro de los ambivalentes espacios de la industria
cultural y su circuito de difusión comercial, comprendiéndose en este
la industria discográfica, radiofónica, el espectáculo musical, la
televisión, las revistas y publicaciones especializadas, la publicidad
y sus productos, y la industria cinematográfica, con frecuencia hay
que entrar en un peligroso territorio de pleitesías y desarrollos
inocuos que faciliten la circulación y distribución de la obra
musical, lo cual representa un proceder diríase que mercenario pero
que, paradójicamente, presupone un poderoso filtro que posibilita
visualizar las formas de mayor solidez y vigor en relación con las
veleidades ocasionales y las modas espurias.
Al margen de que por las realidades de un lugar como Cuba lo anterior
registra peculiaridades específicas –pongamos el hecho cierto de que
en nuestro país la industria de la música apenas existe o su
desarrollo es incipiente–, no se puede soslayar la realidad creciente
de que la canción popular moderna, de la que también forma parte la
producción trovadoresca o el híbrido derivado de esta, en la
actualidad flota entre las aguas tormentosas de los criterios y gustos
que exige o demanda una audiencia mediatizada, y las corrientes
sensibles de los autores-compositores que aprecian en este género una
legítima forma de expresión musical seria. Con el arribo de la década
de los noventa, aparece entre nosotros el mercado como fenómeno con el
cual los cantautores y demás artistas cubanos han tenido que aprender
a lidiar.
Hasta ese momento, en el mundo musical de la Isla nadie estaba
entrenado para ello, ni los músicos, ni las instituciones, pues la
Revolución nunca estuvo centrada en que la música fuera generadora de
ingresos; veía su cultivo como una forma de elevar el nivel espiritual
de los individuos. Así, por ejemplo, antiguamente el trabajo
discográfico era parte del sistema cultural del país y no tenía una
proyección comercial, lo que implicó que estuviésemos muchos años de
espalda a lo que en todo el mundo se hacía en materia de marketing (o
mercadeo, como hay que decir en español), un terreno con el cual
todavía no estamos suficientemente preparados para interactuar, lo que
en mayor o menor grado ha afectado a nuestro talento musical.
De lo antes expresado, se comprenderá que los hacedores de la Canción
Cubana Contemporánea, a sabiendas de que para hacer cultura (léase
también música) hace falta economía, se debaten entre hacer una obra
de arte, un producto mercantil o un híbrido a medio camino entre uno y
otro extremo. El dilema apuntado se convierte en un aspecto
significativo en todo análisis que pretenda hacerse en relación con
estos temas. Porque lo cierto es que también entre nosotros se crean y
aúpan gustos, tendencias, arquetipos y cánones estético-musicales, que
llegado el caso pueden ser objeto de actos de franca y llana
manipulación.
Aunque en Cuba resulta imposible hablar de la tradicional y clásica
alianza entre capital y marketing, en materia de música sí existe lo
que se conoce como mainstream, que viene a ser la manifestación
visible de lo que se promueve como el signo de triunfo; es decir, la
sempiterna presencia de una élite de artistas en los principales
espacios de los medios de comunicación, quienes dan la imagen del
hombre o la mujer de éxito, en muchas ocasiones asociado a una
estética estandarizada. De tal suerte, si bien en nuestro país los
volúmenes de venta de discos no resultan indicadores de triunfo en la
misma escala que dicho parámetro lo representa en otras sociedades, el
grado de popularidad registrado sí lo es. Y, por supuesto, el trovador
y/o cantautor, como cualquier músico, se encontrará expuesto a la
tentación de alcanzar la popularidad y todo lo que esta implica.

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