Etiqueta: Mario Incháustegui

Canción propuesta

Canción propuesta

Por Joaquín Borges-Triana.

A cualquier observador minucioso de la escena musical cubana contemporánea, no se le escaparía el hecho de que a finales de los ochenta comenzó a gestarse una tendencia en la composición e interpretación muy diferente a la de los patrones clásicos o convencionales por los cuales ha transitado la canción nacional, una corriente que poco a poco se ha ido extendiendo a otras manifestaciones. Para los analistas del tema está claro que las raíces de dicho fenómeno hay que buscarlas en lo que fuera la Nueva Trova, que en su momento significara una auténtica revolución.

Cuando términos como trovador, cantautor, nueva canción, son objeto de cuestionamientos tanto por protagonistas como por espectadores, hay quienes desde hace seis lustros, y al margen de ese debate, vienen desarrollando una obra de carácter fundacional. En los temas, asuntos y peculiaridades formales que los seducen y particularizan, se detecta desde bien temprano un lenguaje propio en el abordaje de problemáticas recurrentes en las zonas ideoestéticas comunes de las recientes hornadas de artistas e intelectuales nacidos en la Isla.

Como otra verificación en la práctica de la teoría de que en arte la sucesión generacional se produce en un lapso aproximado de diez años, a fines de los ochenta comenzó a gestarse lo que sería una tercera generación de la Nueva Trova. Por aquellos días, varios cantautores entre los que figuraban Raúl Ciro, Vanito Caballero, Alejandro Frómeta, José Luis Medina, Carlos Santos, Alejandro Gutiérrez, Boris Larramendi, Luis Alberto Barbería, José Luis Estrada, Mario Incháustegui…, acostumbraban a reunirse junto a poetas y cuentistas en una peña sabatina –conocida inicialmente como El puente– que tenía por sede el museo ubicado casi en la esquina de las calles 13 y 8, en el Vedado habanero, y que había surgido como el resultado de la fusión de varias tertulias capitalinas de jóvenes artistas, entre ellas una llevada a cabo en la Finca de los Monos, y de un proyecto o brigada que se llamó El Quijote, de donde salieron figuras como el videasta Ernesto Fundora. Dicho espacio,[1] que funcionaba como un encuentro entre amigos, significó un momento importante para el despegue de todo lo que vendría durante el transcurso del último decenio de la anterior centuria e, incluso, de lo que está pasando hoy en la cancionística nacional y en ese híbrido sonoro en el que el rock, el son, la timba y el rap se integran para dar vida a una nueva sonoridad totalmente desprejuiciada, que Alejandro Gutiérrez ha bautizado en una de sus composiciones con el nombre de «Rockasón».

En el libro CONcierto cubano. La vida es un divino guión he señalado que el diferendo que tiene lugar entre instituciones y creadores en Cuba a inicios de los noventa, en cuanto a los niveles de permisividad que se le otorgaba al arte como expresión de la conciencia social, llevó a la clausura de la atmósfera que propició el proceso de renovación en la cultura cubana, roto de repente debido a la falta de diálogo. Ese momento, muy vinculado a lo transnacional, visto dicho concepto como apertura en los términos de la creación y su espacio, no fue entendido y, con ello, se perdió la efervescencia polémica, de debate y de crítica, que existió en la segunda mitad de la década de los ochenta. El hecho de que las instancias de la política cultural, bajo el influjo del síndrome de fortaleza sitiada que por causa del bloqueo y la agresividad estadounidense ha padecido el país, y que perennemente mantiene una postura defensiva que no viabiliza la plena democracia y una verdadera libertad de expresión, no hayan interpretado de forma acertada la esencia de lo que estaba ocurriendo, puede explicar muchos de los fenómenos que han sucedido después.

Por lo antes expuesto en el libro aludido, espacios como la peña de 13 y 8 se ven imposibilitados de continuar. Al cierre, sus protagonistas pretendieron dar un concierto en una institución que siempre había acunado a la música vinculada a la trova. A tales efectos, a manera de muestra de por dónde iría la presentación, se entregó la grabación de un tema titulado «El Reyezuelo», en el que en un arreglo coral de Alejandro Frómeta intervenían este, Raúl Ciro, Boris Larramendi, Vanito Caballero y Mario Incháustegui; sin embargo, la aludida entidad se negó a aceptar la propuesta, y entonces no les quedó otra alternativa que hacerlo (para las pocas amistades que asistieron) en las márgenes del río Almendares, como una especie de performance. En la función, nombrada significativamente Canción Propuesta y de la cual todavía conservo el programa de mano preparado para la ocasión (creo que una de las noches en que he sido más víctima de los mosquitos), recuerdo que mi hermano Raúl Ciro, cantautor recientemente fallecido y alguien de marcada propensión hacia lo conceptual, rompió una guitarra en pedazos, en un gesto simbólico que (quizás sin él mismo proponérselo) transmitía el sentimiento de desencanto que de una u otra manera experimentaban todos los muchachos vinculados a aquella hoy memorable tertulia. En entrevista concedida para el blog Efory Atocha de Santiago Méndez Alpíza, Raúl Ciro evocaba el suceso del siguiente modo:

«Brother, los ochenta fueron duros. También los cincuenta para mis padres. No quisiera que viviéramos un nuevo 29 en crack. Como ya te dije, «si callas, algo hablará…». Siempre alguien ocupará tu lugar si lo desprecias. Aquella noche nos alumbrábamos Mario Incháustegui, Frómeta, Vanito, Boris y yo con un farol chino. Teníamos otro, por previsora suerte, cuando falló el primero. Boris nos protegió a todos con la suerte de su Santa Madre, el Almendares. Aquello no fue una despedida, fue un golpe bajo pactado. Pasa que «la institución» estuvo fina, no nos dieron un break… Más tarde, la rosa, la espina. Asere, nosotros estábamos en una talla impresionante. Hasta Frómeta y yo vestíamos unas camisas de peloteros, una negra y otra roja, que al frente decía en tipografías diferentes: Superávit. A nuestras espaldas números distintos en cada una, un 13 y un 8. Pasado el tiempo lo he entendido todo, «en esta vida nada es un accidente» (ver Kung fu Panda, qué divertida, genial película). Ese era el estigma: nacimos bajo ese signo.

«Al otro día estrené guitarra nueva, la única que tengo y aún conservo. Recuerdo que el Boris llevaba orgulloso entonces uno de los sellitos que repartimos esa noche con el símbolo de nuestra gran tomadura de pelo. Todo estaba preparadísimo, e igual todo se rompió en pedazos para dar paso a algo mejor. “Un arpón, un perdigón, el buzo, el cazador…”»

Aunque a la salida del Anfiteatro hubo que alumbrarse con «chismosas» (faroles improvisados) preparadas para guiar a los asistentes en su retirada a través de parajes carentes de una elemental iluminación, el concierto (al margen de su nula repercusión en los medios de prensa de aquellos días) quedó como un hermoso testimonio de lo mucho y bueno que se puede hacer, aun cuando determinados acontecimientos despierten en nosotros la sensación de que todas las puertas están cerradas, trampa en la que el artista verdadero no deberá caer pues, como los muchachos de 13 y 8 demostraron esa noche, el revés de la negativa fue compensado en cierta medida con amigos cercanos, lealtad de seguidores y obstinación luminosamente creativa, de esa que en nuestros creadores sobra.

[1] Con el transcurrir del tiempo, la peña de 13 y 8 ha sido mitificada, por haber marcado la música de la más joven generación durante los años noventa, al ser el embrión, primero, del proyecto artístico de la Asociación Hermanos Saíz denominado Te doy otra canción y, después, de lo que se conoció como Habana Oculta y luego como Habana Abierta.

Suscríbase a nuestros boletines diarios

Holler Box

Suscríbase a nuestros boletines diarios

Holler Box