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Mario Benedetti: Confabulación de la memoria

Mario Benedetti: Confabulación de la memoria

Por Joaquín Borges-Triana

Por estos días de mayo se ha recordado en distintos puntos de la geografía internacional y especialmente en Uruguay a Mario Benedetti, pues se conmemora el décimo aniversario de su fallecimiento. Hace algo más de 20 años tuve la oportunidad de entrevistarlo. Dadas las características de aquella época, esa conversación con el sobresaliente escritor apenas circuló entonces en el medio de prensa donde fue publicada, así que he pensado que no viene mal reproducirla hoy en Miradas Desde Adentro.

El periodista más sabe por viejo que por periodista, fue lo que pensé luego de despedirme de Mario Benedetti, en un apartamento ubicado en pleno centro del Vedado. Para mi suerte y fortuna, habíamos coincidido ambos mientras visitábamos por separado a una amiga común, una mujer perteneciente a esa estirpe en extensión de féminas poseedoras de un donaire y una prestancia de dama antigua. El casual encuentro devino amena charla sobre tantos de los temas acerca de los cuales pueden hablar un par de impenitentes conversadores y que de paso, aprovechan la ocasión para brindar con algunas libaciones etílicas.

Mario estaba en La Habana para presidir el jurado de ficción del Festival de Cine Latinoamericano y en su apretada agenda de trabajo apartaba un par de horas para ir a ver a una amiga de los tiempos en que viviera por estos lares. El día en que el azar me puso en el camino a Benedetti, por mis funciones en el Secretariado Nacional de la Asociación Nacional del Ciego (ANCI) yo había asistido a un activo provincial de personas ciegas de la tercera edad. Quizás por eso, pensé, que un periodista más sabe por viejo… Creo que todo lo vivido en el mencionado evento me condicionó fuertemente. Sea como sea, por encima del periodista que soy me ayudó «el viejo». (“¿Cuál viejo?”, “¿el que comenzaba a ser a los 35 años y que se ponía de manifiesto en mi nostalgia por la década de los ochenta y lugares como la Casa del Joven Creador, el parque de 23 y G, el bar del restaurante El Conejito?”; “¿El que me traje del activo acerca de la tercera edad?” ­ Vaya uno a saberlo, sobre todo si es posible que uno mismo se dicotomice de esa forma)

Pero estoy seguro: fue «el viejo» el que me salvó. Sí, porque cuando encontré, a Benedetti tuve, primero, la alegría de conocer a alguien a quien admiro como escritor y respeto como ser humano. Pero, luego, me vino la bronca: no contaba a mano con una regleta y un punzón (lo mínimo que debe poseer un ciego para poder escribir); ni con mi desvencijada máquina braille, marca Erika (herencia del extinto campo socialista); ni con una grabadora, ni con mi muy moderno Braille’n Speak (una pequeña maravilla del reino de la informática), ni con nada para tomar notas… ­Y eso me salvó. Me volví, repentinamente un viejo sabio: la fluidez de las palabras de Mario no sería interrumpida por mis tomas de notas y si los recuerdos me ayudaban y no me fallaban las claves mnemotécnicas, iba, entonces, a tener material como para llenar varias cuartillas y entregar en la redacción de la publicación algo que no estuviese dedicado al tema de la música, asunto acerca del cual el editor de El Caimán Barbudo se niega a que se continúe escribiendo. Así pues, por obra y gracia de una confabulación de la memoria sale esta casi entrevista a Mario Benedetti (casi porque él ni se imaginó -creo yo- que en mí alternaban el simple individuo proclive a la charla y el periodista).

Teníamos un buen rato para dialogar y a partir de una afirmación de nuestra amiga común en torno a cómo ha cambiado el mundo desde que ella y Mario se conocieron, empezamos por la política: despacito, entre sorbo y sorbo, ellos de Champagne y yo de Havana Club, ron que de entrada me asustó al paladar acostumbrado por aquellas fechas al de pipa con sabor a alcohol de bodega que vendían en mi barrio. En el temita (¿temita?) se vinieron, por orden o por desorden de la conversación: la caída del muro de Berlín, el castillo de naipes de la Europa del Este, Nicaragua, la ola del neoliberalismo, el fenómeno de la globalización, el aumento del protagonismo femenino en Occidente y la creciente reclusión de la mujer en el Islam, la situación de la izquierda latinoamericana que no puede regresar al pasado ni sabe cómo alcanzar el futuro…

La voz de Benedeti se confunde con el zumbido del metrobús que transita por la avenida aledaña. Le comentamos que ahora los únicos medios de transporte para llegar a Alamar, zona en la que él habitara años atrás, son los tan infernales pero útiles camellos. Sin apenas darnos cuenta hemos comenzado a hablar de Cuba, de los cambios a los que ha debido someterse el país y el ciudadano de a pie para poder sobrevivir. Con algo de ironía le digo a Mario que a esas transformaciones él tiene que agradecer haberse hecho más popular entre los cubanos pues no resultan pocos los que se buscan la vida vendiendo maderas trabajadas artesanalmente con textos suyos o atribuidos a su autoría, «ediciones» por las cuales nunca cobrará  derecho de autor.

Sin hacer transición alguna pasamos a charlar en relación con otra Cuba: la de la retinosis. Benedetti me pregunta si el tratamiento inventado acá  contra tal padecimiento no me sirve a mí. Le explico por qué no. Mario, entonces, me cuenta que él había sido operado dos veces de la vista, una por desprendimiento de retina y otra por cataratas. Con pesar se lamenta de que existan miles de personas que padecen ceguera curable y que no pueden resolver su problema por la falta de recursos para pagar los servicios de un oftalmólogo que los opere. «Es un crimen», concluye.

Tras una pausa de breves segundos, Mario se zambulle en el Tercer Mundo: va hasta Irak. No está de acuerdo con Hussein, pero tampoco con que se hayan enterrado vivos en las arenas del desierto a tantos soldados irakíes ni con el bloqueo que ha hecho morir de hambre a cientos de inocentes de dicho pueblo. «Estamos en el tiempo de la hipocresía», me dice. «A nadie se le mueve un pelo por cosas así, apenas si tímidas justificaciones. Algunos se ocupan más de los niños que no nacen por el aborto, que de los millones de pequeños que se mueren por malnutrición, por carencia de atención médica»…

Me sacude su reflexión y le comento haber leído en el diario madrileño El País un artículo suyo a propósito del tema, titulado «La hipocresía terminal». Le cuento cómo durante un buen tiempo perseguí el mencionado periódico español para leer su columna y la de ese otro grande de las letras hispanas llamado Antonio Gala. Tras una pausa para que nuestra anfitriona nos vuelva a llenar las copas, Mario se remonta a tres décadas atrás, ¡qué lejano parece todo aquello…! «Un mexicano», me afirma Benedetti, «que no recuerdo cómo se llama, escribió que en Europa fue derrotado el socialismo pero en América Latina el derrotado fue el capitalismo». Sonreímos. Coincidimos en evocar nombres y citas de los años sesenta que pronosticaban el fin del Imperio (el norteamericano) y del capitalismo mundial para el decenio de los noventa. Queda hoy el consuelo, eso sí, de que a lo mejor las utopías no son posibilidades reales, pero al menos sirven para caminar.

La conversación asume un carácter más conceptual. A los tres nos preocupa que el mundo contemporáneo da cuenta de una especie de sensación trivial, donde lo material se ha impuesto vertiginosamente en la conformación de un individuo que ante los avances de la idea de «progreso» lo conlleva a lo que Marshall Mcluhan denomina implosión o era de la angustia. La premisa de la cosificación del sujeto, anunciada por Carlos Marx, y la del Malestar en la Cultura, expuesta en los escritos de Sigmund Freud, son los elementos para pensar aquello que estamos dejando de ser y que vamos siendo en este momento.

A Mario también le alarma el hecho de que en el presente sí hay ruptura generacional. Para él, desde mediados de los ochenta todo cambió. Los jóvenes tienen otro modo de ver la vida y en general, no comparten los ideales de la generación suya. Me alude a los artículos contra Eduardo Galeano, Idea Vilariño y su propia figura, escritos por jóvenes. «Algunos han llegado al colmo de decir, incluso, que en el Uruguay los que mandamos somos Galiano, el presidente de turno y yo».

«No entiendo cómo se han producido esos ataques contra su figura. Por lo menos, usted merece el respeto de alguien que se ha mantenido firme sin claudicaciones. Puede ser que el Benedetti escritor no guste; pero el Benedetti hombre se ganó la admiración por su conducta íntegra».

«¿Sabés lo que pasa? Me etiquetaron. Soy un escritor comprometido: eso es mala palabra hoy»…

«Tal vez…; sin embargo, sigue siendo muy leído. Tengo entendido que en un momento en que el diario uruguayo La República andaba mal en sus ventas, para capear el temporal decidieron incluir obras de usted en sus ediciones dominicales y por lo que he sabido, aumentó mucho el número de lectores».

«Es cierto, ascendió en un 60%. Pero hay quienes no toman en cuenta cosas así a la hora de vituperar y agredir».

Benedetti se detiene como para recordar y de inmediato vuelve a la carga: «Hasta atacaron a un recital que dimos en el teatro Bertol Brecht varios escritores, entre ellos Schinca, un tipo muy vinculado a la Fundación Braille del Uruguay. ¿Lo conocés vos?», me pregunta con el peculiar acento rioplatense.

«Sí», respondo. «A él, a Milton, a Enrique y a otros miembros de la FBU con los que mantengo correspondencia».

La imagen de Montevideo se hace corpórea y es imposible hablar de dicha ciudad sin referirse a Juan Carlos Onetti. Le digo a Mario que aunque aquí en Cuba él y Galeano son los dos escritores uruguayos de mayor renombre, en lo particular yo siento una especial devoción por el autor de El pozo, uno de mis textos latinoamericanos favoritos.

Benedetti comenta que cuando a Onetti le otorgaron el Premio Rodó, unos 8500 dólares, los donó a las bibliotecas municipales de la capital uruguaya y con fastidio afirma: «fijate que lo criticaron, dijeron que tiraba ese dinero con soberbia, con desprecio al Uruguay y qué se yo cuantas tonterías más. Aquello deprimió mucho a Juan Carlos porque en ese momento él estaba económicamente jodido y no obstante, adoptaba semejante decisión». «¡Qué pena!», replico, «alguien quiere ayudar a la cultura de su país y ya usted ve»… «Sí», dice Mario, «Onetti recordó su época de Director de las bibliotecas municipales y las penurias de las mismas, incluida la falta de libros»…

Después de ingerir un delicioso trago de mi Havana Club, indago por la manera que se conocieron. «Fue en una cervecería. Se tomó 18 jarras», confiesa Benedetti divertido, «y apenas si se le notaba un brillo en los ojos: siguió diciendo cosas interesantes mientras bebía jarra tras jarra».

Mario concuerda conmigo cuando expreso que Onetti tiene una proverbial facilidad para diseñar personajes femeninos sensacionales. Dado mi interés por este escritor, le pido a Benedetti que me cuente alguna anécdota acerca del Onetti como ser humano y así lo hace: «En cierta etapa se la pasaba todo el día metido en la cama, sin quererse levantar. Su mujer me pidió que le hablara, a ver si lo convencía. ¿Sabés lo que me contestó? Que en la cama ocurren las cosas más importantes del ser humano: nacimiento, muerte, hacer el amor, escribir»… Mario da la impresión de trasladarse al sitio donde sostuviera aquel diálogo con Juan Carlos. «Me dijo algo que nunca lo olvidaré, que había un cuento mío que odiaba y otro que amaba».

«¿Cuáles son?»

«El odiado, «Despedida de soltero», y el amado, «Los pocillos»».

«¡Ah!, «Los pocillos», si usted supiera cuánto dio y da que hablar ese cuento entre los ciegos aficionados a la lectura».

Mario queda sorprendido y tras comentar su total desconocimiento al respecto, pregunta: «¿Y qué dicen?»

«El asunto está en si el personaje es o no ciego. Le aseguro que como personaje invidente resulta creíble. Pero queda la duda cuando elige el pocillo por el color».

«Hace unos años Lautaro Morúa filmó ese cuento. Antes de hacerlo me llamó y me invitó a dar un paseo: mirá, quería saber si el personaje era o no ciego».

«¿Y usted qué le dijo?»

«Nada. Que lo resolviera él».

«Claro, pero a través de la imagen no se da la situación indefinida que usted logró por medio de la palabra».

«Lautaro decidió que era un personaje ciego»…

«¿Y usted?”

«Fue muy curioso. Ese cuento se originó en un apagón. Era el cumpleaños de mi madre. Le compré seis pocillos pero, para que no fuera un regalo común, los compré, de distintos colores. Al poco rato de llegar a casa de mamá, se vino el apagón. Entonces mi madre me pidió que abriera el paquete de mi regalo para no aburrirnos mientras volvía la luz. Abrí el paquete. Tuve los pocillos entre los dedos, los palpé. Me sentí ciego. Un ciego reconociendo por el tacto aquellos pocillos. Años más tarde escribí el cuento».

«Creo que con dicho relato usted ganó varios premios en el cine».

«Ganaron los actores, los cineastas».

No sé si porque en el rostro de alguno de nosotros han aparecido señales de hambre, como caída del cielo llega a la sala, procedente de la cocina del apartamento, una bandeja repleta de unos emparedados que a esta altura del día me saben a gloria. La energía renovada nos da bríos para pasar al apasionante tema de la informática. Mi entusiasmo por todo lo referido al mundo de los procesadores me hace afirmar que en mi criterio, para un escritor, la computadora acerca aquel sueño surrealista de  la escritura automática, en el sentido de que permite escribir a la velocidad del pensamiento.

Porque eran dos cosas las que detenían el pensamiento: una, la resistencia mecánica, o del lapicero o de la máquina de escribir. La otra, la atención que había que prestar para no cometer errores de ortografía pues, si no, después había que volver a hacer el trabajo de nuevo. Ahora, la resistencia no existe. Y no importa cometer faltas ya que luego se relee y corrige. Además, se escribe en la computadora como se toca el piano, o sea, siguiendo la inspiración. Para Benedetti, tanto el ordenador como la estilográfica y la máquina de escribir son instrumentos importantes y considera que lo adecuado es no fetichizarlos. La gente tiene ideas mágicas sobre la computadora; creen que la misma hace las cosas por uno, cuando sabemos que todo es «garbage in» o «garbage out». Por eso, a mi pregunta de si usa computadora para escribir, me responde:

«Tengo una en Madrid y otra en Montevideo. Empecé a hacer algunos artículos…, pero mi obra la he escrito a mano. Uso pequeños cuadernos, escribo sólo en la página de la derecha y dejo libre la de la izquierda para correcciones o agregados. Ahora bien, la computadora es fenomenal. Me estoy acostumbrando»…

«A propósito de su obra, lo último que he leído fueron unos poemas  dedicados al tema de las muy diferentes formas de la soledad que vivimos los humanos y me encantó el modo en que aborda el asunto. Por cierto, ¿puede dedicar todo su tiempo a escribir?»

«¡Qué va! Siempre hay compromisos, reportajes, conferencias, festivales, qué sé yo. Cuando me dejan tranquilo, dedico varias horas por la mañana y otras por la tarde, aunque interrumpo para tomar café o escuchar música».

«¿Y Pedro y el Capitán?«

«¡Ah, el teatro! Fue la única obra que tuvo aceptación. Las otras no funcionaron. Esa, incluso, la representaron en otros idiomas. Me resultó muy gracioso verla en Noruega. No entendí nada. Además, el Capitán tenía en su sombrero un escudo uruguayo. ¡Imaginate!, lo consiguieron en la embajada. Por supuesto que cuando fueron a la representación y encontraron el tema del torturado y el torturador, con el escudito en el que torturaba, los de la embajada se retiraron enojados… Fue lo mejor que hicieron».

Las campanadas del reloj de pared que cuelga en uno de los laterales de la sala me indican que va siendo hora para que me retire. Mi manía de no saber calcular el tiempo nuevamente me ha jugado una mala pasada y llegaré tarde a una cita, pero eso, ante lo mucho que me ha aportado este fortuito encuentro, poco o nada me importa. Aprovecho los instantes previos a la despedida formal para soltar una de esas preguntas que molestan. Interrogo a Mario acerca de si puede vivir de la literatura.

«Sobrevivir». Me contesta con la franqueza que transformó este diálogo en un relámpago que cesó fulgurante tras nuestro estrechón de manos y el beso en la mejilla a la amiga que me propició conocer a Benedetti, un personaje de una curiosidad voraz que lo convierte en un conversador cautivante y abarcador, un «todólogo» al modo del Guillermo de Baskerville de El nombre de la rosa.

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