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Nueva presentación del libro Guillén Landrián o el desconcierto fílmico

Nueva presentación del libro Guillén Landrián o el desconcierto fílmico

Si los muertos pudiesen sentir y reaccionar, imagino que en su tumba Nicolás Guillén Landrián (Camagüey, 1938; Miami, 2003) debe estarse riendo de lo lindo en los últimos tiempos. Artista estigmatizado en una larga etapa, hacedor de una obra por muchos años censurada y relegada al olvido en Cuba, fue a inicios del presente siglo XXI que la filmografía de este singular realizador, que también incursionó en la pintura y la poesía, comenzó a ser recuperada por los investigadores y los jóvenes cineastas cubanos, que hoy lo tienen como un paradigma del paisaje fílmico nacional.

Por estos días dos noticias llenan de júbilo a quienes han admirado la obra de Nicolasito, como se le solía decir. Por una parte, se ha sabido que, bajo la dirección del también realizador fílmico Ernesto Daranas Serrano, el ICAIC acomete un proyecto de restauración de la producción cinematográfica del otrora cineasta maldito. Pero si eso no fuera más que suficiente para que Guillén Landrián, en el lugar donde esté su alma -si al fin y al cabo la misma se encuentra en alguna parte-, se esté riendo a mandíbula batiente, este lunes 28 de septiembre el Centro de Estudios Latinoamericanos y Caribeños de la Universidad de Nueva York (CLACS) acogerá de forma online la presentación del libro Guillén Landrián o el desconcierto fílmico, publicado en 2019 por el sello editorial Almenara.

Además de la presentación del libro en el Centro de Estudios de la Universidad de Nueva York, tendrá lugar un conversatorio guiado por los editores del volumen, Julio Ramos, profesor emérito de la Universidad de California en Berkeley, y Dylon Robbins, profesor de la Universidad de Nueva York, junto a nuestra compatriota Odette Casamayor Cisneros, quien es profesora de la Universidad de Pensilvania, y autora de uno de los capítulos incluidos en esta compilación de 17 ensayos y 3 entrevistas.

El libro está organizado a partir de cuatro ejes temáticos. El primero de estos ejes temáticos se relaciona con el archivo y la recepción de Nicolás Guillén Landrián, tanto en el decenio de los 60 como tres décadas después, cuando, a principios de los 2000, su obra comenzó a ser recuperada en el contexto de las Muestras de Jóvenes Realizadores (en la actualidad Muestra Joven).

En esta parte del volumen aparecen dos de los investigadores cubanos que más han hecho por el rescate de la figura de Guillén Landrián: Juan Antonio García Borrero y Dean Luis Reyes. Ellos proponen dos ensayos que brindan un detallado panorama acerca del impacto del realizador en su época y de la recuperación de su obra en las últimas décadas. 

En el caso específico del trabajo escrito por dean Luis Reyes y que lleva por título el de “Exhumaciones de Nicolás Guillén Landrián”, el autor persigue evidenciar cómo la exhibición de los documentales de este creador registró un fuerte impacto en la producción de los jóvenes cineastas, lo cual originó una nueva etapa  en el cine documental de Cuba. 

Por su parte, el profesor universitario y ensayista Rafael Rojas Gutiérrez, en su ensayo “Documentos en la sombra. Asedios al texto fílmico de Nicolás Guillén Landrián”, a partir de las agudas reflexiones a las que nos ha acostumbrado, ubica a Nicolasito en el contexto intelectual de su tiempo, poniendo énfasis en la dimensión ideológica de la crítica del cineasta a la razón instrumentalizada del momento  de la Cuba que le tocó vivir.

El segundo eje está concebido en relación con la mirada de Nicolasito Guillén Landrián a propósito de las cuestiones de raza y racismo en el discurso oficial de la Isla. Bajo el nombre de “Desfase racial”, aparecen aquí tres ensayos. El texto de Julio Ramos en cuanto a la intersección entre poesía, cine y la crítica al racismo en los documentales de Guillén Landrián plantea formas hasta ahora no manejadas para meditar en torno a la “locura”, del artista, mediante un cuestionamiento del paradigma biográfico que patologiza el “delirio” liberador de su obra. 

Mientras tanto, la profesora universitaria Odette Casamayor-Cisneros formula una harto interesante lectura del rol de la mirada en la producción fílmica de Nicolasito, la cual contrarresta los estereotipos raciales que, con respecto a estas problemáticas, ha sufrido la obra del realizador. 

Un tercer ensayo de este eje está a cargo de  Anne Garland Mahler, que  describe cómo la obra de Guillén Landrián pone en evidencia el carácter contradictorio de la política y el discurso oficial del gobierno revolucionario cubano con respecto al racismo, cuya estrategia fue por demasiado tiempo la negación cuando se señalaban las continuidades históricas del racismo en la Isla, a partir del silenciamiento del tema.

Esta sección concluye con una entrevista al cineasta  Jorge Luis Sánchez, director de películas como El Benny, Cuba libre y Buscando a Casal, quien  expone criterios que demuestran la diversidad de opiniones recogidas en el volumen, algo que para mí resulta un acierto de los compiladores Julio Ramos y Dylon Robbins.

En el  tercer y cuarto eje  del libro se abordan, respectivamente, los rasgos experimentales y el papel de la tecnología y la mediación en los filmes de Nicolás Guillén Landrián. Aquí se incluyen análisis de aspectos específicos de su obra como la relación del creador con la política institucional, las metáforas de lo urbano y lo rural empleadas por el artista, o el devenir de los documentales en la era digital. Muy recomendables son los ensayos de Ruth Goldberg y Dylon L. Robbins. En el primero, la autora pone su énfasis analítico en las complejidades de las relaciones entre ficción y documental en un material como Reportaje (1966), a partir de un análisis de la edición y el sonido del filme.

Por su parte, el ensayo “Ruido”, de Robbins, se acerca al empleo del plano sonoro en Desde La Habana ¡1969! Recordar (1970) y elabora una teoría en torno al poder de significación del sonido en este documental. Según el autor, el cuestionamiento de categorías como “verdad”, “conocimiento” o “inteligible”, produce “una política sonora del ruido” típica de la obra de Guillén Landrián. 

Otro de los notables aciertos de este libro viene dado por la inclusión en el mismo de testimonios que contribuyen a profundizar en la vida y la obra de Nicolasito. En ese sentido, encontramos en el texto tres entrevistas de suma utilidad. Son ellas las realizadas a Gretel Alfonso, viuda del cineasta, Livio Delgado, fotógrafo de cinco documentales de Landrián y Manuel Zayas, cineasta e investigador.

Recordado y cada vez más respetado por piezas audiovisuales como En un barrio viejo (1963), Los del baile (1965), Ociel del Toa (1965), Retornar a Baracoa (1966), Reportaje (1966), Coffea Arábiga (1968) y Taller de Línea y 18 (1971), para la cultura cubana es edificante el proceso de recuperación que se ha dado en torno a la figura de Nicolás Guillén Landrián, más allá de la pena que se experimenta al saber lo que este hombre pasó por ser incomprendido y denostado. Así pues, el libro Guillén Landrián o el desconcierto fílmico es un paso más que necesario en la producción de investigaciones serias sobre su obra y la desmitificación de un creador que durante años fuese estigmatizado en Cuba por razones extra artísticas. Solo es de desear que más temprano que tarde, el volumen compilado por Julio Ramos y Dylon Robbins pueda circular en nuestro país, lo cual sería parte del desagravio que todavía entre nosotros se le debe a Nicolasito.

¿Dónde está mi mundo?

¿Dónde está mi mundo?

Por Joaquín Borges-Triana
Nunca he tenido el mal gusto de separar u obviar a los nacidos en Cuba
(músicos incluidos, claro está) por el lugar donde decidan radicarse.
José Martí no dejó de ser el más brillante y patriota de los cubanos
por el largo tiempo que vivió en los muchos países donde residió la
mayor parte de su corta vida. Igualmente, defiendo el criterio de que
no hay manera de imaginar el futuro si se desconoce el pasado, algo
que de manera lamentable ha de admitirse que sucediese entre nosotros,
cuando se ha pretendido borrar de un plumazo lo hecho por artistas en
Cuba antes de su salida del país, absurdo proceder que empieza a
cambiar aunque no con la velocidad que muchos como yo deseamos.
Siempre he pensado que los pueblos que olvidan su historia olvidan,
junto con ella, quiénes han sido y quiénes quieren ser.
Es cierto que hubo una emigración política en los primeros años de la
Revolución que salió del país con mucho rencor, con una ira que
tristemente los ha ido enterrando a todos. En dicho grupo también se
incluyeron artistas e intelectuales, que nunca más se reconciliaron ni
se reconciliarán con Cuba. Ahora bien, no opino que tal sea el caso de
los que en los últimos años han optado por irse a vivir a otros
lugares del mundo. Yo no he dejado de ser amigo, de comunicarme, con
ninguna de mis amistades que han decidido radicarse en muchos sitios
de la infinita geografía con que se dibuja nuestro planeta. Ni creo
que ya sea un obstáculo para nadie el ser tolerante y abierto con ese
tipo de decisiones.
Afortunadamente, aunque aún persisten manifestaciones de las
descalificaciones y la negación de la existencia de los que piensen
distinto, los excesos cometidos en determinados períodos de la
Revolución en virtud de su inmadurez, hoy resultan cuestión de un
pasado lejano. A los que no lo vivimos, nos parecen increíbles las
anécdotas del momento en que, apenas unos cincuenta años atrás, cuando
alguien solicitaba su salida de Cuba, era enviado a trabajar por equis
tiempo en labores agrícolas, o la etapa deleznable de los denominados
“actos de repudio”, en los que el futuro inmigrante era bombardeado a
huevos por las enardecidas masas revolucionarias.
En la actualidad, he sido testigo de cómo en centros de trabajo
últimamente, con besos y abrazos se ha despedido a un –hasta dicho
momento– colega de labor que por variadas circunstancias se marcha del
país. Escenas semejantes las he visto en las cuadras, entre los
vecinos, donde también he asistido a los cálidos recibimientos que se
le ofrecen a los compatriotas que nos visitan. Por todo lo antes
expresado, estoy entre quienes opinan que las mitades separadas entre
cubanos residentes en Cuba o en el exterior, existen en la mala fe de
algunos y a al nivel en que la política defiende intereses mezquinos
que nunca serán los de una mayoría.
A estas alturas  del tercer milenio, uno de los temas heredados de la
anterior centuria que sigue en la agenda del debate internacional es
el de la identidad, acompañado por uno de los principales asuntos del
siglo XXI: la emigración. Comparto el criterio de Norberto Codina
(2002) cuando asegura que en nuestros días no hay nada tan actual como
“el conflicto identidad-emigración”. Y es que en las sociedades
contemporáneas, caracterizadas en muchos casos por ser multiculturales
y multiétnicas, “género, clase, economía, política, religión,
globalización y un largo etcétera forman el contrapunteo entre país
emisor y país receptor, y en muchos casos, los dos roles en el pasado
y/o presente de la misma sociedad” (Codina, 2002). Semejante realidad
se hace corpórea en la discusión académica, en la que sujeto y nación
indagan por variadas respuestas. Los cuestionamientos formulados están
en estrecha relación con la crisis que, en conjunto, padece la
sociedad contemporánea en la que, según John Hutchinson (1992), el
nacionalismo cultural actúa como un factor de integración para
redefinir la relación entre Nación, Estado y territorio.
Términos como desplazamientos, flujos, interconexiones, trayectorias…,
aparecen una y otra vez en los escritos teóricos que aspiran a
reflejar de algún modo las dinámicas de las sociedades contemporáneas.
Otro vocablo muy empleado en la actualidad para referirse a estos
asuntos es el de “movilidad”, a propósito de personas, comunicaciones
o afectos en un mundo que cada día tiene una mayor interconexión.
Dicho concepto ha ido tomando creciente auge en los estudios sociales
llevados a cabo por investigadores como John Urry (2007).
Lo que antaño fue visto como estático y monolítico, dígase la cultura,
el estado-nación, las fronteras, en la actualidad se nos revela fluido
y mutable (Sánchez Fuarros, S.F.). Y es que como apunta dicho
investigador:
“La movilidad, en todas sus manifestaciones, subyace, de este modo,
como una cualidad esencial del aquí y del ahora. La sociedad global se
caracteriza, además, y como consecuencia de lo anterior, por su
(inter)conectividad, es decir, por la facilidad con la que flujos de
información, de capital o de personas se mueven -de manera desigual,
eso sí-a lo largo y ancho del planeta, de tal modo que el espacio,
antes condicionado y circunscrito por las fronteras nacionales, se
disuelve y difumina, dando lugar a nuevas formas de sociabilidad y
nuevas identidades que surgen en los intersticios de la interacción
entre lo global y lo local.”
Lenguaje universal con demasiada riqueza aún no explorada, la música
desempeña un singular papel en la conformación, articulación y
sostenimiento de redes identitarias. Las nuevas maneras de
desplazamiento que caracterizan los flujos transnacionales de personas
en nuestros días, traen consigo la urgencia de disponer de nuevas
herramientas analíticas que nos permitan aproximarnos a la realidad
que se ha ido conformando. Así, ante investigadores de disímiles ramas
de las ciencias sociales, se erige el reto de explicar la dimensión
social de los cambios musicales, desde la comprensión del rol del
lugar y de las migraciones como referentes de sentido y elementos
propiciatorios de la evolución musical.
En el caso de Cuba, su música es el resultado de un proceso
transcultural y de, al decir de Julio Fowler (2007) “una maravillosa
conjunción étnica que fruto de la emigración, la diáspora, y el
exilio, fue construyendo a lo largo del tiempo una de las creaciones
colectivas del genio popular insular más trascendente.”
Lamentablemente, en el pensamiento intelectual y académico cubanos
existe una propensión en los últimos años a la subvaloración de la
música y a considerarla como un arte menor, destinada para la
“gozadera”, visión reduccionista que no se percata de que dicha
manifestación artística tiene un rol central en nuestra cultura, lo
cual implica que ni los discursos cotidianos ni los de los medios de
comunicación entre nosotros pueden escapar a su influencia. Semejante
postura es contrastante con lo que a lo largo de nuestra historia han
considerado figuras fundamentales en el devenir del pensamiento de la
nación.
La noche que la televisión cubana transmitió el filme Chico & Rita por
uno de sus canales, sentado en la sala de mi vieja casa en Centro
Habana y mientras seguía la narración cinematográfica acerca de los
personajes ideados por Trueba y Mariscal, me preguntaba cuántas
historias de vida como las de los protagonistas de esta película, en
realidad no se habrán extraviado por ahí, transformadas tan solo en
polvo de sueños que nunca se podrán recuperar. Y justo me refiero a
eso: “historias de vida”, no hablo ya de la historia en conjunto de
los miles de músicos cubanos que un día decidieron marcharse de
nuestro país para probar suerte en otros lares sino de las vivencias
personales de cada uno de ellos, a veces coronadas con el éxito, a
veces coronadas con el fracaso. Por eso, cuando pienso en nuestros
compatriotas músicos transterrados, no lo hago en términos de mera
abstracción académica sino intentando imaginar cómo ha sido para ellos
el día a día en la diáspora.
De numerosas lecturas de los textos del camagüeyano Juan Antonio García Borrero
–en mi opinión–, alguien que es mucho más que un excelente crítico de
cine para devenir uno de los pensadores de nuestra cultura de mayor
relevancia en la actualidad, he aprendido que entre nosotros, lo que
conocemos “es la historia de una utopía, y utopía al fin, se prioriza
al sujeto colectivo, su lado más fotogénico.” A tono con semejante
proceder, las desgarraduras individuales, o las deserciones del sueño,
no cuentan. Estas últimas, desde el punto de vista historiográfico y
siguiendo también las ideas de García Borrero (2009), en otros tiempos
solían despacharse con una lacónica línea: “Abandonó el país”, frase
cuya lectura despierta la impresión de que se establece el fin de una
vida o, para decirlo con Juan Antonio: “Como si el rebasar lo
geográfico hubiese implicado el no da más de una existencia” (García
Borrero, 2009).
Probablemente, nunca se llegue a saber con certeza quién fue el que
tiró la primera piedra, si los que afirmaron que el son se había ido
de Cuba, o los que se negaron a admitir que quienes se marchaban del
país continuaban siendo cubanos. Lo cierto es que ese alimentarse de
negaciones recíprocas, al margen de las contradicciones políticas, le
ha hecho un enorme daño a nuestra cultura y en particular a la música,
que por la condición de ser también una industria sufre presiones que
no se dan en la literatura o las artes plásticas.
Por mi parte, opino que es un derecho natural que, más temprano que
tarde, se reestablezca la normal y fluida comunicación de la cultura
cubana con nuestros artistas que viven en el exterior, la cual nunca
debió ser cortada si se piensa en el gigantesco vacío creado en el
orden de lo que ha sucedido y está sucediendo, así como en la tristeza
generada al borrar –sin querer o queriendo– una considerable porción
de la memoria de este país, a causa de las innumerables censuras y
omisiones que se han hecho con criterios ideológicos.
Y es que la música cubana facturada en el ámbito diaspórico ha
recorrido diversas etapas y en el presente asume una nueva autoridad
discursiva, a partir del choque o encuentro de nuestro acervo con las
fuentes musicales de otros lares. Porque lo cierto es que en estos
años los que están fuera se han perdido la realidad de la música de
aquí y los que están dentro han perdido el hilo de la evolución de los
que están más allá de nuestras fronteras.
Una exégesis de lo acaecido en la cultura nacional durante el período
de tránsito del siglo XX al XXI y en especial entre las jóvenes
generaciones de artistas e intelectuales de la isla tiene que tener en
cuenta la incidencia en el país –para bien y/o para mal– de los
procesos migratorios que se han producido en la etapa. El conocimiento
de la dialéctica marxista hace perfectamente comprensible la
pertenencia a nuestra cultura en términos de entrada y salida, con lo
cual jamás habría que impugnar o excluir a nadie por el mero y simple
hecho de pasar a vivir en otro lugar del mundo, ni pensar que por
asumir semejante proceder, quienes lo hagan se transforman en
extranjeros física o espiritualmente. Por ello, estudiar –en la medida
de lo posible– la obra de los músicos que forman parte de la comunidad
cubana en el exterior, entretanto el Estado soluciona el problema de
la debida promoción del quehacer de dichos creadores, es la forma que
los cientistas sociales, y en particular los vinculados con el arte,
poseen para aportar al conocimiento del desarrollo artístico cultural
de la nación, hoy producido no solo dentro de las fronteras locales de
Cuba sino también allende los mares.
Referencias bibliográficas:
CODINA, NORBERTO. 2002. “El (otro) discurso de la identidad y La
Gaceta de Cuba en los noventa”. La Jiribilla (revista electrónica),
no. 49, <http://www.lajiribilla.co.cu/paraimprimir/nro49/1333_49_imp.html>
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FOWLER, JULIO. 2007. “Diáspora: lo popular bailable, folclor
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GARCÍA BORRERO, JUAN ANTONIO. 2009. “Gone with the wind”. Cine cubano,
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<http://cinecubanolapupilainsomne.wordpress.com/2009/11/page/3/>
[Consulta: 02.11.2009].
HUTCHINSON, JOHN. 1992. “Moral Innovators and the Politics of
Regeneration: The Distinctive Role of Cultural Nationalism in
Nation-Building”. En Ethnicity and Nationalism, eds. Smith, Anthony.
New York, Brill.
URRY, JOHN. 2007. Mobilities. Cambridge, Polity.
SÁNCHEZ FUARROS, ÍÑIGO. S.F. “Música y diáspora. Nuevos escenarios
para la investigación (etno) musicológica
<http://www.ciudadsonora.net/media/Musica_y_migracion.pdf> [Consulta:
02.10.2008].

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