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Un texto de Carlos Victoria

Un texto de Carlos Victoria

Decididamente, en mi caso personal, tengo que estar agradecido al coronavirus. La solidaridad despertada durante estas semanas de reclusión ha posibilitado que en numerosos sitios de la red de redes se hayan puesto de forma gratuita libros a los que por diferentes razones me ha resultado imposible acceder en el pasado. 

Así, he descargado trabajos de autores como Antonio Benítez Rojo, Ahmel Echevarría, Ena Lucía Portella, Jorge Enrique Lage, Guillermo Rosales, Leonardo Padura o Carlos Victoria. De este último, una figura fundamental en eso que los académicos denominan canon literario cubano, he incorporado a mi biblioteca digital los títulos La travesía secretaPuente en la oscuridad y la colección Cuentos completos, publicada por la editorial Aduana Vieja. Dicho compendio  de narraciones de Carlos Victoria se abre  con un texto que resulta premonitorio de su muerte prematura y que Miradas Desde Adentro pone a consideración de sus lectores.

Génesis 

Carlos Victoria 

Mi padre y mi madre me dieron la vida y han sido en gran medida el centro de mi vida y mi escritura. Mi padre por su ausencia, mi madre por su presencia. Estoy marcado por una lejanía y una cercanía. Por supuesto que hay mucho, mucho más, pero si la muerte fuera una empresa en la que yo tuviera que pedir trabajo, y me exigiera un resumen conciso para darme el empleo, un curriculum vitae de pocas palabras, tendría que dedicarles a ellos dos la mayor parte de ese escueto texto. 

Como escritor al fin (mi vocación empezó desde niño), he tenido conciencia de eso que llaman, y no puedo eludir los lugares comunes, la brevedad de la vida, la transitoriedad de las cosas terrenas. Pero ahora que por primera vez padezco de una enfermedad que puede ser mortal, y el final se presenta como algo palpable, y no como esa imagen nebulosa e incluso levemente deseada (nunca he pensado en la muerte con temor, sino más bien como un hombre con sueño piensa en una siesta, que pospone porque tiene otras cosas que hacer), me pregunto si me queda tiempo para escribir esa novela que calculo tendría unas mil páginas y que llevo en la cabeza desde hace dos, tres años, y de las que sólo he terminado con satisfacción las primeras diez. He eliminado el resto de lo que he hecho hasta ahora, un centenar de cuartillas de calidad dudosa en las que me metí por rutas falsas y que me condujeron a un atolladero, a un genuino callejón sin salida. 

Tal vez yo sobreviva, y llegue incluso a concluir esa larga narración sobre un hombre de Miami cuyo rostro cambia y regresa a Cuba sin que ninguno de sus conocidos pueda reconocerlo. Pero la incertidumbre me obliga a iniciar un escrito más breve, mientras estoy en esta especie de salón de espera. 

Además, en estas circunstancias no tengo ganas de escribir ficción. Me sorprende esta frase. Nunca he podido llevar un diario, ni me ha atraído la posibilidad de una autobiografía. Tampoco sirvo para los ensayos, ni siquiera para los artículos. Soy narrador de historias; eso es todo. La “realidad” de un diario o una autobiografía jamás me ha convencido; si intentara hacer cualquiera de los dos me volvería un farsante. Y sin embargo, me hallo en este sitio donde debo esperar. Y como la ficción me ha abandonado, al menos por ahora, es válido que escriba lo que sienta. 

II 

Empecé por hablar de mi padre y mi madre. ¿Qué tenían en común esos dos seres? Muy poco, si exceptúo la vehemencia. Hoy, cuando ambos ya están muertos, puedo verlo. Este rasgo provocó en los dos resultados distintos. En mi padre, la intensidad se tradujo en pasión por conquistar mujeres, en idealismo (¿o en mera vocación de aventurero? ), al punto de que renunciando a su clase social se integró al ejército revolucionario y ascendió hasta volverse mayor, convirtiéndose más tarde en un miembro de la elite comunista de Cuba. Es decir, que regresó a su clase, con sus poderes y sus privilegios. Por otra parte, la intensidad se tradujo también en alcoholismo. En mi madre, la vehemencia tuvo una consecuencia más rápida y concreta: a los 25 años, poco después de darme a luz, se enfermó de esquizofrenia. Él se adentró de cabeza en el mundo, con sus brillos sociales y sexuales, su cuota de traiciones y lealtades, su complicada red de logros y fracasos, de goces y dolores, de orden y caos, y ella renunció al mundo para internarse para siempre en la cárcel de su imaginación. 

Uno de tantos contrastes: mi padre, según él mismo y casi todos los que lo conocieron, fue un hombre generoso y desprendido (excepto con mi madre y conmigo, algo que se apresuró a admitir cuando viajé a Cuba para conocerlo en 1994), pero fue a la vez fuente de disgustos para sus allegados, por su carácter terco, su fanatismo político y sus etapas de libertinaje, ya que era un alcohólico funcional al que de repente le daba por beber para al final volver a una abstinencia que duraba semanas y hasta meses, hasta la próxima ronda de borracheras. Mi madre, por el contrario, fue una gran egoísta, sin que ella pudiera remediarlo. El egoísmo es marca distintiva del enfermo mental. No hay lugar para la generosidad ni el desprendimiento. 

Pero mi madre, dentro de su egoísmo, vivió completamente para mí, y me integró de forma radical a su universo de dioses y fantasmas. Indiferente a toda realidad, se concentró en sí misma, en su fantasía y en su único hijo. Libre de compromisos sociales, de las mentiras que exigen todas las relaciones, mi madre mostró sin tapujos su verdad. 

¿Qué tengo de ellos dos? La vehemencia, sin duda. Y sí, la generosidad y el egoísmo. La facilidad de mi padre de acercarse a la gente y la necesidad de mi madre de escapar de la gente. Estas contradicciones conllevan un precio que me he visto obligado a pagar, a veces puntualmente y otras con demora. Pero a la larga pienso que he cumplido. 

III 

En el camino de explicarme a mí mismo, pues me doy cuenta de que este texto tiene ese objetivo, es lógico que empiece por mi madre y mi padre. Pero no me engaño: los genes son un fundamento, pero no lo son todo. Además, incluso si lo fueran, ¿cómo aclarar ese lenguaje totalmente cifrado, cómo interpretarlo, cómo desmenuzarlo? Puedo intentar resumir ciertas características de esas dos personas a quienes debo hoy estar aquí, pero al final mi madre es un misterio. Mi padre igual. No hay retrato, por profundo, por meticuloso que me esfuerce en hacer, que dé una idea de lo que ellos fueron, ni tampoco de lo que soy yo. 

¿Qué son los datos, cuando se trata de una vida humana? Poca cosa. Una brújula sin ton ni son que apunta a varios rumbos a la vez. Puedo decir: mi padre fue un alcohólico y yo soy un alcohólico. Mi padre tuvo cáncer y ahora yo tengo cáncer. Si me ciño a esas pruebas, mi padre se vuelve un ser monstruoso, y nuestro vínculo sería el inaceptable del verdugo y la víctima. Puedo decir: mi madre estaba loca y yo heredé, filtrada y transformada, su dolencia mental. Además, más que un hijo yo fui el padre de ella, su enfermero, su bastón, su guardián. Su enfermedad me llevó a usar una suerte de camisa de fuerza. Pero eso sería una repetición del esquema de verdugo y víctima. No es así. No. 

Esos datos tan burdos no definen la trama enrevesada de mi propia existencia, ni de mi relación con ellos dos. El amor por mi madre se convirtió en pesar, pero también en gran realización. A ella le debo posiblemente mi creatividad, mi comprensión de los seres humanos (el que comprende a un loco comprende a todo el mundo), mi visión amplia, en la medida en que una visión puede serlo, de la vida y de las circunstancias. La ausencia de mi padre en mi infancia y en mi juventud, aunque me hizo daño, me evitó el lastre del autoritarismo, que hubiera sido un mal mucho mayor. Y nuestra breve relación, desde el 94 hasta el 2005, el año de su muerte, estuvo matizada por una especie de ironía afectuosa, por una mutua naturalidad que he sentido con pocas personas. El conocerlo, el verle frente a frente, el conversar con él, eliminó casi completamente el rencor que le tuve desde que era muy niño, el resentimiento que me inspiraba esa foto sin rostro, esa figura sin cuerpo ni facciones que había dejado una huella brutal en mi madre y en mí. Es decir, que como en esos libros y esas películas de finales felices, la mayoría ridículos e inverosímiles, yo me he reconciliado con mi madre y mi padre. Eran ellos, con sus limitaciones, los que yo requería. No los cambio por nadie. 

Claro, que no es tan simple. Por ejemplo, cuando mi madre murió, en diciembre del 2000, todo el odio a mi padre que acumulé durante tantos años, y que yo daba por eliminado, resucitó de pronto, implacable y feroz. 

En un puro arrebato irracional no concebía que a mi madre le hubiera  tocado morirse primero. Era el razonamiento de un demente. Durante  semanas me resultó imposible hablar por teléfono con mi padre, por temor a  insultarlo. Pero a los pocos meses, cuando al fin lo llamé, el mero hecho de  escuchar su voz borró una vez más todo el rencor. No tengo explicaciones  para esto. Luego él se enfermó de cáncer y yo fui a Cuba para despedirme. 

Y el Día de los Padres del 2005 me decidí a llamar para felicitarlo. Nunca  lo había hecho antes. Aunque ya lo había perdonado desde hacía mucho  tiempo y, como dije, nuestra relación tenía una calidez y una espontaneidad  extraordinarias, me parecía el colmo felicitarlo en un día semejante. ¿Cómo  podía felicitar a un padre que jamás se comportó como tal desde que nací  hasta que cumplí 42 años? Pero por tratarse de que estaba enfermo, lo hice.

Tuvimos como siempre un diálogo de afecto y simpatía. Al día siguiente mi  padre cayó en coma y murió tres semanas después. 

Estos son apenas momentos. Hubo miles, millones de momentos  distintos en que mis sentimientos hacia ellos dos cambiaron. Sería absurdo  tratar de enumerarlos en este breve texto. Sólo deseo dejar constancia de  que la difícil relación con ambos me ha hecho ser en buena medida lo que  soy. 

IV 

Si hablo de génesis y de cimientos, debo también mencionar a Cuba. Para bien y para mal nací allí. ¿Por qué el lugar de origen influye sobre uno? Sé que hay personas indiferentes a su país natal, y hay otras que se sienten, con todo su derecho, ciudadanas del mundo. Tal vez esa es la actitud razonable. Pero son excepciones. Aunque mi vínculo profundo con Cuba se ha desgastado en los últimos años, esa nación me ha marcado hasta hoy. Allí viví hasta los 30 años, y aunque en etapas, por cansancio o despecho, he sentido que ya no soy cubano, lo cierto es que jamás podría ser otra cosa, a pesar de que desde hace 20 años soy ciudadano norteamericano. 

¿Es que acaso uno espera de la patria lo mismo que uno espera de los padres, quiero decir, protección y lealtad, motivos para enorgullecerse? Al parecer en mi caso fue así. Pero la patria, aparte del paisaje, las ciudades, el  clima y los caprichos de la geografía, se sustenta en gobierno y ciudadanos. Gente. Y es allí donde la patria mía me ha causado una enorme decepción. 

Al igual que mi madre, mi patria se enfermó de esquizofrenia. Y lo que  pude aceptar en mi madre (muy a regañadientes, tengo que confesarlo), no  he podido aceptarlo jamás en Cuba y los cubanos. No quiero añadir más. 

Roles 

La sucesión de roles. En vano he tratado de escapar de su yugo. Los roles definen la conducta, las apariencias, el hablar o el callar, la forma en  que uno se relaciona con los otros o les vuelve la espalda. Los roles que uno asume con conciencia y los que adopta por instinto, o por razones que ni  uno mismo sabe. 

¡Ah, el desfile de roles! El intercambio, la metamorfosis, el círculo  vicioso de los roles. 

Me ha obsesionado ser un yo indivisible, sin fracturas ni máscaras; he  luchado contra el atropello de múltiples personas dentro del ser que  responde a mi nombre. En la época en la que bebía y consumía drogas, me  desgarraba la conciencia de los oscuros Mr. Hydes que dominaban mi  mente y mis acciones. Al menos puedo decir que cuando al fin superé mi  adicción y alcoholismo, las fases más siniestras de mi conducta y de mis  pensamientos en gran parte desaparecieron. 

Y sin embargo, a medida que envejezco, y la enfermedad que padezco  actualmente me ha hecho más viejo en cuestión de semanas, me doy cuenta  de algo que siempre he sabido, pero nunca he aceptado: no hay tal yo  indivisible. La unidad soñada por Parménides es un espejismo cuando se  trata de cada individuo. Entre otras cosas, porque persiste la multitud de  roles. Y yo he asumido los más diversos a lo largo de toda mi existencia, sin  poder evitarlo. Quiero dar de mí mismo una imagen cabal, sin recurrir a la  mentira y a la hipocresía, pero eso es imposible. 

¿Por qué valoro en tan alto grado —y en esto me parezco a mucha gente — la integridad y la sinceridad? ¿Se trata de una ética que nació conmigo,  que aprendí en el camino o que me impuse por mera terquedad? Por  supuesto, está bien que uno intente tenerlas. Pero vivir es interpretar roles, y  esos roles exigen, en el mejor de los casos, ser flexible. 

He aquí algunos de mis roles, y ni siquiera puedo enumerar la cuarta  parte de los que he asumido desde que tengo uso de razón: el rol del  escritor, el del amante, el del solitario, el del buen hijo, el del mal hijo, el  del pecador, el del santo, el del escéptico, el del creyente, el del juerguista,  el del abstemio, el del lujurioso, el del ascético, el del masturbador (uno de  los roles más persistentes desde mi adolescencia), el del responsable, el del  irresponsable, el del fracasado, el del triunfador, el del humilde, el del  orgulloso, el del maestro, el del alumno, el del voyeur (otro rol persistente),  el del tímido, el del audaz, el del rencoroso, el del perdonador, el del  pensador, el del irracional, el del entusiasta, el del indiferente… y así puedo  seguir hasta el agotamiento. 

Pero basta. 

Prefiero seguir escribiendo ficción.

Acercándonos a Jamila Medina

Acercándonos a Jamila Medina

Excepto por los amigos que quiero a toda costa y otros congéneres cuya obra admiro, no tengo ninguna sensación particular de “pertenencia”, orgullo generacional ni bandera estética que alzar en este punto.

Por Joaquín Borges-Triana

Una de las escritoras cubanas que más admiro en la actualidad es la holguinera Jamila Medina. Disfruto de su escritura porque me pone a pensar. No siempre estoy de acuerdo con lo que dice, pero me mueve las ideas y eso me parece fundamental. Hoy reproduzco en Miradas Desde Adentro una entrevista que le hiciera hace algún tiempo la ensayista y profesora universitaria Yailuma Vázquez. Espero que disfruten el material tanto como lo hice yo cuando lo leí en las páginas virtuales de Hypermedia Magazine.

 

Habitando el país de la siguaraya

Por Yailuma Vázquez

Cuando hace más de quince años conocí a Jamila Medina Ríos en un aula de la Facultad de Letras donde ambas éramos estudiantes, no podía imaginar la amistad que nos iba a unir desde entonces. Tampoco imaginé, mientras esperábamos formar parte de algo más grande que nosotras mismas, que esa chica rara —me refiero a la categoría descrita por la escritora española Carmen Martín Gaite: la chica rara entra dentro de una tipología de personaje femenino que rompe de a lleno con la tradición literaria anterior—, siempre caminante, siempre espacios afuera, iba a conseguir cavar un hueco de araña en la cultura de este espacio movible, en la arenilla de esta isla desaparecida a ratos. Sin embargo, lo ha hecho.

Las largas amistades también son viajes; es difícil comenzar a preguntar lo que ya sabemos o intuimos que sabemos. Por eso esta entrevista se siente también como un monólogo interior, una conversación que entre las dos construimos sin que se deslinde claramente quién tiene el deber de preguntar o de responder.

A menudo los escritores se jactan de su enorme capacidad de trabajo y de su disciplina. Para muchos, escribir es una labor que lleva tiempo, ejercicio, entrenamiento. Yo jamás he visto a Jamila teclear una oración o un verso. Solo veo noticas suyas por todas partes, talladas en letra minúscula —patas de araña—: recibos, papelitos de colores… Dentro de algunos años, es posible que se establezca una polémica sobre la autoría en su obra. Para evitar el malentendido es que hago esta primera pregunta:

¿Cuándo escribes? ¿Qué necesitas para hacerlo?

Me impresionan quienes esgrimen una rutina ante preguntas así. Aunque soy fan de las madrugadas, no tengo sistema. Puedo escribir o leer en una guagua andando, y apostada en cualquier sitio no necesariamente bucólico ni apacible (ser anónima es la armadura perfecta, como si estuviera debajo de un mosquitero).

En la casa zafo el teléfono fijo, apago el celular y prefiero estar sola. Si hay alguien rondando, no quiero que me mire ni que me hable y mucho menos que lea por encima de mi hombro (casi nunca enseño lo que aún no tiene punto final). Tampoco resisto la televisión encendida o tener algo por hacer (aunque justo entre “tareas urgentes” la escritura puede presentarse, como la mueca del estudiante que se sienta al final del aula en el repaso para el examen extraordinario, y prefiere leer un libro cualquiera mientras finge resumirlo todo en una hojita suelta. Es como decidir masturbarse cuando se nos está haciendo tarde para llegar al trabajo. Una pataleta de autoafirmación).

La Jamila manuscrita no es la única. Tengo un montón de libretas comenzadas o repletas de jeroglíficos y tachaduras, y agenditas y papelitos que voy guardando entre sus páginas o en el libro que estoy leyendo. También gloso los bordes de lo que leo y utilizo las páginas de cortesía de cualquier volumen para anotar datos curiosos o escribir poemas completos.

Paralelos a esa maraña, pululan en mi teléfono noticas, versos o ideas sueltas; y en el disco duro hay una batería de words y txts, a veces solo abiertos para escribir un título, un índice, o las secciones de un libro probable. Cuentos y ensayos (muchos plagados de notas al pie) son hijos naturales de la PC, como casi todos mis poemas en prosa.

Con mi poesía tengo un pensamiento atávico: cuando la releo, recuerdo si la escribí a mano (pasando el texto de una hoja a otra, tachando y cogiéndole el ritmo) o si fue tecleada en la laptop, o pensada a partir de intertextos. Ahí donde predomina el intelecto o en los que tecleé desde su origen, siento mucha menos vibración emocional, como si su cerebralidad dejara fuera una alta nota que busco y solo a veces creo alcanzar. (Majaderías, rezagos de la edad analógica).

Tu obra recorre un amplio espectro. Aunque es fundamentalmente poética, has abarcado la narrativa de ficción —Ratas en la alta noche (Malpaís, México, 2011)— y también el ensayo —Diseminaciones de Calvert Casey (Letras Cubanas, 2012)—. ¿Piensas el ensayo como un modo de expresión personal? 

Ensayar es como remontar un puente (o mejor, una montaña rusa con todo y el salto en el estómago). Cohabito (copulo) con esx que elijo rescribir, y sobre todo con sus obsesiones, donde pesco o proyecto las mías (así: muerte, eros, política, liberación…).

En la (pos)crítica de cine, arte o literatura —lo que más practico, al paso y compelida por revistas o amigos—, pespunteo un discurso que enhebra y asume la voz/faz de su objeto de deseo, como encarnándolo o dejándome montar por su espíritu. Estos hábitos suelen hallar resonancia en el sujeto autoral del que se quedan prendidos o prendados (¿maniatados?), pero pueden ser menos productivos en relación con aquellxs en quienes debieran avivar el antojo de un acercamiento.

Lo confieso: no me importa; mi ensayística busca ser, ante todo, un coloquio de tú a tú con el pensamiento y el discurso de quien interpelo, apropiándome de sus máscaras (en una especie de puesta teatral). Mis textos se sustentan en una mirada cómplice, porque los hago primero para mí y en segundo lugar para esx que halagó mi inteligencia (o viceversa); si de paso abro también el apetito de tercerxs, pues qué suerte, pero no me impongo la crítica como virtud o servicio, sino más egoístamente, como creación y gozo, una performance.

La emprendo —para qué mentir— como una alquimista golosa y coqueta: por gula, por morbo, por seducir al objeto de estudio que me sedujo, por empatía, por el regusto de desencriptar (craquear, religar asociando) las fuentes que se entremezclaron en un texto…. De ahí que no cultive tintes acérrimos, ya porque siempre me cautiva algo hasta en la creación más “funesta”, o ya porque, si voy a escribir, prefiero hacerlo de lo que me guste mucho (eso que me hala la lengua).

¿Por qué has dejado a un lado la ficción?

Narrar —como ensayar— me exige más dedicación, un esfuerzo de método y estructura. Entre el magisterio y la edición llevo una década deseando mudarme a Castalia para no hacer más que investigar.

Durante ese tiempo, presa en los matorrales de lo que se espera de una (en la academia, en sociedad, en el mundillo intelectual) me he obligado a parir (sin obviar el disfrute que hayan significado) dos tesis, un montoncito de reseñas o ensayos, algunos paneos por los Años Cero y un policiaco por encargo. A los poemas los he tenido que enlazar a veces (cosa que siento cuando los remiro), pero habitualmente (a)fluyen.

Tengo por ahí (entre libretas y txts) dos proyectos de libros de cuentos y un par de bocetos de novela. ¿Miedo a un género en que no me he ejercitado? ¿Falta de tiempo y disciplina o simplemente que no he estado de ánimo para volver a narrar? Todo a la vez.

Justo hace poco he estado resucitando uno de esos monstruos durmientes. A ver si lo escribo, a ver qué pasa.

Cada libro de poesía de los que hasta el momento has publicado tiene una concepción que lo diferencia de los anteriores. Es posible delimitar temáticas y búsquedas, experimentaciones distintas en cada caso. Por ejemplo, en tu primer volumen,Huecos de araña (Unión, 2008), es fácil intuir que se trata un poemario que juega ampliamente con lo intertextual, sobre todo con referencias grecolatinas. 

Los Huecos… son una sombrilla que enmarca ocho años y dos lugares de enunciación (Holguín y LaVana), dos inicios de carrera y una travesía completa (de Socioculturales a Letras pasando por Teología), junto al bregar por amores y amoríos.

La intertextualidad explícita y tales referentes vienen convoyados con los contextos de vida y estudio en que me movía en los 2000 (los libros que leí por placer u obligación; mis deslumbres de entonces; el regusto por las etimologías, la filosofía y los mitos, acendrado en la Facultad de Artes y Letras). Creo que es una especie de empacho que muchos de los escritores-filólogos traslucen en sus óperas primas y más allá.

Curiosamente —si lo pienso mejor— ese no es el primer libro que armé; aunque publicado luego, puede que Ratas en la alta nocheestuviera terminado antes que Huecos de araña; y ambos son bien polifónicos. También puede que mi modo de conducirme respecto a las fuentes que entremezclaba fuera —visto así— más inocente (en el sentido de menos malicioso) y más ostentoso; o sea, menos macerado o digerido.

En cualquier caso, seguí trabajando con y sobre la intertextualidad —porque de eso van (desde la lingüística o la literatura) mis repasos de Calvert Casey y Nara Mansur.

Primaveras cortadas asume la voz de mujeres suicidas y heroínas míticas, a la par que abunda en revoluciones abortadas por doquier; mientras, Del corazón de la col y otras mentiras entra en lo suyo lo mismo a través de conquistadores o poetas místicos que de diosas, princesas o asesinas; y Anémona se hace eco de la crítica feminista y se emparienta con los manuales de botánica o de especies marinas.

Uno de mis textos preferidos de Huecos de araña (probablemente el más publicado), sobre cuya hechura y sentido tuve que volverme hace poco —obligada por el inquisitivo escritor y traductor austriaco Udo Kawasser—, se opone in situ al paradigma escritural del libro: dinamita —o eso quiere— el abrazo del autor con la multivocidad, propone salir al ruedo con “una cabeza por fin descoronada” de lo ajeno.

Sin embargo, (est)ética o autosuficiencia aparte, ¿es posible cancelar así “Langustia” de las influencias? ¿Es posible hablar/pensar sin ser herederx de nada ni nadie? ¿Con qué símbolos?

Más que defender una especie de ascetismo o un estilo solipsista, este texto nació en cuarto año de Letras, de uno de esos exámenes en que debíamos leernos un sinfín de ensayos para opinar citando a los críticos; en el trasfondo (pasados aquellos semestres felices de asignaturas convalidadas, en los que tecleé unas cuantas Ratas…), yacía mi sordo rencor contra los deberes que no me habían dejado —creía yo— escribir de o desde mí (una avanzadilla de lo que me pasa hoy, cuando edito y lo disfruto pero sufro a mi vez, impedida de llegar, entre la selva de pendientes, a mis propios libros).

Cuando gané el David y me preguntaron de qué iba aquello, elucubré que los Huecos… no eran solo los habitáculos del patio de casa de mi abuela, sino esos agujeros negros sobre los que bailamos como en una telaraña, intentando ser nosotros mismos, sin que nos abduzcan la familia, los amores, nuestros escritores favoritos o el país, el sexo y la herencia que nos tocaron en suerte.

Con el tiempo, mi negativa (mi actitud defensiva) ante esos boquetes de los que salían voces que no deseaba escuchar, dice más de mí que lo que habría imaginado, pues una de las dominantes de mi literatura ha venido a ser la intertextualidad, la apelación a lo(s) otro(s), gozando por suerte de la potestad de elegir mis compañeros de asiento.

Como has mencionado, en Primaveras cortadas (Proyecto Literal, México, 2011) hay un tema central que tiene que ver con intentos abortados. ¿Propones que las revoluciones fallidas y las pérdidas, en sentido general, son una metáfora de la existencia?

Lo pensé como un libro enfocado en la fuerza (imantación, seducción) que ejercen las vidas y los procesos políticos/filiales/amorosos que no se agotaron en su devenir, sino que sufrieron una interrupción y, por tanto, no desgastaron su simbolismo, más bien lo dejaron en una especie de fermento concentrado del que muchos han bebido y aún van a beber hoy, con devoción y empalago.

Jóvenes mujeres suicidas, revoluciones abortadas, despedidas que congelaron e idealizaron un amor o un lazo familiar… No me atraía la idea de la pérdida o de lo fallido en que estuvieron implicados, sino más bien el frenesí de lapsus intensamente vividos, llenos de significado (y vitalidad, y belleza, y juventud y, por qué no, utopía).

Todavía me pregunto si es el corte mismo (en retrospectiva o como sombra que acechara y empujara a los actores a ser de cierto modo) lo que los hace tan vibrantes; o si es su carácter cerrado en medio de su esplendor lo que nos/me hace interpretarlos así; o el idilio (el morbo, la nostalgia) del espectador por el pasado y los muertos… lo que los dota de ese inquietante poder simbólico.

No es que escribiéndolo encontrara una respuesta; en Primaveras…, además de mi incomprensión sobre las dinámicas que matan el amor, viven mi fervor/pavor por ese engranaje desgastado (desemantizado) que todavía hoy se hace llamar Revolución cubana y pervive (ya para siempre incumplido) mi viejo y romántico deseo de morir joven. Son perspectivas. No niego lo que ves allí; sin embargo, siendo que entre mis frustraciones está la no aceptación de los finales, el no saber despedirme, Primaveras… dibuja para mí la ilusión (ese géiser) de los primeros años, del primer escalofrío, del último grito de guerra.

En Anémona (Sed de Belleza, 2013; Polibea, Madrid, 2016) se funden tres grandes temas: sexo, muerte y liberación femenina. Lo que Julia Kristeva ha definido como la “irrepresentabilidad” (es decir, el afán posmoderno de definir de un modo nuevo, a través de la exacerbación de lo obsceno, lo pornográfico y lo escatológico) encuentra un espacio privilegiado en este libro. ¿Con esos recursos germina un discurso de la liberación?

Saliendo del bosque de Primaveras cortadas (donde muerte y caída tienen el protagónico) quise probar algo más suave (léase menos dolido), entrar en una especie de discurso líquido que congeniara con las mareas oceánicas como con los fluidos femeninos y fuera menos ríspido o frontal o chillón o plañidero, menos quejoso y furibundo.

En principio, no me dispuse a un libro contestatario ni feminista, sino a algo más embebido en y pagado de sí, como una galaxia flotando en pleno cosmos, como un archipiélago happy paseando sin prisa a la deriva, sin amarras o rencores, sin medias tintas.

El libro reposó un par de años, fue mencionado en el Premio Calendario, la poeta y editora Isaily Pérez lo quiso para Sed de Belleza y fue así que pulí, restructuré, sumé y resté, al tiempo que me convencí de subrayar su veta militante. De ahí quizás que no pocxs lo vean como un poemario disparejo, atonal; mientras otrxs lo prefieran por sus sobresaltos.

Entre caminos y veredas, el subalterno (sin disquisiciones sobre lo que la libertad es o sobre si finalmente es) puede hallar su liberación excavando en el espejo, dinamitando los discursos que le devuelven/endilgan un retrato-jaula de sí. La representabilidad (aunque vaya corriendo sus márgenes) pasa por el canon (blanco, occidental, heteronormativo) incluso en el ámbito de lo pornográfico: donde entre la diversidad hay una producción mayoritaria destinada y pensada desde el hombre y para él.

A estas alturas puede parecer demodé articular un desmontaje de los estereotipos genéricos poniéndonos en guardia sobre la planificación familiar y las prácticas sexuales o de acicalado; sin embargo, las categorías de lo bello, lo vulgar, lo moral, lo sofisticado, lo natural siguen rigiendo al valorar/modelar la imagen y los imaginarios de las mujeres contemporáneas.

Creo que la otra corriente que atraviesa el libro (su intención primigenia) es más liberadora, porque no se identifica por oposición a,no se defiende; más bien explora su cuerpo de nanadora y nadadora (incluidos los menstruos y la gelatina vaginal), entrando a especular en los intersticios de lo que cree que es (armadillo, anémona), de lo que le han dicho que es (hueco de araña, corazón de la col), de lo que pretende ser (liquen, sargazo, hongo).

¿Muy metafórico como para ser instrumentalizado, convertido en lema o bandera? Mejor así.

No me parece que Del corazón de la col y otras mentiras (Sureditores, 2013) haya sido muy atendido por la crítica… Sin embargo, hay lectores que lo prefieren. ¿Qué significa para ti ese poemario?

Como La gran arquitecta (Legna Rodríguez, 2014) que pertenece a Hilo + hilo (2015) o Balada del buen muñeco (Oscar Cruz, 2013), que es parte de La maestranza (2013), Del corazón de la col y otras mentiras es un poemario incompleto (más específicamente, un libro de amor incompleto, que pensé acompañar de una camarilla de hombres suicidas). La culpa la tuvo el concurso Wolsan, que premiaba solo 30 cuartillas.

Son un puñado de textos expurgados de algo que nunca he terminado de escribir o publicar y que, siendo una monografía de tema tan resbaladizo, ha tenido sus nombres cursis: “Novios del mediodía”, “La casa de los novios”, “El arte carnal…”, como un poema que extraje del cuaderno premiado y que solo consta en una revista Amnios y en mi antología Para empinar un papalote (Casa de Poesía, San José, 2015).

La mención probablemente me salvó del desastre de publicar un libro más voluminoso y únicamente de amor, para (con suerte) terminar copiada y recopiada en aquellas libretas adolescentes entre los románticos que sabemos y otros anónimos conocidos (¡qué lástima!, y, ¿existirán todavía esas libretas?). Como todo lo que no tuvo punto final (o linda con lo biográfico), ese libro todavía me persigue, y ahora mismo estoy en peligro de mostrar un poco (pero no muchas mentiras) más de ese pastel, tentada por la editorial Amagord.

Con Del corazón… (que tiene hasta dedicatoria) me siento como en uno de esos sueños en que vamos desnudos por la calle sin hallar dónde meternos ni con qué taparnos. Hay un juego de espadas pasión vs. razón, feminismo vs. feminidad, abandono vs. posesión/rebelión, corporalidad fáctica y contemporánea vs. tradición, que resuena entre los propios textos, y más al enfrentarlo a laAnémona militante (donde hay asimismo zonas contradictorias).

De la recepción, tanto sé de quienes lo han devorado y marcado como de otrxs que no quisieran verlo ni en pintura. Es un libro sobre lo difícil ya no solo de amar o de escribir de amor, sino de hacerlo en tiempos tan mordaces, sin inocencia, con tanto machismo y feminismo pesando sobre los hombros (y tantos referentes shakespeareanos, corintelladescos, hollywoodenses, y sus respectivas deconstrucciones y más, hablándonos al oído).

La voz hace equilibrios sobre esos acantilados, demuele unas estructuras del amor tradicional y refuerza otras, mientras busca resonar en ese al que iban dirigidos los poemas… Como sin querer queriendo. En todo el poemario late tal contradicción (que se parece a la incertidumbre de los que aman).

La nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, en su ensayo Todos deberíamos ser feministas, se refiere a la necesidad de que se hable del tema a pesar de las etiquetas, porque lo que se necesita es cambiar, a través de la educación, cómo entendemos y vivenciamos el género. Escribe esta autora: “¿Por qué usar la palabra ‘feminista’? ¿Por qué no decir simplemente que crees en los derechos humanos o algo parecido? Pues porque no sería honesto. Está claro que el feminismo forma parte de los derechos humanos en general, pero elegir usar la expresión genérica ‘derechos humanos’ supone negar el problema específico y particular del género. Es una forma de fingir que no han sido las mujeres quienes se han visto excluidas durante siglos. Es una forma de negar que el problema del género pone a las mujeres en el punto de mira. Que tradicionalmente el problema no era ser humano, sino concretamente ser una humana de sexo femenino”. ¿Qué piensas de este asunto?

Quiero creer que reacciono ante todo o ante casi cualquier tipo de discriminación, estando incluso en guardia contra la que puede provenir de mi intolerancia frente a hábitos o actitudes X.

Al feminismo, no lo he paneado como tú, teóricamente, y me he negado a veces a que me encuadren en él, al igual que rehúso que me peguen otras etiquetas, siempre queriendo creer que soy más un proceso que una persona “hecha y derecha”.

Pero está claro que las cosas deben ser llamadas por su nombre cuando se trata de derechos transgredidos, vivencias y marginaciones históricas concretas, con siglos de conductas estereotipadas y normadas de acumulación, todo lo que a su vez (co)varía en contexto, al sumarse a los hechos otros rasgos de esas “humanas de sexo femenino” que nos preocupan (muchos compartidos con los “humanos de sexo masculino”, si bien vistos con otros prismas en ellos).

Me refiero, por ejemplo, a pasar de los 35 años sin haberse casado ni parido, a ser o no madre soltera, a asumirse o no hetero, a estar gorda o flaca, a lucir o no “buen cuerpo”, a ser habanera o “palestina”, a tener de congo y de carabalí, a escribir narrativa o poesía, a “gozar” o no de horario abierto, de doble jornada y poco jornal, a teñirse o dejarse (ver) las canas, y a ser, por añadido una mujer “susceptible”, “idealista”, “intelectual” y “feminista”… ya en la Conchinchina o en la Cuba de hoy.

Cada rasgo complejiza el entramado (sin entrar en las dinámicas familiares ni en meollos como los de tener o no —más que cuarto— casa propia, los padres vivos pero enfermos, ser hija única o la única hembra entre varios hermanos, etc., etc.).

En Anémona bojeé, junto a otros asuntos espinosos, esa malla o nata vital de quien lleva el rol de “cuidadora”: “Nanadora. Acunadora. Sanadora. Vaina”; “[l]a madre del hijo, la madre del padre, la madre del esposo, la esposa de la madre. La pareja. La emparejada en la pareja. La de orejas cortadas”; sin ser concluyente ni objetiva, fui del “Déjate hacer. Dejarse hacer. Dejarse ser” a la invitación a transmutarse en hongo, para diseminarse por doquier “que existan otras formas de vida”.

No es por caricaturizarlo, porque es mi propia agonía, pero lo mejor es reírse un poco de ello. Vivir el feminismo dentro de la pareja puede ser una labor como de espía verdaderamente agotadora, más si se crece queriendo ser una eterna chiquilla a la par que comportándose como una madre retadora, o soñando ser deseada a la vez que admirada. Se está en vilo, en una continua suspicacia sobre qué y cómo te lo dicen, sobre si te dan la mano al bajar de la guagua o si dar un saltico atlético al tirarte, sobre quién friega cuando es más divertido pintar las paredes, sobre quién para o paga el taxi (y todo lo demás); nos debatimos entre odiar cocinar y querer que te elogien la comida, entre desear que te regalen una florecita y el vade retro a los ramos de los actos públicos, entre poder con todo y no querer hacer nada sola (entre liberalismo e incertidumbre, entre independencia y susceptibilidad).

Bajarse de ese tren y amoldarse a los estereotipos podría parecer más llevadero, pero no es lo mío. Lo esencial sería conducirnos con agudeza para devenir dueñas de nuestro tiempo y de nuestros cuerpos, actos, palabras, sentimientos, sin vivir permanentemente furibundas ni parapetadas como guerrilleras.

Fluir (dejarse ser e incluso dejarse hacer…): reaprender el recibir; el ser bellas, frágiles o sensuales (si cabe, si nos late); y entrelazarlo con el batiburrillo de rasgos que más nos plazca.

Tan normativo puede ser el machismo como el feminismo, si nos pauta no permitir nunca que un hombre invite, cargar estoicamente con nuestros bártulos (y hasta con los de él), evitar que nos cedan el asiento, trabajar más que nadie (en los frentes “masculino” y “femenino”) o educar a los hijos en la reticencia al padre.

Una de las razones de mi feminismo (y de mi rechazo a otras discriminaciones) es que me saca de las casillas que nos encasillen. De ser en cuerpo de mujer, me gusta, por ejemplo, lo inclusivo, lo abierto a la exploración; cuando se ha peleado tanto porque se expandan y liberen las posibilidades de elección, sería de locas constreñirlas.

Habría acaso que hallar una utópica tercera vía… Porque (como en la sexualidad o en el arte) al definirnos por oposición, entre lo blanco y lo negro, nos perdemos demasiadas gamas de color.

Tu último libro, País de la siguaraya (Letras Cubanas, 2018) recientemente presentado en la Feria del Libro de La Habana, es un libro de viajes estructurado mediante poemas en prosa altamente narrativos. Creo que es además un libro de amor, de uno que no está frustrado o fallido: de un amor feliz que se extrapola a la vida. Es un libro muy reflexivo también, desde el punto de vista existencial.

Como Huecos…, País de la siguaraya me ocurrió en un arco temporal: 2012-2016. Al comienzo me seducía su aire agreste, de reflexión y observación contenidas (constatable en la tríada de textos que publicó La Gaceta de Cuba en 2012). Luego ese tono se mistificó, y la intención de juntar poemas que recorrieran la Isla de cabo a rabo se parcializó con mis estancias entre LaVana y Matanzas, justo porque sobrevino (como espacio-tiempo de cruce inevitable) ese amor que dices (permeando todo al paso, reabriendo el libro a la tempestuosa emotividad acostumbrada).

Los textos sí dibujan allí una lucha: viajes de ida y huida buscando un centro (o asidero) en ese amor, todavía animados por exploraciones en compañía, camino del país o al rencuentro de fragmentos de paisajes vitales interiores.

El primer texto que escribí (“Almendares-Mariel”) era una larga remembranza o mise en abyme que formaba parte de un cuento todavía inédito. Es decir, que me hallaba escribiendo algo de ficción y la realidad (de un paseo con mi padre) irrumpió de tal modo (en un tono tan discerniblemente distinto) que tuve que desgajar aquello y darle cuerpo aparte.

¿Espiga madura, madurada? ¿Anuncio del peso de la edad? Primordialmente, contumacia: ganas de vagabundear, de (ad)mirarlo y devorarlo todo; de auscultar el cuerpo moral y geográfico del país, como quien lo prepara para una inhumación: un bojeo morboso por sus pústulas y llagas (de niña que toquetea con un palo a un animal caído, con ínfulas de que se pare y luche).

Y ganas también de repasar mi historia (husmeando entre fotos de la infancia); necesidad de detenerse y observar lo desandado, sopesar el propio cuerpo (físico, espiritual) que nos trajo hasta aquí (sus blanduras y callosidades, sus cegueras, fobias y malformaciones: sus “mentiras favoritas”, como dice Sandra Ramy), para entender dónde pisamos entre las galerías o carrileras del yo (si es que todavía pueden pronunciarse, tenerse, dubitaciones del tipo “quién soy” o “adónde voy”).

El país es el pretexto: el país soy yo que viajo a través mío, y a través del otro intentando llegar a mí; aunque todo puerto se aleje como en un mal sueño, aunque sean búsquedas carentes de sentido si se emprenden creyendo en el origen y no en la travesía, sin entender que lo que queda es saborear el paseo…

Para finalizar, quiero preguntarte qué constantes o prácticas escriturales recurrentes crees que son propias de tu generación. Y cómo se siente pertenecer a ella. 

De tan trillado en conferencias, revistas, entrevistas, ensayos y antologías, no veo qué podría añadirse sobre esa que Aram Vidal llamó una vez “de-generación”. Por complacerte, seré enumerativa, contrastiva y anafórica (para de paso usar algunos procedimientos que los marcan a nivel formal): ¿des-territorializados?, des-naturalizados, ¿des-memoriados?; des-cubanizados y cubiches al punto de actualizar las mambisadas y des-automatizar la retórica revolucionaria; velociraptores: consumidores intertextuales e intermediales natos; cultores de jergas (g)locales; arqueólogos testarudos de lo que sea; hijos y padres de medios y espacios alternativos; amargos y lúdicos, escatológicos y des-dramatizados, anticanónicos y antiépicos, dis-tópicos y aun utópicos; transgenéricos, performáticos, paródicos, epigramáticos, fragmentarios; observadores sarcásticos y filosóficos, actores libidinosos, lectores exhibicionistas, (falsos) escritores autobiográficos, panlingüísticos y palimpsestuosos… como la web.

Excepto por los amigos que quiero a toda costa y otros congéneres cuya obra admiro, no tengo ninguna sensación particular de “pertenencia”, orgullo generacional ni bandera estética que alzar en este punto. Llegamos después de unos y otros ya están en camino de diferenciarse de esa sombrilla bajo la que nos reúnen.

Existieron Espacio Polaroid y su “liberatura”, La caja de la china, 33 y 1/3, TREP, Desliz; sigue en pie La Noria y andan por ahí El Estornudo y El Oficio… pero no hemos hecho por tener sostenida ni monocromamente lo que antes definía a generaciones y movimientos artísticos: líder o manifiesto, estética ni publicación señeras.

Aunque para ser exactos sí ha habido voluntad —más bien postrera, posterior a la de compiladores extranjeros y extemporáneos, casi siempre nacida de un pedido que busca visibilizar algo más que los hallazgos literarios de los Años Cero— de juntar en volúmenes y dossiers, acá o acullá, lo más “granado”, la “flor y nata” de la hornada.

Pienso en antologías orquestadas por Lizabel Mónica, Orlando Luis Pardo Lazo, Oscar Cruz, Jorge Enrique Lage, Gilberto Padilla, Duanel Díaz, Anisley Negrín, José Ramón Sánchez, Ángel Pérez, Javier L. Mora y hasta por mí, varias de las cuales hacen declaraciones prescriptivas sobre la escritura cubana hoy.

No es por miedo al qué dirán (siquiera por terror a lo que queda inscrito, aunque también), pero me gustaba más cuando estábamos en lo nuestro, sin atacar a nadie ni predicar sobre ética o estilo, y sin sed de empoderamientos simbólicos o de otra laya. Espero que esas páginas preceptivas no digan la última palabra sobre lo que somos o hemos sido, ni sean lo más cacareado por las historias de la literatura cuando de “nosotros” se trate.

Tengo mis favoritxs de todas las épocas entre lxs escritorxs de la Isla, claro está; sé qué me gusta y por qué, como sé lo que quiero o sobre todo de lo que no quiero escribir (hasta hoy). Sin embargo, no me interesa embarcarme en la aventura de pautar la creación de los demás ni de trazar políticas culturales. Quiero ser lo más libre posible al escribir lo que me dé la gana. ¿Cómo normar en otros lo que no toleraré conmigo?

Como en la práctica del feminismo, si hubiera un rasgo distintivo por el que apostar, me gustaría pensarnos anti-dictados, sin uniforme, llevados por aquel promisorio retintín que decía: “somos pioneros exploradores…”, o lo que es lo mismo: caminando al ritmo del primer pasito de baile de Neil Armstrong en la luna (bamboleantes al probar a ser fuera del cerco de la gravedad); desprejuiciados, en fin, para asumir cualesquiera de las “forma[s] de las cosas que vendrán” —a la manera jacarandosa del Wichy.

Tomado de Hypermedia Magazine,

https://www.hypermediamagazine.com/entrevistas/habitando-el-pais-de-la-siguaraya/

Para conocer más a Jamila Medina

Para conocer más a Jamila Medina

Por Joaquín Borges-Triana

En el actual panorama de la literatura cubana, una de las voces que más respeto es la de Jamila Medina. Ella se mueve con idéntica soltura por los caminos de la poesía, la narrativa y el ensayo. Su proverbial capacidad de trabajo le permite desempeñarse tanto en el magisterio como en la edición. A propósito de la autora de libros como País de la siguarayaDiseminaciones de Calvert Casey, Ratas en la alta noche oHuecos de araña transcurre la siguiente entrevista realizada por Yailuma Vázquez a su otrora compañera de clases en las aulas de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana y que viese la luz en la revista digital Hypermedia Magazine.

Habitando el país de la siguaraya

Por Yailuma Vázquez

Cuando hace más de quince años conocí a Jamila Medina Ríos en un aula de la Facultad de Letras donde ambas éramos estudiantes, no podía imaginar la amistad que nos iba a unir desde entonces. Tampoco imaginé, mientras esperábamos formar parte de algo más grande que nosotras mismas, que esa chica rara —me refiero a la categoría descrita por la escritora española Carmen Martín Gaite: la chica rara entra dentro de una tipología de personaje femenino que rompe de a lleno con la tradición literaria anterior—, siempre caminante, siempre espacios afuera, iba a conseguir cavar un hueco de araña en la cultura de este espacio movible, en la arenilla de esta isla desaparecida a ratos. Sin embargo, lo ha hecho.

Las largas amistades también son viajes; es difícil comenzar a preguntar lo que ya sabemos o intuimos que sabemos. Por eso esta entrevista se siente también como un monólogo interior, una conversación que entre las dos construimos sin que se deslinde claramente quién tiene el deber de preguntar o de responder.

A menudo los escritores se jactan de su enorme capacidad de trabajo y de su disciplina. Para muchos, escribir es una labor que lleva tiempo, ejercicio, entrenamiento. Yo jamás he visto a Jamila teclear una oración o un verso. Solo veo noticas suyas por todas partes, talladas en letra minúscula —patas de araña—: recibos, papelitos de colores… Dentro de algunos años, es posible que se establezca una polémica sobre la autoría en su obra. Para evitar el malentendido es que hago esta primera pregunta:

¿Cuándo escribes? ¿Qué necesitas para hacerlo?

Me impresionan quienes esgrimen una rutina ante preguntas así. Aunque soy fan de las madrugadas, no tengo sistema. Puedo escribir o leer en una guagua andando, y apostada en cualquier sitio no necesariamente bucólico ni apacible (ser anónima es la armadura perfecta, como si estuviera debajo de un mosquitero).

En la casa zafo el teléfono fijo, apago el celular y prefiero estar sola. Si hay alguien rondando, no quiero que me mire ni que me hable y mucho menos que lea por encima de mi hombro (casi nunca enseño lo que aún no tiene punto final). Tampoco resisto la televisión encendida o tener algo por hacer (aunque justo entre “tareas urgentes” la escritura puede presentarse, como la mueca del estudiante que se sienta al final del aula en el repaso para el examen extraordinario, y prefiere leer un libro cualquiera mientras finge resumirlo todo en una hojita suelta. Es como decidir masturbarse cuando se nos está haciendo tarde para llegar al trabajo. Una pataleta de autoafirmación).

La Jamila manuscrita no es la única. Tengo un montón de libretas comenzadas o repletas de jeroglíficos y tachaduras, y agenditas y papelitos que voy guardando entre sus páginas o en el libro que estoy leyendo. También gloso los bordes de lo que leo y utilizo las páginas de cortesía de cualquier volumen para anotar datos curiosos o escribir poemas completos.

Paralelos a esa maraña, pululan en mi teléfono noticas, versos o ideas sueltas; y en el disco duro hay una batería de words y txts, a veces solo abiertos para escribir un título, un índice, o las secciones de un libro probable. Cuentos y ensayos (muchos plagados de notas al pie) son hijos naturales de la PC, como casi todos mis poemas en prosa.

Con mi poesía tengo un pensamiento atávico: cuando la releo, recuerdo si la escribí a mano (pasando el texto de una hoja a otra, tachando y cogiéndole el ritmo) o si fue tecleada en la laptop, o pensada a partir de intertextos. Ahí donde predomina el intelecto o en los que tecleé desde su origen, siento mucha menos vibración emocional, como si su cerebralidad dejara fuera una alta nota que busco y solo a veces creo alcanzar. (Majaderías, rezagos de la edad analógica).

Tu obra recorre un amplio espectro. Aunque es fundamentalmente poética, has abarcado la narrativa de ficción —Ratas en la alta noche (Malpaís, México, 2011)— y también el ensayo —Diseminaciones de Calvert Casey (Letras Cubanas, 2012)—. ¿Piensas el ensayo como un modo de expresión personal? 

Ensayar es como remontar un puente (o mejor, una montaña rusa con todo y el salto en el estómago). Cohabito (copulo) con esx que elijo rescribir, y sobre todo con sus obsesiones, donde pesco o proyecto las mías (así: muerte, eros, política, liberación…).

En la (pos)crítica de cine, arte o literatura —lo que más practico, al paso y compelida por revistas o amigos—, pespunteo un discurso que enhebra y asume la voz/faz de su objeto de deseo, como encarnándolo o dejándome montar por su espíritu. Estos hábitos suelen hallar resonancia en el sujeto autoral del que se quedan prendidos o prendados (¿maniatados?), pero pueden ser menos productivos en relación con aquellxs en quienes debieran avivar el antojo de un acercamiento.

Lo confieso: no me importa; mi ensayística busca ser, ante todo, un coloquio de tú a tú con el pensamiento y el discurso de quien interpelo, apropiándome de sus máscaras (en una especie de puesta teatral). Mis textos se sustentan en una mirada cómplice, porque los hago primero para mí y en segundo lugar para esx que halagó mi inteligencia (o viceversa); si de paso abro también el apetito de tercerxs, pues qué suerte, pero no me impongo la crítica como virtud o servicio, sino más egoístamente, como creación y gozo, una performance.

La emprendo —para qué mentir— como una alquimista golosa y coqueta: por gula, por morbo, por seducir al objeto de estudio que me sedujo, por empatía, por el regusto de desencriptar (craquear, religar asociando) las fuentes que se entremezclaron en un texto…. De ahí que no cultive tintes acérrimos, ya porque siempre me cautiva algo hasta en la creación más “funesta”, o ya porque, si voy a escribir, prefiero hacerlo de lo que me guste mucho (eso que me hala la lengua).

¿Por qué has dejado a un lado la ficción?

Narrar —como ensayar— me exige más dedicación, un esfuerzo de método y estructura. Entre el magisterio y la edición llevo una década deseando mudarme a Castalia para no hacer más que investigar.

Durante ese tiempo, presa en los matorrales de lo que se espera de una (en la academia, en sociedad, en el mundillo intelectual) me he obligado a parir (sin obviar el disfrute que hayan significado) dos tesis, un montoncito de reseñas o ensayos, algunos paneos por los Años Cero y un policiaco por encargo. A los poemas los he tenido que enlazar a veces (cosa que siento cuando los remiro), pero habitualmente (a)fluyen.

Tengo por ahí (entre libretas y txts) dos proyectos de libros de cuentos y un par de bocetos de novela. ¿Miedo a un género en que no me he ejercitado? ¿Falta de tiempo y disciplina o simplemente que no he estado de ánimo para volver a narrar? Todo a la vez.

Justo hace poco he estado resucitando uno de esos monstruos durmientes. A ver si lo escribo, a ver qué pasa.

Cada libro de poesía de los que hasta el momento has publicado tiene una concepción que lo diferencia de los anteriores. Es posible delimitar temáticas y búsquedas, experimentaciones distintas en cada caso. Por ejemplo, en tu primer volumen, Huecos de araña (Unión, 2008), es fácil intuir que se trata un poemario que juega ampliamente con lo intertextual, sobre todo con referencias grecolatinas. 

Los Huecos… son una sombrilla que enmarca ocho años y dos lugares de enunciación (Holguín y LaVana), dos inicios de carrera y una travesía completa (de Socioculturales a Letras pasando por Teología), junto al bregar por amores y amoríos.

La intertextualidad explícita y tales referentes vienen convoyados con los contextos de vida y estudio en que me movía en los 2000 (los libros que leí por placer u obligación; mis deslumbres de entonces; el regusto por las etimologías, la filosofía y los mitos, acendrado en la Facultad de Artes y Letras). Creo que es una especie de empacho que muchos de los escritores-filólogos traslucen en sus óperas primas y más allá.

Curiosamente —si lo pienso mejor— ese no es el primer libro que armé; aunque publicado luego, puede que Ratas en la alta noche estuviera terminado antes que Huecos de araña; y ambos son bien polifónicos. También puede que mi modo de conducirme respecto a las fuentes que entremezclaba fuera —visto así— más inocente (en el sentido de menos malicioso) y más ostentoso; o sea, menos macerado o digerido.

En cualquier caso, seguí trabajando con y sobre la intertextualidad —porque de eso van (desde la lingüística o la literatura) mis repasos de Calvert Casey y Nara Mansur.

Primaveras cortadas asume la voz de mujeres suicidas y heroínas míticas, a la par que abunda en revoluciones abortadas por doquier; mientras, Del corazón de la col y otras mentiras entra en lo suyo lo mismo a través de conquistadores o poetas místicos que de diosas, princesas o asesinas; y Anémona se hace eco de la crítica feminista y se emparienta con los manuales de botánica o de especies marinas.

Uno de mis textos preferidos de Huecos de araña (probablemente el más publicado), sobre cuya hechura y sentido tuve que volverme hace poco —obligada por el inquisitivo escritor y traductor austriaco Udo Kawasser—, se opone in situ al paradigma escritural del libro: dinamita —o eso quiere— el abrazo del autor con la multivocidad, propone salir al ruedo con “una cabeza por fin descoronada” de lo ajeno.

Sin embargo, (est)ética o autosuficiencia aparte, ¿es posible cancelar así “Langustia” de las influencias? ¿Es posible hablar/pensar sin ser herederx de nada ni nadie? ¿Con qué símbolos?

Más que defender una especie de ascetismo o un estilo solipsista, este texto nació en cuarto año de Letras, de uno de esos exámenes en que debíamos leernos un sinfín de ensayos para opinar citando a los críticos; en el trasfondo (pasados aquellos semestres felices de asignaturas convalidadas, en los que tecleé unas cuantas Ratas…), yacía mi sordo rencor contra los deberes que no me habían dejado —creía yo— escribir de o desde mí (una avanzadilla de lo que me pasa hoy, cuando edito y lo disfruto pero sufro a mi vez, impedida de llegar, entre la selva de pendientes, a mis propios libros).

Cuando gané el David y me preguntaron de qué iba aquello, elucubré que los Huecos… no eran solo los habitáculos del patio de casa de mi abuela, sino esos agujeros negros sobre los que bailamos como en una telaraña, intentando ser nosotros mismos, sin que nos abduzcan la familia, los amores, nuestros escritores favoritos o el país, el sexo y la herencia que nos tocaron en suerte.

Con el tiempo, mi negativa (mi actitud defensiva) ante esos boquetes de los que salían voces que no deseaba escuchar, dice más de mí que lo que habría imaginado, pues una de las dominantes de mi literatura ha venido a ser la intertextualidad, la apelación a lo(s) otro(s), gozando por suerte de la potestad de elegir mis compañeros de asiento.

Como has mencionado, en Primaveras cortadas (Proyecto Literal, México, 2011) hay un tema central que tiene que ver con intentos abortados. ¿Propones que las revoluciones fallidas y las pérdidas, en sentido general, son una metáfora de la existencia?

Lo pensé como un libro enfocado en la fuerza (imantación, seducción) que ejercen las vidas y los procesos políticos/filiales/amorosos que no se agotaron en su devenir, sino que sufrieron una interrupción y, por tanto, no desgastaron su simbolismo, más bien lo dejaron en una especie de fermento concentrado del que muchos han bebido y aún van a beber hoy, con devoción y empalago.

Jóvenes mujeres suicidas, revoluciones abortadas, despedidas que congelaron e idealizaron un amor o un lazo familiar… No me atraía la idea de la pérdida o de lo fallido en que estuvieron implicados, sino más bien el frenesí de lapsus intensamente vividos, llenos de significado (y vitalidad, y belleza, y juventud y, por qué no, utopía).

Todavía me pregunto si es el corte mismo (en retrospectiva o como sombra que acechara y empujara a los actores a ser de cierto modo) lo que los hace tan vibrantes; o si es su carácter cerrado en medio de su esplendor lo que nos/me hace interpretarlos así; o el idilio (el morbo, la nostalgia) del espectador por el pasado y los muertos… lo que los dota de ese inquietante poder simbólico.

No es que escribiéndolo encontrara una respuesta; en Primaveras…, además de mi incomprensión sobre las dinámicas que matan el amor, viven mi fervor/pavor por ese engranaje desgastado (desemantizado) que todavía hoy se hace llamar Revolución cubana y pervive (ya para siempre incumplido) mi viejo y romántico deseo de morir joven. Son perspectivas. No niego lo que ves allí; sin embargo, siendo que entre mis frustraciones está la no aceptación de los finales, el no saber despedirme, Primaveras… dibuja para mí la ilusión (ese géiser) de los primeros años, del primer escalofrío, del último grito de guerra.

En Anémona (Sed de Belleza, 2013; Polibea, Madrid, 2016) se funden tres grandes temas: sexo, muerte y liberación femenina. Lo que Julia Kristeva ha definido como la “irrepresentabilidad” (es decir, el afán posmoderno de definir de un modo nuevo, a través de la exacerbación de lo obsceno, lo pornográfico y lo escatológico) encuentra un espacio privilegiado en este libro. ¿Con esos recursos germina un discurso de la liberación?

Saliendo del bosque de Primaveras cortadas (donde muerte y caída tienen el protagónico) quise probar algo más suave (léase menos dolido), entrar en una especie de discurso líquido que congeniara con las mareas oceánicas como con los fluidos femeninos y fuera menos ríspido o frontal o chillón o plañidero, menos quejoso y furibundo.

En principio, no me dispuse a un libro contestatario ni feminista, sino a algo más embebido en y pagado de sí, como una galaxia flotando en pleno cosmos, como un archipiélago happy paseando sin prisa a la deriva, sin amarras o rencores, sin medias tintas.

El libro reposó un par de años, fue mencionado en el Premio Calendario, la poeta y editora Isaily Pérez lo quiso para Sed de Belleza y fue así que pulí, restructuré, sumé y resté, al tiempo que me convencí de subrayar su veta militante. De ahí quizás que no pocxs lo vean como un poemario disparejo, atonal; mientras otrxs lo prefieran por sus sobresaltos.

Entre caminos y veredas, el subalterno (sin disquisiciones sobre lo que la libertad es o sobre si finalmente es) puede hallar su liberación excavando en el espejo, dinamitando los discursos que le devuelven/endilgan un retrato-jaula de sí. La representabilidad (aunque vaya corriendo sus márgenes) pasa por el canon (blanco, occidental, heteronormativo) incluso en el ámbito de lo pornográfico: donde entre la diversidad hay una producción mayoritaria destinada y pensada desde el hombre y para él.

A estas alturas puede parecer demodé articular un desmontaje de los estereotipos genéricos poniéndonos en guardia sobre la planificación familiar y las prácticas sexuales o de acicalado; sin embargo, las categorías de lo bello, lo vulgar, lo moral, lo sofisticado, lo natural siguen rigiendo al valorar/modelar la imagen y los imaginarios de las mujeres contemporáneas.

Creo que la otra corriente que atraviesa el libro (su intención primigenia) es más liberadora, porque no se identifica por oposición a, no se defiende; más bien explora su cuerpo de nanadora y nadadora (incluidos los menstruos y la gelatina vaginal), entrando a especular en los intersticios de lo que cree que es (armadillo, anémona), de lo que le han dicho que es (hueco de araña, corazón de la col), de lo que pretende ser (liquen, sargazo, hongo).

¿Muy metafórico como para ser instrumentalizado, convertido en lema o bandera? Mejor así.

No me parece que Del corazón de la col y otras mentiras (Sureditores, 2013) haya sido muy atendido por la crítica… Sin embargo, hay lectores que lo prefieren. ¿Qué significa para ti ese poemario?

Como La gran arquitecta (Legna Rodríguez, 2014) que pertenece a Hilo + hilo (2015) o Balada del buen muñeco (Oscar Cruz, 2013), que es parte de La maestranza (2013), Del corazón de la col y otras mentirases un poemario incompleto (más específicamente, un libro de amor incompleto, que pensé acompañar de una camarilla de hombres suicidas). La culpa la tuvo el concurso Wolsan, que premiaba solo 30 cuartillas.

Son un puñado de textos expurgados de algo que nunca he terminado de escribir o publicar y que, siendo una monografía de tema tan resbaladizo, ha tenido sus nombres cursis: “Novios del mediodía”, “La casa de los novios”, “El arte carnal…”, como un poema que extraje del cuaderno premiado y que solo consta en una revista Amnios y en mi antología Para empinar un papalote (Casa de Poesía, San José, 2015).

La mención probablemente me salvó del desastre de publicar un libro más voluminoso y únicamente de amor, para (con suerte) terminar copiada y recopiada en aquellas libretas adolescentes entre los románticos que sabemos y otros anónimos conocidos (¡qué lástima!, y, ¿existirán todavía esas libretas?). Como todo lo que no tuvo punto final (o linda con lo biográfico), ese libro todavía me persigue, y ahora mismo estoy en peligro de mostrar un poco (pero no muchas mentiras) más de ese pastel, tentada por la editorial Amagord.

Con Del corazón… (que tiene hasta dedicatoria) me siento como en uno de esos sueños en que vamos desnudos por la calle sin hallar dónde meternos ni con qué taparnos. Hay un juego de espadas pasión vs. razón, feminismo vs. feminidad, abandono vs. posesión/rebelión, corporalidad fáctica y contemporánea vs. tradición, que resuena entre los propios textos, y más al enfrentarlo a la Anémona militante (donde hay asimismo zonas contradictorias).

De la recepción, tanto sé de quienes lo han devorado y marcado como de otrxs que no quisieran verlo ni en pintura. Es un libro sobre lo difícil ya no solo de amar o de escribir de amor, sino de hacerlo en tiempos tan mordaces, sin inocencia, con tanto machismo y feminismo pesando sobre los hombros (y tantos referentes shakespeareanos, corintelladescos, hollywoodenses, y sus respectivas deconstrucciones y más, hablándonos al oído).

La voz hace equilibrios sobre esos acantilados, demuele unas estructuras del amor tradicional y refuerza otras, mientras busca resonar en ese al que iban dirigidos los poemas… Como sin querer queriendo. En todo el poemario late tal contradicción (que se parece a la incertidumbre de los que aman).

La nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, en su ensayo Todos deberíamos ser feministas, se refiere a la necesidad de que se hable del tema a pesar de las etiquetas, porque lo que se necesita es cambiar, a través de la educación, cómo entendemos y vivenciamos el género. Escribe esta autora: “¿Por qué usar la palabra ‘feminista’? ¿Por qué no decir simplemente que crees en los derechos humanos o algo parecido? Pues porque no sería honesto. Está claro que el feminismo forma parte de los derechos humanos en general, pero elegir usar la expresión genérica ‘derechos humanos’ supone negar el problema específico y particular del género. Es una forma de fingir que no han sido las mujeres quienes se han visto excluidas durante siglos. Es una forma de negar que el problema del género pone a las mujeres en el punto de mira. Que tradicionalmente el problema no era ser humano, sino concretamente ser una humana de sexo femenino”. ¿Qué piensas de este asunto?

Quiero creer que reacciono ante todo o ante casi cualquier tipo de discriminación, estando incluso en guardia contra la que puede provenir de mi intolerancia frente a hábitos o actitudes X.

Al feminismo, no lo he paneado como tú, teóricamente, y me he negado a veces a que me encuadren en él, al igual que rehúso que me peguen otras etiquetas, siempre queriendo creer que soy más un proceso que una persona “hecha y derecha”.

Pero está claro que las cosas deben ser llamadas por su nombre cuando se trata de derechos transgredidos, vivencias y marginaciones históricas concretas, con siglos de conductas estereotipadas y normadas de acumulación, todo lo que a su vez (co)varía en contexto, al sumarse a los hechos otros rasgos de esas “humanas de sexo femenino” que nos preocupan (muchos compartidos con los “humanos de sexo masculino”, si bien vistos con otros prismas en ellos).

Me refiero, por ejemplo, a pasar de los 35 años sin haberse casado ni parido, a ser o no madre soltera, a asumirse o no hetero, a estar gorda o flaca, a lucir o no “buen cuerpo”, a ser habanera o “palestina”, a tener de congo y de carabalí, a escribir narrativa o poesía, a “gozar” o no de horario abierto, de doble jornada y poco jornal, a teñirse o dejarse (ver) las canas, y a ser, por añadido una mujer “susceptible”, “idealista”, “intelectual” y “feminista”… ya en la Conchinchina o en la Cuba de hoy.

Cada rasgo complejiza el entramado (sin entrar en las dinámicas familiares ni en meollos como los de tener o no —más que cuarto— casa propia, los padres vivos pero enfermos, ser hija única o la única hembra entre varios hermanos, etc., etc.).

En Anémona bojeé, junto a otros asuntos espinosos, esa malla o nata vital de quien lleva el rol de “cuidadora”: “Nanadora. Acunadora. Sanadora. Vaina”; “[l]a madre del hijo, la madre del padre, la madre del esposo, la esposa de la madre. La pareja. La emparejada en la pareja. La de orejas cortadas”; sin ser concluyente ni objetiva, fui del “Déjate hacer. Dejarse hacer. Dejarse ser” a la invitación a transmutarse en hongo, para diseminarse por doquier “que existan otras formas de vida”.

No es por caricaturizarlo, porque es mi propia agonía, pero lo mejor es reírse un poco de ello. Vivir el feminismo dentro de la pareja puede ser una labor como de espía verdaderamente agotadora, más si se crece queriendo ser una eterna chiquilla a la par que comportándose como una madre retadora, o soñando ser deseada a la vez que admirada. Se está en vilo, en una continua suspicacia sobre qué y cómo te lo dicen, sobre si te dan la mano al bajar de la guagua o si dar un saltico atlético al tirarte, sobre quién friega cuando es más divertido pintar las paredes, sobre quién para o paga el taxi (y todo lo demás); nos debatimos entre odiar cocinar y querer que te elogien la comida, entre desear que te regalen una florecita y el vade retro a los ramos de los actos públicos, entre poder con todo y no querer hacer nada sola (entre liberalismo e incertidumbre, entre independencia y susceptibilidad).

Bajarse de ese tren y amoldarse a los estereotipos podría parecer más llevadero, pero no es lo mío. Lo esencial sería conducirnos con agudeza para devenir dueñas de nuestro tiempo y de nuestros cuerpos, actos, palabras, sentimientos, sin vivir permanentemente furibundas ni parapetadas como guerrilleras.

Fluir (dejarse ser e incluso dejarse hacer…): reaprender el recibir; el ser bellas, frágiles o sensuales (si cabe, si nos late); y entrelazarlo con el batiburrillo de rasgos que más nos plazca.

Tan normativo puede ser el machismo como el feminismo, si nos pauta no permitir nunca que un hombre invite, cargar estoicamente con nuestros bártulos (y hasta con los de él), evitar que nos cedan el asiento, trabajar más que nadie (en los frentes “masculino” y “femenino”) o educar a los hijos en la reticencia al padre.

Una de las razones de mi feminismo (y de mi rechazo a otras discriminaciones) es que me saca de las casillas que nos encasillen. De ser en cuerpo de mujer, me gusta, por ejemplo, lo inclusivo, lo abierto a la exploración; cuando se ha peleado tanto porque se expandan y liberen las posibilidades de elección, sería de locas constreñirlas.

Habría acaso que hallar una utópica tercera vía… Porque (como en la sexualidad o en el arte) al definirnos por oposición, entre lo blanco y lo negro, nos perdemos demasiadas gamas de color.

Tu último libro, País de la siguaraya (Letras Cubanas, 2018) recientemente presentado en la Feria del Libro de La Habana, es un libro de viajes estructurado mediante poemas en prosa altamente narrativos. Creo que es además un libro de amor, de uno que no está frustrado o fallido: de un amor feliz que se extrapola a la vida. Es un libro muy reflexivo también, desde el punto de vista existencial.

Como Huecos…, País de la siguaraya me ocurrió en un arco temporal: 2012-2016. Al comienzo me seducía su aire agreste, de reflexión y observación contenidas (constatable en la tríada de textos que publicó La Gaceta de Cuba en 2012). Luego ese tono se mistificó, y la intención de juntar poemas que recorrieran la Isla de cabo a rabo se parcializó con mis estancias entre LaVana y Matanzas, justo porque sobrevino (como espacio-tiempo de cruce inevitable) ese amor que dices (permeando todo al paso, reabriendo el libro a la tempestuosa emotividad acostumbrada).

Los textos sí dibujan allí una lucha: viajes de ida y huida buscando un centro (o asidero) en ese amor, todavía animados por exploraciones en compañía, camino del país o al rencuentro de fragmentos de paisajes vitales interiores.

El primer texto que escribí (“Almendares-Mariel”) era una larga remembranza o mise en abyme que formaba parte de un cuento todavía inédito. Es decir, que me hallaba escribiendo algo de ficción y la realidad (de un paseo con mi padre) irrumpió de tal modo (en un tono tan discerniblemente distinto) que tuve que desgajar aquello y darle cuerpo aparte.

¿Espiga madura, madurada? ¿Anuncio del peso de la edad? Primordialmente, contumacia: ganas de vagabundear, de (ad)mirarlo y devorarlo todo; de auscultar el cuerpo moral y geográfico del país, como quien lo prepara para una inhumación: un bojeo morboso por sus pústulas y llagas (de niña que toquetea con un palo a un animal caído, con ínfulas de que se pare y luche).

Y ganas también de repasar mi historia (husmeando entre fotos de la infancia); necesidad de detenerse y observar lo desandado, sopesar el propio cuerpo (físico, espiritual) que nos trajo hasta aquí (sus blanduras y callosidades, sus cegueras, fobias y malformaciones: sus “mentiras favoritas”, como dice Sandra Ramy), para entender dónde pisamos entre las galerías o carrileras del yo (si es que todavía pueden pronunciarse, tenerse, dubitaciones del tipo “quién soy” o “adónde voy”).

El país es el pretexto: el país soy yo que viajo a través mío, y a través del otro intentando llegar a mí; aunque todo puerto se aleje como en un mal sueño, aunque sean búsquedas carentes de sentido si se emprenden creyendo en el origen y no en la travesía, sin entender que lo que queda es saborear el paseo…

Para finalizar, quiero preguntarte qué constantes o prácticas escriturales recurrentes crees que son propias de tu generación. Y cómo se siente pertenecer a ella. 

De tan trillado en conferencias, revistas, entrevistas, ensayos y antologías, no veo qué podría añadirse sobre esa que Aram Vidal llamó una vez “de-generación”. Por complacerte, seré enumerativa, contrastiva y anafórica (para de paso usar algunos procedimientos que los marcan a nivel formal):

¿des-territorializados?, des-naturalizados, ¿des-memoriados?;

des-cubanizados y cubiches al punto de actualizar las mambisadas y des-automatizar la retórica revolucionaria;

velociraptores: consumidores intertextuales e intermediales natos;

cultores de jergas (g)locales;

arqueólogos testarudos de lo que sea;

hijos y padres de medios y espacios alternativos;

amargos y lúdicos, escatológicos y des-dramatizados, anticanónicos y antiépicos, dis-tópicos y aun utópicos;

transgenéricos, performáticos, paródicos, epigramáticos, fragmentarios; observadores sarcásticos y filosóficos, actores libidinosos, lectores exhibicionistas, (falsos) escritores autobiográficos, panlingüísticos y palimpsestuosos… como la web.

Excepto por los amigos que quiero a toda costa y otros congéneres cuya obra admiro, no tengo ninguna sensación particular de “pertenencia”, orgullo generacional ni bandera estética que alzar en este punto. Llegamos después de unos y otros ya están en camino de diferenciarse de esa sombrilla bajo la que nos reúnen.

Existieron Espacio Polaroid y su “liberatura”, La caja de la china, 33 y 1/3, TREP, Desliz; sigue en pie La Noria y andan por ahí El Estornudo y El Oficio… pero no hemos hecho por tener sostenida ni monocromamente lo que antes definía a generaciones y movimientos artísticos: líder o manifiesto, estética ni publicación señeras.

Aunque para ser exactos sí ha habido voluntad —más bien postrera, posterior a la de compiladores extranjeros y extemporáneos, casi siempre nacida de un pedido que busca visibilizar algo más que los hallazgos literarios de los Años Cero— de juntar en volúmenes y dossiers, acá o acullá, lo más “granado”, la “flor y nata” de la hornada.

Pienso en antologías orquestadas por Lizabel Mónica, Orlando Luis Pardo Lazo, Oscar Cruz, Jorge Enrique Lage, Gilberto Padilla, Duanel Díaz, Anisley Negrín, José Ramón Sánchez, Ángel Pérez, Javier L. Mora y hasta por mí, varias de las cuales hacen declaraciones prescriptivas sobre la escritura cubana hoy.

No es por miedo al qué dirán (siquiera por terror a lo que queda inscrito, aunque también), pero me gustaba más cuando estábamos en lo nuestro, sin atacar a nadie ni predicar sobre ética o estilo, y sin sed de empoderamientos simbólicos o de otra laya. Espero que esas páginas preceptivas no digan la última palabra sobre lo que somos o hemos sido, ni sean lo más cacareado por las historias de la literatura cuando de “nosotros” se trate.

Tengo mis favoritxs de todas las épocas entre lxs escritorxs de la Isla, claro está; sé qué me gusta y por qué, como sé lo que quiero o sobre todo de lo que no quiero escribir (hasta hoy). Sin embargo, no me interesa embarcarme en la aventura de pautar la creación de los demás ni de trazar políticas culturales. Quiero ser lo más libre posible al escribir lo que me dé la gana. ¿Cómo normar en otros lo que no toleraré conmigo?

Como en la práctica del feminismo, si hubiera un rasgo distintivo por el que apostar, me gustaría pensarnos anti-dictados, sin uniforme, llevados por aquel promisorio retintín que decía: “somos pioneros exploradores…”, o lo que es lo mismo: caminando al ritmo del primer pasito de baile de Neil Armstrong en la luna (bamboleantes al probar a ser fuera del cerco de la gravedad); desprejuiciados, en fin, para asumir cualesquiera de las “forma[s] de las cosas que vendrán” —a la manera jacarandosa del Wichy.

Tomado de Hypermedia Magazine,

https://www.hypermediamagazine.com/entrevistas/habitando-el-pais-de-la-siguaraya/

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