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Evocación de Carlos Victoria

Evocación de Carlos Victoria

La noche que la televisión cubana transmitió el filme Chico & Rita por uno de sus canales, sentado en la sala de mi vieja casa en Centro Habana y mientras seguía la narración cinematográfica acerca de los personajes ideados por Trueba y Mariscal, me preguntaba cuántas historias de vida como las de los protagonistas de esta película, en realidad no se habrán extraviado por ahí, transformadas tan solo en polvo de sueños que nunca se podrán recuperar. Y justo me refiero a eso: “historias de vida”, no hablo ya de la historia en conjunto de los miles de artistas e intelectuales cubanos que un día decidieron marcharse de nuestro país para probar suerte en otros lares sino de las vivencias personales de cada uno de ellos, a veces coronadas con el éxito, a veces coronadas con el fracaso.

De numerosas lecturas de los textos del camagüeyano Juan Antonio García Borrero –en mi opinión–, alguien que es mucho más que un excelente crítico de cine para devenir uno de los pensadores de nuestra cultura de mayor relevancia en la actualidad, he aprendido que entre nosotros, lo que conocemos “es la historia de una utopía, y utopía al fin, se prioriza al sujeto colectivo, su lado más fotogénico.” A tono con semejante proceder, las desgarraduras individuales, o las deserciones del sueño, no cuentan. Estas últimas, desde el punto de vista historiográfico y siguiendo también las ideas de García Borrero en el artículo “Gone with the wind”, publicado en su bitácora personal Cine cubano, la pupila insomne, en otros tiempos solían despacharse con una lacónica línea: “Abandonó el país”, frase cuya lectura despierta la impresión de que se establece el fin de una vida o, para decirlo con Juan Antonio: “Como si el rebasar lo geográfico hubiese implicado el no da más de una existencia”.

Por lo anterior, me resulta en extremo penoso que en Cuba apenas se conozca la obra de un escritor como el desaparecido Carlos Victoria, un nombre imprescindible en el devenir de las letras cubanas de los últimos cincuenta años y que con su ingente quehacer, no solo honró nuestra narrativa sino en general la cultura desarrollada por los nacidos en esta tierra.

La primera vez que tuve noticia de que había un escritor cubano llamado Carlos Victoria fue a fines de la década de los ochenta. Supe de su existencia mientras yo participaba en un curso para guionista de series de televisión. Mi gran amiga Tania Chappi y yo habíamos ganado un concurso de guiones convocado por el ICRT, con una propuesta de serie sobre un grupo universitario y que dicho sea de paso, a pesar de que nos la pagaron, nunca se llevó a la pequeña pantalla. Como parte de los premios que nos entregaron, estaba recibir el aludido curso. Una de las que también asistía como alumna fue Olga Consuegra (luego muy conocida por escribir en los noventa varias series televisivas), una de las dos  hermanas De Carlos Victoria por parte de padre y que fue quien me habló de él.

Con el transcurrir del tiempo tuve conciencia de que en la literatura hecha por nuestros compatriotas en las últimas décadas del pasado siglo XX, uno de los narradores cubanos de mayor importancia es sin la menor discusión el camagüeyano Carlos Victoria. Su obra, profundamente autobiográfica,  se caracteriza por transitar los senderos de lo que vendría a ser una suerte de realismo atormentado, pletórico en personajes marginales. Él pertenece a la llamada Generación Mariel, grupo de creadores que aún está por estudiar en conjunto (sobre todo en Cuba) y en el que sobresalen figuras como los escritores Reinaldo Arenas y Guillermo Rosales, los músicos Alfredo Triff y Ricardo Eddy Martínez (Edito), el artista plástico Carlos Alfonzo o el teatrista René Ariza, por solo mencionar unos pocos ejemplos.

Nacido en la ciudad de Camagüey en 1950 y fallecido el 12 de octubre de 2007 en el Hospital Palmetto de Hialeah tras permanecer varios días allí por consumir una sobredosis de analgésicos, desesperado por los fuertes dolores que padecía después de una operación de cáncer, Victoria se identificó desde muy joven con el mundo de los libros, la lectura y el cine.

Un repaso por su biografía nos hace saber que cuando él era un adolescente, empezó a escribir poemas, narraciones y obras teatrales. Por dicho camino, apenas cuando tenía poco más de 15 años de edad, en la primera emisión de un concurso literario convocado por el entonces naciente mensuario cultural El Caimán barbudo, Carlos se alzó con el premio de cuento con un texto influenciado por Julio Cortázar y los surrealistas, que le deslumbraban por esa época.

Lector impenitente de autores como Dickens, Joyce, Verne, Dostoievski, Flaubert,  Camus, Dashiell Hammett, los cubanos Antonio Benítez Rojo, Lino Novás Calvo y Lorenzo García Vega y, por otra parte,  amante empedernido del rock, género del que fue un profundo conocedor, todo apuntaba a que tendría un porvenir brillante en las artes y letras. Empero, sus gustos estéticos y el estilo de vida por el que optó para su proyección personal (el excesivo disfrute de la bebida lo convirtió en alcohólico, adicción de la que en la diáspora logró curarse), pronto entraron en contradicción con el dogmatismo que reinó en Cuba durante un demasiado largo período de tiempo.

Así, como parte de los acontecimientos suscitados en aquella época de la barbarie de los años setenta cubanos, mientras cursaba la Licenciatura en Lengua y Literatura Inglesas en la Universidad de La Habana, en 1971 fue expulsado de dicha carrera por el sacrosanto San Benito de “diversionismo ideológico”. Como es lógico deducir, a partir de entonces se vio socialmente marginado, sin posibilidad para llevar adelante su vocación literaria  y en 1980, opta por ser una de las 125 mil personas que emigran a Estados Unidos por el puente marítimo del Mariel.

Al llegar a Miami, para ganar el pan de cada día, Carlos Victoria se desempeña en distintos oficios, como el de almacenero, pero no renuncia a su amor por la escritura. De tal suerte, junto a su gran amigo Reinaldo Arenas, aparece entre los fundadores de la revista Mariel en 1983, publicación que se mantuvo activa hasta 1985.

Por ese entonces, la traductora y ensayista Liliane Hasson, alguien a la que hay que agradecerle lo mucho y bueno que ha hecho por promover la literatura cubana en francés, lleva a dicho idioma un cuento de Carlos Victoria Y el relato es incluido en 1985 en la selección anual del importante diario parisino Le Monde.

En 1992, por iniciativa de Juan Manuel Salvat, Ediciones Universal, en Miami, le publica a Carlos Victoria su primer libro, el titulado Las sombras en la playa, colección de cuentos que lo lanza al mercado literario en América Latina, Europa y el ámbito hispano de Estados Unidos.

Tras el exitoso debut, da a conocer la novela Puente en la oscuridad, ganadora del premio Letras de Oro de Miami. Esta narración rinde homenaje explícito al poeta británico John Keats y también, de algún modo, a autores románticos como Percy Bysshe Shelley, Samuel Taylor Coleridge, Víctor Hugo, Mijaíl Yúrievich Lérmontov, François-René de Chateaubriand, Alphonse de Lamartine, José de Espronceda y Friedrich Holderlin, a partir de reflexionar sobre la historia de muchos exiliados como el propio Carlos Victoria y en relación con tanta gente solitaria que busca un refugio, un asidero.

Vendrían después las novelas  La travesía secreta y La ruta del Mago, así como los libros de relatos El resbaloso y otros cuentos  y El salón del ciego. Al fallecer en octubre de 2007, ya los libros de Carlos Victoria habían sido traducidos al inglés y al francés.

Para ese instante, entre sus logros como escritor habría que mencionar el hecho de haber ganado la importante Beca Cintas para creación literaria y que su novela La travesía secreta, llevada al francés por Liliane Hasson bajo el título de La traversée secrète, resultó seleccionada en el 2001 como el Mejor Libro Extranjero del Año en Francia, donde también aparecieron publicados El resbaloso y La ruta del Mago.

En el 2004, la editorial Aduana Vieja publicó en España una compilación de sus dos libros de relatos bajo el título Cuentos (1992-2004), y organizó en Cádiz un homenaje a Carlos Victoria por su trayectoria literaria. Pude leerme ese libro, un material que tenía un excelente prólogo realizado por la hoy profesora universitaria Madeline Cámara y mi amigo, el  admirado periodista y escritor Luis Manuel García, quien define a este camagüeyano como un «saqueador de vidas ajenas».

Aunque Carlos Victoria no ha gozado entre nosotros del reconocimiento que se merece ni de la porción de patria literaria a la que tiene total derecho, él disfruta de sumo prestigio entre los más afamados estudiosos nacionales y foráneos de la literatura cubana contemporánea, dada su capacidad para describir el desarraigo, la inadaptación, la intolerancia, la incertidumbre de la soledad, el dolor de la diáspora, el alcoholismo y la abstinencia de todo. De ahí que Luis Manuel García haya escrito lo siguiente:

“Junto con Guillermo Rosales, dotó al exilio, a Miami, de una literatura: artefactos de precisión que uno puede recorrer como una guía desolada del alma humana, de la ciudad, como un mapa de esa soledad que sólo abandonaba para frecuentar la amistad de un grupo sólido y fiel: su anclaje para sobrevivir, incluso en temporadas de ciclones.”

En un texto preparado para un volumen que publicará o tal vez ya ha sacado la Editorial Silueta en homenaje a Carlos Victoria, su amigo, el poeta, narrador, ensayista y traductor Reinaldo García Ramos afirma:

“Su obra nos entrega un paisaje sumido en una serena soledad, un universo atravesado por estallidos de espanto y bruscos intentos de lograr alguna forma de consuelo, pero no se regodea en las abyecciones ni en la depravación. Carlos buscaba otra cosa: quería dejarnos un desfile de personajes hermosos, convincentes, palpables en su ilusión y en su derrota, unos seres humanos que a pesar de todo, a pesar de haber perdido en gran medida su alegría y hasta sus mayores esperanzas, nunca llegaron a perder su dignidad.”

Una reciente iniciativa para ir rompiendo las tinieblas que aún rodean a todo el puñado de creadores aglutinados en la llamada Generación Mariel, en especial en el ámbito de la literatura, la ha puesto en marcha la editorial Hypermedia, con la publicación en 2018 de la Colección Mariel, la cual  recoge 11 títulos emblemáticos de dicho grupo de escritores y en la que se incluyen, además del propio Carlos Victoria con su novela La travesía secreta,  los títulos Este viento de Cuaresma (novela), de Roberto Valero ; Curso para estafar y otras historias (cuento), de Leandro Eduardo (Eddy) Campa; Dile adiós a la Virgen (novela), de José Abreu Felipe; Al norte del infierno (novela), de Miguel Correa; Miami en brumas (novela), de Nicolás Abreu Felipe; Boarding Home (novela), de Guillermo Rosales; Impresiones en el viento (cuento), de Rolando Morelli;  El gen de Dios (novela), de Juan Abreu Felipe; Del lado de la memoria (cuento), de Luis de la Paz; y La loma del Ángel (novela), de Reinaldo Arenas.

En relación con la novela de Carlos Victoria titulada  La travesía secreta, perteneciente a la aludida Colección Mariel, de la editorial Hypermedia, puede asegurarse que resulta una narración compleja y con abundante presencia de la intertextualidad, y que tiene en la obra teatral La gaviota, de Antón Chéjov, un referente obligatorio. El libro, signado por un corrosivo escepticismo, relata la vida de un grupo de artistas a finales de la década de los sesenta y comienzos de los setenta de la anterior centuria, con énfasis en el destino de Marcos Manuel Velasco, un joven poeta, y Eulogio Cabada, director de teatro de enorme erudición, que se suicida pero antes se convierte en una suerte de mentor espiritual para el novel hacedor de versos, para quien, como asegura Ubaldo León Barreto en su artículo “Carlos Victoria y Chéjov: un conocimiento de desolación”, publicado en Rialta Magazine:

“el pesimismo sin paliativos no es la última palabra de esta singular novela: tras el suicidio de su mentor algo subsiste en el discípulo que trasciende la desesperación y todos los fastos del aborrecimiento: una fe casi beckettiana en la literatura y sus posibilidades, la terquedad del poeta que ha decidido perseverar en su vocación, «fracasar otra vez, fracasar mejor».”

Como una modesta contribución en pro de divulgar el quehacer de Carlos Victoria, por encima de que sea o no reconocido como se merece en el ámbito de las letras cubanas, en el espacio de Miradas Desde Adentro hoy he evocado a este camagüeyano de talla universal y así, rindo mi personal tributo a uno de nuestros grandes narradores.

6 poemas de Felipe Lázaro

6 poemas de Felipe Lázaro

La primera persona que me habló de Felipe Lázaro fue nuestro común amigo Bladimir Zamora Céspedes. Fue al regreso de uno de los viajes del Blado por España, allá por 1995. Ël venía de Madrid más que feliz pues por esos días recién se publicaba una antología titulada Poesía cubana: La isla entera, un proyecto que había preparado con Felipe Lázaro y que salía al mercado a través de la Editorial Betania. El libro  reúne a 54 poetas cubanos residentes en la Isla y la diáspora, algo que hoy puede parecer lo más normal del mundo, pero que por aquella fecha aún no era bien asimilado por los clásicos extremistas de uno y otro signo.

Desde aquel remoto 1995 he seguido, en la medida de lo posible, el quehacer de Felipe Lázaro al frente de Betania, proyecto fundado por él hace 33 años y que sin la menor discusión resulta una de las editoriales cubanas en la diáspora de mayor importancia por la magnitud de la obra que ha desarrollado. Pero Felipe Lázaro (Güines, 1948). No es solo un destacado editor sino también un poeta que los interesados en la literatura cubana deberían leer. Entre los méritos de este gennuino creador figura el haber obtenido la muy importante Beca Cintas en 1987-88. Sus últimos títulos publicados son: Tiempo de exilio. Antología poética, 1974-2016  (2017), el libro de relatos Invisibles triángulos de muerte. Con Cuba en la memoria (2018) y  la 5ª edición de Conversaciones con Gastón Baquero (2019), que se puede adquirir en AMAZON.

Para Miradas Desde Adentro es un honor publicar este puñado de poemas, que el propio Felipe Lázaro envió para nuestro sitio. Ojalá que con ello motivemos a nuestros lectores a buscar la obra de este poeta de Güines, de Cuba, de España y del mundo.

Díptico del eterno exiliado

  Para José Mario, in memoriam

Soy un exiliado total

  GUILLERMO ROSALES

                                                    I

Nos quedamos con tantas dudas e interrogantes

que faltó más de una conversación

con la frecuencia del abrazo que todo lo sella.

No obstante, ahora revives en la cercanía de nuestra memoria,

justo cuando has iniciado un viaje sin retorno

con tus ciudades amadas como equipaje:

esas interminables calles neoyorquinas.

tus sueños en un tranvía lisboeta,

taciturno quizá en Café de Flore

o la presencia en Praga del verdadero rostro humano

sesenta y ocho veces congelado.

Hasta tu cotidiano caminar por los madriles

-de Lavapiés a Sol y viceversa-

donde repites con la ebriedad de tus versos

la travesía de los deseos.

Pero aún falta regodearte en otras latitudes

que reclaman tu regreso,

en este preciso instante

cuando deambulas en la nada.                    

Ahora que no necesitas ningún trámite

para volver a tu Isla,

porque llevas su mapa incrustado en tus neuronas.

Y así trasnochas como fantasma en tu Habana,

Ansioso de recuperar todo aquello que te sostuvo en vida:

El Gato Tuerto, La Roca, el puerto;

El Pastores o la Rampa,

hasta la escalinata que libertino frecuentabas

con la lucidez de tus poemas más subversivos,

irremediablemente proféticos de tu posterior destino:

¡Un Rimbaud que ardía en el trópico

mientras toda querencia se convertía en cenizas!

Volver a ese espacio vital

de tu primer bautizo amoroso.

como el alegre y travieso adolescente

que asombraba a su entorno familiar leyendo a Proust.

Sentar tu precocidad en la lujuria del Malecón

y ver escapar los abrazos idos

que retornan con la incertidumbre del oleaje,

donde el susurro de otras voces

danzan en la intimidad de un caracol

y repiten con la sonoridad de la nostalgia

el ceremonial de esas canciones

-preferiblemente de Bola de Nieve o de Vicentino Valdés-

grabadas en lluvia de tus recuerdos

en un bar sin nombre

de una esquina cualquiera…

                                           II

Tan caro precio pagaste por el amor de ese paisaje

que tan solo se escucha el triste eco solitario de u voz.

Con tu poesía rodeas la esencia del verdor insular,

vitral ausente de todo tipo de emblemas patrios.

Sin datos inscritos en tu pasaporte

deshaces la telaraña de tus ensueños

y confirmas la más trágica verdad:

los hombres son más libres después de muertos.

Al final, quemaste tu vida a grandes sorbos:

rebelde, iconoclasta, irreverente,

doblemente exiliado,

poeta maldito en tierra y en el destierro.

Precursor de tantos enfrentamientos,

rechazas la fugacidad de las vanidades

-incluido los transitorios ismos-

y nos dejas tu paso por este mundo

como un enigma injustamente inacabado.

Portador de la más cínica sonrisa,

ya saltas y brincas a tu libre albedrío,

a carcajadas te retuerces

de toda pequeñez humana.

Repiensas tu vida como un misterio

al borde del más inusual abismo.

Rehaces tus huellas

como testigo de una época

teñida de sangre a borbotones:

¡Ay Cuba!

La historia se equivoca tantas veces. *

————–

·         José Mario.

Espejo de impaciencia

 Mi memoria prepara su sorpresa.

JOSÉ LEZAMA LIMA

Para Manuel Díaz Martínez

                                                     I

No traigan al vidente Orlando a la gran fiesta.

Jamás a Silvia en cuyas piernas baila un colibrí.

Tampoco a Sergio, el tartamudo,

porque para palabras bastan las nuestras

y los oradores ya no son de esta época.

No digamos a la exquisita Matilde o al titiritero Osiris.

Aquí no necesitamos a los aguafiestas.

En este torbellino sucesorio ya somos jefes inmutables.

¡Eso nos basta!

Dictaremos las directrices maestras para el novísimo ismo

perfeccionando nuestro más caprichoso ghetto.

Nosotros juzgamos según nuestro más íntimo pasado.

Algunos conversos agazapados

-el disfraz siempre ha sido muy útil en tiempos convulsos-

otros esperando

-siempre esperando-

el cambio de piel o la mejor marea,

soñando con propiedades, aunque –por ahora-

sólo sean ficticias.

Y esas palabras disparatadas que suenan a ensoñación:

¡Jamás serán admitidas en nuestro nuevo Club social!   

Queremos construir una nación casi perfecta

donde quizá exista toda arbitrariedad ,

pero con mercado cautivamente atractivo.

Aspiramos a reunir a los más inútiles

para que nos sea más fácil toda posible permuta encubierta.

Y así poder vender la dichosa Isla por la levedad del peso

evitando la imparable tragedia                 

de una inmensa oleada tardía de futuros desterrados.

Los amantes amados de la patria

queremos construir un vergel dogmáticamente exclusivo

y ordenamos que en la nueva República sobrarán:

los colores ácrata del arcoíris,

todos los librepensadores,

algún que otro sospechoso por s caminar cadencioso,

las ninfas con su flor en la más íntima entrepierna

o los escribanos, los más temibles de todos.

Hasta los mudos, porque no podrán repetir consignas

y, sobre tofo, los payasos,

capaces de escenificar nuestros horrores más sublimes.

No hablemos de los idealistas, esos son traidores de raíz.

Y de las musas, todo es opinable.

¡Ah, amor mío! Y de los poetas:

¡Di todo, di más!, si te atreves.

Esos son pequeños tiranos

y, a veces, hasta libertadores.

Son románticos de profesión,

taciturnos y rebeldes, siempre opositores,

y los inocentes jamás podrán reinar

pues de su canto sólo debe creerse

lo estrictamente necesario.

                            II

De la tartamudez de un pueblo

cuídense todos los caudillos,

las máscaras perdurarán hasta el instante oportuno.

Esas simples marionetas del capricho vitalicio

de un solo hombre,

se hundirán en el abismo absurdo

de un destino geopolítico.

Definitivamente, las revoluciones interminables han caducado.

Ha llegado la hora de la ciudadanía activa:

Ansias de ser algo más que un puñetero país

en un estercolero repleto de alacranes.

A Bloody Mary, please

La única certeza que encierra Manhattan es su atardecer.

Posponer el desayuno habitual por algo más tonificante

se impone tras una musical juerga nocturna por el Village.

Es llegar al primer bar visible

y pedir solemnemente un rotundo Bloody Mary,

como única contraseña de todo verdadero visitante neoyorquino.

Después, en un improvisado, brunch,

comprarse –al peso-

un kilo de un humeante arroz amarillo

-con camarones gigantes-

y tener que degustarlo con algún refresco

porque las bebidas alcohólicas están prohibidas

en esta exquisita tienda coreana del antiguo barrio judío.

Satisfecho camino hasta el Soho,

donde entro en otro barucho que me atrae.

Unos pocos parroquianos ven, al unísono, varios televisiones.

¡Los Yankees juegan hoy!

Y es una ceremonias asistir al silencio contemplativo

que rompo al pedir mi segundo trago del día:

A Bloody Mary, please.

Jack Daniel’s galopa de nuevo

El dolor en la nuca es extenuante,

los poros destilan un sudor ebrio de felicidad

para saciar la sed intempestiva de cada mañana.

Es como un amanecer azucarado

con unos brillantes ojos achinados

que reclaman amor a destajo

en la impaciencia de toda memoria.

Es la vida misma, como carrusel cotidiano,

dictando vaciar el cáliz de un solo trago

cuando los hielos no llegan a consumir

su inevitable tiempo de desgaste,

pues el calor verbal consume todo líquido

y el mejor espejo es el fondo de cualquier vaso.

Ella, la escurridiza

Para Alfredo, en su reino salmantino.

Ella presidía el desayuno de poetas.

Era la más animosa,

la más concreta presencia de nuestros versos.

Gozaba, saltaba de una loncha de salmón ahumado

a las copas del cava casi congelado,

que cómplice libaba a hurtadillas;

despejadas las reales dudas de esa mañana.

En pandilla caminamos juntos hacia la Plaza Mayor

-a donde siempre se vuelve

y pasea toda la juventud del Universo-.

Recordábamos poemas y anécdotas de bardos,

buscando la complicidad del mediodía,

de la tarde o de la noche salmantina

hasta ese amanecer único de piedras rojizas

que nos incrusta la Historia en cada poro de nuestra aturdida piel.

Ella, la escurridiza, nos seguía a todas partes.

La recuerdo tomando tragos a mansalva hasta la madrugada,

rastreando nuestras huellas:

de bar en bar,

de taberna en taberna.

Sí, ella ha bebido a nuestro lado.

Doy fe de ello.

Sentada en una alta butaca,

como una silente señorita aristócrata,

nos platicaba a susurros, de amores y desamores

hasta desvanecerse en la niebla de la ebriedad

y volver sigilosamente –como cada mañanita-

a su perfecto estado pétreo

para que los incesantes visitantes la busquen en la piedra.

Ella, socarrona y divertida,

duerme, ya eterna, su resaca milenaria.

Memoria de mandarín

En la Isla Entera.

Sigiloso cabecea con un largo suspiro,

como si hiciese un gesto afirmativo.

En su sueño, un gato deslumbrado

degusta

el contenido de la neverita del hotel.

A sorbos acompasados,

el felino bebe lo etílicamente posible:

botellines de cerveza,

botellitas de whisky, vodka o ginebra

-según su más estricto estado de ánimo-.

Rituales engulle, glotonamente,

bombones de varios sabores,

casca maníes en abundancia.

Adereza el condumio con diminutas bolsas de patatas fritas

que le encanta rasgar con sus finas uñas bien cuidadas.

Ya en el protocolario acto,

ante el tedioso turno de lectura

-entre aturdido y soñoliento.

el poeta rememora con sabiduría de mandarín

su propia afición de catador

y todos sus recuerdos bebibles

se mezclan como el más eficaz somnífero.

De repente, todo el auditorio se percata de su dormidera.

El salón se estremece con una estruendosa ovación.

Todavía se escucha el bullicioso lenguaje de aprobación

de un público entregado a la poesía

Mientras, el soñador ausente,

silente y taciturno,

solo deja escapar una lágrima.

Un texto de Carlos Victoria

Un texto de Carlos Victoria

Decididamente, en mi caso personal, tengo que estar agradecido al coronavirus. La solidaridad despertada durante estas semanas de reclusión ha posibilitado que en numerosos sitios de la red de redes se hayan puesto de forma gratuita libros a los que por diferentes razones me ha resultado imposible acceder en el pasado. 

Así, he descargado trabajos de autores como Antonio Benítez Rojo, Ahmel Echevarría, Ena Lucía Portella, Jorge Enrique Lage, Guillermo Rosales, Leonardo Padura o Carlos Victoria. De este último, una figura fundamental en eso que los académicos denominan canon literario cubano, he incorporado a mi biblioteca digital los títulos La travesía secretaPuente en la oscuridad y la colección Cuentos completos, publicada por la editorial Aduana Vieja. Dicho compendio  de narraciones de Carlos Victoria se abre  con un texto que resulta premonitorio de su muerte prematura y que Miradas Desde Adentro pone a consideración de sus lectores.

Génesis 

Carlos Victoria 

Mi padre y mi madre me dieron la vida y han sido en gran medida el centro de mi vida y mi escritura. Mi padre por su ausencia, mi madre por su presencia. Estoy marcado por una lejanía y una cercanía. Por supuesto que hay mucho, mucho más, pero si la muerte fuera una empresa en la que yo tuviera que pedir trabajo, y me exigiera un resumen conciso para darme el empleo, un curriculum vitae de pocas palabras, tendría que dedicarles a ellos dos la mayor parte de ese escueto texto. 

Como escritor al fin (mi vocación empezó desde niño), he tenido conciencia de eso que llaman, y no puedo eludir los lugares comunes, la brevedad de la vida, la transitoriedad de las cosas terrenas. Pero ahora que por primera vez padezco de una enfermedad que puede ser mortal, y el final se presenta como algo palpable, y no como esa imagen nebulosa e incluso levemente deseada (nunca he pensado en la muerte con temor, sino más bien como un hombre con sueño piensa en una siesta, que pospone porque tiene otras cosas que hacer), me pregunto si me queda tiempo para escribir esa novela que calculo tendría unas mil páginas y que llevo en la cabeza desde hace dos, tres años, y de las que sólo he terminado con satisfacción las primeras diez. He eliminado el resto de lo que he hecho hasta ahora, un centenar de cuartillas de calidad dudosa en las que me metí por rutas falsas y que me condujeron a un atolladero, a un genuino callejón sin salida. 

Tal vez yo sobreviva, y llegue incluso a concluir esa larga narración sobre un hombre de Miami cuyo rostro cambia y regresa a Cuba sin que ninguno de sus conocidos pueda reconocerlo. Pero la incertidumbre me obliga a iniciar un escrito más breve, mientras estoy en esta especie de salón de espera. 

Además, en estas circunstancias no tengo ganas de escribir ficción. Me sorprende esta frase. Nunca he podido llevar un diario, ni me ha atraído la posibilidad de una autobiografía. Tampoco sirvo para los ensayos, ni siquiera para los artículos. Soy narrador de historias; eso es todo. La “realidad” de un diario o una autobiografía jamás me ha convencido; si intentara hacer cualquiera de los dos me volvería un farsante. Y sin embargo, me hallo en este sitio donde debo esperar. Y como la ficción me ha abandonado, al menos por ahora, es válido que escriba lo que sienta. 

II 

Empecé por hablar de mi padre y mi madre. ¿Qué tenían en común esos dos seres? Muy poco, si exceptúo la vehemencia. Hoy, cuando ambos ya están muertos, puedo verlo. Este rasgo provocó en los dos resultados distintos. En mi padre, la intensidad se tradujo en pasión por conquistar mujeres, en idealismo (¿o en mera vocación de aventurero? ), al punto de que renunciando a su clase social se integró al ejército revolucionario y ascendió hasta volverse mayor, convirtiéndose más tarde en un miembro de la elite comunista de Cuba. Es decir, que regresó a su clase, con sus poderes y sus privilegios. Por otra parte, la intensidad se tradujo también en alcoholismo. En mi madre, la vehemencia tuvo una consecuencia más rápida y concreta: a los 25 años, poco después de darme a luz, se enfermó de esquizofrenia. Él se adentró de cabeza en el mundo, con sus brillos sociales y sexuales, su cuota de traiciones y lealtades, su complicada red de logros y fracasos, de goces y dolores, de orden y caos, y ella renunció al mundo para internarse para siempre en la cárcel de su imaginación. 

Uno de tantos contrastes: mi padre, según él mismo y casi todos los que lo conocieron, fue un hombre generoso y desprendido (excepto con mi madre y conmigo, algo que se apresuró a admitir cuando viajé a Cuba para conocerlo en 1994), pero fue a la vez fuente de disgustos para sus allegados, por su carácter terco, su fanatismo político y sus etapas de libertinaje, ya que era un alcohólico funcional al que de repente le daba por beber para al final volver a una abstinencia que duraba semanas y hasta meses, hasta la próxima ronda de borracheras. Mi madre, por el contrario, fue una gran egoísta, sin que ella pudiera remediarlo. El egoísmo es marca distintiva del enfermo mental. No hay lugar para la generosidad ni el desprendimiento. 

Pero mi madre, dentro de su egoísmo, vivió completamente para mí, y me integró de forma radical a su universo de dioses y fantasmas. Indiferente a toda realidad, se concentró en sí misma, en su fantasía y en su único hijo. Libre de compromisos sociales, de las mentiras que exigen todas las relaciones, mi madre mostró sin tapujos su verdad. 

¿Qué tengo de ellos dos? La vehemencia, sin duda. Y sí, la generosidad y el egoísmo. La facilidad de mi padre de acercarse a la gente y la necesidad de mi madre de escapar de la gente. Estas contradicciones conllevan un precio que me he visto obligado a pagar, a veces puntualmente y otras con demora. Pero a la larga pienso que he cumplido. 

III 

En el camino de explicarme a mí mismo, pues me doy cuenta de que este texto tiene ese objetivo, es lógico que empiece por mi madre y mi padre. Pero no me engaño: los genes son un fundamento, pero no lo son todo. Además, incluso si lo fueran, ¿cómo aclarar ese lenguaje totalmente cifrado, cómo interpretarlo, cómo desmenuzarlo? Puedo intentar resumir ciertas características de esas dos personas a quienes debo hoy estar aquí, pero al final mi madre es un misterio. Mi padre igual. No hay retrato, por profundo, por meticuloso que me esfuerce en hacer, que dé una idea de lo que ellos fueron, ni tampoco de lo que soy yo. 

¿Qué son los datos, cuando se trata de una vida humana? Poca cosa. Una brújula sin ton ni son que apunta a varios rumbos a la vez. Puedo decir: mi padre fue un alcohólico y yo soy un alcohólico. Mi padre tuvo cáncer y ahora yo tengo cáncer. Si me ciño a esas pruebas, mi padre se vuelve un ser monstruoso, y nuestro vínculo sería el inaceptable del verdugo y la víctima. Puedo decir: mi madre estaba loca y yo heredé, filtrada y transformada, su dolencia mental. Además, más que un hijo yo fui el padre de ella, su enfermero, su bastón, su guardián. Su enfermedad me llevó a usar una suerte de camisa de fuerza. Pero eso sería una repetición del esquema de verdugo y víctima. No es así. No. 

Esos datos tan burdos no definen la trama enrevesada de mi propia existencia, ni de mi relación con ellos dos. El amor por mi madre se convirtió en pesar, pero también en gran realización. A ella le debo posiblemente mi creatividad, mi comprensión de los seres humanos (el que comprende a un loco comprende a todo el mundo), mi visión amplia, en la medida en que una visión puede serlo, de la vida y de las circunstancias. La ausencia de mi padre en mi infancia y en mi juventud, aunque me hizo daño, me evitó el lastre del autoritarismo, que hubiera sido un mal mucho mayor. Y nuestra breve relación, desde el 94 hasta el 2005, el año de su muerte, estuvo matizada por una especie de ironía afectuosa, por una mutua naturalidad que he sentido con pocas personas. El conocerlo, el verle frente a frente, el conversar con él, eliminó casi completamente el rencor que le tuve desde que era muy niño, el resentimiento que me inspiraba esa foto sin rostro, esa figura sin cuerpo ni facciones que había dejado una huella brutal en mi madre y en mí. Es decir, que como en esos libros y esas películas de finales felices, la mayoría ridículos e inverosímiles, yo me he reconciliado con mi madre y mi padre. Eran ellos, con sus limitaciones, los que yo requería. No los cambio por nadie. 

Claro, que no es tan simple. Por ejemplo, cuando mi madre murió, en diciembre del 2000, todo el odio a mi padre que acumulé durante tantos años, y que yo daba por eliminado, resucitó de pronto, implacable y feroz. 

En un puro arrebato irracional no concebía que a mi madre le hubiera  tocado morirse primero. Era el razonamiento de un demente. Durante  semanas me resultó imposible hablar por teléfono con mi padre, por temor a  insultarlo. Pero a los pocos meses, cuando al fin lo llamé, el mero hecho de  escuchar su voz borró una vez más todo el rencor. No tengo explicaciones  para esto. Luego él se enfermó de cáncer y yo fui a Cuba para despedirme. 

Y el Día de los Padres del 2005 me decidí a llamar para felicitarlo. Nunca  lo había hecho antes. Aunque ya lo había perdonado desde hacía mucho  tiempo y, como dije, nuestra relación tenía una calidez y una espontaneidad  extraordinarias, me parecía el colmo felicitarlo en un día semejante. ¿Cómo  podía felicitar a un padre que jamás se comportó como tal desde que nací  hasta que cumplí 42 años? Pero por tratarse de que estaba enfermo, lo hice.

Tuvimos como siempre un diálogo de afecto y simpatía. Al día siguiente mi  padre cayó en coma y murió tres semanas después. 

Estos son apenas momentos. Hubo miles, millones de momentos  distintos en que mis sentimientos hacia ellos dos cambiaron. Sería absurdo  tratar de enumerarlos en este breve texto. Sólo deseo dejar constancia de  que la difícil relación con ambos me ha hecho ser en buena medida lo que  soy. 

IV 

Si hablo de génesis y de cimientos, debo también mencionar a Cuba. Para bien y para mal nací allí. ¿Por qué el lugar de origen influye sobre uno? Sé que hay personas indiferentes a su país natal, y hay otras que se sienten, con todo su derecho, ciudadanas del mundo. Tal vez esa es la actitud razonable. Pero son excepciones. Aunque mi vínculo profundo con Cuba se ha desgastado en los últimos años, esa nación me ha marcado hasta hoy. Allí viví hasta los 30 años, y aunque en etapas, por cansancio o despecho, he sentido que ya no soy cubano, lo cierto es que jamás podría ser otra cosa, a pesar de que desde hace 20 años soy ciudadano norteamericano. 

¿Es que acaso uno espera de la patria lo mismo que uno espera de los padres, quiero decir, protección y lealtad, motivos para enorgullecerse? Al parecer en mi caso fue así. Pero la patria, aparte del paisaje, las ciudades, el  clima y los caprichos de la geografía, se sustenta en gobierno y ciudadanos. Gente. Y es allí donde la patria mía me ha causado una enorme decepción. 

Al igual que mi madre, mi patria se enfermó de esquizofrenia. Y lo que  pude aceptar en mi madre (muy a regañadientes, tengo que confesarlo), no  he podido aceptarlo jamás en Cuba y los cubanos. No quiero añadir más. 

Roles 

La sucesión de roles. En vano he tratado de escapar de su yugo. Los roles definen la conducta, las apariencias, el hablar o el callar, la forma en  que uno se relaciona con los otros o les vuelve la espalda. Los roles que uno asume con conciencia y los que adopta por instinto, o por razones que ni  uno mismo sabe. 

¡Ah, el desfile de roles! El intercambio, la metamorfosis, el círculo  vicioso de los roles. 

Me ha obsesionado ser un yo indivisible, sin fracturas ni máscaras; he  luchado contra el atropello de múltiples personas dentro del ser que  responde a mi nombre. En la época en la que bebía y consumía drogas, me  desgarraba la conciencia de los oscuros Mr. Hydes que dominaban mi  mente y mis acciones. Al menos puedo decir que cuando al fin superé mi  adicción y alcoholismo, las fases más siniestras de mi conducta y de mis  pensamientos en gran parte desaparecieron. 

Y sin embargo, a medida que envejezco, y la enfermedad que padezco  actualmente me ha hecho más viejo en cuestión de semanas, me doy cuenta  de algo que siempre he sabido, pero nunca he aceptado: no hay tal yo  indivisible. La unidad soñada por Parménides es un espejismo cuando se  trata de cada individuo. Entre otras cosas, porque persiste la multitud de  roles. Y yo he asumido los más diversos a lo largo de toda mi existencia, sin  poder evitarlo. Quiero dar de mí mismo una imagen cabal, sin recurrir a la  mentira y a la hipocresía, pero eso es imposible. 

¿Por qué valoro en tan alto grado —y en esto me parezco a mucha gente — la integridad y la sinceridad? ¿Se trata de una ética que nació conmigo,  que aprendí en el camino o que me impuse por mera terquedad? Por  supuesto, está bien que uno intente tenerlas. Pero vivir es interpretar roles, y  esos roles exigen, en el mejor de los casos, ser flexible. 

He aquí algunos de mis roles, y ni siquiera puedo enumerar la cuarta  parte de los que he asumido desde que tengo uso de razón: el rol del  escritor, el del amante, el del solitario, el del buen hijo, el del mal hijo, el  del pecador, el del santo, el del escéptico, el del creyente, el del juerguista,  el del abstemio, el del lujurioso, el del ascético, el del masturbador (uno de  los roles más persistentes desde mi adolescencia), el del responsable, el del  irresponsable, el del fracasado, el del triunfador, el del humilde, el del  orgulloso, el del maestro, el del alumno, el del voyeur (otro rol persistente),  el del tímido, el del audaz, el del rencoroso, el del perdonador, el del  pensador, el del irracional, el del entusiasta, el del indiferente… y así puedo  seguir hasta el agotamiento. 

Pero basta. 

Prefiero seguir escribiendo ficción.

Fragmentos de una novela de Carlos Victoria

Fragmentos de una novela de Carlos Victoria

Uno de los narradores cubanos de mayor importancia en la literatura hecha por nuestros compatriotas en las últimas décadas del pasado siglo XX es sin la menor discusión el camagüeyano Carlos Victoria. Su obra se caracteriza por transitar los senderos de lo que vendría a ser una suerte de realismo atormentado. Él pertenece a la llamada Generación Mariel, grupo de creadores que aún está por estudiar en conjunto (sobre todo en Cuba) y en el que sobresalen figuras como los escritores Reinaldo Arenas y Guillermo Rosales, los músicos Alfredo Triff y Ricardo Eddy Martínez (Edito), el artista plástico Carlos Alfonzo o el teatrista René Ariza, por solo mencionar unos pocos ejemplos.

Una reciente iniciativa para ir rompiendo las tinieblas que aún rodean a todo ese puñado de creadores, en especial en el ámbito de la literatura, la ha puesto en marcha la editorial Hypermedia, con la publicación en 2018 de la Colección Mariel, la cual  recoge 11 títulos emblemáticos de dicha generación, un grupo en el  que se incluyen, además del propio Carlos Victoria,  figuras como Roberto Valero, Eddy Campa, Héctor Santiago, Miguel Correa, Guillermo Rosales, los hermanos Abreu, o sea, Nicolás, Juan y  José, y el más conocido de todos ellos, Reinaldo Arenas.

Como una modesta contribución en pro de divulgar el quehacer de estos importantes escritores, por encima de que sean o no reconocidos como se merecen en el ámbito de las letras cubanas, Miradas Desde Adentro reproduce fragmentos de un capítulo de la novela titulada La travesía secreta, original de Carlos Victoria y perteneciente a la aludida Colección Mariel, de la editorial Hypermedia.

“Nosotros, igual que esas botellas, también llevamos un mensaje”

Por Carlos Victoria

Pues bien, querido, como dirías tú, levantando el vaso y guiñando un ojo… Pues bien, querido: el tren acaba de atravesar el río Jatibonico, lo que significa que estoy al fin en la Tierra Prometida. Compré una botella de ron en Santa Clara, y ahora, al entrar en mi provincia, me doy cuenta que entre trago y trago la he reducido a la mitad. Primero la destapé con los dientes y escupí el corcho, como tú solías hacerlo, y después de derramar para los muertos las primicias del licor (acción que aprendí de los espiritistas), dije en voz baja: Salud. En ese instante pasábamos por un puente, y el fragor se encargó de apagar mis palabras. No importa: desde el principio decidí dedicarte esta botella y este viaje. Nada podrá impedirlo.

Salí de La Habana por la madrugada, cuando todavía no había amanecido. Elías me acompañó hasta que el tren se puso en marcha. Luego lloré un poco, un poquito, pero a la larga me sentí aliviado al dejar atrás ese laberinto de elevados, de vías y túneles embarrados de hollín. Una niebla impertinente envolvía los campos. Más tarde la salida del sol nos encontró cerca del pueblo de Aguacate: apenas un caserío que dormitaba inerme entre montes de un dudoso verdor. Recordé que un amigo, a quien conocí durante mi primer viaje a La Habana, pasó allí su servicio militar. Mucho ha llovido desde entonces… Y hablando de lluvia, hace no sé qué tiempo que esta provincia mía no ve una gota de agua.

Te escribo a retazos. El calor es abominable. Cruzamos potreros, cañaverales, sabanas gigantescas; el terreno, cuarteado por la intensa sequía, parece a punto de arder. La hierba crece amarilla y rala; los arroyos culebrean como cintas de lodo. Este paisaje me recuerda el Valle de los Huesos del profeta Ezequiel. Los huesos estaban secos, calcinados (¿no era así?), y de repente ocurrió el milagro. Quién sabe, querido, si todavía estamos a tiempo… Pero por ahora lo seco sigue siendo seco. Falta vida, espíritu, humedad. Tal vez tengamos que esperar hasta el próximo milenio para que las cosechas reverdezcan. Pero sé que unas décadas más no te van a quitar el sueño, y menos ahora, cuando la eternidad te debe parecer una mera travesura infantil.

No soportaba ya el interior del vagón, con su gente aglomerada, su carga de aliento y de sudor, su promiscuidad innecesaria. Innecesaria, quiero decir, a esta hora del mediodía (la noche es otra historia), en pleno agosto, cuando el cuerpo prefiere mantenerse solo y fresco. A empujones logré llegar hasta la escalerilla, defendiendo mi botella, mi mochila, mi libreta y mi lápiz, y me senté en el escalón de abajo, con los pies colgando en el vacío. Aquí puedo escribir en paz. Ahora la sombra del tren corre sobre la hierba, oscurece matojos y guijarros, y el silbato de la locomotora acaba de ahuyentar una bandada de garzas. Unos niños en la puerta de un bohío me dicen adiós con la mano, y les he contestado con un leve gesto, incapaz de compartir su inocente entusiasmo. Escribo dos o tres líneas, tomo un trago de ron, y luego miro el paisaje encandilado: una llanura chata, unos árboles raquíticos, un ganado cabizbajo, unos charcos donde pulula la miasma, unos marabuzales pétreos, unas vallas con consignas rastreras, unos sembrados que parecen condenados a disolverse en la tierra estéril. Estamos entrando ahora a Ciego de Ávila.

¡Qué rápido se pasa por estos pueblos! Sin embargo, cada una de esas casas oculta una historia, y la vida no alcanza para escribir una docena de ellas. A lo lejos se ven las chimeneas de un ingenio. Por suerte ya la zafra terminó, y ahora volvemos al tiempo muerto; hasta el próximo año. Un año tras otro, un año tras otro… Revuelvo mi mochila buscando un lápiz, este ya tiene la punta gastada. Regreso a mi ciudad con un bulto de papeles, dos pares de zapatos y tres mudas de ropa, que Elías me hizo el favor de buscar en tu casa ayer por la tarde, Yo no quería volver a ver esas fachadas sucias de tu barrio, ni tu sala desordenada, ni tus cuartos con sus fotos de gente que un día se despidió bruscamente, sin la más elemental cortesía. Por cierto, una de las camisas que me trajo Elías tiene unas manchas oscuras a la altura del bolsillo, y yo he logrado identificar el origen de esas manchas: una vez ayudé a levantar del piso a un muchacho que se desangraba, y desde entonces esas motas oscuras se prendieron para siempre a la tela. Dionisio estaba conmigo esa noche. Su juventud me hizo olvidar la muerte.

Dionisio y Ricardito siempre serán jóvenes. Estoy seguro que la cárcel no les quitará la pasión por la música, ni cambiará esa bendita banalidad de la que ambos disfrutan. Me alegra saber que al menos se tienen el uno al otro. Pensándolo bien, cada uno de nosotros ha quedado en buena compañía: Dionisio tiene a Ricardito, Elías a Nora, José Luis a Gloria, Carrasco a Amarilis, Eloy a Oscarito, el chino Diego a su pintura, Fonticiella a sus creencias, Alejandro a sus viejos, y yo a ti. Yo quizás sea el más afortunado, ya que a los muertos uno les da la forma que uno quiere: los muertos son dóciles, se dejan moldear.

Este cielo sin nubes fatiga la vista. Pero pronto la tarde irá cayendo. El tren acelera, trepidando sobre los rieles. En el vagón los pasajeros cabecean: soldados, campesinos, estudiantes, madres con niños de teta, ancianas que a pesar del calor se empeñan en vestirse de negro, en honor a la memoria de alguien que posiblemente solo ellas recuerdan. El polvo les cubre la ropa, y un hilo de saliva resbala por algunas barbillas. Acabo de regresar del baño, donde tuve que orinar frente a un viejo resabioso que se tapaba parte del rostro con un pañuelo. Ahora un recluta me ha pedido un trago, y después de dárselo estuve a punto de preguntarle si conocía a un tal Eusebio González, que pasaba su servicio militar en el pueblo de Aguacate. Pero luego pensé que de eso ha pasado mucho tiempo, y que Eusebio debe haber concluido su etapa de soldado, a no ser que haya jurado en el ejército unos años más, para seguir sirviendo a la Patria, la Patria por la que morir es vivir… Pero ya sé que el Himno Nacional no estaba entre tus melodías favoritas. Peor para ti.

Un abrigo de cuadros rojos, un actor maquillado cojeando en el proscenio, un traje de dril y un sombrero de pajilla (un sombrero que protegía una cabeza rapada), un declamador de textos de Chéjov, un bebedor tenaz, una visión de un viejo que se arrastra, de una ventana por la que desfilaban espíritus; todo eso me viene a la memoria junto con la letra del danzón que dice: al esqueleto rígido abrazado. Las letras de las canciones nos persiguen. Pero es mejor a que nos persigan las personas, ¿no es cierto? Solo lamento que Judas quedara sin desenmascarar. Sin embargo, es posible que tengas razón: es posible que Judas el traidor y Juan el amado sean solamente máscaras intercambiables.

El traqueteo del tren me obliga a levantarme a cada rato. Unos jóvenes en el otro extremo del vagón se reaniman bebiendo a escondidas, pero no he querido acercarme a su grupo; nada tengo yo que ver con sus cantos, sus risas, ni mucho menos con su imprudente candor, que ojalá no les cause la ruina.

No volveré a viajar en mucho tiempo. Dentro de unos años iré a Santiago de Cuba, para pedirle perdón a Alejandro y decirle a la vez que ya lo he perdonado. Me hará feliz pasear por el trillo detrás de su casa, una serventía que atraviesa el monte y llega a una poceta. Pero ahora me toca encarar lo que alguien (hoy no te diré quién) bautizó como el pueblo de los demonios. Quiero enfrentar esa batalla como lo hizo el Valentín del Fausto: como un soldado y como un valiente.

Y aquí está mi ciudad. Debo haberme quedado dormido. Primero son esas casuchas de los alrededores, esos vecindarios con nombres de insectos: La Mosca, El Comején, La Cucaracha. Las ropas tendidas en los patios flotan como banderas, insignias de un reino individual que poco a poco se va desintegrando, sin que nadie pueda remediarlo. Ya es casi de noche, y las luces acaban de prenderse en los postes. Calles de adoquines, techos de tejas francesas, cercas de leña, patios con tinajones, riachuelos esmirriados… tierra llana.

Acabo de tomarme el último trago, pero no voy a botar esta botella: quiero guardarla como un recuerdo. Quizás un día meta esta carta dentro de ella, la lleve a la playa, nade hasta lo profundo, y la deje allí para que las olas la arrastren. Será mi último desvarío de poeta romántico. Siempre me gustaron las historias donde aparece una botella con un mensaje. O a lo mejor espere una madrugada con neblina y la rompa contra un banco del Casino Campestre, como hizo Elías una vez, después de haberte insultado y golpeado. Yo presencié la escena escondido detrás de un árbol. Con ese gesto Elías probablemente se libró de tus garras. Pero me gusta más la idea de echarla al mar. Quizás se quiebre contra las rocas de la costa, pero quizás prosiga su travesía secreta hasta llegar a su destino. Nosotros, igual que esas botellas, también llevamos un mensaje, solo que casi siempre resulta indescifrable. Hay tantas frases ilegibles, tantos párrafos tachados… Pero olvido que mis esfuerzos por hacerme entender siempre te parecieron risibles. No importa, mi querido Eulogio: mis afanes, mi sentimentalismo, esos rezagos de siglos pasados, al menos sirvieron —y aún espero que sirvan— para hacerte reír.

Capítulo de la novela titulada La travesía secreta. Colección Mariel, Hypermedia, 2018.

Nuevo libro de Ena Columbié

Nuevo libro de Ena Columbié

Sin la menor discusión, la guantanamera Ena Columbié es una de las escritoras cubanas más activas en las últimas décadas. Licenciada en Filología, ella ha conseguido con su quehacer numerosos premios en crítica literaria y artística, cuento y poesía.

Entre otros títulos, Ena ha publicado los libros Dos cuentosEl exégetaRipios y epigramasLas horasSolitarIslaLucesLa luz que conduce a los poetas y Sepia.  Lo interesante del caso de esta guantanamera es que ella no se ha limitado a la escritura en su condición de narradora, poeta y ensayista, sino que también se ha proyectado como fotógrafa y pintora, con exposiciones en varios países.

Radicada actualmente en Estados Unidos, su más reciente obra es la novela Confesiones de un idiota, presentada el sábado 17 de noviembre de 2018 en el Wolfson Campus del Miami Dade College, como parte del programa de la Feria del Libro de Miami. A propósito de esta narración, de temática inusual en el panorama de la literatura cubana, Miradas Desde Adentro reproduce una reseña escrita por nuestra compatriota María Cristina Fernández y aparecida en El Nuevo herald.

Ena Columbié entre la crudeza y la ternura de las ‘Confesiones de un idiota’

por María Cristina Fernández

El libro más reciente de la escritora cubana Ena Columbié, Confesiones de un idiota, publicado por la editorial Silueta, es una novela que nos acerca a un mundo inusual. En algún lugar de California, una mujer cuyo nombre se desconocerá y quien será nombrada solamente como Ella, responde a un anuncio de trabajo para asistir con el cuidado de cinco jóvenes “especiales”; hombres que nunca crecerán, niños eternos, idiotas para gran parte de la humanidad.

Para los antiguos griegos, un idiota era aquel al que se le segregaba e impedía participar activamente del proceso político (legos). En una sociedad donde los afanes de la democracia eran prioritarios, los ciudadanos ideales eran a quienes se les otorgaba el privilegio del quehacer cívico, dádiva vedada a las mujeres, los esclavos o los forasteros. Por supuesto que desde entonces hasta la actualidad, las connotaciones de esta palabra han cambiado, aunque hoy en día un idiota, ya sea porque carezca de los atributos del entendimiento o porque sea un rezagado competitivamente hablando, sigue siendo un ser menoscabado.

A estos seres “especiales” sobre los que narra la autora, no los visita casi nadie, cuando más un pariente o un amigo en algún momento del año. En su conjunto, aunaremos un buen mosaico de síndromes y síntomas: síndrome de Down o el llamado X Frágil, retraso mental, autismo, mosaicismo, entre otros. Alguno puede tener cataratas congénitas o crecimiento anormal de los testículos o pueden ser agresivos consigo mismos o con los demás; a otro le supuran los oídos, o tendrán en mayor o menor medida, incapacidad para la expresión verbal, para vestirse o mantenerse en pie; también consumen una buena dosis de fármacos y se quejan con sonidos guturales, se babean, se divierten caóticamente o se masturban hasta el cansancio.

Vittorio, Bryan, Bill, Brad y Paul conviven sin tener ningún parentesco entre ellos, como los personajes de Boarding Home, una novela de Guillermo Rosales sobre sus vivencias en un asilo, pero tratados con dedicación mientras están bién atendidos, cumplen sus rutinas, no carecen de lo elemental, aunque la dueña de la casa, Julia, pueda tener un “aburrimiento infinito y la mirada ausente”, casi como una idiota más. Pero para alegrarles y cambiarles un poco la vida, está el personaje de Ella, quien pareciera haber llegado a esa casa para suplir las carencias de afecto y atención de los jóvenes.

En particular, quien capta más la atención de la cuidadora es Brad, “un convidado de piedra”, como lo define Ella al conocerlo. Tal vez sea él por quien la novela lleve este título; es a este idiota (adoptando la acepción del vocablo no peyorativamente) en quien la autora se detiene más a exponer su mundo privado, casi inaccesible. “Lagunas profundas y reflexivas son las horas de Brad”, es una imagen que describe con belleza y exactitud el mundo de silencio donde se sumerge este muchacho con trisomía 21, una lengua enorme que se sale de su boca y una aparente sordera. “Si de su silencio dependiera la seguridad del mundo, estoy dispuesta a apostar que nunca nada por pequeño que fuera nos podría suceder”.

Entre Ella y Brad surge una delicada y dedicada complicidad que va socavando incluso las limitaciones físicas e intenta librarlo de un inherente sentimiento de culpa. La sagacidad de la mujer le permite intuir que hay mucho más por descubrir dentro de estos seres raros y que no hay mejor ciencia para ello que la paciencia. “Ella me enseñó a oír con la mirada”, confiesa el muchacho, quien queda fascinado por las historias de su mundo que la mujer le cuenta, y donde habitan los chichiricús, los jigües y los elewas. La mujer le brinda, además de los cuidados elementales de alimento, limpieza, medicación y orden, un regalo muy especial y que quizás nadie antes le ha procurado. Estos son los recursos imaginativos contra la tristeza. No es que de cierto modo él no los tenga, pero con Ella los refuerza, reconoce su valor, se los entrega enriquecidos y más eficaces. Lo mismo ocurre con el baño, que más que un tiempo de aseo, se volverá la fiesta del agua. “Algo duele siempre cuando la gente se va”, pero la vida sigue y al irse Ella, presionada por sus propias urgencias personales, Brad ya no será el mismo.

Aunque las convenciones sociales todavía apuntan al desinterés o la falta de fe en estas personas cuya diferencia se asienta en trastornos genéticos, la novela apuesta por una posición contraria a lo sobreentendido. No recuerdo en la literatura cubana un precedente semejante, aunque sí en el filme Suite Havana del director Fernando Pérez donde se expone silentemente la cotidianidad de un niño con trisomía 21. Este libro tal vez permita al lector, como a la propia Ella en la novela, evocar sus propios seres especiales, esos que no asoman mucho a la vida pública pero que están cerca y sienten, padecen, añoran como los demás.

No puedo dejar de mencionar que la ilustración de portada es de Misleidys Castillo, creadora con impedimentos autistas y de audición. Desde hace un tiempo, organizaciones como NAEMI y la muestra llamada Outsiders que organiza el CCE en Miami, tratan de romper esos aislamientos forzosos para que entre sus vidas y las nuestras, la distancia sea un poco más corta.

Tomado de El Nuevo Heraldwww.elnuevoherald.com

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