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Poemas de Roberto Fernández Retamar

Poemas de Roberto Fernández Retamar

No es noticia: el poeta, ensayista, profesor universitario y Presidente de Casa de las Américas, Roberto Fernández Retamar recién hace una semana ha pasado a otra dimensión. Yo pudiese escribir un larguísimo texto para referirme al importante rol que este hombre, autor de versos memorables al corte de ”Elegía como un himno” o “Juana y otros poemas…”, por solo mencionar un par de ejemplos, y de ensayos tan trascendentes como Calibán, ha desempeñado en la historia de la literatura cubana y de toda nuestra cultura.

Empero, en mi caso personal prefiero rendirle tributo según lo que para mi concepto resulta el mejor modo de evocar a un poeta, es decir, justo por medio de leer su poesía. Por ello, en el cúmulo de su numerosa obra en versos, escojo varios textos para compartirlos con los lectores de Miradas Desde Adentro y así, estimular a quienes no han leído a Fernández Retamar a que busquen sus libros y disfruten de una poética que, desde lo íntimo y cotidiano, nos estremece tanto por lo que dice como por la fidelidad que expresa al sempiterno reino de la poesía.

Breve selección de poemas de Roberto Fernández Retamar

A MIS HIJAS

Hijas: muy poco les he escrito,

y hoy lo hago de prisa.

Quiero decirles

que si también este momento pasa

y puedo estar de nuevo con ustedes,

en el sillón, oyendo el radio,

cómo vamos a reírnos de estas cosas,

de estos versos y de estas botas,

y de la cara que ponían algunos,

y hasta del traje que ahora llevo.

Pero si esto no pasa,

y no hay sillón para estar juntos,

y no vuelven las botas,

sepan que no podía

actuar de otra manera.

Estén contentas de ese nombre

que arrastran como un hilo

por papeles.

Disfruten de estar vivas,

que es cosa linda,

como nosotros lo hemos disfrutado.

Quieran mucho las cosas.

Y recuérdenme alguna vez,

con alegría.

LA PRIMERA VEZ

En países y más países,

Casas, hoteles, embajadas,

Suelos, hamacas, autos, tierra,

Rodeados de agua o sobre el lino.

Olor de desnudez primera.

Vasija de arcilla sonora.

Sorprendente, augusta, profunda.

Camanances, colinas, bosques.

Como leones, como santos.

Lo antiguo, lo simple, lo súbito.

La plegaria, el descubrimiento.

La conquista, la reconquista.

El relámpago de ojos de humo.

Cada desgarradura sólo

Para encenderse con más fuego,

Con más seguridad de aurora.

Ya él no puede perderla más.

Ya la perdió toda una vida.

Ahora de nuevo y para siempre

Va a amarla por primera vez.

EL PRIMER OTOÑO DE SUS OJOS

Hojas color de hierro, color de sangre, color de oro,

Pedazos del castillo del día

Sobre los muertos pensativos.

Mientras la luz se filtra entre las ramas,

El aire frío esparce las memorias.

Es el primer otoño de sus ojos.

Cuánto camino andado hasta la huesa

Donde se han ido ahilando

Los amigos nocturnos del vino

Y los lejanos maestros.

Quedar como ellos profiriendo flores,

Quedar como ellos perfumando umbrosos,

Quedar juntos y dialogar

En plantas renacientes,

Para que nuevos ojos escuchen mañana

En el cristal de otoño

Los murmullos de corazones desvanecidos.

ANIVERSARIO

Me levanto, aún a oscuras, para llevar a arreglar unas ruedas del auto, que sigue roto,

Y al regreso, cuando ya ha brotado el hermoso y cálido día,

Te asomas a la ventana que da al pasillo de afuera, y me sonríes con tus ojos achinados del amanecer.

Poco después, a punto de marcharme para ir a revisar unos papeles,

Te veo cargando cubos con nuestras hijas,

Porque hace varios días que no entra agua, y estamos sacando en cubos la poca que haya en la cisterna del edificio.

Y aunque tengo ya puesta la guayabera de las reuniones, y en una mano la maleta negra que no debo soltar,

Ayudo algo, con la otra mano, mientras llega el jeep colorado.

Que demora poco, y al cabo me arrastra de allí: tú me dices adiós con la mano.

Tú me decías adiós con la mano desde este mismo edificio,

Pero no desde este mismo apartamento;

Entonces, hace más de veinte años, no podíamos tener uno tan grande como éste de los bajos.

El nuestro era pequeño, y desde aquel balcón que no daba a la calle,

Pero que yo vislumbraba allá al fondo, cuando cruzaba rápido, en las mañanitas frías, hacia las clases innumerables de introducción al universo,

Desde aquel balcón, allá al fondo, día tras día me decías adiós, metida en tu única bata de casa azul, que iba perdiendo su color como una melodía.

Pienso estas cosas, parloteando de otras en el jeep rojo que parece de juguete,

Porque hoy hace veintidós años que nos casamos,

Y quizá hasta lo hubiéramos olvidado de no haber llegado las niñas (digo, las muchachas) a la hora del desayuno,

Con sus lindos papeles pintados, uno con un 22 enorme y (no sé por qué) dos plumas despeluzadas de pavorreal,

Y sobre todo con la luz de sus sonrisas.

¿Y es ésta la mejor manera de celebrar nuestros primeros veintidós años juntos?

Seguramente sí; y no sólo porque quizá esta noche iremos al restorán Moscú,

Donde pediremos caviar negro y vodka, y recordaremos a Moscú y sus amigos, y también a Leningrado, a Bakú, a Ereván;

Sino sobre todo porque los celebraremos con un día como todos los días de esta vida,

De esta vida ya más bien larga, en la que tantas cosas nos han pasado en común:

El esplendor de la historia y la muerte de nuestras madres,

Dos hijas y trabajos y libros y países,

El dolor de la separación y la ráfaga de la confianza, del regreso.

Uno está en el otro como el calor en la llama,

Y si no hemos podido hacernos mejores,

Si no he podido suavizarte no sé qué pena del alma,

Si no has podido arrancarme el temblor,

Es de veras porque no hemos podido.

Tú no eres la mujer más hermosa del planeta,

Esa cuyo rostro dura una o dos semanas en una revista de modas

Y luego se usa para envolver un aguacate o un par de zapatos que llevamos al consolidado;

Sino que eres como la Danae de Rembrandt que nos deslumbró una tarde inacabable en L`Ermitage, y sigue deslumbrándonos;

Una mujer ni bella ni fea, ni joven ni vieja, ni gorda ni flaca,

Una mujer como todas las mujeres y como ella sola,

A quien la certidumbre del amor da un dorado inextinguible,

Y hace que esa mano que se adelanta parecida a un ave

Esté volando todavía, y vuele siempre, en un aire que ahora respiras tú.

Eres eficaz y lúcida como el agua.

Aunque sabes muchas cosas de otros países, de otras lenguas, de otros enigmas,

Perteneces a nuestra tierra tan naturalmente como los arrecifes y las nubes.

Y siendo altiva como una princesa de verdad (es decir, de los cuentos),

Nunca lo parecías más que cuando, en los años de las grandes escaseces,

Hacías cola ante el restorán, de madrugada, para que las muchachas (entonces, las niñas) comieran mejor,

Y, serenamente, le disputabas el lugar al hampón y a la deslenguada.

Un día como todos los días de esta vida.

No pido nada mejor. No quiero nada mejor.

Hasta que llegue el día de la muerte.

HACIA EL ANOCHECER

Hacia el anochecer, bajábamos

Por las humildes calles, piedras

Casi en amarga piel, que recorríamos

Dejando caer nuestras risas

Hasta el fondo de su pobreza.

Y el brillo inusitado del amigo

Iluminaba las palabras todas,

Y divisábamos un poco más,

Y el aire se hacía más hondo.

La noche, opulenta de astros,

Cómo estaba clara y serena,

Abierta para nuestras preguntas,

Recorrida, maternal, pura.

Entrábamos a la vida

En alegre y honda comunión

Y la muerte tenía su sitio

Como el gran lienzo en que trazábamos

Signos y severas líneas.

OYENDO UN DISCO DE BENNY MORÉ

Es lo mismo de siempre:

¡Así que este hombre está muerto!

¡Así que esta voz

Delgada como el viento, hambrienta y huracanada

Como el viento,

es la voz de nadie!

¡Así que esta voz vive más que su hombre,

Y que ese hombre es ahora discos, retratos, lágrimas, un sombrero

Con alas voladoras enormes

¡y un bastón!

¡Así que esas palabras echadas sobre la costa plateada de Varadero,

Hablando del amor largo, de la felicidad, del amor,

Y aquellas, únicas, para Santa Isabel de las Lajas,

De tremendo pueblerino en celo,

Y las de la vida, con el ojo fosforescente de la fiera ardiendo en la sombra,

Y las lágrimas mezcladas con cerveza junto al mar,

Y la carcajada que termina en punta, que termina en aullido, que termina

En qué cosa más grande, caballeros;

Así que estas palabras no volverán luego a la boca

Que hoy pertenece a un montón de animales innombrables

Y a la tenacidad de la basura!

A la verdad, ¿quién va a creerlo?

Yo mismo, con no ser más que yo mismo,

¿No estoy hablando ahora?

EL OTRO

Nosotros, los sobrevivientes,

¿a quiénes debemos la sobrevida?

¿quién se murió por mí en la ergástula,

quién recibió la bala mía,

la para mí, en su corazón?

¿sobre qué muerto estoy yo vivo,

sus huesos quedando en los míos,

los ojos que le arrancaron, viendo

por la mirada de mi cara,

y la mano que no es su mano,

que no es ya tampoco la mía,

escribiendo palabras rotas

donde él no está, en la sobrevida?

FELICES LOS NORMALES

Felices los normales, esos seres extraños.

Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente,

Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida,

Los que no han sido calcinados por un amor devorante,

Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un poco más,

Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros,

Los satisfechos, los gordos, los lindos,

Los rintintín y sus secuaces, los que cómo no, por aquí,

Los que ganan, los que son queridos hasta la empuñadura,

Los flautistas acompañados por ratones,

Los vendedores y sus compradores,

Los caballeros ligeramente sobrehumanos,

Los hombres vestidos de truenos y las mujeres de relámpagos,

Los delicados, los sensatos, los finos,

Los amables, los dulces, los comestibles y los bebestibles.

Felices las aves, el estiércol, las piedras.

Pero que den paso a los que hacen los mundos y los sueños,

Las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan

Y nos construyen, los más locos que sus madres, los más borrachos

Que sus padres y más delincuentes que sus hijos

Y más devorados por amores calcinantes.

Que les dejen su sitio en el infierno, y basta.

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