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Poemas de Abel González Melo

Poemas de Abel González Melo

A la familia de Abel González Melo me une una larga amistad. Fui alumno de su abuela (Mercedes Pereira) y de su madre (Mercedes Melo) en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana cuando él era un niño casi recién llegado al mundo. Después he sido testigo del impetuoso desarrollo como creador que ha tenido este habanero nacido allá por 1980 y graduado de Teatrología en el Instituto Superior de Arte.

Aunque muchos solo conocen al Abel teatrista, hay que decir que él también ha incursionado exitosamente en la narrativa, la poesía y la crítica. Así, por ejemplo, en 1998 fue galardonado con el premio Calendario en la categoría de cuento con su libro Memorias de cera. Y en 1999 fue mención en el concurso de cuento de La Gaceta.

Hoy en Miradas Desde Adentro damos una muestra del Abel González Melo poeta, para promover esa zona de su quehacer literario.

EMANCIPACIÓN DEL EGO

Ese sol que en los siglos clamaba por mi ausencia

hoy departe con nubes de antiguos alaridos.

Las nubes no me aman.

En el último estrato de este cuento

nada es válido,

ni se encuentra en mí un recodo de real valía.

Los que gritan que me han visto

y que en mis valles descubrieron algas

y que ante el cielo expusieron mis ovejas,

aún no existen.

Desaparecieron los de pecho torpe,

los que adoraban mi pulgar por un centavo,

los que fluían por mis grietas y engordaban en mi celda favorita.

No sé por qué sólo los pobres se resguardan en mí,

o dicen que la imagen de mi engaño es descarnadacuando hace lustros pernoctaban en su espera.

No sé en qué aroma

o de qué coágulo nace la idea de esta visión aciaga:

lo cierto es que el perfume me adormece

y es carmín el ardor de mis mejillas.

Veo sensato apenas lo que escucho ahora,

lo que pruebo,

lo que mis dientes cortan con furor de abeja.

Extraño aquel sitio aunque lo note lejos:

la adquisición de espacios era allí espada y ópaloy este día,

el de ahora,

trae el suspiro del escaso rincónque surte la guarida.

No soy viejo.

No quiero ser viejo.

A duras penas hiedo en las horas que no escucho un trinar o no siento el viento,

viento más que otra cosa,

viento que me devuelve al campanarioy tañe la melodía del regreso.

Del espacio añorado.

Del vivir otra vez.

De eso que susurra mientras hierve.

FÁBULA PARA NO VOLVER

Si quieren que de este mundo

Lleve una memoria grata,

Nadie distinga en mi bata

Que soy leve y tremebundo.

Vivo con un no rotundo

Rasgado tras mi garganta.

Sólo lo que es bello y canta

Me complace, y en la aurora

Me vuelvo ingenua pintora

Que pinta mientras se espanta.

El retrato, complaciente

Con la imagen del olvido,

Me consume y en su nido

Simulácrido, excluyente,

Recrea un orbe impaciente.

Caigo erizada cual gata.

Todo es níveo. Todo es nata.

Y, por si acaso me inundo,

Llevaré, padre profundo,

Tu cabellera de plata.

Si quieren, por gran favor,

Que lleve más, llevaré

Lo que es otoño en mi fe:

Tez de añoranza y temor.

Ahora sombra y candor

Se truecan en mi descenso.

Distingo estrépito intenso.

Lid vehemente es la algazara.

Nadie me explica o me encara:

No hay puertas para el ascenso.

Antes del lacio reposo

Se exhibe mi opaca enagua

Sobre un pizarrón de agua.

Tibio y poroso leproso

Me toca impávido. Rozo

La imagen azul: seré

Duplicado en lo que amé,

Doble de mi sed mayor:

La copia que hizo el pintor

De la hermana que adoré.

Si quieren que a la otra vida

Me lleve todo un tesoro,

Me esculpiré. Frágil coro

Cala en la escara encendida.

Punge en mi vientre la herida

Lúgubre del mal que espero.

Busca un pulgar asidero

Sobre el mural trascendente

Del tubo espeso y caliente

Donde renazco o me muero.

Terco temblor tormentoso

Me expulsa otra vez al campo

De los pinceles. Estampo

Recias figuras de gozo.

¡Ya no soy mujer, soy mozo!

Mas, sumido en lo que añoro,

Descubro entre pelo y poro

Fiera escafandra perdida:

¡Llevo la trenza escondida

Que guardo en mi caja de oro!

Poemas de Emilio García Montiel

Poemas de Emilio García Montiel

Por Joaquín Borges-Triana

Como estudiante universitario puedo asegurar que tuve una vida privilegiada. Mi tránsito por la actual Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana en la etapa comprendida entre 1981 y 1986 para cursar la carrera de periodismo nunca lo olvidaré. Fue por entonces que conocí los primeros poemas de Emilio García Montiel, quien estudiaba Historia del Arte. Aún recuerdo la favorable impresión que me dio la lectura de su libro Squeeze Play, publicado allá por 1987. Hace mucho tiempo que no he vuelto a saber de él ni de si continúa escribiendo poesía, pero hoy quiero evocar algunos textos de aquellos iniciales que me impactaron cuando trabé contacto con la obra de una de las voces fundamentales de mi generación, es decir, la de los ochenta.

Emilio García Montiel

LOS STADIUMS

A veces voy a los stadiums sólo por tomar aire. El stadium es un gran respiradero en la ciudad podrida. En la ciudad de las columnas sórdidas, de los lentos

portales oscuros.

Entre el cansancio de un hombre que no puede llegar y el letargo de un mundo que no quiere salir.

Entre el polvo, el calor y la sed como en una película de guerra Entre las calles enfangadas como en una película de corrupción moral. Desde las casas,

el cielo es

dulcemente azul.

Desde los barcos, una nube grisosa que se enreda en el aire.

Bajo esa nube somos demasiado felices. Bajo esa nube pensamos: la ciudad.

Pero al final decimos: parque, polvorín, iglesia, ayuntamiento.

Ya no hay frescor posible. A veces voy a los stadiums sólo para tomar aire. En un stadium no se juega el destino del país, pero sí su nostalgia. O más

bien la nostalgia de esta ciudad podrida.

Remendada con boleros y con tristes anuncios que ya no significan nada.

LOS GOLPES

Hace ya mucho tiempo ──ahora es muy difícil precisarlo──

yo descubría el mundo bajo el mismo cristal usado y transparente con

que se ve la gloria. Nada pretendía y nada sucedió que no estuviera definido entre el bien y el mal. Yo imitaba a los héroes con la vieja confianza que

da la mansedumbre,

con su oscura prudencia. No conocía aún la insensatez de las muchachas: si alguna imaginé o entendí algo, fue apenas un rubor. Yo tenía un pupitre, una

voz agradable, una ciudad dispuesta. Los maestros tocaban mis espaldas y decían: muy bien. Todo era hermoso: desde el primer ministro hasta la muerte de

mi padre. Y perfecto, como debía ser los hombres y la Patria.

Pero eso fue hace tiempo ──hace ya mucho tiempo── y ahora me es

difícil precisarlo.

CONVERSACIONES APACIBLES

Yo temo de la muerte como el niño que teme de su madre. Y es un temor tan simple que ninguna palabra podría definir.

No lo aprendí en la guerra ni en la noche, sino en la asencia de la mujer

que amaba.

Yo era un muchacho de oro: era todas las cosas y en todas existía con el mismo delirio. Después no lo fui más.

Nada de lo que tuve dejó de ser hermoso ni dejé de tenerlo.

Pero ahora, cuando toco los cristales o cuando estrecho la mano a los amigos puedo sentir la distancia de la muerte.

¿Dónde están? ¿Dónde estarán después de que la noche haya pasado? Esa infinita noche o esta pequeña noche insular y ridícula?

Las palabras podrán salvarme de otra muerte, pero no del temor y menos de la muerte verdadera. Nada me ata a la gloria ni al olvido, sino la devoción de

una mujer.

UN DIA DE INOCENCIA

Yo recuerdo a los hombres en el momento mejor de su caída. Cerca ya de la noche. Cuando apenas se advierte una sombra, una nostalgia, un temblor hacia el fin.

Yo los recuerdo en días apacibles: hechos sobre un pasado de extraña lucidez.

Graves por la confianza o por la fama, o tal vez por el tiempo.

Pero nunca en la gloria.

La gloria es vanidad para creer que somos fieles, que alguna vez lo

fuimos. Tampoco en la tristeza.

Porque nada es peor que la tristeza para engañar a un hombre.

Yo los recuerdo en días apacibles: loados o innombrables bajo tanta blasfemia.

Doce o treinta y seis: )a qué dios pertenecen las jugadas? ¿A qué dios suplicar no ser ni héroes ni traidores?

Alguna vez estos silencios ya no tendrán sentido. Alguna vez sobre mis ojos el temor se hará inútil.

Sé que habrá un día ──un día de inocencia── en que no me será dado

decir más.

Yo lo bendigo, igual que a esas mujeres que tendrán mis palabras.

Que sabrán susurrar: «ha hablado de los hombres en días apacibles».

Igual, a los amigos, que cubrirán mis versos con su rostro. Para bien ──para mal── mucho les pertenece.

Yo recuerdo a los hombres en el momento mejor de mi caída. En el momento de llamarme con simpleza Juan o Rey.

De ni sentirnos héroes ni traidores. De no llegar al fin.

LAS COSTAS DE FRANCIA

Bajo el gustado fresquecillo del amanecer, bajo su fría niebla, yo ví pasar

las costas de Francia. Las luces fugadas de los autos iluminaban brevemente el mar, el

reposado perfil de algunos botes, cierto oro interior. Yo me dije: he aquí el mediodía de Francia, he aquí su Provenza

bucólica, ligera en torridez. Nunca más, nunca más la glorieta de mi pueblo será el centro del mundo. Nunca más el boticario o el fotógrafo contarán las

mejores historias.

El Ródano, que acude tras los sueves dorados, pasa también por mi. Las mansardas caprichosas donde se quiebra el aire. Los dragones, los caballos de nervio fino sobre el polvo de Arlés. Toda la

verdad desconocida pasa también por mí.

Una muchacha que abre las puertas de un granero y queda a contraluz.

Eso me dije y ya no estuve sólo. La gente se agolpaba en la cubierta, sobre las barandillas. Yo les oí decir: ¡Es Francia, es Francia! Y así los vi inclinarse.

Con la misma inocencia.

Con la misma seriedad de quien escoge un papel de regalo o una revista

de modas.

 

ALBA

Yo imagino una casa y un hogar y unos libros y una mujer sentada en mis rodillas.

Imagino lo que tuve y nadie sabe si volveré a tener: el invierno y las

noches luminosas la infancia con mi padre y el antiguo esplendor de una ciudad.

Mi belleza no es más que la belleza de esos días y acaso, de algún modo,

la belleza de Dios.

Yo los espero con toda la inocencia con que se espera el alba, jubiloso y

terrible como si nada hubiera sucedido aún.

LA SOMBRA DE TOLSTOI

En el camino que sale de Yasnaya Poliana nos despide la guía.

Al volverse, un viento imprevisto levanta su capote inclina hacia ella las ramas de los árboles.

El lago, la casa, las hierbas brevísimas que crecen en la tumba:

todo se torna en un momento demasiado gris. Apenas hay testigos.

Mi asombro sigue al infinito a esa mujer que no se inmuta que camina despacio y hace girar las hojas sobre el polvo.

No la vi más allá del horizonte. Pero casi al instante cesó el polvo, el viento, la grisura del día. Las cosas regresaron a su sitio, a su antigua claridad.

Supe entonces que había estado en la Frontera.

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