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Carmen Herrera: Nunca es tarde si la dicha es buena

Carmen Herrera: Nunca es tarde si la dicha es buena

Nuestra compatriota, la pintora Carmen Herrera, ha expuesto recientemente en el Metropolitan Museum (Met) de Nueva York, como parte de una muestra acerca del  expresionismo abstracto desde nuevos puntos de vista y con una perspectiva de género. En esta exposición se repasa la obra del pintor estadounidense Jackson Pollock, así como la de otras figuras relevantes del panorama artístico internacional como Kazuo Shiraga, Ilona Keserü y Louise Nevelson.

Según diversos despachos de prensa, Epic Abstraction: Pollock to Herrera es el título de la muestra, que abarca desde piezas de la década de 1940 hasta el siglo actual, para explorar a gran escala la pintura, escultura e instalación. La exposición incluye más de medio centenar de obras pertenecientes a su colección, así como préstamos y nuevas adquisiciones.

Piezas icónicas del Met, como el clásico de Jackson Pollock «Autumn Rhythm» (1950) y la monumental «Mrs. N’s Palace» (1964–77), de Louise Nevelson, comparten espacio con obras de importantes artistas internacionales, como las del pintor japonés Kazuo Shiraga y la artista húngara Ilona Keserü.

En opinión de los medios de prensa que han reportado la muestra en el Metropolitan Museum (Met) de Nueva York,, muchos de los artistas reunidos en la exposición trabajaron grandes formatos no solo para explorar elementos formales como la línea, el color, la forma y la textura, sino para activar el potencial metafórico de la escala con el propósito de evocar ideas y temas expansivos o épicos (de ahí el título de la muestra) que incluyen la historia, el tiempo, la naturaleza, el cuerpo, así como preocupaciones existenciales.

En el caso de Carmen Herrera, ella es una creadora cubano-estadounidense de 103 años, edad que la convierte  en una de nuestras artistas en activo más longeva. Como uno de los rasgos a destacar en su quehacer como pintora, vale resaltar que se le considera pionera del expresionismo abstracto en Estados Unidos. Nacida en  La Habana en 1915, reside en Norteamérica desde mediados de los años cincuenta y en la actualidad, vive cerca de Union Square, en la ciudad de Nueva York.

A pesar de su longevidad, el trabajo de Carmen Herrera ha sido reconocido internacionalmente en fecha reciente. No obstante, entre los críticos hay consenso acerca de que sus composiciones geométrico-abstractas en colores llamativos no eran menos vanguardistas que las que pintaban otros colegas hombres como Josef Albers o Piet Mondrian, con quienes participó en exposiciones colectivas después de la Segunda Guerra Mundial.

Tras seis décadas dedicándose a la pintura, nuestra compatriota vendió su primera obra en 2004, cuando contaba 89 años de edad. A partir de entonces muchos ojos se fijaron en ella y así, en julio de 2009, la galería IKON de Birmingham, Inglaterra, ofreció una exposición retrospectiva de su trabajo como pintora.

Por ese camino, instituciones de tanto prestigio como la Tate Modern de Londres y el Museo Hirshhorn de Washington han adquirido obras suyas, guiados por el criterio generalizado de que sus piezas tienen una precisión casi espiritual, recuerdan la pintura de Barnett Newman y marcan importantes hitos en la evolución del movimiento minimalista geométrico.

En noviembre de 2017, a los 102 años de vida, Carmen Herrera vendió en la temporada otoñal de subastas su lienzo de 1956, Untitled (Orange and Black) [Sin título (naranja y negro)], en 1.179.000 dólares, un nuevo récord para la artista en venta en subasta. Para el mercado de las artes, aquello no era algo demasiado sorpresivo pues ya en mayo de 2017, nuestra compatriota centenaria  había vendido su cuadro Verticals en casi un millón de dólares (751.500), más del doble de lo anticipado.

Casos como el de Carmen Herrera, subidas a la cresta de la ola a edades más que avanzadas, le hacen evocar a uno la consabida frase popular de que nunca es tarde si la dicha es buena. Digo yo.

María Irene Fornés Collado: ¡Honor a quien honor merece!

María Irene Fornés Collado: ¡Honor a quien honor merece!

Un despacho informativo de la revista Vogue fue quien dio la noticia. La dramaturga, directora escénica, poeta y pedagoga cubana María Irene Fornés Collado murió en Nueva York el martes 30 de octubre de 2018. Para la famosa publicación, esta habanera, hija menor de la pareja conformada por Carlos Luís Fornés y Carmen Hismenia Collado, es una de las voces latinas más influyentes del siglo XX.

Fallecida a la edad de 88 años a causa del Alzheimer, ella resultó una figura de culto dentro de la escena del Off-Off Broadway neoyorkino de la década de 1960 y en Estados Unidos ganó ocho veces el Premio Obie (equivalente al Tony para la escena del Off-Off Broadway), que le entregó además un galardón a toda su carrera en 1982.

Procedente de una familia con un importante legado en la cultura cubana (su hermano Rafael Fornés Collado fue un encumbrado caricaturista, su sobrino Rafael es uno de los más sobresalientes teóricos de nuestra arquitectura y su también sobrino Carlos es uno de los principales promotores y estudiosos del rock en Cuba), María Irene quedó como finalista en el Premio Pulitzer en 1990 y recibió, además, el reconocimiento del New York State Governor’s Arts, mientras que el Festival Internacional de Teatro Hispano de Miami le concedió el premio Toda una vida dedicada a las Artes Escénicas en una de sus ediciones.

Si bien jamás renunció a la escena alternativa, obras suyas escritas en inglés como La conducta de la vidaLa exitosa vida de 3Fefu y sus amigas y Fango son consideradas entre las más importantes de la dramaturgia estadounidense de todos los tiempos. En sus más de 40 obras trató temas como el deseo femenino y la desigualdad económica.

Nacida en La Habana el 14 de mayo de 1930, a la edad de 15 años viajó con su familia a los Estados Unidos, donde estudió pintura con el artista alemán Hans Hofmann, figura pionera del expresionismo abstracto. En esa etapa fue condiscípula y amiga de artistas de la plástica como Lee Krasner y Ray Eames. Tras marchar a París por un tiempo, según ella misma narrase, el impacto que le produjo asistir a una puesta en escena de Esperando a Godot, de Samuel Beckett, la inspiró para emprender su propia obra como dramaturga. Así, para dedicarse al teatro, su primera decisión fue retornar a New York.

De regreso a la  Gran Manzana, inicialmente tuvo que trabajar como diseñadora de ropas de marca pues, como era lógico, no podía vivir del teatro. Fue por entonces que encontró el amor en la persona de la gran escritora Susan Sontag (1933-2004), algo más joven que nuestra compatriota. Puede asegurarse que esa relación de pareja, que duró varios años, resultó muy beneficiosa para ambas y las ayudó a crecer como intelectuales.

Entre las primeras obras teatrales de María Irene Fornés Collado que se dieron a conocer en el circuito neoyorkino, estuvieron La viuda (concebida a partir de cartas de su abuela paterna), Tango Palace, The Successful Life of 3; el musical, en colaboración con el compositor Al Carmines, PromenadeThe OfficeThe AnnunciationA Vietnamese Wedding y Dr. Kheal. Después vendría otro musical, Molly’s Dream, con la colaboración de Cosmos Savage como orquestador de la pieza; Eyes on the Harem; Cap-a-Pie, con música de Raúl Bernardo; MudIn ServiceThe Danube, A Visit, No timeArt. Pero su gran éxito de público y crítica no le llegaría hasta 1977, cuando dio a conocer Fefu and Her Friends, un trabajo experimental que demanda la utilización de varios escenarios simultáneos y la participación activa de los asistentes a la puesta sobre las tablas.

La última creación dramatúrgica de quien fuese becaria de las fundaciones Cintas, Yale, Rockefeller, American for Arts y Guggenhein, fue Letters from Cuba, estrenada en el año 2000, momento en que su quehacer artístico se ve interrumpido por causa del Alzheimer que desde esa fecha padeció hasta el instante de su fallecimiento.

En cuanto al estilo de María Irene Fornés Collado como teatrista, cabe afirmar que en ella prevalece la estructura narrativa no convencional y un acercamiento surrealista a los asuntos de lo cotidiano. Igualmente, la crítica especializada en Estados Unidos la considera como iniciadora de lo que se conoce como “teatro inmersivo”; variante en la que María Irene incursionó mucho antes de que dicho término registrase notoriedad a través de figuras tan destacadas como Tony Kushner, Paula Vogel y el también cubano Nilo Cruz.

En un recuento sobre la intensa carrera artística de la Fornés Collado, no se puede soslayar que ella colaboró con personalidades como Roberto Sierra, Tito Puente (Lovers and Keepers), Fernando Rivas, León Ordenz (Sarita, todo un éxito de taquilla y de crítica en New York), John Fitzgibbon o John Vauman, entre otros; y que fue la encargada de traducir al inglés y llevar a los escenarios de New York obras como Bodas de Sangre del poeta granadino Federico García Lorca, La Vida es un Sueño de Pedro Calderón de la Barca, Aire Frío de nuestro compatriota Virgilio Piñera (uno de sus autores favoritos) y Ahogados y El Tío Vanya, del cuentista y dramaturgo ruso Anton Chejov.

Los últimos galardones otorgados a quien sin la menor discusión es una gloria de la cultura cubana, más allá de que apenas se le conozca entre nosotros, fueron el Robert Chesley Award y el PEN/Laura Pels International Foundation for Theater Award for Master American Dramatist, concedidos en 2001 y 2002. No por gusto, el afamado crítico Hilton Als, uno de los más reputados articulistas de The New Yorker, describió a María Irene Fornés Collado como una autora teatral que no tuvo nunca competidores reales mientras estuvo activa, una voz inherentemente feminista y muy instructiva, pero sin el sentimiento de autoimportancia que daña a tantos buenos escritores. Modesta, prolífica, una especie de femme fatale que supo inspirar el ardor de una joven intelectual nombrada Susan Sontag, pero que jamás se sintió superior o mejor que otros.

Aunque, entre nosotros, únicamente el grupo Argos Teatro, dirigido por Carlos Celdrán, ha montado en su repertorio una obra de María Irene —en este caso su célebre pieza Fango, representativa de la etapa de plena madurez de la dramaturga—, por acá quienes nos interesamos en general por las artes y las letras deberíamos estar al tanto de que la Fornés Collado fue la guía docente y fuente de inspiración de personajes como Tony Kushner, Lanford Wilson, Sam Shepard, Paula Vogel, Holly Hughes, Scott Cummings, Edward Albee, Nilo Cruz, Cherrie Moraga, Caridad Svich, Migdalia Cruz, Elisa Bocanegra, Anne García Romero, Bernardo Solano, Jorge Ignacio Cortiñes, Leo García, Ana María Simo, Lorraine Llamas, Ela Troyano, Eduardo Machado y muchísimos más teatristas de fama internacional.

La harto difícil década final de su existencia a causa del Alzheimer es resumida a manera de crónica en The Rest I Make Up, el largometraje documental realizado por Michelle Memran. La historia de esta mujer, que tuvo que laborar como operaria en la factoría de zapatos finos Capezio pero supo luchar hasta realizar sus más caros anhelos artísticos y convertirse en una figura de culto en el complejo universo teatral contemporáneo norteamericano, es un ejemplo digno de imitar para todos aquellos que en la isla se adentran en el siempre complicado mundo de las tablas.

Como conclusión de este sencillo tributo, solo quiero añadir unas palabras del afamado teatrista Lanford Wilson, quien al referirse a María Irene Fornés Collado, expresó una idea que perfectamente pudiera servir como síntesis del valor de esta compatriota para la dramaturgia de nuestro tiempo: “Ella es la más original de todos nosotros”.

Percusionistas cubanos en el jazz estadounidense ¡A bailar a casa del trompo!

Percusionistas cubanos en el jazz estadounidense ¡A bailar a casa del trompo!

Es más que sabido los estrechos vínculos existentes entre el jazz estadounidense y la música cubana. Ya investigadores como Leonardo Acosta y Danilo Orozco han demostrado con crece la participación de compatriotas nuestros en la ciudad de New Orleans durante el proceso de surgimiento del primer gran lenguaje sonoro del siglo XX.

Tal simbiosis es lógica que se produjese, si pensamos en que el jazz resulta expresión de un claro proceso de hibridación entre lo africano y lo europeo, lo rítmico y lo melódico, tendencias todas que también acontecen en la música cubana.

Como ha acotado José Dos Santos, periodista y gran conocedor del jazz: «La tradición oral de los antepasados africanos y el intercambio libre, desinhibido y sin formalidades, desembocaron en los bailes y cantos marcados por la percusión.»

Igualmente, hay copiosa bibliografía que atestigua el hecho de que de 1948 en adelante, con el encuentro Gillespie-Pozo y el comienzo del auge del afrocuban jazz, se inicia un proceso diaspórico de músicos cubanos que van a radicarse a Estados Unidos, ante la demanda que se produce por entonces en aquel país en cuanto a percusionistas nacidos de este lado del mundo.

Como ha señalado el notable investigador Cristóbal Díaz Ayala, lo antes señalado resulta un caso claro de justicia poética. «Si en Cuba los percusionistas, por su abundancia, eran los peores pagados de los músicos, en Nueva York era diferente; el percusionista cubano que pudiera descifrar la ritmática jazzista y amalgamarla con lo cubano, estaba hecho.»

Es así que comienzan por entonces en Norte América las carreras prodigiosas de figuras de nuestro terruño como Cándido Camero, Chino Pozo, Mongo Santamaría, Armando Peraza, Oreste Vilató, Carlos “Patato” Valdés, Francisco Aguabella, Marcelino Valdés y otros. Todos ellos eran portadores de un singular modo de ejecutar la percusión, cosa que habían adquirido acá en Cuba y que llevaron consigo al pasar a radicarse en Estados Unidos.

Por otra parte, es importante tener en cuenta en este proceso de vínculo entre percusionistas cubanos y el jazz estadounidense, un aspecto apuntado por Leonardo Acosta cuando expresa:

«Las interrelaciones e influencias recíprocas en las expresiones musicales de Cuba y los EE.UU., sobre todo en música popular, han sido de tal magnitud que resulta imposible historiar una sin, al menos, mencionar a la otra, y aunque abundan los estudios sobre esta materia, el campo de investigación es aún muy amplio. Sin embargo, hay que considerar que, además de un proceso de intercambio o interinfluencias, debemos tener en cuenta otros dos fenómenos en terreno de la música: la existencia de raíces comunes, por una parte, y un innegable paralelismo en el desarrollo de las formas musicales en uno y otro país, que nos permite hablar de confluencias más que de influencias.»

Tras el triunfo de la Revolución en 1959 y la ruptura de relaciones entre USA y Cuba, con el consiguiente cese del natural intercambio musical entre ambos países, el proceso migratorio de músicos nuestros hacia aquella nación, que antes había sido algo común y corriente entre muchos jazzistas de acá que deseaban ir a probar suerte a ver si conseguían realizar el sueño de ir a bailar a casa del trompo, se politizó a extremos antes nunca imaginados, fenómeno que empieza a cambiar a partir de la última década del pasado siglo XX, cuando una nueva generación de percusionistas cubanos, en muchos casos con una muy sólida formación académica recibida en nuestros conservatorios, ante la cruda realidad económica del Período Especial optan por irse a residir a Estados Unidos, donde a partir de su altísimo nivel como instrumentistas capaces de abordar cualquier estilo, no sólo se mueven entre agrupaciones musicales de compatriotas sino que han conseguido integrarse a la nómina de disímiles proyectos de jazzistas estadounidenses.

Justo es señalar que, en lo que varios teóricos del arte y la literatura cubanos definen como La Generación del Mariel, también se incluyeron algunos percusionistas que consiguieron alcanzar el éxito en Norteamérica. Son los casos, sobre todo, del baterista Ignacio Berroa y el tamborero Daniel Ponce, ambos con una amplísima trayectoria en la escena del jazz estadounidense.

Empero, los mayores lauros registrados en décadas recientes por parte de los percusionistas cubanos afincados en USA provienen de la generación de músicos cubanos radicados en aquel país a partir de los noventa. Encabezados por nombres como los de Horacio «El Negro» Hernández, Dafnis Prieto, Ernesto Simpson, Ángel, Alexis y Armando «Pututi» Arce, Raúl Pineda, Jimy Branly, Francois Zayas o Pedrito Martínez, desde su quehacer ya sea en la batería o en la percusión menor han puesto muy en alto la escuela cubana de percusión.

Si un solo acontecimiento pudiera resultar un símbolo del enorme prestigio que en el presente gozan los percusionistas de nuestro país vinculados a la escena del jazz en Estados Unidos, ése sería el hecho de que la cátedra de percusión del afamado Berklee Collage of Music ha estado bajo la responsabilidad de Francisco José Mela, un músico formado íntegramente en nuestro país y que iniciara su andadura por el reino de las blancas, negras y corcheas como estudiante en El Yarey, en la provincia de Granma, y que gracias al nunca demasiado bien ponderado subsistema cubano de enseñanza artística y por supuesto, a su talento personal, ha alcanzado el mérito de figurar en la nómina docente de uno de los centros que rige los destinos del jazz a nivel mundial.

En resumen, sucede que como afirma Leonardo Acosta: «La presencia del toque cubano prácticamente en todos los géneros de la música popular de los EE.UU., tal como señalaba John Storm Roberts, y la del jazz y sus variantes en la música popular cubana, por lo menos del danzón a nuestros días, crea históricamente un territorio aparte, de recíproca fertilización, que ha sido capaz de resistir a más de 40 años de ruptura y aislamiento entre los dos países y de enfrentamiento en algunos terrenos.»

De Joaco a Jaco, ¡In memoriam! (5ta. Parte)

De Joaco a Jaco, ¡In memoriam! (5ta. Parte)

3 de marzo de 1979. Tras la formal introducción realizada por Consuelito Vidal, sin discusión alguna la representación femenina del dueto de los más grandes conductores que ha tenido la televisión cubana (la parte masculina corresponde a Germán Pinelli) y con unos cuantos minutos de atraso, arranca la actuación del llamado The Trio of Doom. Sobre el escenario del Karl Marx, Tony Williams desarrolla una improvisación a la batería por espacio de 2 minutos y 46 segundos, la cual sirve para introducir a sus dos compañeros en la formación, John McLaughlin a la guitarra y Jaco Pastorius en el bajo. Ya juntos los tres interpretan «Dark Prince», un asalto jazz rockero de endemoniada velocidad, composición original de John y donde maravilla el pasaje de unísonos entre bajo y guitarra, así como los fragmentos de walking a cargo de Jaco.

Corresponde entonces el turno a «Continuum», toda una maravilla concebida por Pastorius para el destaque de su célebre «Bass of Doom». Comienza tocando su Fender Jazz Bass en un accionar que parece pretender reconocer el instrumento como tal. A medida que pasan los minutos uno se pregunta: ¿cómo lo hace? No parece un bajo, ¿cuándo ha cambiado de instrumento? Pero no, sigue con el mismo. ¡Increíble! Al término del tema, en una suerte de spanglish donde se corrobora la dificultad de los angloparlantes para comprender las diferencias entre ser y estar, Jaco presenta a los integrantes del grupo: «Come on, John McLaughlin, guitar; yo estoy Jaco, ¡Jaco Pastorius!, and in the drums, Tony Williams». Llegan ahora los algo más de cinco minutos y medio de «Para Oriente», corte acreditado a Tony Williams y que es lo menos que me gusta del repertorio interpretado por The Trio of Doom, el cual concluye su presentación en el Festival Música Cuba-USA / Havana Jam con la impactante «Are you the one? Are you the one», poseedora de una coda del todo cautivante.

Aplaudo desaforadamente, aunque tal vez a mis 16 años de edad, no me percate en su justa dimensión del privilegio que he tenido. Por dos noches seguidas he escuchado a Jaco Pastorius actuar sobre el escenario del Karl Marx, con la actitud despreocupada de quien está en un ensayo haciendo algo para lo que posee una facilidad innata de la que carece la mayoría de los mortales. Sonriendo, como si la enormidad de su incomparable talento le hiciese gracia incluso a él mismo. Dueño de un carisma escénico más propio de una estrella del rock que del jazz, En sus conciertos habaneros, lo encontramos con su aspecto de hippie, llenando el escenario con sus bailes y saltos, lanzando el bajo por los aires.

Sentado en mi butaca del lunetario del Karl Marx, lejos, muy lejos estoy de imaginar que una mañana de septiembre de 1987, el mundo amanecerá con la noticia de que una paliza lo había dejado en coma y que a casi dos semanas del suceso, Jaco Pastorius moriría por causa de los golpes recibidos. Pero mucho menos puedo pensar en la noche del sábado tres de marzo de 1979 que 38 años después del Festival Música Cuba-USA / Havana Jam, yo, el Joaco o, lo que es lo mismo, «el pobrecito cieguito que fui, soy y seré para buena parte de la sociedad, desde la condición de Doctor en Ciencias sobre Arte estaré visitando de manera reiterada los EEUU como profesor independiente y académico por cuenta propia, y que el viernes 19 de mayo de 2017, rendiré tributo en su tumba a quien fuera John Francis Anthony Pastorius III, alguien cuya magnitud musical resulta infinitamente mayor que su fama y que, por su legado, es un coloso del jazz de todos los tiempos.

(Fin).

De Joaco a Jaco, ¡In memoriam! (4ta. Parte)

De Joaco a Jaco, ¡In memoriam! (4ta. Parte)

19 de mayo de 2017. A Darío Betancourt lo conozco hace muchos años. Lo que no puedo precisar es el momento justo en que dialogamos por primera vez. Aunque tengo una memoria de elefante, por más que intento no consigo recordar cómo empezó nuestro vínculo y que ha llegado a que lo tenga como uno de esos hermanos que me ha regalado la vida gracias a la común pasión por la música. Quizá todo empezó en aquel concierto de rock a fines de los ochenta en la Casa de la Cultura de Playa y que, como asegura el refrán popular, terminó como la fiesta del Guatao. O tal vez el inicio lo marcó una llamada telefónica, para invitarme a la peña que él organizaba mes tras mes en el cine de Candelaria y para la cual llevaba agrupaciones de La Habana. En fin, determinar el detalle del inicio de nuestra amistad, a estas alturas poco o nada importa.

Lo cierto es que durante la etapa dura del período especial, mientras que él cursaba la especialidad de anatomía patológica en el Calixto García, con frecuencia nos encontrábamos y sosteníamos intensos diálogos sobre alguna banda rockera o metalera. Así, nuestra amistad se fue consolidando y cuando en un momento dado se fue a vivir a Miami pues se había ganado el bombo, el afecto mutuo no se interrumpió. A él le agradezco eternamente una idea suya que no se cansa de repetir y que he asumido como si fuese mía: «hay solo un par de días al año que no nos tienen que preocupar: ayer y mañana».

Siempre que ando de paso por Miami, Darío planifica la asistencia de ambos a un concierto llevado a cabo por alguno de nuestros músicos favoritos. Para este, mi viaje en mayo, la tradición no la cambiamos y hoy viernes nos vamos hacia el Pompano Beach Amphitheater, para una función del guitarrista y cantante estadounidense George Thorogood, otrora líder de la agrupación The Destroyers y recordado compositor e intérprete de un tema tan popular en los tempranos ochenta como la pieza titulada «Bad to the Bone», utilizada incluso como parte de la banda sonora del thriller de ciencia ficciónTerminator 2.

Darío ha cogido la tarde libre en su trabajo y antes de trasladarnos hacia la vecina ciudad de Pompano Beach, nos vamos a almorzar a un restaurante en Hialeah, nombrado Sambor’s Café, sitio de comida cubana llevado por una familia nicaragüense y del que, con mis diferentes visitas a Miami Dade en años recientes, confieso me he vuelto adicto, tanto por el excelente trato de quienes allí laboran como por lo delicioso del menú. El momento es preciso para dialogar y ponernos al día sobre nuestras vidas en los últimos tiempos.

La conversación en Cuba y entre los nacidos en el país, estén donde estén, es otra de las artes nacionales. La representación del ingenio desnudo del cubano. La charla nace con fluidez y se desarrolla de la manera más sorprendente: desde la confidencia de mayor impacto, hasta la anécdota más corrosiva, pasando por el comentario común. Esa capacidad del cubano para hablar en una conversación con idéntica fluidez acerca de lo humano y lo divino desvela uno de los signos claves de nuestra identidad, algo así como el ahínco diferenciador que tenemos respecto al resto de los moradores del mundo, «mestizo, bastardo, arribista y trágico», al que se referiría Leonardo Padura, pero combinado también con un anhelo casi corrosivo, una particularidad atávica del cubano que tiene mucho que ver con el verso que escribió John Donne: «Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra…»

Mi hermano Darío es de los que, a diferencia de otras amistades, no se toma el trabajo de preguntarme: «Por fin, ¿te quedas esta vez?», interrogante a la que, para evitar caer en discusiones baladíes, siempre respondo con un «es que todavía me faltan dos o tres cosas por hacer en Cuba». En un momento de la charla mientras almorzamos, comento acerca de lo sorprendido que estoy ante las crecientes semejanzas que percibo entre Miami y La Habana. Darío me responde con un «¡Tú estás loco, compadre!» Y yo argumento: «Es que en cada nuevo viaje a Miami, noto como aquí también se está perdiendo la cultura del trabajo, algo que no existe en Cuba desde hace años. Te pongo varios ejemplos: el otro día fui a una peletería a comprarme un par de botas de las que me gusta y necesito usar para transitar por las destruidas calles de Centro Habana y la chica que debía atenderme, una muchacha procedente de Colón, Matanzas, y llegada a Miami hace un par de años (según pude conocer de su propia boca), apenas me hacía caso en mi indagación por el modelo de zapato que deseaba pues ella conversaba con su novio por el celular para ponerse de acuerdo en el sitio en que se encontrarían para ir a tomar cervezas. Igualmente, en otros establecimientos miamenses, al saludar o dar las gracias, solo recibí el silencio por respuesta. ¡Idéntico que en La Habana!»

Es que como asegura el destacado músico y crítico de arte Alfredo Triff: «NO hay nada más habanero que Hialeah, ni más miamero que La Habana con todas las antenas apuntando a Miami al programa de Fernando Hidalgo. Rafael Fornés, uno de los mejores teóricos de nuestra arquitectura lo ha dicho: Miami y La Habana son ciudades yin/yang». Sí, en el sur de la Florida, donde hay casi un millón de cubanos y otros que siguen llegando, uno puede escuchar la misma banda sonora que en mi zona de San Leopoldo, Centro Habana, o en buena parte de los almendrones que se mueven por La Habana. La emisora de radio que incluye lo que hoy se está dando en nombrar como Cubatón es la 95.7FM (una frecuencia olvidada de la Spanish Broadcasting System, relanzada y resucitada por Jesús Salas), estación cuya audiencia abarca el área metropolitana de las ciudades de Miami, Hollywood y Fort Lauderdale, en el sur de Florida, y que ahora suena a toda hora los temas de Gente de Zona, Chacal y Yakarta, Chocolate, Divan, Jacob Forever, Los 4, Osmani García, Yomil y El Dany, El Micha y más… Asimismo, en el área de las semejanzas, por toda Hialeah abundan fondas a la usanza de muchas de las paladares que hoy proliferan en la capital de los cubanos. Tanto en unas como en otras se disfruta con nuestra carne de cerdo y la yuca con mojo. Quizá la principal diferencia radique en la diversidad de marcas de cerveza que uno encuentra del lado norte del malecón, aunque hasta en eso empiezan a darse coincidencias a partir de que en ambas orillas la Presidente, de origen dominicano, es presencia habitual.

Concluido el almuerzo, abandonamos el Sambor’s Café y ya montados en el carro, iniciamos el viaje por la I-95 rumbo a Pompano Beach, pero antes, como se hace camino, le ruego a Darío me lleve a Fort Lauderdale, para visitar allí el sitio donde mataron a Jaco Pastorius y el cementerio donde reposan sus restos.

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Imagine una recta interminable que se pierde en el horizonte. La Interestatal 95, conocida simple y llanamente como I-95, es una autopista o carretera que atraviesa 15 estados, por supuesto que con buen asfalto, gran anchura, cómoda y silenciosa, quizá hace un poco de curva, pero es tan tenue y lejana que uno no puede discernir si realmente existe o es su cerebro quien inventa recodos. Inaugurada en 1957, posee una longitud de 1925 millas o lo que es lo mismo, 3101 kilómetros, lo cual la hace la autopista norte-sur de mayor longitud en la costa este estadounidense. Según las estadísticas, aparece entre las más transitadas de la red de autopistas interestatales de Estados Unidos. Su extremo septentrional se ubica en la frontera canadiense en Houlton (Maine), donde se convierte en la Ruta de Nuevo Brunswick 95, mientras que por el sur el límite se establece en la ciudad de Miami, en un empalme con la ruta 1, con lo cual conecta las provincias marítimas de Canadá con Boston, la urbe de New York y Florida.

Tengo que confesar que cada vez que transito por un expressway como la I-95, experimento cierta dosis de temor ante la alta velocidad con que se avanza por esta clase de autopistas, concebidas justo para ello. El sistema Interestatal, oficialmente el «Sistema Nacional de Interestatal y Carreteras de Defensa», fue creado con el objetivo de proporcionar un modo más fácil de viajar a lo largo y ancho de EEUU y como un medio para el transporte militar rápido en tiempos de emergencia. Parece que mis preocupaciones no son infundadas, porque en el sitio digital de Univisión me entero de que la I-95 está entre las carreteras con mayor accidentalidad en USA.

A medio camino entre Miami y Fort Lauderdale, adyacente a la intersección en donde la I-95, Florida Turnpike y Palmetto Expressway se encuentran, Darío se acuerda de que su hijo mayor, Michel, también médico y patólogo como él y que ahora trabaja en un centro clínico de Boca Raton, ciudad ubicada en el condado de Palm Beach, le ha entregado un disco para mí, la ópera prima de los suecos de Dirty Loops, el álbum titulado Loopified. La música de este trío de jóvenes pero muy talentosos instrumentistas (Jonah Nilsson, voz y piano; Henrik Linder, bajo; y Aron Mellergårdh, batería) y que mezclan a la perfección elementos de jazz, funk, soul, R&B y pasajes de electro dance es de esas que le carga las pilas a uno.

Hacemos un alto en la conversación para deleitarnos con la escucha de temas como «Hit me», «Sexy girls», «Sayonara love», «Wake me up», «Die for you»…, y en medio de ese interín me da por pensar que todo el sur estadounidense, y quizá todos los sures de este mundo, son tan inspiradores, seductores y peligrosos que no sé si es más fácil dejarse subyugar por su encanto literario que por el tangible, o tal vez todos sean estados fugaces de una misma realidad que se aparta de los curiosos. Creo que yo nunca podría olvidar lo narrado en la novela testimonio Medianoche en el jardín del bien y del mal, escrita por  el periodista John Berendt y llevada luego al cine por el director y actor Clint Eastwood porque parece fundirlo todo: la superficialidad de la vida social y lo oculto bajo ella, lo prohibido, lo ignorado, la fatalidad y la magia, y una belleza amarga y deslumbrante.

El sur, dicen, es un estado de ánimo, un lugar tan geográfico como sentimental. El sur es misterio, es liberación, es tenebrismo; es el fértil suelo literario, gótico, criminal, áspero y vital de las páginas de William Faulkner, Flannery O’Connor, Carson McCullers o el primer Truman Capote. Es el latido de la tierra verde, pantanosa, viva, acechante, movediza que explota y se manifiesta por medio de varios géneros musicales: si el blues dio forma al aliento vibrante y trágico de esa tierra indescifrable, el jazz fue su manifestación urbana, canalla, festiva; si el country fue la voz austera de las zonas rurales, el rock and roll fue la reverberación planetaria y liberadora de una verdadera explosión de vísceras.

Mientras Darío y yo avanzamos a paso acelerado por la I-95, pienso que aquí en la Florida uno puede encontrar lugares tan diferentes entre si como ese sitio hirsuto que es el Homestead floridano o St. Augustine, de donde uno no se puede ir sin probar el agua de la Fuente de la Eterna Juventud, a cuyo alrededor existe todo un parque temático, claro, con figuras de cera de Ponce de León y esas cosas pero donde, pese a su espectacularidad, el hecho de que el verdadero Ponce de León lleve siglos muerto me hace desconfiar de la efectividad del aludido manantial. Por un instante recuerdo pasajes de la serie televisiva Los Simpson, en particular cuando la familia viaja a Florida. Ese, más o menos, es el ambiente de este Estado. No hay que pensar en Miami, en cuerpos esculturales tostados al sol y hablando castellano con acento de Cuba. El interior de Florida es un nido de racismo, raíces que se hunden en el pasado y mucha tela por donde cortar. Mucha. Pero mucha, mucha. Y es, además, el reino de los pantanos.

Porque en la Florida (y en la vecina Louisiana) todo gira alrededor de la ciénaga, desde los cómics de Alan Moore hasta las atracciones de carretera. Las más usuales son los parques de aligátores, esos simpáticos animalejos tan parecidos a los cocodrilos que de vez en cuando se cuelan en la piscina de alguna familia adinerada acongojándoles un rato. Quizá no me explique bien, y alguien se imagine algo así como un zoológico. No, esto es otra cosa. Las jaulas de los mapaches tienen apenas su tamaño (lo que tal vez justifique su perpetua mala leche), la mayoría de la fauna está disecada, y los saurios se apelotonan en palanganas como la que se usa con los niños pequeños de casa. Apelotonarse es apelotonarse, estar continuamente unos encima de otros en lo que parece una orgía de lagartijas cicladas donde es poco recomendable participar.

En los Wonder Gardens de Bonita Springs tenían incluso al llamado Big Joe, el aligátor más grande de Florida, que hizo una estelar aparición en uno de los capítulos de Los Simpson. Fallecido hace unos años, todavía sigue dando guerra tras haber sido disecado con un gusto más que dudoso, muy del Sur. Si sirve de consuelo, se puede señalar que existen idénticos problemas de espacio en los llamados Bear´s Pits que aparecen diseminados por la ruralidad hillbilly, y donde los pobres bichos desfallecen hasta morir, supongo, de aburrimiento. Claro que si me da por pensar que la lucha contra osos (de hombres contra osos, quiero decir) es uno de los «deportes tradicionales» de la zona (ahora evoco la interpretación que hace Garth Ennis sobre esto en The good old boys, uno de los spin off de Predicador) pues a lo mejor se llegue a la conclusión de que no es mala vida. A fin de cuentas, como escribiese William Faulkner enMientras agonizo: «la única razón para vivir es prepararse para estar muerto durante mucho tiempo».

Sin percatarme hemos arribado al cementerio donde reposan los restos de Jaco Pastorius. Una chica que habla en español con acento centroamericano nos indica el lugar exacto por el que nos interesamos y comenta que son muchos los visitantes que llegan hasta el sitio para rendir tributo al más grande bajista de los últimos tiempos. Aquí las tumbas se erigen sobre el nivel del suelo, dada la imposibilidad de descansar en paz bajo tierra pues en la Florida, todo es tumulto animal, aliento húmedo, corrimiento de tierra empapada, río de savia, fluido vivo. La tierra del sur de EEUU exhala el hálito de la vida eterna, y todos los escritores allí nacidos sabían esto ya antes de venir al mundo. Como Flannery O’Connor, esa autora que dijo una vez: «Yo escribo para descubrir qué es lo que sé».

Parado al lado de la tumba de Jaco Pastorius, a mi mente viene un listado de bajistas cubanos, residentes en el país o afincados en la diáspora, en la Cuba transnacional, transterritorial, políglota y plural dispersa por doquier, como el jardín de los senderos que se bifurcan de Jorge Luis Borges. En nombre de todos ellos, yo, Joaquín Borges-Triana, me agacho ante ti y te saludo, John Francis Anthony Pastorius III.

(Continuará).

De Joaco a Jaco, ¡In memoriam! (3ra. Parte)

De Joaco a Jaco, ¡In memoriam! (3ra. Parte)

Más o menos por la propia época del debut fonográfico de Jaco, la cantante y compositora canadiense Joni Mitchell andaba a la búsqueda de un bajista. Ella no se sentía satisfecha con el desempeño de su banda habitual; pretendía grabar una música más compleja, pero sus músicos no conseguían entender lo que deseaba. El bajista del grupo, sobre todo, pensaba que Joni estaba reclamando extravagancias. Mitchell se sentía aburrida del estilo plano de bajo que había caracterizado el pop rock de los sesenta y setenta, algo que le parecía pobre en comparación con las dinámicas líneas de bajo en el jazz o el funk. Empero, para mayor complejidad del asunto, tampoco quería exactamente un bajista que se limitase a trasladar lo jazzístico y lo funkero a su música. Lo que ella anhelaba era alguien que pudiese crear una mayor interacción con las melodías vocales, que supiese armonizar de manera más rica, que sobrepasara dar las notas típicas que componen el esqueleto de cada acorde.

Cierto día, en medio de una de las habituales discusiones con su bajista, el hombre le dijo: «No voy a tocar esas cosas raras que pides. Además, ya hay un bajista que hace tales extravagancias. Se nombra Jaco Pastorius. Llámalo, te gustará». Picada por la curiosidad, Joni llamó a Jaco. En cuanto se pusieron a tocar, rápidamente se dio cuenta de que aquel era el músico que necesitaba. El resultado de la colaboración fue un álbum devenido otro de los puntales con los que Pastorius terminaría ejerciendo una indeleble influencia sobre los bajistas posteriores. Por ejemplo, en la canción que daba título al fonograma, «Hejira», el bajo, en vez de ejercer como mero cimiento, se mezcla con el resto de las armonías y evidencia la mentalidad orquestal con la que Jaco concebía su aportación a las canciones, que en esencia eran melodías vocales complejas que contrastaban y proveían contrapunto a los ritmos de jazz de los arreglos.

La colaboración entre Jaco Pastorius y Joni Mitchell dejó varios trabajos memorables. Imprescindible escuchar el doble en directo de Joni titulado Shadows ad Lights, con una de las mejores bandas que se haya armado nunca para acompañar a un cantante en gira. Jaco y Pat Metheny al bajo y guitarra, Michael Brecker al saxofón, Don Alias en la percusión y Lyle Mays a los teclados. Igualmente resultan espectaculares los arreglos de viento hechos por Pastorius para el tema «The dry cleaner from Des Moines», del disco Mingus, de Mitchell.

Jaco Pastorius estaba revolucionando su instrumento, pero pocos lo sabían. Necesitaba una plataforma con la que darse a conocer entre un público más amplio. La oportunidad se dio cuando fue a ver un concierto de Weather Report, la exitosa banda de jazz fusion dirigida por el teclista austriaco Joe Zawinul, uno de los grupos más populares del estilo iniciado por Miles Davis con el disco Bitches Brew. Tras finalizar la actuación, Jaco se acercó a Joe Zawinul y se presentó de la manera que él consideraba más conveniente: «Hola, me llamo John Francis Pastorius III y soy el mejor bajista del mundo». Zawinul, a quien no caracterizaba la simpatía precisamente, le respondió con un seco «¡vete al carajo de aquí, so comemierda!». Jaco ni se inmutó ante el desplante, sino todo lo contrario. Consiguió iniciar una conversación e insistió en que el teclista escuchase sus grabaciones, cosa a la que este accedió finalmente. Dice la leyenda que cuando Joe Zawinul se encontraba oyendo a Jaco en su habitación de hotel, el que entonces era bajista de Weather Report, Alphonso Johnson, pasó por delante de la puerta y quedó sorprendido por lo que estaba escuchando: «Empecé a sentir que mis horas en Weather Report estaban contadas», recordaría con sorna algún tiempo después. En cualquier caso, Johnson terminó dejando el grupo pocos meses más tarde, descontento con su funcionamiento interno. El abandono se produjo mientras la banda grababa un nuevo álbum. Zawinul no dudó a la hora de llamar a Pastorius para cubrir el hueco.

La llegada de Jaco a Weather Report fue providencial. El estilo del grupo estaba evolucionando y todo lo que necesitaban para alcanzar la perfección era un músico tan libre de restricciones al tocar como Pastorius. Su aportación ya se dejó notar considerablemente en el disco Black Market, de 1976; aunque solo intervino en dos temas, aportó una composición propia que anticipaba el venidero sonido del grupo, «Barbary Coast». En la siguiente producción, Heavy Weather, Jaco ya era un miembro completamente integrado en la agrupación. Este fonograma supuso el momento de máximo esplendor comercial de Weather Report, siendo el álbum más vendido de toda su discografía. Dos cortes del larga duración, «Rumba Mama» y «Palladium», ponen de manifiesto las influencias de la música cubana en el grupo dirigido por Joe Zawinul, aspecto acerca del cual se ha hablado poco y que de seguro obedeció a una iniciativa de Pastorius.

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Jaco disfrutaba a tope los momentos más felices de su existencia. Casado con su novia del instituto, tenía dos hijos y llevaba una vida despreocupada. Su prestigio como músico crecía a pasos agigantados. Todo iba bien. Hasta que la cosa empezó a cambiar. Cuando surgieron los problemas, nadie a su alrededor supo muy bien cómo reaccionar. El carácter de Pastorius siempre había sido extrovertido y algo excéntrico, esto no era una novedad para nadie. Bromista y juguetón, le gustaba comportarse como un niño malcriado. Sus locuras eran habituales; en una ocasión desapareció del bus de gira, ¡mientras el carro estaba en marcha por la autopista! Dado que solía esconderse para tomarle el pelo a sus compañeros, todos dieron por hecho que se había metido en algún rincón inverosímil de la guagua y que aparecería en cualquier momento. Sin embargo, pasaban los kilómetros y no había rastro de él. Cuando llegaron al lugar del concierto, descubrieron con asombro que Jaco ya estaba allí, esperándoles. Al parecer, se las había arreglado para salir del autobús en marcha, descolgándose por una ventanilla y saltando al auto de unos admiradores que le habían reconocido y le habían saludado.

Semejante clase de tonterías, que eran habituales en él, no suponían mayor problema. Por lo demás, era un tipo responsable y muy entregado a su vida familiar. Sin embargo, el carrusel de la fama lo absorbió. Empezó a beber y consumir drogas, en especial cocaína; sus fiestas cada vez se alargaban más, a veces durante días enteros. Su aureola de individuo imprevisible pasaba de boca en boca. Es difícil determinar si ese desordenado tren de vida ayudó a despertar unos problemas psicológicos que ya estaban latentes, lo cual es probable. Lo cierto es que la conducta de Jaco fue empeorando. Se separó de su mujer, se volvió a casar y tuvo gemelos, pero las cosas no mejoraron. El humor de Pastorius se estaba transformando de manera cada vez más radical e imprevisible. Comenzó a tener arranques de megalomanía mística que ya no se parecían a la egolatría adolescente de otros tiempos, y que iban seguidos de momentos de hundimiento en los que daba la impresión de venirse abajo por completo. Esto arruinó su segundo matrimonio y enrareció al máximo el ambiente en Weather Report.

Ya para ese momento, Jaco Pastorius soñaba con formar una banda propia. Así, en 1981 firma un suculento contrato con Warner Bros, para grabar su segundo disco en solitario, Word of Mouth. El álbum contenía trabajos tan curiosos como una versión de un tema de los Beatles, «Blackbird», otro cover muy sorprendente acerca de una obra de Johann Sebastian Bach o un corte no menos llamativo como «John and Mary». Pero nada de esto era lo que la compañía esperaba de aquel fonograma. Habían confiado en que Jaco grabase algo más parecido a su ópera prima, bien centrado en su virtuosismo como bajista y no tanto en las técnicas de composición y orquestaciones. Estaban decepcionados. Para colmo, les entró el pánico cuando Pastorius insistió en abrir la producción con «Crisis», una nerviosa pieza que los músicos habían grabado ¡sin escuchar lo que hacían los demás! La verdad es que resulta un tema fascinante. Aunque el bajista se salió con la suya, en Warner respondieron no dándole al disco el apoyo que su protagonista creía merecer.

La gira de Word of Mouth terminó de confirmar las preocupaciones sobre el estado mental de Jaco Pastorius. El batería de su nueva banda era hijo de un psiquiatra, quien le dio los primeros indicios de que podría estar padeciendo un trastorno bipolar. Ante la insistencia de su familia para hacerse examinar, fue diagnosticado como maníaco-depresivo en 1982. Empezó a tomar litio para controlar el trastorno. Sin embargo, como muchos pacientes bipolares, tuvo problemas para asimilar lo que le estaba pasando y en especial para sobrellevar los efectos secundarios de la medicación. En 1982 se editó su último disco con Weather Report, donde ya no había ninguna composición suya. Mientras tanto, su tercer álbum en solitario se quedó sin publicar. Herido por la enfermedad y por estos fracasos musicales, comenzó a recorrer una espiral descendente que lo alejaba de todo. En 1983 no hizo nada con su carrera, salvo dar a la luz un directo grabado en la gira de Word of Mouth. Su desánimo y los abandonos de la medicación hicieron empeorar todavía más la situación.

Poco antes, Jaco Pastorius había ocupado la portada de todas las revistas especializadas. Los bajistas, los demás músicos y muchos aficionados lo consideraban ya una leyenda viva, pero él era incapaz de salir del pozo. Su dinero se esfumó, en buena parte por culpa de la cocaína. Le desalojaron de su apartamento neoyorquino por no pagar el alquiler. No demasiado tiempo después, se le vio tocando en la calle a cambio de monedas. Sus allegados supieron que estaba durmiendo en un parque de Manhattan, pero él rechazaba toda ayuda y parecía querer quedarse allí. Estando en un banco del parque, le robaron su legendario bajo, que permaneció desaparecido durante años (al saber que lo tenía un inescrupuloso coleccionista, Robert Trujillo lo recompró y se lo cedió a la familia).

Por entonces Pastorius grabó un vídeo educativo sobre técnicas de bajo junto a uno de sus ídolos, el también legendario bajista Jerry Jemmott (en sus momentos de bajón, Jaco había llegado a decir «todo lo que hago es una mala imitación de Jerry Jemmott»). En el vídeo, Pastorius aparece con mal aspecto —aparenta bastante más años de los que tiene— y cuando un respetuoso Jemmott le comenta que el mundo le considera un músico increíble y le pregunta cómo le hace sentir eso, Pastorius responde con un descorazonador «pues conseguidme un concierto». Aún era famoso y respetado; incluso sus ídolos hablaban de él con veneración. Pero estaba solo. No porque no tuviese a nadie. Tenía una mujer, tenía hermanos, tenía amigos, tenía admiradores. Pero era incapaz de aceptar la ayuda que le ofrecían. Como si estuviese en otra dimensión.

La caída a los infiernos del divino Jaco Pastorius parecía no tener final, hasta que regresó a Florida, donde su mujer y sus hermanos consiguieron por fin que aceptase ingresar en un hospital. Aquel noble intento no duró demasiado. Al poco tiempo, Jaco salió y en un abrir y cerrar de ojos, volvió a estar durmiendo en un parque. De nuevo se negaba a recibir ayuda. Nadie sabía qué hacer para sacarlo del hoyo; no se veían capaces de conseguir mucho más que aferrarse a la idea de que quizá el paso del tiempo le devolvería algo de equilibrio, como pasaba con otros pacientes. Pero era demasiado tarde, no por culpa de la enfermedad, sino del arrebato criminal de un portero de un club nocturno.

(Continuará).

De Joaco a Jaco, ¡In memoriam! (2da. Parte)

De Joaco a Jaco, ¡In memoriam! (2da. Parte)

John Francis Anthony Pastorius III nació en Norristown, Pensilvania, el 1 de diciembre de 1951. Conocido como Jaco Pastorius, de niño era supuestamente feliz, el primero de una triada de hermanos en un hogar en apariencias normal. Sin embargo, en su casa, como en casi todas, había problemas. Siendo pequeño, su familia se mudó a Oakland Park, Florida, cerca de Fort Lauderdale. Pastorius fue a la escuela primaria en St. Clement’s Catholic School, en Wilton Manors, y fue monaguillo en la parroquia adjunta. Los Pastorius daban la impresión de resultar una familia católica convencional; Jaco nadaba y jugaba en la cercana playa, y repartía periódicos montado en su bicicleta. De puertas adentro las cosas eran menos idílicas. Su padre, Jack Pastorius, baterista y cantante de orquestas de swing, actuaba en clubes nocturnos de mala muerte y acostumbraba a extender el jolgorio bebiendo, a despecho de que en el hogar familiar le esperaban su esposa y sus tres hijos. Cuando aparecía, llevaba poco dinero a casa.

La señora Stephanie Katherine Haapala Pastorius hacía cuanto estuviese a su alcance para sacar adelante a los tres niños en mitad de no pocas dificultades. «A veces cenábamos un gofre y un refresco», recordaría uno de los hermanos de Jaco en el muy recomendable documental producido por Robert Trujillo, bajista de Metallica. En cualquier caso, se sabe que Jaco era un niño entusiasta, cuyas principales pasiones eran el deporte —el béisbol, el fútbol americano— y en particular la música, para la que mostró desde muy chico una marcada inclinación y también grandes dotes. Trasladado con el resto de la familia al estado de la Florida, gustaba oír a todas horas un pequeño transistor con el que llegaba a captar emisoras de la cercana Cuba; según sus biógrafos, la música cubana se convirtió en una de sus fundamentales influencias, aunque Jaco siempre recordó con énfasis que en Florida, mientras él crecía, no existían las restricciones estilísticas que sí se daban en otras partes de EEUU.

«Creciendo en Florida, nunca nadie me dijo: “tienes que tocar jazz” o “tienes que tocar blues”. Yo me limitaba a escuchar. Lo que me gustaba, me gustaba. Y lo escuchaba todo, desde Elvis a Miles Davis. Florida es genial porque no existen los prejuicios musicales. Mi familia se mudó a Florida cuando yo tenía siete años y allí empecé a escuchar a grupos de percusión, a bandas cubanas, a James Brown, a Sinatra, a los Beatles. Lo oía casi todo por la radio».

Y es que durante el siglo XX, los Estados Unidos de América tomaron el relevo de Europa como epicentro de la producción cultural en occidente. Quizá su literatura o su filosofía no hayan llegado a eclipsar el descomunal legado europeo, cuyo peso específico acumulado sigue siendo muy superior, pero la cinematografía, la televisión y sobre todo la música estadounidenses se han convertido en un nuevo paradigma artístico cuya influencia se extiende literalmente a todo el planeta. La música norteamericana —un laberíntico compendio de influencias europeas y africanas— ha propiciado la aparición de varios géneros que han revolucionado el concepto mismo de la música como arte.

Así pues, para Jaco no había distinciones de cultura o color de piel; toda la música era juzgada según los mismos criterios. Aunque le gustaba probar varios instrumentos, como la guitarra o el saxofón, la percusión fue lo primero que le cautivó. En sus horas libres repartía periódicos sin descanso, hasta reunir dinero suficiente con el que comprar una batería a su medida. De inicio, tocó en bandas adolescentes, pero cuando tenía trece años se lesionó la muñeca mientras jugaba al fútbol («mi mano izquierda casi se separó del resto del brazo»). Tras recuperarse, se dio cuenta de que ya no tocaba la batería como antes. Dicha limitación hizo que perdiese el puesto en el grupo del que era integrante; sin embargo, poco después cuando el bajista de la banda se marchó, decidió que intentaría ocupar esa plaza. Se compró un bajo Fender y empezó a practicar con sumo denuedo.

El progreso de Jaco al bajo era tan rápido que siendo menor de edad comenzó a codearse con músicos profesionales de la zona donde residía. Se las arreglaba para pisar cualquier escenario; para asombro de sus compañeros de grupo, conseguía conciertos en garitos frecuentados por negros, en unos barrios donde en otras circunstancias no se hubiesen atrevido a poner el pie. En esos clubes de dudosa reputación pero de efectividad musical, él era bienvenido por su simpatía y don de gente, y respetado porque el muchacho sabía tocar.

Atraído por el jazz, logró ahorrar nuevamente, esta vez para comprarse un contrabajo. Ese tono profundo y dulce lo cautiva. Empero, Jaco Pastorius tiene dificultades para mantener en buenas condiciones el instrumento, debido al exceso de humedad y calor en su casa de Florida, algo típico de la zona, por lo que un día se percata de que su contrabajo se ha agrietado, a consecuencia de lo cual lo cambia por un bajo eléctrico Fender Jazz Bass de 1962, al que, a la postre, le quita los trastes y rellena los huecos con una resina que se utilizaba para la reparación de embarcaciones. Así consigue acercarse al sonido del bajo acústico.

De ese modo nació su famoso «Bass of Doom», el bajo con el que empezó a tocar permanentemente, con el que grabaría durante su carrera, el que le acompañó en el resto de la vida (al menos hasta que, un año antes de morir, en la época en que ya deambulaba por las calles, se lo robaron en un parque neoyorquino). Lo cierto es que cuando Jaco era un adolescente, los bajos eléctricos sin trastes o fretless ya se comercializaban, pero eran utilizados de manera esporádica, como una alternativa puntual al bajo convencional. Él, sin embargo, desarrolló todo su estilo tocando con su bajo fretless, y esto, con el tiempo, ayudaría a distinguirlo de los demás bajistas de su generación.

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Siendo casi un adolescente, Jaco ya tocaba con diversos músicos de la región. En esos años de formación, se presentó a una audición para la banda del cantante de soul Wayne Cochran (los C.C. Riders), quien le puso delante unas partituras y le hizo interpretar un tema. Cochran dedujo de inmediato que Pastorius no sabía leer música, porque no lo vio echar un solo vistazo a los papeles que tenía delante. No obstante, Jaco ejecutó el bajo tan bien que Wayne no dudó en contratarle. En dicha etapa, participa en varias grabaciones locales de R&B y jazz, como algunas con Little Beaver e Ira Sullivan. Poco tiempo después, cuando el bajista pretendió matricular como estudiante en la facultad de música de la Universidad de Miami (UM), a pesar de sus evidentes carencias teóricas, los profesores descubrieron que su nivel técnico era tan avanzado y sus conocimientos sobre diversos estilos tan amplios, que teniendo solamente veintidós años la propia facultad lo reclutó como profesor de bajo.

Fue el momento en que conoció a otro personaje prodigioso y que epocalmente coincidía con él en la facultad de música de la UM, un guitarrista de 19 años y que también era tan bueno que terminó convirtiéndose en profesor de dicha institución. ¿Su nombre? ¡Pat Metheny! Pastorius y Metheny se harían famosos por separado, pero eran amigos desde aquellos tempranos años. La primera vez que Metheny, recién llegado de Kansas y con escasa experiencia musical, vio tocar a Jaco, no pudo creer lo que estaba presenciando: «Mi primera reacción al escucharle fue pensar: ¿hay gente así en todas partes? ¿Es esto lo normal? Quizá debería subirme al autobús y volver a Kansas City».

Ambos prodigios fueron descubiertos por el legendario pianista canadiense de jazz Paul Bley, quien de inmediato captó el potencial de los dos y por eso les propuso grabar un disco junto a él. Paul Bley era un icono para Jaco y Pat, no en vano había compartido escenario con figuras de la talla de Charlie Parker o Charles Mingus. El álbum que grabaron, fue autoeditado por Bley, no tenía título y solo mostraba los nombres de los cuatro participantes: Bley, Pastorius, Metheny y el batería Bruce Ditmas (hoy se edita con el nombre de Jaco, supongo que para producir la falsa impresión de que se trata del debut en solitario de Pastorius). Si bien este es un fonograma muy relevante a nivel documental porque es la primera grabación tanto de Pastorius como de Metheny, palidece en comparación con las cosas que Jaco estaba a punto de hacer. Su auténtica ópera prima se produjo cuando el batería de Blood, Sweat & Tears se topó con él y, asombrado por el talento de aquel joven desconocido, se puso como meta conseguirle un contrato discográfico.

El verdadero debut en solitario de Jaco, titulado Jaco Pastorius, se publicó en 1976. Ciertamente, no fue un disco que gozara de mucha popularidad, pero tomó a los bajistas (y al mundo del jazz) por sorpresa. Aquel joven músico sonaba como ningún otro bajista lo había hecho antes. Pero además, el álbum no tenía desperdicio. La grabación empezaba con una versión del «Donna Lee» de Charlie Parker, que servía sobre todo para develar al mundo el timbre único de su manera de tocar y su virtuosismo. Ahora bien, lo mejor llegaba después con temas como «Portrait of Tracy», donde Jaco hacía un uso de los armónicos inédito en un bajista, o «(Used to Be A) Cha Cha», corte en el que mostraba la manera tan peculiar en que había asimilado las influencias cubanas.

O qué expresar de la fascinante «Kuru / Speak Like a Child», con su maravillosa mezcla entre jazz de tintes caribeños y arreglos orquestales. Por supuesto que no faltaba una pieza en los aires del funk más asequible, destinada a ejercer de gancho para los oyentes menos entrenados, la irresistible «Come On, Come Over», a la que ponían voces nada menos que las leyendas del soul Sam & Dave, y donde Herbie Hancock se encargaba de los teclados. Es uno de los temas que pueden servir para introducir a un profano en el mundo de Pastorius. Este fonograma llevó a Jaco a los primeros planos de la escena jazzística internacional. Muchos opinan en la actualidad que la grabación resulta una escucha imprescindible para los bajistas de todos los tiempos, por la riqueza técnica y la calidad de sus composiciones.

No conozco ningún bajista que haya explorado la cuestión melódica y compositiva como lo hizo Jaco en 1976 con su primer disco. La cuestión del virtuosismo no está encerrada en su técnica, sino en los límites que rompió con el instrumento. Recuérdese que en los setenta el bajo eléctrico aún era una herramienta novedosa (creada a inicios de los cincuenta), que tenía un gran potencial por develar. Jaco descubrió la virtud melódica del instrumento más allá de los solos incidentales propios de jazz. Hablo de composiciones específicamente creadas para el bajo eléctrico, con una ingeniería musical extraordinaria, como nunca antes se había hecho.

(Continuará).

De Joaco a Jaco, ¡In memoriam! (1ra. Parte)

De Joaco a Jaco, ¡In memoriam! (1ra. Parte)

3 de marzo de 1979. Es sábado, algo pasadas las siete de la tarde. Por las calles aledañas al Karl Marx, grupos de personas caminan hacia la instalación ubicada en 1ra. Y 10. He llegado hasta Miramar en una 132 atestada de público. ¿El objetivo? Asistir a la segunda noche del Festival Música Cuba-USA / Havana Jam, evento Organizado por la Columbia Broadcasting System (CBS) y el Ministerio de Cultura de nuestro país. Mientras avanzo por 10, me doy cuenta de que tengo que dar gracias a la vida, porque a mis cortos 16 años de edad, soy de los pocos (¡poquísimos!, sería mejor decir) pepillos habaneros (y cubanos en general) amantes del rock y empedernidos fans de emisoras radiales estadounidenses como la WQAM y la KAAY –por programas como Baker Street– que he logrado tener entradas para las tres funciones de este encuentro entre músicos yumas y cubiches, todo gracias a la gestión de mi profesor de piano, Frank Emilio.

Por un instante pienso en mis socios del pre Saúl Delgado que andan en la etapa de los 45 días al campo en Pinar del Río, que comparten idéntica afición que yo por la música anglosajona y que se están perdiendo esto. Pero qué caray, si de seguro ninguno de ellos hubiese podido venir, porque como comprobé anoche la mayoría de los asistentes ha sido convocada por invitación, como una tarea revolucionaria a cumplir, sin tener la más puta idea de quién es John McLaughlin, David Crosby, Stephen Stills, Kris Kristofferson, Rita Coolidge o Weather Report.

Ya ante la fachada del Karl Marx, me encuentro con Marta, la amable y cariñosa esposa de Frank Emilio. Hoy ella no puede sentarse junto a mí, como hizo ayer, y describirme cuanto sucede sobre el escenario. Debe acompañar tras bambalinas a mi maestro pues en esta segunda jornada a él le toca actuar como parte del grupo Los Amigos. Mientras esperamos que abran las puertas y se dé paso para acceder al lunetario, algunos que como yo pudieron concurrir en la noche del viernes 2 a la primera función del evento, comentan lo impactante de la actuación de Weather Report, esa banda fundamental del jazz fusion e integrada por el tecladista Joe Zawinul, Wayne Shorter al saxofón, el baterista Peter Erskine y el bajista Jaco Pastorius, un tipo fuera de liga y que se llevó las palmas de la presentación.

Hay coincidencia de criterios acerca de que el show de Weather Report fue sencillamente impresionante y que nunca en nuestras vidas habíamos asistido a un espectáculo como ese, no solo por la maravilla de lo musical sino por la parafernalia utilizada en el concierto. Todo empezó por ir bajando poco a poco la intensidad de las luces de la platea, para ir entrando entonces el sonido de la grabación de una orquesta sinfónica que interpreta el célebre Bolero de Maurice Ravel. Mientras el lunetario se fue oscureciendo, el audio del Bolero iba subiendo hasta llegar al estrépito. Así, quienes estábamos en el público éramos conducidos (sin darnos cuenta) a una situación cercana al clímax sicodélico, instante ideal para echar a andar varias máquinas de humo (fog machines). Cuando el escenario estuvo cubierto por una enorme capa de niebla, se encendieron las luminarias y se levantó el telón rojo del proscenio, para ver sobre las tablas a tres de los integrantes del ensamble, mientras que el cuarto, Jaco Pastorius, penetraba en una carrera desaforada con su bajo eléctrico en ristre.

En el repertorio tocado anoche por Weather Report, sobresalieron las piezas «Black market» y «Teen Town». Pero lo que sin discusión alguna más nos impactó a los amantes del jazz fusion fue escuchar la sonoridad que aquel demonio enloquecido extraía de su bajo eléctrico, un Fender modelo Jazz Bass de 1962, al que le había extraído los trastes para convertirlo en un fretless, variedad de instrumento que hasta ayer no habíamos visto en Cuba y con una sonoridad más similar a la producida por el contrabajo. A lo anterior se añadía la sustitución de las habituales cuerdas de entorchado plano empleadas en los bajos fetless, por unas de entorchado redondo y que también contribuyen al estilo sin par alcanzado por Jaco.

Son las ocho de la noche y parece que de un momento a otro abrirán las puertas del teatro. Mientras, algunos siguen hablando de la función de ayer viernes y en particular de la actuación de la Fania All Stars, formación dirigida por el flautista dominicano Johnny Pacheco y con los cantantes Rubén Blades, Pete («el Conde») Rodríguez, Héctor Lavoe, Santos Colón, Luigi Texidor, Adalberto Santiago, Ismael Miranda y Wilfrido Vargas. A ellos les tocó presentarse al filo de la una de la madrugada, cuando muchos asistentes al teatro se habían marchado.

Por fin se abren las puertas para que pasemos al lunetario, Tengo la fortuna de estar ubicado en platea baja, a la izquierda de una de las filas del centro, un lugar privilegiado para escuchar lo que acontecerá a partir de las 9 PM, hora fijada para el inicio de las tres jornadas del Havana Jam y que al menos anoche no se cumplió. Según el programa, abrirá la velada la Orquesta CBS Jazz All Stars, que se dividirá en dos agrupaciones de formato reducido: primero, el llamado The Trio of Doom (John McLaughlin a la guitarra, Tony Williams a la batería y Jaco Pastorius en el bajo), y segundo, el CBS Ensemble, un «ven tú» integrado por músicos como los saxofonistas Arthur Murray Blythe y Jimmy Heath («Little Bird»), el flautista Hubert Laws y el percusionista Willie Bobo, así como Richard Tee y Rodney Frankli (piano y teclados), el guitarrista Eric Gales y el bajista John Lee. Por ahora, solo queda esperar.

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11 de septiembre de 1987. Un hombre en estado de embriaguez pretende entrar en un club en Fort Lauderdale. Aunque debe estar entre los treinta y cuarenta años de edad, no presenta muy buena facha y puede asegurarse que vive sus horas más bajas. De hecho acostumbra a dormir en un parque. Incluso, ese propio día ha salido de la cárcel por robar un auto y conducirlo por una pista de atletismo sin la requerida licencia. Para colmo de males, un rato antes de llegar al bar donde ahora intenta entrar, en otra discoteca del área quiso sabotear un concierto del guitarrista Carlos Santana. Sus gritos para que le permitan acceder al local van en aumento. Un vigilante de seguridad del club, Luc Havan, alguien versado en este tipo de enfrentamientos, se lo impide.

El hombre enfurece y, mientras profiere insultos, comienza a golpear una puerta de cristal. Cuando ve que los encargados de seguridad se le echan encima, trata de huir, pero le alcanzan y empiezan a darle una soberana paliza. Él ni siquiera hace algo para ripostar; parece completamente rendido e indefenso. Pero eso no detiene a Luc Havan, un cinturón negro de kárate que se ensaña ante el horror de los presentes. Le propina tal cantidad de puñetazos y patadas que le rompe varios huesos de la cara y el cráneo, además de un brazo. Los golpes son tan brutales que incluso uno de los ojos de la víctima se desplaza de su cuenca. Todo por patear una puerta. Más muerto que vivo, el hombre es trasladado a un hospital, donde se le declara en estado de coma.

En los días siguientes permanece inconsciente en el centro médico, mientras sus familiares tienen la esperanza de que, por un milagro de la naturaleza, pueda llegar a recuperarse. Las heridas son demasiado serias y tras varias jornadas de tensa angustia, una hemorragia interna detiene toda actividad cerebral. Su cuerpo todavía vive en virtud de la respiración asistida, pero los médicos hacen un trágico anuncio a la familia: «ya nunca va a despertar. Aunque su corazón late, su mente no volverá a funcionar». Diez días después de haber recibido la paliza, los padres del infortunado individuo acceden a seguir el consejo del personal sanitario y retiran la respiración asistida. Así murió, a los treinta y cinco años de edad, Jaco Pastorius. El vigilante Luc Havan fue juzgado y sentenciado, mas se libró de los cargos de asesinato (se transformó en un juicio por homicidio) y sólo cumplió 4 meses de los 5 años a los que le habían condenado.

En 1987 hay varios fallecimientos que ocupan titulares en los medios de comunicación de todo el mundo: Fred Astaire (actor, cantante, coreógrafo y bailarín de gran prestigio por su carrera teatral y cinematográfica), William Casey (Director de la Agencia Central de Inteligencia, CIA, de USA, entre enero de 1981 y enero de 1987), Carlos Drummond de Andrade (poeta y político brasileño, fue uno de los promotores del modernismo en su país), pero la muerte del llamado «Jimi Hendrix del bajo» o, como se decía en la nota funeraria de the New York Times, «un Monet con sentido del ritmo», conmocionó a todo el universo musical porque él había revolucionado el bajo eléctrico durante la segunda mitad de los años setenta. Su gran mérito fue transformar la función de un instrumento al que, hasta entonces se le asignaba el discreto acompañamiento de los instrumentos solistas, en uno que a partir de su genial desempeño pasó a la primera línea de protagonismo.

La meteórica carrera de Jaco, de una brillantez sencillamente inigualable, terminó siendo interrumpida por problemas psicológicos que permanecieron durante varios años sin diagnosticar y que, sumados a un cada vez más caótico estilo de vida, lo llevaron a la ruina. Cuando sus allegados confiaban en que lograse superar el bache en algún momento, se produjo la macabra noticia. Podían haber temido una sobredosis, incluso un suicidio, pero lo que de verdad nadie esperaba es que el gran, el formidable, el apabullante Jaco Pastorius muriese asesinado por el matón que vigilaba la entrada de un club. Un final dolorosamente absurdo para un genio de su magnitud.

La existencia de Jaco Pastorius fue algo fuera de lo común, extrema para lo bueno y extrema para lo malo. Es de suponer que nadie supo nunca qué pasaba por su cabeza; quizá otros pacientes de la misma enfermedad (trastorno bipolar) puedan entender algo, quién sabe, pero para la mayoría de los que le admiraron con crece su declive es un enigma. Aunque mayor enigma todavía constituye su deslumbrante talento. El hombre que había revolucionado el universo de un instrumento, cosa que se dice pronto, pero que representa una hazaña cultural única por definición.

(Continuará).

Allen Ginsberg: El otro flautista de Hamelyn

Allen Ginsberg: El otro flautista de Hamelyn

Nunca he podido explicarme las razones exactas del porqué la inmensa mayoría de los poetas cubanos de los que he escuchado en lecturas públicas o a través de grabaciones, por lo general son tan malos decidores de sus propios textos. Quizás por ello, entre nosotros resultan en extremo escasos los recitales de poesía, con lo cual a los interesados se nos priva de la oportunidad inigualable de disfrutar el acto poético a viva voz. Así, se desaprovechan las enormes posibilidades del género en su primigenia y tantas veces descuidada vertiente oral. Todo lo anterior me venía a la mente mientras me deleitaba escuchando un disco pirata, registrado en noviembre de 1993 durante una presentación en el círculo de Bellas Artes de Madrid de ese grande de la poesía contemporánea nombrado Allen Ginsberg.

En la grabación, quien en los años sesenta se convirtiera en el gurú poético del mundo hippy, va desgranando tanto su obra propia como la ajena, amparado en una concepción de la poesía en escena que busca experimentar con todas y cada una de las raíces que le son consustanciales. Textos de inmortales como Whitman, Pound y Willians se alternan con poemas suyos, recitados en ocasiones, cantados en otras, que repasan su biografía personal, intelectual y moral: relativos a la homosexualidad, las drogas, el budismo y su simbología, o la muerte de su padre. No podía faltar, claro está, su célebre creación: «Howl» («Aullido»), devenido un clásico de la poesía en la segunda mitad del siglo XX.

Con unos cuantos años de atraso, me enteré de que a Allen Ginsberg, que no era tan viejo y ni siquiera bebía pues como miembro de la generación «Beat» fumaba en vez de inspirarse con alcohol, le falló el hígado y se murió en 1997. Hace cinco décadas falló su apuesta de liberación, ¿o no del todo? Para intentar responder a dicha interrogante habría que meditar hasta qué punto la filosofía revolucionaria del movimiento hippy cambió las cosas del mundo de entonces acá, no obstante al hecho cierto de que la contracultura terminase siendo desmontada o, mejor dicho, asimilada por la complacencia de la sociedad de consumo.

El hombre que quiso conducir a los hippies a través del mar verde del dinero hacia el jardín de las flores en la tierra prometida, que -al decir de otro grande, William Blake- es ésta cuando los ojos se han limpiado (a fin de cuentas, en primera y última instancia la libertad es una mirada cambiada), no pudo negarse a montar en el carro de fuego que le llevaría al Empíreo con su querido Blake. Ambos pretendieron abrir las puertas de la percepción al percatarse de que en nuestro tiempo necesitamos pasar más allá de la razón para no caer en la locura o el fanatismo, sino en la imaginación y la espiritualidad. ¿Acaso no es ésa la tarea del poeta?

Hasta el instante último a su desaparición física, Allen Ginsberg se mantuvo aferrado a la utopía de querer cambiar el mundo mediante el arte; fue un poeta de los de antes y un profeta de los de ahora, mirando al pasado más que al futuro. Al anunciar un nuevo mundo y denunciar el viejo por medio de una acre crítica del maldito sueño americano, colocó el dedo en la llaga del «american way of life» con su grito «Howl»: «Moloch por cuyas venas corre dinero». ¿Qué otra cosa es la insensata, insaciable e impresentable sociedad de consumo? Ah, sí, es el progreso, la ilustración, la razón, el positivismo lógico, para llegar a Moloch. Tanto Ginsberg como otros «Beats» entre los que cabría mencionar a Jack Kerouac, Lawrence Ferlinghetti, William S. Burroughs, Neal Cassidy, Snyder y Corso, a su modo hicieron suya la idea de Tristan Tzara de convertir el arte en juego y asumir que escandalizar, transgredir, hacer que quienes le amargan la vida a los demás eructen de asco o de terror es un modo litúrgico de la categoría estética.

Se comprenderá, pues, que en una sociedad harto conservadora y tan pacata como la estadounidense, el canto de Allen a la marihuana y el peyote provocó el secuestro de una buena parte de los ejemplares del libro por la policía y un juicio por obscenidad contra el editor, Lawrence Ferlinghetti. Desde su publicación en 1956, «Howl» se convirtió en un grito de guerra, primero para los pioneros inconformistas de los años cincuenta y luego para la muchedumbre de contestatarios de los sesenta. El torbellino de personajes y movimientos contestatarios de las últimas cinco décadas pasa una y otra vez por el «Aullido», desde Bob Dylan, Joan Baez, John Lennon y Yoko Ono, hasta Jim Morrison y Paul Simon.

«Howl» representó el desafío de la generación «Beat», de la misma forma que en 1958 la novela de Jack Kerouac On the road (En la carretera) plasmaría en letra sus ansiedades y su actitud existencial. Según Levi Asher, admirador y biógrafo del poeta, fue precisamente Ginsberg, que por entonces mantenía una relación íntima con Neal Cassidy y viajaba desde Nueva York a San Francisco para visitarle, quien puso de moda el tipo de viajes a través del país que inspiraron On the road. Apunta Asher que la chispa creativa de Ginsberg-Kerouac había saltado unos años antes en la Universidad de Columbia, donde ambos eran compañeros de sueños, sexo, poesía y algunos robos junto con otros personajes únicos como Burroughs y Cassidy.

El joven estudiante de Derecho acabaría apasionándose con las letras y con la experimentación de benzedrina y los bares «gay» de Greenwich Village, donde años después se desatarían los disturbios de Stonewell. Allen Ginsberg había nacido el tres de junio de 1926 en la ciudad de Newark, al otro lado del río Hudson. En opinión de su biógrafo, «el temperamento de Allen se quedaría a medio camino entre el del padre y el de la madre: él, poeta, profesor de escuela y socialista judío-moderado; ella, una comunista radical y una pionera del nudismo.» Durante los primeros años de vida Allen Ginsberg fue un tipo bastante cuerdo, diríase que convencional. El deslumbramiento por la poesía le llegó a través de los versos de Walt Whitman. Su pasión por lo chocante como estilo de vida no se desataría hasta un momento decisivo del verano de 1948. La leyenda cuenta que se encontraba en un apartamento ubicado en Harlem y mientras leía un poema de William Blake titulado «Nurse’s song», de repente, tuvo la visión enloquecida de que se le aparecía el poeta y le señalaba un rumbo en la vida.

Ya entrada la década de los cincuenta emprendió un tratamiento de psicoanálisis con el propósito de intentar asumir una conducta heterosexual pero todo resultó en vano y su psiquiatra, Carl Solomon, al comprender que no había nada que hacer en tal sentido, fue quien le facilitó los contactos con el grupo de poetas que desataría el ir y venir de Ginsberg a San Francisco donde, a los treinta años, publicaría su primer libro: Howl and other poems. Aquel manifiesto poético encendió lo que los estudiosos del quehacer artístico literario norteamericano de las últimas décadas han calificado como un renacimiento cultural de la segunda ciudad californiana en importancia y le proporcionó a Allen una celebridad tumultuosa pero al propio tiempo cercana y callejera.

A partir de entonces, su biografía y su creatividad serían un continuo hervidero y una montaña rusa de emociones. La vida de quien fuera un poeta coherente y una conciencia anarquista hasta el instante mismo de su muerte, se convirtió en un torbellino de lecturas poéticas en universidades, manifestaciones y encarcelamientos por oponerse a la guerra de Vietnam. Se sucedían uno tras otro largos viajes por el mundo para ofrecer charlas y recitales de poesía bohemia. Todo ello iría intercalado con nuevos libros de poemas y encuentros con las luminarias de la contracultura como el mítico Tim Leary, con quien participaría en la popularización del LSD. Al producirse por doquier los estallidos sociales de 1968, Ginsberg vivió días de gloria, reconocido como uno de los precursores, en virtud de su trabajo incesante como flautista de Hamelyn de la juventud que llevó al jardín de las flores y de la hierba.

Y es que con la obra de Allen Ginsberg, como parte de la generación «Beat», cabe hablarse de una poesía de protesta o de denuncia. Incluso, al grupo de poetas encabezados por él pudiera catalogárseles como escritores sociales enfurecidos, que hicieron de su poesía un acto de protesta social. No ha de olvidarse que Ginsberg, quien por cierto visitara Cuba en enero de 1965 a propósito del Premio Casa de las Américas, había proclamado la auto-expresión desnuda y la composición espontánea, para escribir contra un sistema social persecutorio y frente a los ideales literarios de la impersonalidad.

Como muchos de sus colegas de credo, a inicios de los setenta, Allen fue a buscar espiritualidad a la India y se adhirió a las filas de los devotos del yoga y del budismo zen, guiado por la sapiencia del gurú tibetano Chogyam Trungpa Rinpoche, el mismo célebre personaje que sería el promotor del mundialmente afamado Instituto Naropa, al pie de las Montañas Rocosas, en Boulder, Colorado, una de las contadas entidades académicas donde el poeta ejerciera labor docente. No obstante a dicha conversión, su sentido de la provocación se mantuvo indómito y persistió en la delación del mito de la razón que produce monstruos. Por eso, en los ochenta y noventa, junto a seguir escribiendo y publicando libros, continuó colaborando en revistas contestatarias como The Marihuana Review o Rolling Stones y participando en todo tipo de encuentros literarios del mundillo «underground».

Hoy, a varios años de la muerte del poeta profeta que nunca escondió su homosexualidad (siempre comentó que su sueño recurrente era que un sinfín de falos le seguían): ¿qué quedará de él? ¿Será a lo mejor la «New Age»? Puede que sí, o… tal vez no. ¡Vaya uno a saber! Lo único cierto es que, escándalos aparte, aquí nos quedan unos poemas dignos de figurar en cualquier antología de nuestro tiempo. Además, cuando se eche mano de la tópica consideración que sitúa a Ginsberg como uno de los miembros más sobresalientes de la contracultura americana, a la par deberá atenderse a su conocimiento profundo de la historia de la poesía, así como a las enseñanzas de los maestros estadounidenses que le precedieron, para continuar en una línea de creación que resulta tradicional en el devenir del discurso poético norteamericano. Una escuela donde la oralidad de la poesía y la relevancia de su puesta en público a través de la voz han tenido, a pesar de los vaivenes de la moda, una importancia esencial. Sí, es cierto: Moloch sigue ahí, pero también los poemas de Allen Ginsberg, y quienes limpiaron las puertas de la percepción ya están en otro mundo porque «on a clear day, you may see forever». Poeta del alucine hermoso, buscador de los intríngulis de la mente libre, individuo flipado, visionario, turbador y lúdrico… Sencillamente: un clásico.

Bibliografía esencial Allen Ginsberg

Howl and other poems (1956)

Kaddish and other poems (1960)

Empty mirror (1960)

Sandwiches de realidad (1963)

The change (1963)

Yage letters, en colaboración con William Burroughs (1963)

Poems of these states (1965-1971)

T.V. baby poems (1967)

Airplane dreams (1968)

Planet news (1969)

Indian journals (1970)

The fall of America (1973)

The vision of the remember (1974)

Journals (1977)

De la fama y la muerte (1977)

Mortaja blanca (1987)

Mind breaths

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