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Yarini, protagonista de próxima novela de Leonardo Padura

Yarini, protagonista de próxima novela de Leonardo Padura

El pasado 9 de abril, a partir de las 10:00 pm vía Telegram, se efectuó la primera peña virtual de la revista El Caimán Barbudo. El espacio, que acontecerá a esa hora los segundos viernes de cada mes, forma parte de las celebraciones por el 55 aniversario de la publicación, fundada en 1966 por ese revistero mayor que fue Jesús Díaz.

Entre los invitados de la primera emisión de la peña estuvo el ex caimanero y hoy afamado narrador Leonardo Padura. En nuestra tertulia, Padura contó el modo en que por esas cosas de la realidad cubana, tras una etapa de crítico literario en El Caimán Barbudo,, él fue sacado del tabloide como castigo por un supuesto problema ideológico y enviado a trabajar como reportero en el periódico Juventud Rebelde. En teoría, la reeducación del compañero descarriado se llevaría a cabo gracias a laborar en un medio en el que las rutinas, las consignas y las moralejas son el pan nuestro de cada día.

Empero, la cabra siempre tira hacia el monte y ya en el entonces diario vespertino, Leonardo Padura supo estar apartado del facilismo repetitivo de la mala propaganda política. A partir de una posibilidad brindada por Jacinto Granda y José Ramón Vidal (Cheíto), los dos directores del medio en aquel período, así como con la colaboración de Ricardo “El Gallego” Sanz, jefe de redacción, En Juventud Rebelde se vivió en los 80 uno de los momentos más afortunados del periodismo en Cuba de las últimas décadas. La creación de un pequeño equipo de redactores, encargados de escribir para las ediciones dominicales del diario textos culturales y no simplemente noticiosos, dejó un conjunto de reportajes que figuran en cualquier selecta antología del periodismo hecho en Cuba.

En aquel equipo estuvieron en lo fundamental Ángel Tomás, Emilio Surí Quesada y Leonardo Padura, quien en la reciente peña virtual de El Caimán Barbudo habló acerca de cómo lo que había sido pensado como un castigo, devino una oportunidad para contar con tiempo, medios y libertad para escribir de “los temas que quisiera, del modo que quisiera y con la frecuencia que quisiera”.

Las ediciones dominicales de Juventud Rebelde entre 1984 y 1990 deberían ser estudiadas a profundidad por los interesados en el asunto del ejercicio periodístico en nuestro país. Como resultado de esa movida, jamás vuelta a darse entre nosotros, varios libros fueron publicados, entre ellos uno de Leonardo Padura, titulado El viaje más largo.

En dicho volumen se incluye el trabajo “Yarini, el rey. Vida, pasión y muerte del más célebre proxeneta de Cuba”, que según lo expresado por Leonardo Padura el viernes 9 de abril en la peña virtual de El Caimán Barbudo, es la base para la novela que en torno al mítico personaje de Yarini prepara en la actualidad el otrora caimanero.

Como que muchos de los lectores de Miradas Desde Adentro ni siquiera habían nacido cuando el momento de oro de Juventud Rebelde con el experimento de las ediciones dominicales, reproducimos un fragmento del reportaje de nuestro compatriota sobre el afamado Alberto Yarini y Ponce de León, que en un futuro cercano será el protagonista de una nueva novela.

YARINI, EL REY

Vida, pasión y muerte del más célebre proxeneta de Cuba

Leonardo Padura

Se veía caminar por una línea de ferrocarril que atravesaba un túnel angosto y húmedo, cuyo final le parecía siempre al alcance de la mano.

Pero, mientras avanzaba, su desesperación crecía y la ansiada salida se le hacía cada vez más remota. Sudaba y sentía en su nariz el aroma de los musgos violáceos que colgaban de las paredes del túnel. Y por fin apareció un tren desbocado y negro que le apuntaba con la potente luz de su reflector: se lanzó entonces en la carrera más urgente de su existencia, mientras el tren se aproximaba hasta quemarle las espaldas. De pronto la vio: la rana parecía dormir sobre una de las traviesas de la línea y él trató de no pisarla. Su pie, sin embargo, fue a posarse justamente sobre el lomo viscoso del animal, y cayó bajo las fauces del tren que…

Despertó. Volvió a cerrar los ojos esperando que su respiración se normalizara. En sus veintiséis años de vida había soñado en contadas ocasiones y se alegraba de tener pocos tratos con ese mundo intangible de la inconsciencia: desde que tenía uso de razón, sus sueños habían gozado de un realismo desorbitado y, generalmente, tétrico. Pero la pesadilla angustiosa de aquella mañana había sobrepasado todos los límites y trató de explicarse el significado de aquella premonición de muerte.

Cuando Alberto Yarini y Ponce de León volvió a abrir los ojos, vio que un mediodía esplendoroso se extendía más allá de las cortinas de encaje de su ventana. Pero su mirada se detuvo sobre el cuerpo brillante y desnudo de la joven que dormía a su lado. La Petite Bertha era como una gema invaluable y exótica en ese mundo de mujeres gastadas y tantas veces digeridas, y era una maestra en el arte de hacer el amor.

El joven abandonó la cama y, completamente desnudo, abrió las cortinas de su ventana. A sus pies, la vieja calle Paula refulgía con el sol otoñal, y Alberto Yarini, olvidado ya de su sueño, se sintió fuerte, hermoso, potente. Un rey.

“God save the King” dijo, y sonrió.

Apenas ocho horas después, aquel cuerpo bello y codiciado, iba a yacer, sangrante y sucio, sobre los adoquines de otra calle de La Habana, perforado por tres heridas de plomo. Porque la noche del 21 de noviembre de 1910 se desataría en La Habana la Guerra de las Portañuelas.

Todos los caminos me condujeron hasta El Caimán

Todos los caminos me condujeron hasta El Caimán

Yo no iba a ser periodista. Hasta el momento de solicitar la carrera en 12 grado, quería estudiar algo vinculado a las matemáticas, pero el entonces Ministro de Educación Superior, no dio el permiso para que un ciego (en este caso yo) cursase la ingeniería en Sistemas Automatizados de Dirección. Recuerdo que la noche anterior al día en que se concluía la entrega de planillas, la entonces subdirectora del preuniversitario Saúl Delgado en el que yo estudiaba, mi querida Juana Díaz, me llamó para que de manera urgente fuese hasta su casa en la calle 25, a ver por fin qué carrera iba a pedir. Fue Yiya, su hermana y quien había sido profesora mía, quien me sugirió pidiese Periodismo, pues consideraba que yo tenía aptitudes para ello. Fue así que opté por dicha carrera, sin saber a ciencia cierta si me gustaría o no.

Por suerte, desde el primer momento en que entré a la Facultad de Artes y Letras en septiembre de 1981, me sentí bien con el ambiente del lugar. Gracias a mi madre, desde niño tuve pasión por la lectura y aunque mi vocación eran las ciencias, nunca me fue mal en las letras. Creo que fue más o menos por aquel año de 1981 cuando supe de la existencia de  El Caimán Barbudo.

No me da pena decir que las primeras cosas que leí de la publicación fueron únicamente los textos que publicaban sobre música. Recuerdo a la perfección en ese sentido, los trabajos de Tanya Jackson, una norteamericana que por aquella época vivía en Cuba y laboraba en Radio Habana Cuba, o los de Guille Vilar en la sección Entre Cuerdas y que eran de obligatoria consulta para mí. Tiempo después fue que me interesé por escritos como los de  Leonardo Padura  acerca de literatura o los de Ángel Tomás, que versaban sobre artes plásticas. Lejos estaba de pensar que Ángel Tomás (a quien conocería varios años después) tendría en un momento dado un rol fundamental para mi vida como periodista.

A inicios de 1982 me tocaron mis primeras prácticas y fui ubicado en Juventud Rebelde, entonces en el edificio donde hoy radica la Casa Editora Abril. Por iniciativa personal, quise escribir un comentario sobre el programa Encuentro con la Música, que se transmitía de lunes a viernes en horas de la noche por Radio Progreso. Ya con el texto hecho, fui a ver a Lourdes Pasalodos, que era la jefa del equipo de cultura del periódico y que dio la aprobación para que viese la luz mi primer trabajo. No imaginaba que transcurridos unos meses, Lourdes Pasalodos y el también periodista Emilio Surí Quesada serían trasladados hacia El Caimán Barbudo, para sustituir a Ángel Tomás y  Leonardo Padura, que eran enviados como castigo hacia Juventud Rebelde, a fin de que “se reeducaran ideológicamente”.

Corría 1983 o quizá 1984 cuando un día, mi ya para entonces buen amigo Camilo Egaña se me acercó y me propuso comenzar a escribir para Alma Máter. Dije que sí y a partir de ese instante, junto a Camilo y a mi hermano Alexis Triana nos integramos al equipo de la revista dirigida a los universitarios cubanos. No preciso con exactitud el momento en que las oficinas de Alma Máter pasaron de su sede en 17 y H, a estar en la misma casa de Paseo entre 25 y 27, donde radicaba El Caimán. Lo que sí tengo claro es que a partir de ahí aquello fue una bendición, porque mis frecuentes visitas a  Alma Máter  también me servían para disfrutar de la atmósfera que había en torno a El Caimán, y de conversaciones sobre todo lo humano y divino con gentes como Bernardo Marqués Ravelo, alguien ya fallecido y que en mi opinión fue uno de los más grandes periodistas que ha tenido este país en mucho tiempo.

Bajo el influjo de cuanto acontecía en aquella casa, donde aprendí mucho de periodismo y de cultura en general con solo oír los intercambios de criterios que se originaban entre quienes allí laboraban (debates en los que desde una discusión sobre pelota resultaba enriquecedora), llegué a soñar con la posibilidad de trabajar en El Caimán, pero aún no era mi tiempo y, para ello, debería aguardar bastante más. Recuerdo que a la altura del segundo semestre del quinto año de la carrera, entre abril y junio de 1986, yo andaba buscando un sitio donde me quisieran aceptar para laborar al graduarme, pues en la dependencia del Ministerio de Cultura donde me habían ubicado, se negaron de cuajo a recibir a un ciego en su nómina.

Fui de redacción en redacción por todos los órganos de prensa existentes en La Habana, para recibir siempre la misma negativa por respuesta. Por supuesto, también me presenté en la oficina de la entonces directora de El Caimán,  Paquita Armas, alguien que con el paso de los años se ha convertido en la actualidad en una de mis mejores amigas, una miembro fundamental de mi familia y con la que hablo telefónicamente una o dos veces al día. Pero claro, aquella tarde en que fui a solicitarle empleo, la historia era otra y, como es lógico, con suma gentileza la Paca me dio el bate pues no creía que alguien con un defecto físico como el mío pudiese servir para el oficio del periodismo y menos en El Caimán Barbudo.

Por historias de discriminación como esa y que se han repetido una y otra vez en mi vida o con tantísimos ciegos y ciegas que conozco, es que siempre me he proyectado en defensa de la alteridad como ganancia cultural y principio transformador, y en solidaridad con la causa de quienes entre nosotros han sido víctimas por ser o pensar diferente, como las representantes de los grupos feministas, los activistas LGTB, los negros y mestizos aunados en proyectos como la Cofradía de la Negritud, más allá de compartir ciento por ciento o no con sus postulados.

Pero como señal inequívoca de que de un modo u otro mi camino estaba asociado a El Caimán Barbudo y a quienes han laborado en la revista, la única persona que se ofreció a darme empleo en 1986, a ver si yo daba o no la talla en un trabajo de corte intelectual, fue Félix Sautié, en ese instante director de la Editorial José Martí. El “loco” Sautié, como muchos le dicen, había sido también director de El Caimán y, aunque en el medio artístico literario él es una figura denostada por haber llegado a la publicación como uno de los tantos “apagafuegos” impuestos por las instancias superiores en la historia del saurio y por haber sido Vicepresidente del tristemente recordado Consejo Nacional de Cultura durante la etapa del Quinquenio Gris, siempre le estaré agradecido por abrirme las puertas del centro que él dirigía y porque en los años que permanecí como su subordinado, aprendí muchísimo del mundo editorial.

No obstante a que, sin la menor duda, puedo decir que en la José Martí me fue bien e hice allí excelentes amistades que aún conservo, aquello no era lo mío pues lo que yo quería hacer era periodismo. Y la oportunidad se me dio en 1988, una vez más gracias a alguien que también estuvo asociado a El Caimán Barbudo. En ese año, Alexis Triana Hernández estaba concluyendo su tesis para graduarse en la Facultad de Periodismo. Su Trabajo de Diploma era sobre Juventud Rebelde y a raíz de su investigación, él propició que varios jóvenes nos acercásemos como colaboradores al periódico. Fue así que por encargo del entonces jefe de las páginas de cultura, Ángel Tomás, escribí para una de las ediciones dominicales un trabajo denominado “La generación de los topos”, que al salir dio mucho que hablar.

Tras aquella experiencia, el propio Ángel Tomás me preguntó que si yo sería capaz de llevar una sección en el periódico, a lo que de inmediato y sin pensarlo ni mucho ni poco, respondí de manera afirmativa. Fue así que surgió mi columna “Los que soñamos por la oreja”,  que se mantuvo desde 1988 hasta marzo de 2018 en Juventud Rebelde, momento en que desapareció no por mi voluntad. Justo fue un ex caimanero, por demás expulsado de la revista so pretexto de los consabidos problemas ideológicos de siempre, devenido luego jefe de las páginas de cultura y de las memorables ediciones dominicales de Juventud Rebelde en la segunda mitad de los ochenta (a partir de ese instante mi amigo y principal maestro de periodismo en la práctica), Ángel Tomás González, la única persona que en un momento en que nadie me conocía se atrevió a abrirme un espacio para que yo redactase una columna semanal en las páginas del segundo diario en importancia de este país.

Gracias a “Los que soñamos por la oreja”, mi trabajo como periodista fue dándose a conocer y, poco tiempo después, desde varios de los sitios en que en 1986 me habían negado la posibilidad de empleo, me llegaron ofertas de trabajo. De ellas acepté la formulada por Armando Fraga, Jorge Hernández Pría y José León, quienes al asumir la dirección de la revista Alma Máter me solicitaron que me sumase al equipo de la publicación y al de la Casa Editora Abril, donde siempre me han valorado en mi justa medida.

Cuando en el último trimestre de 1990 el país entró en lo que se ha conocido de manera eufemística como Período Especial y el sistema de prensa cubano se vino abajo, pasé a trabajar en un engendro nombrado Somos (una revista mensual), donde compartí labores como redactor reportero junto a colegas procedentes de El Caimán como la mencionada Lourdes Pasalodos; Luis Felipe Calvo y  Bladimir Zamora. En el primer quinquenio de los noventa, gracias a una donación de papel hecha por Tomás Borge, pudieron imprimirse un par de ediciones de El Caimán, la 274 y 275. En esta última, tuve la suerte de incluir un texto mío, “Te doy otra canción”, trabajo realizado a partir de una ponencia que había presentado en el evento teórico del festival Los Días de la Música, en su emisión de 1994.

Finalmente, al reaparecer de forma sistemática El Caimán Barbudo a fines de 1996, como parte de la resurrección de las publicaciones de la Casa Editora Abril por obra de una intervención pública de Iroel Sánchez en un evento en el que se encontraba presente Fidel; por solicitud de quien entonces asumió la dirección de El Caimán, Fernando Rojas, tuve el privilegio de pasar a formar parte de la redacción de la revista, donde he compartido la dicha de llegar a ser caimanero con gentes como el aludido Fernando, el Blado, el Mariscal Lagarde, Félix, Aymara,  FIDE, Paca, Andrés,  Grillo, Leo, la desaparecida Luisa, Marbelys, Yamilee, Tania,  Richard, Cari, Elena, Escael,  Racso, Pepe Antonio, Daya, Yaíma, Silvano,  Antonio Enrique, hasta los últimos en llegar, Darío, María Antonieta, Maykel, Lourdes, Albita y Raúl.

Para concluir, solo quiero agregar que la mayor lección que he sacado de mi vínculo con El Caimán Barbudo, tanto en mi etapa de lector durante los 80 como en la de periodista de la publicación desde 1996 hasta hoy, es que entre nuestros compatriotas perduran las equívocas tendencias que confunden el debate y la discrepancia de corte intelectual, en el peor de los casos, con el linchamiento del enemigo o, en la menos desafortunada de las situaciones posibles, con el mero y llano intercambio de cortesías. Por lo que promover y auspiciar la discusión con las múltiples voces e ideas de la esfera pública, no es solo un acto legítimo sino también indispensable para progresar en la aspiración de alcanzar, alguna vez, un diálogo carente de dogmas y juicios totalizadores, en el que predomine un consenso signado por una buena dosis de serenidad y respeto. Pensar lo que otro nos dice y admitir que puede tener parte de o toda la razón, para nosotros es una proeza; y así, hemos obviado una moraleja de Jorge Luis Borges: “Hay que saber elegir los enemigos, porque al final terminamos pareciéndonos a ellos”.

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