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Nuevos libros de Enrique del Risco y Francisco García

Nuevos libros de Enrique del Risco y Francisco García

Para aquellos que en Cuba todavía se crean que el humorismo no es cosa seria, yo les recomendaría leerse los libros de escritores como Eduardo del Llano, Enrique del Risco y Francisco García, por mencionar una triada de nombres que con su quehacer, gústenos o no, hoy son parte de lo más importante que acontece en el ámbito de la literatura cubana contemporánea. Enrique del Risco y Francisco García tienen nuevos títulos en el mercado: ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? Y Asesino en serio. La muy laureada Legna Rodríguez Iglesias escribe para la Revista el Estornudo a propósito de ambos libros un trabajo que por su interés reproduzco hoy para los lectores de miradas Desde Adentro.

¡Qué sucede cuando una mujer lee dos libros al mismo tiempo?

Por Legna Rodríguez Iglesias

Por varios años fui modelo de varias escuelas de arte

en Kingston, Ontario y Montreal.

Un trabajo muy fácil y aceptablemente bien pagado.

Siempre y cuando pudieras estar desnudo y quieto

por casi una hora en la misma posición.

Francisco García

Cada vez que un autor me pide que presente su libro en tal o mascual evento yo acepto sin pensarlo, con todo el respeto y la amabilidad que merece su persona, por el solo hecho de haber escrito un libro y haber pensado en mí para que yo lo lea en mis términos y en mis condiciones, de una manera que ese autor desconoce y con una dilatación de la pupila que jamás se imaginará. Ese autor, por así decirlo, se me entrega mansito y se queda expuesto, desnudo, ante mí. Pero eso, a partir de hoy, no volverá a pasar. No estoy dispuesta, de nuevo, a ser yo la que se entregue, mansita, quedando expuesta, desnuda, ante nadie. A partir de hoy lo pensaré dos veces, ya no quiero aceptar semejante reading.

Es importante acotar que los libros llegaron a mi casa con dos días de diferencia, por correo postal. Uno fue depositado en el friso de la puerta por el cartero negro que me cae tan bien y el otro fue echado en el buzón número cinco que corresponde al apartamento. Ambos libros los recogí descalza, en short y pulóver, alterada por la tensión de interactuar varias horas con un bebé. Ambos libros los dejé sobre la mesa, después de abrir envolturas, y no supe que había dedicatorias hasta que empecé a leerlos, hace poquísimos días. Las dedicatorias me afectaron tanto como el contenido.

Por la mañana siempre hay olor a caca en la casa. Si no es a causa del bebé, que se ensucia después de despertarse, es a causa de la pequeña Schnauzer llamada Uva, que hace la gracia donde mejor le parece, así sea sobre un juguete del bebé, sobre la tapa del cajón de los juguetes o sobre un libro que ella misma sacara del librero. El olor a caca se queda en mi nariz casi hasta mediodía, después de limpiar lo mismo reiteradamente. Así, con ese olor rondando en el ambiente, yo leí esos libros. Debía leerlos para examinarlos y no leerlos para disfrutarlos. Pero una cosa no decanta la otra y por supuesto que disfruté. Tensa, alterada, en short y pulóver, yo disfruté.

Conozco a Enrique Del Risco personalmente pero no conozco a Francisco García. Lo conoceré el día de la presentación y estaré nerviosa durante hora y media. Yo también votaría por Enrique para presidente, sobre todo porque creo en él como narrador y no creo en ningún presidente, así que me parece muy atractivo votar por un narrador para presidente, alguien que me hará el cuento con más acierto y más verosimilitud que cualquiera que venga a hacérmelo. De hecho, después de leer Asesino en serio, el libro libérrimo, zoofílico y sexual de Francisco García, votaría igual por Francisco para el cargo que Francisco quiera en la asamblea que Francisco diga.

De hecho, Asesino en serio no debería llamarse así. La editorial Sudaquia Editores debió darse cuenta de que el nombre del libro no podía ser ese nombre. La editorial Sudaquia Editores debió comprender que el tamaño de lo que tenía delante se llamaba, ni más ni menos: ¿Qué sucede cuando un hombre pisa una mina?

La mina que piso al decir esto explota mientras la piso y no me importa. Exploto yo misma como cafunga y no me importa. Esa pregunta en la portada del libro, con la ilustración de Armando Tejuca de fondo y el nombre del autor debajo, hubiera sido un mandarriazo en mis trapecios, llenos de nudos y montañitas. Un mandarriazo en los trapecios de cualquiera.

Tiempo atrás, caminando como un perro por Lincoln Road, entré a una librería y vi un libro de Sudaquia Editores firmado por Osdany Morales. Un tiempo después, trabajando en otra librería en Coral Gables, me toca organizar la narrativa y sígome encontrando a cubanos publicados por Sudaquia Editores. Se trataba de Enrique del Risco y Jorge Enrique Lage. Entre paréntesis: ¿Sudaquia Editores tendrá una idea precisa de lo que ha reunido en su catálogo? Seguramente sí. Seguramente sabe que ha reunido a unos tipos de un valor narrativo extraordinario. Porque si algo tienen en común estos autores es precisamente lo narrativo, lo textual como relato.

Rogelio Orizondo y yo hablábamos ayer de eso: del relato. La construcción que uno se hace como individuo y que nadie tiene el derecho de hacer por uno. Puedo leerlo y entenderlo perfectamente en este par de libros de cuentos. Casas, edificios, condominios con cimientos bien profundos. Dicho a la manera de cierto boxeador cubano: el relato es el relato y sin relato no hay relato. Para colmo, en medio de la lectura, me dio por ver la última de Bong Joon Ho, el coreano que ha construido, marcando la diferencia de género, un tipo de narrativa cinematográfica basada en el relato de la imagen. Dicho a mi manera: estoy cansada, agotada, exhausta, destruida, inmóvil, analfabeta. Estoy parada frente a un condominio en Kendall viéndome a mí misma asomada a cien ventanas.

Al final, Rogelio Orizondo se fue a ver la última de Tarantino, que ya yo vi y no me gustó, porque hace meses no duermo o porque no me gustó en realidad, y yo me quedé en el sofá escribiendo sobre dos tipos que han hecho con sus vidas lo que han querido y han escrito los relatos que han tenido el deseo de escribir. Querría parecérmeles. Querría relatar.

Las portadas de ambos libros son en sí mismas relatos incomprensibles, naturalezas muertas. Al terminar de leer cada texto volteo el libro y observo la portada, explicándome cosas inexplicables, ahorcándome con un collar de perlas, ahogándome con una banana. Tengo el cerebro salpicado de puré de tomate o de vitanova. En Cuba le echábamos vitanova a todo, yo me acuerdo. No sé qué libro estoy leyendo. No sé en qué ciudad del mundo estoy. Geandy Pavón y Armando Tejuca también saben relatar.

Entre tanto, la pequeña Schnauzer negra llamada Uva se hace caca de nuevo frente a mí. Cierro el libro en cualquier página. Limpio la caca. Regreso al libro. Lo abro en una página que no fue la que cerré. Mientras limpio la caca con el papel toalla empiezo a menstruar y me pregunto cómo habría sido el cuento de Enrique Del Risco sobre el indio yaqui y el antropólogo si el antropólogo hubiera sido un asesino en serio o, vaya ocurrencia, una mujer.

Concuerdo con Alexis Romay sobre la dualidad de estructuras que Enrique Del Risco crea en ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? A través de siete cuentos que son también, y sobre todo, siete lugares, siete huecos en la tierra, siete islas, siete cuerpos, siete mapas, siete metidas de pata, siete viajes, siete canciones viejas, siete campos de batalla, siete muertes, siete mitologías, Enrique Del Risco crea pares que se atraen y se repelen, que se enfrentan y aparean. Y en esa paridad lo dispar es una ley.

Los personajes de Enrique Del Risco están como yo, habitando un orden y un espacio que de cierto modo los excluye, los extraña y enrarece. La lectura que hago de su libro es como mi perra Schnauzer y su caca junto a mis chancletas, solo me atañe a mí. Lo único terrible de todo eso es que leo intercalando un cuento de Enrique Del Risco y uno de Francisco García González. Los intercalo y mi cabeza, de cierto modo, explota.

No son autores difíciles porque no pretenden nada. Justifico pretenden en cursiva porque un escritor siempre pretende algo. Un escritor es un asesino. Escribo pretensión como un acto fallido de escritura. En mis propios poemas y relatos siempre hallo pretensiones que no logro concretar. A veces me conformo con terminar de leer o terminar de escribir, llegar al último párrafo y a la última palabra. Es horrible darse cuenta de que eso que estás leyendo no está terminado, de que a eso que estás escribiendo le falta lo más importante.

El discurso narrativo (lo nítido y lo transparente, casi táctil) tanto de Enrique Del Risco como de Francisco García no tiene nada que ver con maquillajes ni esfuerzos (recuerdo lo que dicen los melómanos de Nina Simone, que la voz le sale sola). Leo mucha acción y mucha transversalidad. Me quedo en las atmósferas creadas por autores que han gozado (tal vez sufrido) el relato en cuero cabelludo propio. Ni analizo ni examino a consciencia. Lo más probable es que en un par de semanas vuelva a ellos de una manera más fría y calculadora. Tal vez hasta intente comunicarme con los autores por WhatsApp, por email, por cualquier vía. Todo me afecta. Se me quita el sueño.

Las realidades enfermas, políticas, aberrantes de Francisco García son solo los relatos de la enfermedad, la política y la aberración. La distancia física que toma el autor de Asesino en serio entre su realidad y la realidad textual se lee como otro relato a pie de página. El hombre tiene una forma de escribir la cosa en perspectiva que a mí, una emigrante insomne como él, empieza a parecerme sospechosa: un asesino que expresa vulnerabilidad en la mirada.

No sabría poner a Francisco García en el estante nacional de la literatura cubana. Equivocada o no, no sabría ponerlo. Empiezo a sentirme presa, incluso, de la paranoia. Me pregunto por qué estoy leyendo estos libros precisamente hoy en Miami (afuera llueve, los mosquitos dan al pecho) después de cinco años de haberme ido de una isla en la que me pasaba el tiempo leyendo. Pero ahora en mi sofá vuelvo al principio, al relato de una mujer que quiere más a su perro que a su esposo.

Tal vez Francisco García trabaja para Twitter o Instagram o Google y detectó en mis actividades virtuales cierta disposición para amar a los perros de cualquier tamaño o raza. (Menos pequinés, chihuahua o yorkie. Sobre todo, repulsión hacia los moñitos con lazos rosados que sus dueños les ponen a las perras de raza yorkie). Tal vez Francisco García es un agente encubierto detectando antropofobias.

¿De eso se trata todo? Tal vez se trata de otra cosa pero yo, mientras lo leo, me juro a mí misma que jamás le pondré un lazo rosado a la pequeña Schnauzer negra llamada Uva que duerme sobre mis chancletas. Me juro a mí misma que la ansiedad y la taquicardia que desde hace un rato siento son solo síntomas o consecuencias del primer día de menstruación. No los libros. Jamás los libros. Mucho menos sus autores.

Tomado de Revista El Estornudo,

¿Qué sucede cuando una mujer lee dos libros al mismo tiempo?

Jorge Molina vuelve a la carga

Jorge Molina vuelve a la carga

Por Joaquín Borges-Triana
A Jorge Molina se le conoció de inicio como actor. En ese momento,
nadie podía imaginar que con el transcurrir del tiempo, él se
convertiría en un realizador fundamental en la historia del cine
independiente hecho en Cuba. Con su más reciente película, Molina’s
Margarita, vvuelve a apostar por una propuesta transgresora, a tono
con el espíritu que siempre le ha caracterizado. Es por ello que con
sumo placer, en Miradas Desde Adentro reproducimos un trabajo crítico
acerca de este filme, otra muestra más de un creador que se renueva
constantemente.
Molina’s Margarita: la máscara como revelación
Por José Luis Aparicio Ferrera
Molina’s Margarita (2018), la más reciente experiencia audiovisual del
cineasta cubano Jorge Molina, no comienza en la ficción pura, al uso,
sino en ese relato manipulable y corredizo que de conjunto llamamos
realidad. Es 25 de marzo de 2016. En solo unas horas, los Rolling
Stones harán vibrar a más de un millón de espectadores en una
memorable noche habanera. Para casi todos los presentes, ese será
probablemente el concierto de sus vidas. Sin embargo, es aún temprano.
Una cámara curiosa alcanza a registrar la espera, el escenario todavía
lejos, los inciviles barrotes de la Ciudad Deportiva…
Es entonces cuando un viejo militante del Partido Comunista de Cuba
(PCC) asoma en la secuencia documental, con su pullover Barrio Adentro
bien metido en el pantalón, declarando en letanía su preeminencia
social como agente del cambio: ese cambiar todo lo que debe ser
cambiado, sin cuestionar la ideología, para el bien del país, que es
lo que siempre se pretende.
Este detalle disonante, en un montaje compuesto en su mayoría por la
opinión efusiva y nostálgica de veteranos rockeros, no puede ser menos
que un primer aviso. Parece una escena arrebatada a los predios de la
ficción, un personaje ideado por Juan Carlos Tabío. ¿Somos capaces de
creerle al militante? ¿Podemos ver más allá de su gestualidad y
caracterización, de su involuntaria caricatura del agente socialista?
¿Se puede abogar por el cambio desde la pura encarnación del
estatismo? Lo que sigue es el relato de una represión no muy lejana:
pelos largos y música del enemigo, rebeldes vs. rock & roll.
Molina hace de Molina (y no sé si es seguro decir que aquí comienza la
ficción, la autoficción…), un cincuentón ex-profesor de Marxismo, fan
absoluto a Mick Jagger y los Stones, quien termina de arreglarse para
salir hacia el concierto. Entonces, alguien toca a la puerta de su
pequeño apartamento. Margarita (Katerine Arias), antigua alumna y
amante no del todo consumada, ha escogido esa tarde para regresar del
extranjero. Tienen asuntos pendientes, sin terminar… Ante la
perplejidad de Molina, ella suelta, refiriéndose a Jagger y al
concierto: “Elija, profesor… ¿el Flaco o yo?”.
A través de un largo flashback, accedemos a los orígenes de la pasión.
Corre 1994. Mientras el país se cae a pedazos, Molina es un profe
iconoclasta en la Universidad de La Habana, que les habla a los
estudiantes del marxismo y sus contradicciones. Gustavo (Roberto
Perdomo) encarna al catedrático oportunista que predica la moralina
oficial de día, mas practica el hedonismo satánico de noche. Dentro
del claustro, Gustavo cuestiona a Molina por su rebeldía y gustos
americanizados; en horario extracurricular, lo incita a intimar con
las alumnas.
Aquí reaparece Margarita, una tímida pupila que transita sin complejos
a femme fatale. La doble articulación de su personaje y el de Gustavo
nos habla de un mundo de apariencias, donde la máscara juega un papel
simbólico, pero también literal.
Margarita alude a la feminidad como presencia ominosa, un motivo
recurrente en la obra de Molina; es una más de sus mujeres-súcubo,
rasgo heredado del noir y del horror al uso. La fascinación que ejerce
su sexualidad representa una amenaza para el protagonista, quien no es
capaz de comprender ese misterio ni de prever posibles consecuencias.
Es lo eterno-femenino subvertido, al menos a primera vista, pues el
desarrollo de la historia irá desmintiendo este abordaje a priori, que
parece coquetear con la misoginia.
El mito germano de Fausto ha seducido a varios de los grandes
directores de la historia del cine. Basta recordar las versiones
realizadas por F. W. Murnau (Faust, 1926), René Clair (La Beauté du
diable, 1950), Brian De Palma (Phantom of the Paradise, 1974), István
Szabó (Mephisto, 1981), Jan Švankmajer (Lekce Faust, 1994) o Aleksandr
Sokurov (Faust, 2011). Se despliega entonces Margarita como una
reescritura moliniana y surrealista-socialista del mito, más cercana a
un Mijail Bulgakov (El Maestro y Margarita) que a las iteraciones de
Goethe (Fausto. Una tragedia) o Thomas Mann (Doctor Fausto), pues
rescata el cuestionamiento a la hipocresía y la doble moral del
mundillo socialista, nunca mejor evidenciadas que en la torpeza y el
patetismo de sus pequeños funcionarios y adalides.
Molina mezcla esta tradición mítico-fantástica con su mirada
corrosiva, nunca antes tan politizada, para deconstruir los ideales de
la moral socialista y el hombre nuevo. Emprende su narración más
compleja hasta la fecha: una de las pocas, quizás la única, donde
accede a contextualizar, a meterse con la Historia, pero sin abandonar
su sensibilidad bizarra, aquellas obsesiones autorales que lo han
hecho un director de culto. Esa mirada singular y antisistémica
permanece en este híbrido múltiple, donde coexisten el registro
documental, la crítica sociopolítica, el erotismo soft-core y la
habitual tensión entre el horror y lo fantástico.
En la escena medular del filme, imposible de reducir a este párrafo,
Gustavo oficia una ceremonia de visos paganos, túnica roja y máscara
veneciana mediante. El sexo lésbico es ritual que subyuga ante la ley
obscena y corrupta. El profesor oportunista es Mefistófeles, un
intermediario del poder, que es a la vez su fractal. Margarita da su
cuerpo como ofrenda, pero es pragmática la sumisión.
El pacto fáustico se cierra con la orgía. Molina solo alcanza a
espiar, afligido, no satisfaction. El poder lo ha privado de esos
vicios, pero lo obliga a mirar. Asumir la posición de voyeur implica
una castración. Después de esa noche, Margarita abandona el país y a
Molina lo expulsan de la universidad.
Una búsqueda apresurada de referentes nos haría pensar en Eyes Wide
Shut (Stanley Kubrick, 1999), pues Margarita comparte el foco en la
obscenidad del poder y su carácter ritualista, sectario. El Dr. Bill
Harford de Tom Cruise tampoco consuma el deseo sexual, ni siquiera
cuando invade el espacio de los privilegiados a través de un ardid; se
limita a pasearse entre los cuerpos, fascinado y repelido a la vez.
La música del también cineasta Rafael Ramírez para la orgía, bajo el
título de Orgy of the Bicephalus, trae al recuerdo las partituras de
Jocelyn Pook para el filme de Kubrick. Sin embargo, hay un referente
mucho más cercano a la sensibilidad molinesca: las películas del
francés Jean Rollin, híbridos de dark fantasy y porno suave, donde
coexistían las tramas vampíricas con el lesbianismo estetizado, como
en La Vampire Nue (1970).
La actuación de Molina es notable, no solo porque se interpreta en dos
tiempos, sino por la extraña identificación que suscita en el
espectador. Borda un personaje que exuda ternura y vulnerabilidad, que
no teme a exponerse física y emocionalmente. Destacan, además, la
fuerza y frescura de Nabilah Fernández, como una de las discípulas más
lanzadas, y la solidez de Roberto Perdomo, así como la fotografía de
Alán González y el guion de Fernando Cruz.
Este mediometraje de 45 minutos viene a ser el colofón de la
autonombrada Etapa Rosa de Molina, compuesta también por Borealis
(2013), Sarima a.k.a. Borealis II (2014) y Rebecca (2016), ficciones
donde el director ha integrado el melodrama a sus habituales
exploraciones intergenéricas. Se realizó de forma totalmente
independiente, algo habitual en su trayectoria, gracias al apoyo de la
Embajada de Noruega en Cuba y la colaboración de varias productoras no
estatales.
El mítico concierto de los Rolling Stones invade ya el imaginario de
los creadores audiovisuales cubanos: desde documentales como Stones pá
ti (Eduardo del Llano, 2016), hasta el corto de ficción Ulysse Size
T-Shirt (Carlos M. Quintela, 2018), pasando por Sangre cubana (Edgardo
Pérez, 2018), ese hito del cine amateur nacional. El suceso se
presentaba cual conclusión de un período de cambios, de apertura… Era
nuestro Woodstock particular. Ahora sabemos que fue una ilusión
efímera, un exceso de ingenuidad y optimismo. Nos ha tocado lidiar con
la terrible resaca.
Molina’s Margarita ayuda a construir una posible caja negra de estos
fracasos. A entender que, en el juego de las máscaras, estas no
cumplen la función de ocultamiento, sino de revelación.

Tomado de: https://www.ipscuba.net/espacios/altercine/atisbos-desde-el-borde/molinas-margarita-la-mascara-como-revelacion/

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