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Un cuento de Manuel Cofiño López

Un cuento de Manuel Cofiño López

Manuel Cofiño López es un nombre que hoy no se menciona y que para los jóvenes lectores cubanos resulta un perfecto desconocido. Representante del llamado realismo socialista en la literatura cubana, él fue un escritor que en una época gozó de gran popularidad.

Nacido en La Habana, el 16 de febrero de 1936, falleció el 8 de abril de 1987. Premio de novela Casa de las Américas 1971 con La Última mujer y el próximo combate. En el Concurso UNEAC 1975 obtuvo mención por su novela  Cuando la sangre se parece al fuego. Entre otros  títulos publicó los libros Borrasca (poemas), 1962; Un informe adventicio (cuento), 1969; Tiempo de cambio (cuentos), 1969 y Los besos duermen en la piedra (cuento), 1971.

Tiempo de cambio

Lo cuento ahora porque todo ha cambiado y hoy, cuando la vi, me di cuenta de que no se acordaba de mí, o por lo menos de aquello. Y que no se acordara de mí está bien, pero de aquello, que no se acordara de aquello que fue tantas veces. Pero puede ser, porque no se parecía, y aunque uno supiera que era ella, se daba cuenta de que no era la misma.

Me sorprendió cuando estaba sentado, porque aunque estuve un rato esperando que se desocupara la banqueta, tenía apetito y los ojos se me iban para los perros calientes, los batidos, los helados de chocolate y los bocaditos especiales. El caso es que me senté y casi choqué con su cara, pero una cara diferente, sin aquel enfermizo matiz verdoso, preguntándome:

¿Qué desea?

Quedé mudo. No sé si se dio cuenta, porque siguió como si nada preguntando a los demás, anotando las órdenes en el talonario. Iba y venía, disponiendo platos y cubiertos. Sonriendo. Haciéndole gracias al niñito que pedía más pastel. Se echó hacia atrás un mechón de pelo y volvió a preguntarme:

¿Qué desea?

Y no tuve dudas, porque era la misma voz de:

¡Oye, ven acá!

¿Oye, ven!

¡Oye!… ¡Oye!… ¡Oye!, que para ella en aquel tiempo no debió representar mucho, pero que yo no he podido olvidar. Y por eso lo cuento ahora, porque a ella no la he olvidado nunca, pero lo que pasó sí, porque me di cuenta de que no me acordaba de todo hasta ahora que la he vuelto a ver. Y de pronto, me ha dado miedo que se me olvidara esta historia, que a muchos les habrá pasado, pero quizás no quieran contarla, y es necesario que alguien la recuerde, porque todo ha cambiado y puede ser que la gente se olvide. Porque si de algo estoy seguro, es de que la gente tiene mala memoria. Hay que oírlos hablar nada más y uno se da cuenta.

Quién me iba a decir que la encontraría en la fuente de soda, trabajando sonriente, hasta bonita con su uniforme de poplín blanco y con esa banderita que dice: Muerte al invasor, prendida en el pecho, y no parece la misma y está como más joven; aunque han pasado doce años de cuando ella empezó, después de yo dar más de seis vueltas a la manzana, temeroso y desesperado, con aquellas llamadas a mi espalda:

¡Oye, pollo, mi vida!… ¡Ven acá!

¡Oye, ven acá!

¡Ven, entra!

Y parece que notó que no me atrevía y entonces entreabrió la puerta y me agarró por la mano y me hizo entrar en aquel cuartico reducido, dividido por cajas de cerveza, casi en sombras, alumbrado por un bombillo paliducho y desnudo.

Y, ¿cómo estará el niño? Por eso, porque después que la reconocí sentí deseos de preguntarle, pero no me atreví. No podía hacerlo, porque no es la misma, y estoy seguro de que no se acuerda de aquello, o no quiere acordarse, que es suficiente. O si se acuerda, seguro que ahora, que parece feliz, no quiere que le recuerden aquellas noches, porque no debió sucederle conmigo solo, sino con otros también. Y más de una vez debió ponerse la toalla alrededor de la cintura y separar las cajas para llegar al niño. Y quizás no todos hayan sido como yo, que cuando me dijo: Lo hago por el niño, para que no se muera de hambre. No tengo trabajo. No creas que me gusta esto, pero, qué voy a hacer, me ablandé y antes de irme le dejé todo el dinero que llevaba. Quizás algunos la hayan hasta obligado a quitarse los ajustadores, porque a mí, cuando todavía no había oído el llanto del niño, ni los toquecitos en las cajas de cerveza, y estábamos tirados en aquella cama vieja de hierro, que chirriaba cada vez que nos movíamos, ella me dijo: No, chino, los ajustadores no, y me callé y no dije nada, aunque todavía no sabía que el niño se iba a poner a llorar y a dar golpecitos en las cajas y no íbamos a poder seguir haciendo aquello, porque después, cuando ella volvió, yo ya estaba vestido. Porque cuando ella me dijo que esperara, me asomé y vi al niño pegado a sus senos. Y ya sabía que no podría hacer eso, porque de repente me aflojé.

La verdad es que uno es ingenuo cuando tiene quince años. Me acuerdo que le pregunté por el papá. Ella encogió los hombros y me dijo: Qué sé yo. Me preñó, se fue, y si te vi no me acuerdo. Quería que me quedara. Se había dado cuenta de que era la primera vez que me acostaba con una mujer, y me dijo: Vamos, quédate. Ya él está dormido. Si casi no molesta. Para ser la primera vez no quiero que te lleves esta impresión, porque la primera vez nunca se olvida. Yo no sé lo que le pasó hoy, porque nunca molesta. Quería que me quedara. Empezó a desnudarme, y decía que no había hecho la cruz, que la noche había sido mala, que no tenía para la leche, que me quedara, que me iba a hacer gozar mucho. Lo que tú quieras. Me quito los ajustadores si quieres, pero no te vayas. Sabía que no iba a poder, y le dejé la plata. Y ella me dio un beso y me dijo: Vuelve cuando quieras. Él casi nunca molesta.

Y nunca la olvidé, porque fue la primera mujer desnuda que tuve debajo de mí, y esa mujer nunca se olvida. Ella tenía razón. Lo otro sí, lo que pasó; hoy, cuando la vi de nuevo, fue cuando me acordé de todo. Porque uno se olvida de algunas cosas, como ella que seguro ya no se acuerda de aquello, o no quiere acordarse, que es suficiente. Por eso, para que no se me olvide a mí tampoco, no ella, sino lo que pasó, es que cuando salí de allí y dejé en su mano, de propina, mucho menos de lo que le dejé aquella noche, he venido aquí a pedir un trago, sin tener ganas, con el sabor del chocolate todavía en la boca, para contar esto que no quiero que se olvide, porque todo ha cambiado y de las cosas de aquellos tiempos hay gente que se olvida. Hay que oírlas hablar nada más y uno se da cuenta.

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