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¡Feliz día de la cultura cubana!

¡Feliz día de la cultura cubana!

Tengo un amigo que conocí 30 años atrás, allá por los tiempos en que yo trabajaba en la revista Alma Máter y él estudiaba en la Universidad de La Habana. Hace rato que mi socio vive fuera de Cuba y a decir verdad, en más de un asunto no pensamos igual. Sin embargo, en todo el tiempo que ha transcurrido desde que iniciamos nuestra amistad un día en el muro del malecón mientras hablábamos de temas históricos, jamás hemos discutido por nuestros credos políticos. No recuerdo desde cuándo pero hace rato que todos los 20 de octubre lo felicito por el Día de la Cultura Cubana, dados sus aportes a la misma como escritor y académico que, tras concluir su doctorado,  en la actualidad se desempeña como profesor en un aula universitaria.

Polarización entre mis compatriotas de uno y otro lado

Pensaba en lo anterior a partir de la alarma que me causa la creciente polarización que se está produciendo entre mis compatriotas de uno y otro lado del espectro político y que ha llevado a que se den acciones que juro creía ya eran parte de un triste pasado y que jamás volverían a darse entre cubanos y cubanas.

Debo acotar que en mi opinión, la intolerancia (problema que, como advirtiese Octavio Paz, no estaría tanto en el tipo de doctrina que se porta sino en la forma) entre compatriotas que piensan distinto a la hora de discutir un problema, va más allá de las diferencias políticas e ideológicas, para formar parte de nuestra (in)cultura cotidiana. Pensar lo que otro nos dice y admitir que puede tener parte de o toda la razón, para nosotros es una proeza y así, hemos obviado una moraleja de Jorge Luis Borges: “Hay que saber elegir los enemigos, porque al final terminamos pareciéndonos a ellos”.

De ahí el hecho cierto de que entre nuestros compatriotas perduran las equívocas tendencias que confunden el debate y la discrepancia de corte intelectual, en el peor de los casos, con el linchamiento del enemigo o, en la menos desafortunada de las situaciones posibles, con el mero y llano intercambio de cortesías, por lo que promover y auspiciar la discusión con las múltiples voces e ideas de la esfera pública, no es solo un acto legítimo sino también indispensable para progresar en la aspiración de alcanzar alguna vez un diálogo carente de dogmas y juicios totalizadores, en el que predomine un consenso signado por una buena dosis de serenidad y respeto.

Conseguir un efecto de “los cubanos para Cuba”

En mi caso, la apertura por la que abogo hacia quien piense diferente a mí no parte de hacerlo por cumplir únicamente con los preceptos de una meta nacionalista, expresada en la frase “Cuba para los cubanos”, sino por algo que me parece aún de mayor trascendencia de cara al futuro, es decir, conseguir un efecto de “los cubanos para Cuba” que no solo impulse el desarrollo nacional, sino que también nos ayude a vencer la percepción insularista del mundo, de la cual hemos hecho gala con demasiada frecuencia.

Volviendo al amigo que felicito cada 20 de octubre a propósito del Día de la Cultura Cubana, si algo me ha parecido vital es que, lejos de todas las buenas y malas intenciones que nos acechan aquí y allá, mantengamos nuestra amistad y el respeto por el quehacer y la forma de pensar de cada uno de nosotros. Así solidificamos un puente que construimos con nuestro mutuo afecto hace unos cuantos años, un puente que la amistad y la cultura logró, anticipándose a lo que la sociedad no ha podido resolver: «Esa ininterrumpida locura de acusación e inculpación como enfermedad mortal», a la que se refirió Thomas Berhard.

Reconciliación, diálogo y discrepancia: más que palabras

Siempre habrá minorías, de uno y el otro lado, para quienes la reconciliación y el diálogo serán contrarios a su interés en pro de mantener determinado statu quo. Si bien la inmensa mayoría de los cubanos abogamos por hacer realidad tangible y armoniosa los vocablos reconciliación, diálogo y discrepancia –como me dice una gran amiga–, pendiente tenemos el aprendizaje para ello. Empero, la necesidad del cambio, así como la experiencia vivida en estas décadas, nos urge a poner de un lado nuestras diferencias y buscar soluciones, a sabiendas de que una relación sana tiene que asentarse, esencialmente, en el respeto del criterio del otro, la legitimidad de la independencia del otro, y del mundo asociativo en el cual se constituye su otredad.

Hoy que celebramos el Día de la Cultura Cubana, todos deberíamos ser conscientes de que Cuba es una confluencia telúrica y misteriosa, que alcanza dimensiones místicas y mágicas de reductos extraños, raros y guarecedores de la belleza, aunque haya quienes no se percaten de ello.

En un ensayo de Cintio Vitier en torno a la identidad, con enorme sabiduría este intelectual afirmaba algo que desde que lo leí por primera vez me pareció fundamental: “Del Estado podemos disentir; de la nación, en cuanto es un pueblo asentado en un territorio, podemos alejarnos; pero la nacionalidad, que en definitiva es la cultura en su más amplio sentido, nos une a todos.”

Llegado a este punto, quiero felicitar a mis compatriotas que, estén donde estén y piensen como piensen, sientan que (por encima de cualquier diferencia política, ideológica, económica, religiosa, racial…) algo les une a la cultura cubana, la cual también es una patria y pertenece a los que experimenten la necesidad de sentirse parte de ella. A ustedes  les regalo unos fragmentos de un poema del desaparecido teatrista cubano Tomás González y que, en mi opinión, lanza un mensaje claro para todos los nacidos en la Isla.

Fragmentos de un poema del desaparecido teatrista cubano Tomás González

“Atrapados en nuestros tristes odios

navegamos en el rito misterioso de un viaje

por mucho tiempo ya prolongado

con rumbo hacia ninguna parte

sin avanzar y sin retroceder

manteniéndonos

a toda costa

a flote en el naufragio.”

Poemas de Yamil Díaz

Poemas de Yamil Díaz

Conocí a Yamir Díaz Gómez(Santa Clara, 1971) hace alrededor de treinta años. Por entonces yo trabajaba en la revista Alma Máter y él cursaba la carrera de periodismo en la Universidad de La Habana. Me parece que fue ayer cuando un día Yamir se nos apareció en la redacción de la publicación a proponernos una colaboración. Desde entonces he seguido su quehacer, ya fuese como periodista, editor, promotor cultural, estudioso de la obra de José Martí y sobre todo, como el excelente poeta que es. 

Entre sus libros pueden mencionarse Apuntes de Mambrú (1993), Soldado desconocido (2001), Fotógrafo en posguerra (2004), que integran una trilogía aparecida en tomo único bajo el título de La guerra queda lejos (2006, 2009), además del folleto El flautista en la cruz (2000) y el poemario para niños En el buzón del jardín (1999, 2002, 2013).

Hoy quiero proponer algunos viejos poemas de este santaclareño y que disfruto muchísimo cada vez que vuelvo a leer. Ojalá que los seguidores de Miradas Desde Adentro disfruten como yo con la obra de alguien al que respeto por su quehacer intelectual y que además es un buen amigo.

Poesía de Yamir Díaz

EL SOLDADITO DE PLOMO


…fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los adoquines…
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .H. C. ANDERSEN

No vendrás al abismo en que me postro,
porque eres de papel: no has existido.
No escucharás mi último latido,
ni habrá más polizones en tu rostro.

Amada, a causa de mi desconsuelo
todo cae, todo flota, todo yerra.
Ahora el cielo ha bajado hasta la Tierra,
y la Tierra ha subido rumbo al cielo.

Mi humilde eternidad ya no reposa,
porque sé que la muerte no te roza.
Y —aunque el cielo te brinda sus candiles
herido por mi única estocada—
voy descubriendo que la muerte, Amada,
es cruel hasta en los cuentos infantiles.

Muero. Y un espejismo me promete
anunciar a las puertas de palacio 
que un soldado te aguarda en el Espacio
clavado como un Cristo de juguete.

Voy cerrando los ojos, con tal gozo
que detrás de mis párpados te miro,
que lo perenne cabe en un suspiro,
y es otro el cuento, mucho más hermoso.

A este trozo de plomo y remembranzas
le late un corazón porque tú danzas,
porque eres todo lo que hay esta vez,
porque das a un soldado la certeza
de que es bueno pararse de cabeza
cuando todo en el mundo está al revés.

Pero no tengo ya dónde ni cómo
ganar mi apuesta a la melancolía;
pues no vas a morir, amada mía,
a pesar de estas lágrimas de plomo.

Ahora el duende repite sordo, cruel,
que hay una bailarina suspendida
a salvo de la muerte y de la vida.
¡Ay!, mi novia no existe: es de papel.

Amada, ¿te me has vuelto colibrí?
Me he quedado sin quién, sin qué, sin cuándo,
sin más amparo que mi frenesí.

Voy muriendo de un golpe oculto, blando.
Y he cerrado mis ojos, preguntando
cómo será la eternidad sin ti.

LETANÍA MENOR PARA TU MANO

Estoy leyendo el último periódico del siglo,
y llegas tú.
Y tu mano derriba las noticias
y tu mano me toma de la mano.
Soy un niño perdido
en la dulce emboscada de tu mano.

Más allá de tu mano no hay relámpagos,
no existe la palabra nomeolvides
ni cosa tan real como la sombra de tu mano.
Ahora todos mis versos terminan en tu mano
porque yo estoy escrito en las líneas de tu mano.

Yo voto con tu mano.
Aplaudo con tu mano.
Me refugio en tu mano por si mañana Dios está más lejos.

Donde acaba tu mano comienzan las preguntas.
¿Qué será de la lluvia sin tu mano?

Sólo tengo tu mano contra el espanto y la rutina.
Tu mano que me escribe;
tu mano que me toma de la mano,
que me deja perdido en un poema
donde yo estoy leyendo el último periódico del siglo,
y llegas tú.

EL NACIMIENTO DE MAMBRÚ

Te llamarás Mambrú. Tu doble irá a la guerra,

y los dos cantaremos qué dolor

cuando pasen los soldados sobre el puente.

Ya lo sabrás, Mambrú: 

los soldados se matan por un rey al que no han visto respirar;

la guerra queda lejos.

Qué dolor: el pañuelo jadeante de la novia,

el pañuelo que silba junto al tren,

y el tren se arrastra sobre el puente de los tristes.

La historia queda lejos. Qué dolor:

esa novia que gime no es la historia.

Y la muchacha que olvidó nacer a la hora precisa

para aplaudir al padre que nunca volverá,

y esos soldados que pasan, nunca fueron la historia.

Tú has nacido en el puente de los tristes.

En este sitio, nacer no es derramarse

sino estar condenado a no partir.

Aquí vienen, llorosos,

el leñador, el ministro, el nigromante.

Aquí se dan la mano ladrones y verdugos:

todos tienen un doble que roba o guillotina.

Ya lo sabrás, Mambrú:

tu doble un día volverá de la guerra,

y no estará la novia. Qué dolor.

Hijo: la soledad no tiene doble;

la soledad viaja en el tren de los soldados

para que el puente vibre,

y tú y yo nos abracemos,

y cantemos de nuevo qué dolor.

Las palomas no vienen al andén cuando regresan los soldados.

Aquí no nacen héroes. Qué dolor.

Qué dolor.

Qué pena.

DISCURSO EN UNA ESQUINA DE PARÍS 
                                  
                                                               a veronique joncheray

Son las dos de la tarde en los relojes de París,
y la ciudad se llena de viajeros y palomas.
Los viajeros preguntan por Rimbaud,
los viajeros se llevan una torre de juguete:
un país de juguete que gobernaron cuando niños.
Son las dos de la tarde,
y la niñez de los viajeros regresa por las calles de París,
y todos aman a una mujer de treinta y siete años.

Todo el que ama tiene
algo de organillero.
Por eso los viajeros llevan en las arterias una música oculta
mientras las estudiantes navegan por el Sena.

Son las dos de la tarde.

Tener amigos por solo una semana,
es el oficio más triste del mundo.
Y he aquí que los viajeros se consuelan
dando una falsa dirección:
disimulan sus lágrimas poniendo en hora los relojes.

En París, casi siempre, son las dos de la tarde.

EL TESTAMENTO DE MAMBRÚ

Hijos míos: yo nunca seré un héroe.
Nunca tracé las coordenadas por donde debió cruzar el río;
no descubrí la pista hacia la lluvia;
no ordené a los soldados un eclipse.

Hijos míos: yo nunca fui a la guerra.
Mi historia era un pretexto
para que las mulatas salieran al balcón.
                      
                                   Vengo del fango y del trigo
                                   sin más que mi serenata.
                                   Voy a la muerte, mulata,
                                   ¿quieres morirte conmigo?

Yo sé cuán poco vale el hijo de un soldado,
y por eso les dejo este silencio:
nadie recuerde que Mambrú tenía dos hijos
y un telescopio
y un fusil
y unos zapatos blancos.

Un día el tiempo abrirá de par en par las siemprevivas,
asomarán otras muchachas al balcón,
y por eso les dejo estas palabras
con las que les dirán que ellas vienen del trigo.

Hijos míos: yo nunca fui a la guerra;
pero he cruzado las calles donde alguien estafó al ilusionista.
He dormido en portales
sin más que el viento saltando entre mis dedos,
y por eso les dejo las campanas, los puentes, los caminos…
Pero no volveré a prender candiles en los rincones de la casa
porque si vuelvo dejaré de ser eterno.

Mi historia servirá
para que los soldados inventen un eclipse
y descubran la pista hacia la lluvia
y tracen las coordenadas por donde va a cruzar el río
y mueran por la patria,
aunque la patria sea una palabra que no entiendan.

Celebraciones por cumpleaños de Miradas Desde Adentro (I)

Celebraciones por cumpleaños de Miradas Desde Adentro (I)

El próximo 28 de octubre, este modesto sitio del ciberespacio cubiche cumple un año de vida y aquí lo estamos celebrando con la reproducción de varios textos que me he leído recientemente y que me parece son materiales que vale la pena compartir con los seguidores de esta utopía que, al fin y al cabo, es Miradas Desde Adentro. Ojalá que lo disfruten tanto como yo.

 

La bailarina cubana Alicia Alonso y su último Giselle

Por Juan Orlando Pérez

La noche del 2 de noviembre de 1993 en el Gran Teatro de La Habana había una atmósfera de enorme tensión y desasosiego. Una multitud bien dispuesta y pintiparada había desbordado la platea y los balcones, y había ascendido hasta lo más alto, asomándose por el borde del gallinero y rozando con la cabeza el estucado del techo. Hasta espectadores habituales del teatro habían sido desplazados de sus lugares y se les veía entonces acompañados lo mejor posible en rincones bien molestos para el buen gusto. Ni siquiera la claque de balletómanos empedernidos había evitado ser relegada a puestos de malos aficionados. Todos haciendo severos pronósticos sobre lo que ocurriría en aquella función.

Alicia Alonso iba a bailar el pas de deux del segundo acto de Giselle, cincuenta años después de haber debutado en ese papel. Todo el mundo había dejado escapar un suspiro al oír esa noticia. Verdaderamente, es algo insólito que una bailarina pueda asistir al cincuentenario de su consagración estando todavía en activo, y aún mas que pueda enfrentar un personaje riguroso. Por lo tanto, los presagios sobre lo que ocurriría en la gala del homenaje no eran halagüeños. Los más optimistas esperaban que Alicia estuviera digna y que no se empañara demasiado la reputación de la gran artista. Los menos condescendientes habían pronosticado un desastre y tenían algún motivo para hablar así. Las temporadas de los años 92 y 93 habían sido regulares. El ballet languidecía tristemente y solo alguna figura extranjera, de paso fugaz por los festivales reavivaba la emoción de los aburridos espectadores. Las grandes bailarinas cubanas habían visto terminar sus mejores años y su lugar, por entonces, era acaparado en estricto monopolio por Rosario Suárez, Charín, cuyos trepidantes dúos con Lienz Chang se anunciaban por toda la ciudad, colmaban de público el teatro y levantaban en el aire a los fans en plena gritería. Poco después, Charín abandonó la compañía y sus fans quedaron mudos como una tapia. De repente, el público se había quedado sin estrellas a las que adorar y salvo alguna faena ocasional y sorpresiva, las funciones no pasaban de aceptables. En cuanto a Alicia, los escépticos no se ocultaban para manifestar su oposición a que continuara bailando. Después de haberla visto protagonizando Dido abandonada, Cleopatra eterna y otras piezas en que su esfuerzo físico era notable, muchos en La Habana consideraban que debía retirarse y culminar con honor una de las carreras más gloriosas del ballet. Solo unos pocos comprendían que Alicia siente por su oficio una pasión tan arrebatadora que se ha dispuesto a desafiar los pudores y cortapisas de la gloria. Por seguir bailando aunque sea pasajes mínimos y sin posibilidad de destaque, ha puesto sistemáticamente en juego su enorme prestigio. Probablemente ella piense que nada puede hacer ya que destruya el recuerdo de su prodigiosa y larga juventud en la memoria de los amantes del ballet. Tiene razón. Pero los jóvenes que van al ballet desde hace poco jamás la vieron en sus días de esplendor. No la vieron cuando Alejo Carpentier decía que Alicia dejaba de ser una persona para convertirse en una verdad. Ni cuando Lezama, viéndola bailar a los pies del Castillo de la Fuerza, creía que todos los hechizos sombríos habían sido vencidos. La mayoría solo ha visto por televisión el video de la función memorable en la que Alicia bailó Giselle con Vassiliev, y el de Carmen. Por el 93 muchos culpaban a Alicia de deteriorar su propia reputación, considerada patrimonio nacional.

Es bueno aclarar que esas opiniones eran francamente exageradas desde el punto de vista de un observador imparcial. Sucede que el público del ballet es un tanto especial, y si no se le ofrece un espectáculo a la altura de los de la época clásica del teatro imperial de San Petersburgo o de los tiempos de Diaghilev en París, se siente estafado y cree que lo que ha visto es un desastre. Curiosamente es el público más fiel. En el Gran Teatro de La Habana, en las funciones del domingo a media tarde, es posible encontrar personas que vieron nacer el Ballet Nacional en 1948, cuando se llamaba Ballet Alicia Alonso. Algunos estaban en el teatro la noche tremenda cuando Alicia bailó Carmen por primera vez. Han visto El lago muchas veces, tal vez más de cien, interpretado por bailarines de estilos y temperamentos muy diferentes. Pueden por eso comparar las nuevas figuras con las de antes, que son siempre las que salen ganando. Muchos miran con desdén a los jóvenes balletómanos que no han visto nada. Estos últimos, por su parte, manifiestan las adhesiones más furibundas y los desprecios más rotundos. Ahora adoran a Lorna Feijóo, como antes a Charín, aunque algunos, para no dar el brazo a torcer, digan que le preocupa más encantar al público con su poderío físico que con su interpretación integral. Pero cuando Lorna hace su ronda de fouettés en el tercer acto de El lago, o en un arabesque despampanante, no les queda más remedio que reconocer ante los amigos que estuvo divina. En propiedad, el público del ballet es muy heterogéneo. Se puede encontrar tanto artistas y escritores que están en el bombo como estudiantillos que acuden a su iniciación. También oficinistas, secretarias, bohemios, desocupados y turistas bien acompañados. Van vestidos de traje y corbata o de la manera más informal, aunque la administración ha puesto recientemente un cartel prohibiendo pasar en short. En suma, un conjunto pintoresco, emotivo y hasta pasional.

Esa multitud era la que esperaba aquella noche de noviembre del 93 que Alicia Alonso bailara otra vez el pas de deux del segundo acto de Giselle, pieza con la que encontró la gloria cuando pertenecía al American Ballet Theatre, pero aún no era una primera figura. La gran Alicia Markova debía interpretar Giselle pero enfermó repentinamente cuando ya el teatro había sido completamente vendido. Los directivos del Ballet Theatre preguntaron a las bailarinas jóvenes si alguna de ellas se atrevería a sustituir a Markova. A Alicia dudaron en preguntarle porque recién había sido operada en los ojos, pero fue precisamente ella la que se mostró dispuesta a hacer Giselle ante un público que esperaba a otra. Lo que ocurrió esa noche de 1943 parece haber sido excepcional puesto que los cronistas apenas saben describirlo. La más arrolladora y compensadora noche de triunfo, dijo Antón Dolin, el partenaire. Los pies de Alicia terminaron ensangrentados por el esfuerzo hecho en tan poco tiempo y se cuenta que, al finalizar la función, irrumpió en el camerino George Schaffe, un famoso coleccionista de objetos históricos del ballet, y arrancó la zapatilla de los pies de Alicia mientras daba gritos de «¡Para la historia! ¡Para la historia!» Esa historia estaba siendo desafiada medio siglo después «por pura obstinación», según la mayoría de las opiniones.

Fue una larga función. Hubo varias piezas en el programa, entre ellas un apreciable Grand pas de quatre, al que pocos prestaron atención. Todos estaban concentrados en el momento final, cuando Alicia saldría a escena y pudiera ocurrir una catástrofe no personal, de prestigio, sino cultural. El ballet en Cuba no es, como pudiera pensar un extraño solo una pieza de vitrina que se muestra como uno de nuestros logros. Da a nuestra cultura un secreto regocijo, el de lo cubano que se cuela en el salón clásico, que penetra en extrañas edades de oro a las que no ha sido invitado y baila en ellas desaforadamente en el centro del círculo de asombro. El Ballet Nacional y la obra de Alicia Alonso significa la tradición central de la cultura europea tomando formas perfectas en la plenitud cubana. Eso estaba en peligro si Alicia Alonso no hubiera cumplido aquella noche uno de los pocos milagros a los que asistiremos en la vida.

Ella lo hizo. Nadie que la haya visto podrá olvidar nunca su levedad y su pureza. Un suave trazo blanco atravesaba el aire, recogiéndose en puntos de grave y honda densidad, o difuminándose en ligeras y frágiles prolongaciones. Habitó durante un instante en una zona intermedia entre la muerte y la naturaleza superior, donde el cuerpo pierde el arbitrio de sus extensiones y adopta en cambio la fijeza de una hermosura inmortal. Tal vez, mientras bailaba, Alicia Alonso nos dijo algo que no podemos comprender en otro lenguaje que el suyo. Ella debe haber sentido una interrupción en la linealidad del tiempo, un instante abierto entre las sucesiones, por donde se cuela desde otra escala el fragor de la transfiguración de lo humano en la sustancia original. El pas de deux terminó y el teatro se vino abajo. Sobre Alicia llovieron pétalos de rosas, detalle un tanto kitsch, pero que llevó al paroxismo al respetable.

Alicia Alonso tal vez no bailara más. Ya en el último festival no lo hizo. Pero ahora no importa. Es la artista más grande de Cuba, y la compañía que creó, una de las instituciones fundamentales de la cultura de este país. Aunque uno no vaya al Gran Teatro de La Habana, es tranquilizador saber que allí siguen bailando Giselle y El lago. Mientras eso ocurra, de alguna manera, todos nosotros estaremos a salvo.

 

 

 

Este texto fue originalmente publicado en la revista Alma Máter.

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