“Ciento cinco escalones”: un cuento de Sergio Cevedo

“Ciento cinco escalones”: un cuento de Sergio Cevedo

La segunda mitad de los ochenta fue un momento propicio para el
florecimiento de maneras renovadoras de expresión artística en Cuba.
Así, después de casi veinte años, el importante pintor Umberto Peña
regresa a un salón del Museo Nacional de Bellas Artes con una gran
retrospectiva de su obra. La literatura ofrece muestras ya estudiadas
de las transgresiones temáticas y formales que tienen lugar en ese
contexto.
Fue por aquellos ya lejanos años cuando por primera vez escuché hablar
del por entonces joven escritor Sergio Cevedo Sosa. El Premio de
narrativa del tabloide El Caimán Barbudo en 1988 se le concede a él,
por su libro Rapsodia bohemia, una cuentística sobre los llamados
freakies en la isla caribeña.
Han transcurrido 33 años desde aquel galardón que recibiese en El
Caimán Barbudo y en ese período, Sergio Cevedo ha publicado libros
como La noche de un día difícil (Premio David), editorial Unión, 1989;
Anglóstica (Premio Fernando González), Editorial IPC, Colombia, 1997;
El envés de la trama y otros relatos (Ed. Letras Cubanas, 1996); El
mundo es nuestro y otros relatos (Ed. Letras Cubanas, 2014) y  La gran
ola de Kanagawa (Ed. Letras Cubanas, 2015), obra con la que obtuvo el
Premio Alejo Carpentier de cuento.
En Miradas Desde Adentro reproducimos un cuento de este narrador y que
en la actualidad se desempeña como profesor del Centro de Formación
Literaria Onelio Jorge Cardoso.

Ciento cinco escalones

Sergio Cevedo

A Romi, porque de alguna forma
tendría que ver con ella.
A José Félix León,
por su poema de la rose, Afasia.

—¿Y qué?
— Nada, pasaba por aquí.
     Abre la puerta un poco más, espera a que entre y luego de
cerrada, adelanta unos pasos en dirección al pasillo.
—  Así que casualmente pasabas por aquí, pero te molestaste en
detenerte y en contar escalones hasta el quinto piso.
    No los conté. Son ciento cinco, exactamente ciento cinco: un
número de buena suerte. El pasillo es estrecho, largo, oscuro, y ella
espaldas anchotas, short raído de mezclilla y unos muslos flaquísimos.
Arribamos al cuarto. Hay una gran maleta abierta.
— ¿Dónde me siento?
— Dondequiera.
     Hace espacio en la cama, apartando revistas, ropas, libros de un
tirón. Tomo un libro de esos de los que se han caído al suelo y lo
hojeo: poemas. Pone la grabadora.
—  Oí decir que te ibas pronto.
—  ¿Sí? ¿Y quién te lo dijo?
—  Aileen, pero lo sabe toda la farándula.
—  ¿La de G o la del Bom?
—  Me imagino que ambas.
       Paso una página del libro. Continúa sacando cosas del
escaparate amontonándolas arriba de la cama. Le queda bien el pelo
corto, le da un aspecto de varón.
—  ¿Los vecinos de abajo siguen vendiendo su brebaje?
—  Mira allí, una botella.
—  Eres un ángel de polietileno.
—  Soy simplemente un ángel.
      Bebo directo desde el borde y continúo con los poemas.
—  ¿Has leído este libro?
      Mira y dice que no.
—  Probemos suerte como los viajeros. Algo al azar, como La Biblia. A
ver, a ver, escucha:
Queríamos saber qué es una rose.
No podía soportarlo. Para empezar decía: una
rose es una rose es una rose. ¿Es una rosa?

—  ¿Sigo?
—  Échame un poco en este vaso.
      Alzo la vista hasta su voz, le escancio la bebida. Después de
darse un grueso trago se sienta al borde de la cama, no al lado mío
sino contra la luz que entra por la ventana. Quedamos con los rostros
frente a frente.
—  Dime qué es una rose.
No me lo dice se desata la blusa. Sus tetas son tan diminutas, casi es
un pecho masculino.
—  Chúpamelas.
Bebo un trago angustioso.
—  Me voy y no regreso —afirma—  No nos vemos más —afirma.
     Otro trago angustioso.
     Tomo el pezón entre mis labios: una tetilla de varón. Luego me
besa, nos besamos: suaves.
     Se deja ir hacia atrás, contra el bazar maometano que es el caos
de su cama. Una onda Yani, Tomita o Vangelis en la grabadora; pero
cierro los ojos, cierro los ojos, displicente, para poderme
concentrar.
      En medio de la oscuridad siento que me despojan del pulóver, me
acarician la nuca, el nacimiento de las nalgas.
—  Tienes la piel de una muchacha —opina.
      Abro los ojos otra vez: ahora estamos desnudos. Ella expectante
boca arriba y las piernas dobladas. Con el dedo registra el interior
de su vagina. Lentos los movimientos, rítmicos, acariciadores. Pero
después vertiginosos, enfáticos y virulentos, rostro de estatua ojos
en blanco. Vuelvo a ampararme en mis tinieblas y adquiero un universo
de respiraciones: jadeos, resuellos, gimoteos, me especifican que se
va.
—  Isabel, Isabel —exclama desfavorecida.
      Con una fuerza inesperada me precipita sobre sí. La siento
rígida y vibrátil, olor a enjuagues de marismas. Como no he conseguido
despertar la erección, mi sexo blando, acojinado, resulta almeja
contra almeja, pero eso incluso, me figuro, puede que la complazca
más.
       Alcanzo a tientas la botella y bebo como si fuera a morirme.
Ella ya debe estar cruzando por frente a su segundo orgasmo. Pensarlo
me hace un infeliz. Al tacto voy considerando sus flacos muslos, sus
espaldas, y de un envión la hago voltear, la estratifico bocabajo y
restriego mi fleje contra su grupa poco generosa, su magro culo de
muchacho.
    Por ahí no, se horroriza en cuanto se da cuenta de lo que me
propongo: su magro culo de muchacho. Me imagino el de Alexis: piel de
pollo, lampiño, sin una pluma y erizado. No, no, clama, suplica,
agita, mientras le espanto un dedo por el ano, pero la tengo bien
atrabancada, lo tengo bien atrabancado, poco puedes hacer.
    Desdibujo su clítoris y lo convierto en otra cosa. En cuanto lo
hago sí la tranca se me pone durísima. De tungsteno, de cuarzo, se me
quiere partir.
    Cojones, chilla cuando se la encentro y con las uñas enristradas
trata de acuchillarme los riñones. Cojones, pinga, escandalizo y se la
clavo más. Soy el gran bugarrón, el lujurioso bugarrón de los efebos
culitiernos: te estoy echando un palo, Alexis, te estoy pariendo el
culo estrecho, tu culo de pollo erizado.
    Siento una mano que se zafa, que consigue meterme un par de dedos
dentro del inán y la estimulo, bugarrona, mete todos los dedos, todos
los dedos juntos, coño, méteme el puño, bugarrona, mete el puño
completo.
    Me vengo estrepitosamente porque una rose es una rose. Ya para
entonces, certifico, ella sincronizó el tercer orgasmo. Cuando
emergemos a la luz, un turbio riff de heavy metal resuena en el
cansancio de la habitación. Queda un poquito del brebaje y nos lo
repartimos.
—  ¿Qué, cómo te sentiste?
—  Como si la revista estuviera al revés. ¿Y tú?
—  Distinto de antes, muy distinto. Entonces éramos dos niños y no
sabíamos nada, siquiera de nosotros mismos. Pero qué clase de locura
coño, ni me acordé de los condones. ¿Tú no estarás ponchado, pájaro,
porque eso de irse con el SIDA?
—  Mira, mejor dejamos eso y regálame el libro.
Antes de retirarme le pregunto quién era la tal Isabel.
—  La estomatóloga del policlínico. ¿No te templaste tú a algún tipo?
—  Por supuesto que sí
—  ¿Quién?
—  ¿Quién va a ser tuerca, quién va a ser? A mi amor imposible.
     Comienza a recoger las cosas de su cama y a acotejarlas en
desorden en el escaparate. Ordena en cambio las que pone dentro de la
maleta.
—  Bon voyage, bon voyage y desde luego escribe.
    Me marcho entonces sin mirarla o esperar su mirada porque una rose
es una rose, el ciento cinco un número de suerte y esta es una
historia con final de música de discoteca.

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