Poemas de Emilio García Montiel
Como estudiante universitario puedo asegurar que tuve una vida privilegiada. Mi tránsito por la actual Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana en la etapa comprendida entre 1981 y 1986 para cursar la carrera de periodismo nunca lo olvidaré. Fue por entonces que conocí los primeros poemas de Emilio García Montiel, quien estudiaba Historia del Arte. Aún recuerdo la favorable impresión que me dio la lectura de su libro Squeeze Play, publicado allá por 1987. Hace mucho tiempo que no he vuelto a saber de él ni de si continúa escribiendo poesía, pero hoy quiero evocar algunos textos de aquellos iniciales que me impactaron cuando trabé contacto con la obra de una de las voces fundamentales de mi generación, es decir, la de los ochenta.
Emilio García Montiel
LOS STADIUMS
A veces voy a los stadiums sólo por tomar aire. El stadium es un gran respiradero en la ciudad podrida. En la ciudad de las columnas sórdidas, de los lentos
portales oscuros.
Entre el cansancio de un hombre que no puede llegar y el letargo de un mundo que no quiere salir.
Entre el polvo, el calor y la sed como en una película de guerra Entre las calles enfangadas como en una película de corrupción moral. Desde las casas,
el cielo es
dulcemente azul.
Desde los barcos, una nube grisosa que se enreda en el aire.
Bajo esa nube somos demasiado felices. Bajo esa nube pensamos: la ciudad.
Pero al final decimos: parque, polvorín, iglesia, ayuntamiento.
Ya no hay frescor posible. A veces voy a los stadiums sólo para tomar aire. En un stadium no se juega el destino del país, pero sí su nostalgia. O más
bien la nostalgia de esta ciudad podrida.
Remendada con boleros y con tristes anuncios que ya no significan nada.
LOS GOLPES
Hace ya mucho tiempo ──ahora es muy difícil precisarlo──
yo descubría el mundo bajo el mismo cristal usado y transparente con
que se ve la gloria. Nada pretendía y nada sucedió que no estuviera definido entre el bien y el mal. Yo imitaba a los héroes con la vieja confianza que
da la mansedumbre,
con su oscura prudencia. No conocía aún la insensatez de las muchachas: si alguna imaginé o entendí algo, fue apenas un rubor. Yo tenía un pupitre, una
voz agradable, una ciudad dispuesta. Los maestros tocaban mis espaldas y decían: muy bien. Todo era hermoso: desde el primer ministro hasta la muerte de
mi padre. Y perfecto, como debía ser los hombres y la Patria.
Pero eso fue hace tiempo ──hace ya mucho tiempo── y ahora me es
difícil precisarlo.
CONVERSACIONES APACIBLES
Yo temo de la muerte como el niño que teme de su madre. Y es un temor tan simple que ninguna palabra podría definir.
No lo aprendí en la guerra ni en la noche, sino en la asencia de la mujer
que amaba.
Yo era un muchacho de oro: era todas las cosas y en todas existía con el mismo delirio. Después no lo fui más.
Nada de lo que tuve dejó de ser hermoso ni dejé de tenerlo.
Pero ahora, cuando toco los cristales o cuando estrecho la mano a los amigos puedo sentir la distancia de la muerte.
¿Dónde están? ¿Dónde estarán después de que la noche haya pasado? Esa infinita noche o esta pequeña noche insular y ridícula?
Las palabras podrán salvarme de otra muerte, pero no del temor y menos de la muerte verdadera. Nada me ata a la gloria ni al olvido, sino la devoción de
una mujer.
UN DIA DE INOCENCIA
Yo recuerdo a los hombres en el momento mejor de su caída. Cerca ya de la noche. Cuando apenas se advierte una sombra, una nostalgia, un temblor hacia el fin.
Yo los recuerdo en días apacibles: hechos sobre un pasado de extraña lucidez.
Graves por la confianza o por la fama, o tal vez por el tiempo.
Pero nunca en la gloria.
La gloria es vanidad para creer que somos fieles, que alguna vez lo
fuimos. Tampoco en la tristeza.
Porque nada es peor que la tristeza para engañar a un hombre.
Yo los recuerdo en días apacibles: loados o innombrables bajo tanta blasfemia.
Doce o treinta y seis: )a qué dios pertenecen las jugadas? ¿A qué dios suplicar no ser ni héroes ni traidores?
Alguna vez estos silencios ya no tendrán sentido. Alguna vez sobre mis ojos el temor se hará inútil.
Sé que habrá un día ──un día de inocencia── en que no me será dado
decir más.
Yo lo bendigo, igual que a esas mujeres que tendrán mis palabras.
Que sabrán susurrar: «ha hablado de los hombres en días apacibles».
Igual, a los amigos, que cubrirán mis versos con su rostro. Para bien ──para mal── mucho les pertenece.
Yo recuerdo a los hombres en el momento mejor de mi caída. En el momento de llamarme con simpleza Juan o Rey.
De ni sentirnos héroes ni traidores. De no llegar al fin.
LAS COSTAS DE FRANCIA
Bajo el gustado fresquecillo del amanecer, bajo su fría niebla, yo ví pasar
las costas de Francia. Las luces fugadas de los autos iluminaban brevemente el mar, el
reposado perfil de algunos botes, cierto oro interior. Yo me dije: he aquí el mediodía de Francia, he aquí su Provenza
bucólica, ligera en torridez. Nunca más, nunca más la glorieta de mi pueblo será el centro del mundo. Nunca más el boticario o el fotógrafo contarán las
mejores historias.
El Ródano, que acude tras los sueves dorados, pasa también por mi. Las mansardas caprichosas donde se quiebra el aire. Los dragones, los caballos de nervio fino sobre el polvo de Arlés. Toda la
verdad desconocida pasa también por mí.
Una muchacha que abre las puertas de un granero y queda a contraluz.
Eso me dije y ya no estuve sólo. La gente se agolpaba en la cubierta, sobre las barandillas. Yo les oí decir: ¡Es Francia, es Francia! Y así los vi inclinarse.
Con la misma inocencia.
Con la misma seriedad de quien escoge un papel de regalo o una revista
de modas.
ALBA
Yo imagino una casa y un hogar y unos libros y una mujer sentada en mis rodillas.
Imagino lo que tuve y nadie sabe si volveré a tener: el invierno y las
noches luminosas la infancia con mi padre y el antiguo esplendor de una ciudad.
Mi belleza no es más que la belleza de esos días y acaso, de algún modo,
la belleza de Dios.
Yo los espero con toda la inocencia con que se espera el alba, jubiloso y
terrible como si nada hubiera sucedido aún.
LA SOMBRA DE TOLSTOI
En el camino que sale de Yasnaya Poliana nos despide la guía.
Al volverse, un viento imprevisto levanta su capote inclina hacia ella las ramas de los árboles.
El lago, la casa, las hierbas brevísimas que crecen en la tumba:
todo se torna en un momento demasiado gris. Apenas hay testigos.
Mi asombro sigue al infinito a esa mujer que no se inmuta que camina despacio y hace girar las hojas sobre el polvo.
No la vi más allá del horizonte. Pero casi al instante cesó el polvo, el viento, la grisura del día. Las cosas regresaron a su sitio, a su antigua claridad.
Supe entonces que había estado en la Frontera.