Plagio: Entre la copia burda y la imitación creativa

Plagio: Entre la copia burda y la imitación creativa

Por Joaquín Borges-Triana
Desde hace años, una oleada de denuncias de plagio inunda los medios
de comunicación: periodistas de gran fama, novelistas de éxito y hasta
galardonados con premios de suma valía como el mismísimo Nobel han
sido acusados de copiar frases, párrafos o páginas completas de libros
ajenos. La polémica en relación con los límites o fronteras de la
autoría artística y la legitimidad para utilizar las ideas de los
demás está sobre el tapete y las opiniones son en extremo divergentes.
El debate pone de actualidad un fenómeno que hay que catalogar de
inmemorial, porque la presencia de impostores en la historia de la
literatura se remonta a la noche de los tiempos. Incluso, en opinión
de estudiosos del tema, como Anthony Grafton, autor del libro
Falsarios y críticos, la falsificación literaria, revestida de varias
formas, resulta una de las más antiguas tradiciones culturales de
Occidente. Obviamente, la clase de impostura que se practicase con
mayor asiduidad en la antigüedad, poco o nada tiene que ver con el
plagio tal y como se concibe en el siglo XXI.
Los falsificadores primitivos no sólo no copiaban textos ajenos con el
fin de firmarlos como propios, sino que otorgaban la autoría de los
que ellos escribían a otra persona. Era común que les empujase el
deseo de dar un carácter sagrado a su obra, como hicieron algunos
autores de textos religiosos egipcios al atribuirlos a personajes
divinos. Por ejemplo, decían que habían hallado cierto documento –de
creación propia- bajo los pies de la estatua de Anubis u otra
divinidad. Así, lograban dotar de legitimidad a un texto que, de ser
presentado como propio, habría carecido de credibilidad. Claro está
que no siempre los falsarios tuvieron una motivación de corte
religioso. En ocasiones les movía el afán de despistar a los críticos
o de fastidiar a los verdaderos autores. Se sabe que en las
bibliotecas de Grecia convivían las auténticas tragedias de Esquilo y
Sófocles con textos imputados a ellos en teoría. El más famoso médico
de la antigüedad, el griego Galeno, encontró un día en una librería de
Roma un volumen titulado Galeno médico, supuestamente redactado por él
mismo. Ello le indujo a escribir un libro en el cual se distinguieran
sus obras auténticas de las apócrifas que circulaban bajo su nombre.
En la Edad Media, las falsificaciones versaron en lo fundamental con
respecto a textos legales que apoyaban determinados intereses, por lo
general eclesiásticos. Se considera que uno de los más afamados fue la
Donación de Constantino, que sirvió al papado para justificar su poder
político. Fechado en 323, el documento narra la leyenda de cómo el
emperador romano Constantino, curado de la lepra por el papa
Silvestre, mostró su gratitud entregando a la Iglesia todo el Imperio
de Occidente. En el siglo XV, estudios humanistas dieron a conocer que
el texto había sido inventado durante el siglo VIII. Hoy es sabido que
también en esa época, varias grandes figuras de la literatura
universal tuvieron sus falsarios. Cervantes, que publicó el Quijote en
1605, fue víctima de la impostura de Alonso Fernández de Avellaneda,
quien escribió una continuación –Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo
Don Quijote de La Mancha, de 1614- a espaldas del autor. Avellaneda no
sólo se apropió del personaje quijotesco sino, además, de secuencias
argumentales de la verdadera segunda parte que se encontraba
escribiendo Cervantes, el cual se vio obligado por la circunstancia a
cambiar varios episodios en la versión definitiva, de 1615, para que
no coincidiera con el apócrifo. Se estima que Avellaneda contaba con
información proporcionada por Lope de Vega, eterno y enconado rival de
Cervantes.
William Shakespeare, cuya vida real todavía sigue siendo un misterio,
ha contado con una legión de falsarios. Hay quien asegura que su
nombre no era sino el seudónimo bajo el que se escondía Edward De
Vere, conde de Oxford. Según criterio de Looney, autor de Shakespeare
identificado, el creador de Romeo y Julieta no pudo ser un hombre
común, oriundo  de Stratford y de escasa formación intelectual. En
opinión de este estudioso, para escribir obras como El mercader de
Venecia, se requería haber recibido una educación clásica, poseer
conocimientos de Italia y un punto de vista aristocrático,
características que sólo reunían en su tiempo ciertos nombres como el
conde de Oxford. Algunos expertos, como Manuel Ángel Conejero, quien
se ha desempeñado como presidente de la Fundación Shakespeare España,
piensan que bajo la firma del escritor inglés se ocultaba no uno sino
varios autores: “dudo de que una sola mente sea capaz de tanto.”
En tiempos recientes ha habido sonadas falsificaciones. Un caso que
alcanzó notoriedad hace apenas unos años fue el del novelista ruso
Andrei Makine. Nacido en 1957 y radicado en Francia desde la década de
los ochenta, cansado de que las editoriales parisinas le rechazaran el
original de su primera novela, titulada La hija de un héroe de la
Unión Soviética, escrita en francés, decidió hacerla pasar como una
traducción de la obra de un joven y prometedor autor moscovita. De
esta forma, en 1990 consiguió publicarla, con un rotundo éxito tanto
de crítica como de venta. Transcurrido cinco años de aquel episodio,
en 1995 Andrei Makine obtuvo el principal galardón de las letras
francesas, el premio Goncourt, y en la actualidad es una figura
consagrada en el universo de la novelística contemporánea.
Como se puede apreciar, la historia literaria está plagada de trampas,
aunque la mayoría no se pueden encuadrar dentro de la categoría de
plagio. Aunque para algunos sea sorprendente, lo cierto es que muchas
de estas imposturas honran a sus perpetradores, esforzados artistas
que sólo pretendían publicar su obra del modo que fuera. Por su parte,
el acto de plagiar, entendido como copiar en lo medular creaciones
ajenas, dándolas como propias, sí se considera en el presente como una
conducta censurable, cosa que no siempre ha sido de ese modo. Como
tal, este concepto comienza a cobrar sentido en el instante en que la
literatura pasa a ser un negocio, a partir de los siglos XVIII y XIX,
momento en que surge la idea de propiedad intelectual. Antes, copiar a
los demás no sólo no era delito alguno, sino que ni siquiera se
pensaba que estuviese mal o que no fuera ético. Así pues, ningún autor
se ofendía si le copiaban. En correspondencia con ello, el Arcipreste
de Hita invitaba a los lectores a continuar o mejorar su obra.
Mientras tanto, Fernando de Rojas reconoció que se había hallado ya
escrito el capítulo primero de La Celestina y que decidió apropiárselo
y darle continuación. Es más, de cierta manera estaba mal visto ser
original, un concepto que sólo comienza a reivindicarse a partir de la
exaltación individualista del Romanticismo, ya entrado el siglo XIX.
Justo en esa época es cuando empiezan a hacerse frecuentes los casos
de plagio. Desde entonces hasta nuestros días, el fenómeno ha ido
cobrando cada vez mayor proporción.
Puede afirmarse que el guión se repite. Generalmente, el acusado suele
escudarse en la “tradición” o en la “intertextualidad” para negar las
imputaciones que le formulan y justificar su actuación. A fin de
cuentas, en literatura todo está inventado y es lícito inspirarse en
otras fuentes. Pero sucede que el creador genuino, que saca de su
imaginación y esfuerzo la materia de sus obras, aunque se inspire en
la tradición, ha de sentirse cuando menos molesto al comprobar que sus
textos han sido usurpados para beneficio ajeno. Empero, la pregunta
acerca de la cual no existe consenso en las respuestas es: ¿cuál es el
límite entre la copia burda y la imitación creativa, entre el plagio y
la obra original? Hay casos que resulta fácil dirimir el entuerto
porque las evidencias no dejan espacio a la dubitación. Así aconteció
con el escritor neoyorquino Jacob Epstein, que se vio obligado a
reconocer que había saqueado El libro de Rachel, del novelista
británico Martin Amis, para escribir su novela Wild oats.
Muy sonado fue el caso de Ana rosa Quintana, cuando la revista
Interviú evidenció a finales de 2000 con numerosos ejemplos que había
incluido párrafos completos, apenas modificando los nombres de los
personajes, de los libros Álbum de familia, de Danielle Steel, y
Mujeres de ojos grandes, de Ángeles Mastretta, en su relato Sabor a
hiel. Después de achacar en un primer momento la sorprendente
coincidencia a un error informático, la periodista televisiva concluyó
admitiendo que para la confección de su libro había contado con un
“colaborador”, el cual la había traicionado. No obstante, ella no dejó
de reivindicar su autoría: “El libro está basado en una idea original
mía, como mía es la trama, la construcción y el perfil de los
personajes, así como la mayoría de los textos. Sin embargo, al ser mi
primera novela, tuve que recurrir a la ayuda de una persona de mi
entorno. Lamentablemente, la aportación de este colaborador se
extendió a la inclusión de algunos textos y párrafos tomados de la
obra de otros autores.” Por tanto, como es fácil comprender, en este
caso hubo doble impostura: por una parte, el plagio de la obra ajena,
y por otra, el uso de un “negro”, que es como se conoce en literatura
a la persona anónima que hace labores literarias que firma otro. Pese
al escándalo que se armó, el libro fue rentable, pues en el instante
en que Sabor a hiel fue retirado del mercado, ya había vendido la nada
despreciable cifra de 100 mil ejemplares.
Ciertamente, una de las falsificaciones más utilizadas por los
escritores consiste en contratar a otra persona que prepare textos que
luego firman ellos. En la tradición anglosajona, esto se conoce como
ghost writer (escritor fantasma). En español, el mismo fenómeno se ha
dado en llamar “negro” y que según la Academia, se define como el que
trabaja anónimamente para lucimiento y provecho de otro. Dicha figura
se tornó habitual cuando la literatura se transformó en un negocio
lucrativo y los autores de éxito (antecesores de los actuales
best-sellers) se vieron obligados a contratar colaboradores para poder
dar respuesta a las demandas del público y las editoriales. Se
considera que uno de los “negreros” más célebres entre los tantos que
han existido, fue el novelista francés Alejandro Dumas, autor de Los
tres mosqueteros y El conde de Montecristi. Tras convertirse en uno de
los escritores de mayor popularidad del siglo XIX, creó algo así como
un taller de producción industrial de literatura, lo que le posibilitó
publicar un aproximado de 300 obras. La leyenda que en tal sentido se
ha ido tejiendo, dice que llegó a desconocer quiénes trabajaban para
él y que se dio el caso de que cierta vez, alguien lo visitó en su
casa y se le presentó como “el negro de su negro”, porque éste había
fallecido.
Como expresé con anterioridad, una de las justificaciones a las que en
la actualidad se echa mano para intentar explicar el desaguisado
cuando el mismo se ve descubierto, es el de la utilización de la
intertextualidad. Vale acotar que ésta se trata de un recurso
literario, que ha sido practicado desde hace siglos. En breves
palabras, puede definirse como la inserción en el texto propio de
cortos fragmentos, citas, versos o frases pertenecientes a textos
ajenos, fácilmente reconocibles por el lector. Si bien es cierto que
este recurso posee ya larga data,  también resulta verdad que en el
pasado reciente su utilización ha experimentado un auge nunca antes
visto. Ello, unido a que los últimos vestigios de lo aurático en el
arte quedan reducidos a expresiones sublimadas de relaciones
económicas y lo original o la originalidad pierde de hecho toda
autoridad epistémica, política, o estética, tornan mucho más complejo
el asunto de dirimir qué cosa es o no plagio.
Por otra parte y aunque parezca increíble, no es absoluta la opinión
en cuanto a que el plagio sea punible. La novelista italiana Susanna
Tamaro, quien fuera denunciada por la también escritora Ippolita
Avalli, amiga suya hasta el momento en que se produce el diferendo,
aseguró tras ser absuelta que las acusaciones de plagio “se están
convirtiendo en una moda peligrosa, importada de Estados Unidos. Es un
modo fácil y rápido de hacerse publicidad.” A continuación, añadía una
idea sobre la cual muchos han fijado la atención: “Las causas de
plagio, a no ser que te encontraran páginas y páginas copiadas,
deberían estar prohibidas.”
En verdad, en Estados Unidos el fraude intelectual está más
perseguido, en comparación con lo que sucede en Europa. Y es que el
asunto se ha venido a complicar después de la aparición de Internet.
Existe conciencia de que con el surgimiento de la red de redes, el
plagio se ha disparado en magnitudes alarmantes, especialmente en el
ámbito científico y universitario. Por otra parte, hay que tener en
cuenta la aparición de textos publicados de forma colectiva y sin ser
rubricados por nadie, para desmembrar así el sentido clásico y/o
tradicional de autoría, como muestra de lo que se va englobando dentro
de los conceptos de plagio utópico, hipertextualidad, cultura
post-libro y Producción Cultural Electrónica. Porque lo cierto es que
numerosas concepciones que hasta hace poco han funcionado como
sacrosantas instituciones o suerte de mausoleos, hoy están llamadas a
replantearse sus criterios de movilidad jerárquica pues asistimos a un
modo de redistribución del poder, no sustentado ya únicamente en la
ley del valor sino de la operatividad y el funcionalismo.
En ese contexto, las concepciones que han prevalecido en cuanto a
asuntos como el derecho de autor y el plagio, comienzan a ser cuando
menos repensadas. Los partidarios del análisis y transformación de lo
que en estos terrenos está legislado argumentan que la irrupción del
ciberespacio ha traído consigo la imperiosa necesidad de liberalizar
el conocimiento y no suspenderlo en la hasta ahora su lectura
mediatizada y lineal, que afianza y sostiene sus doctrinas
esencialistas… Para quienes apuestan por semejantes criterios, un
texto es mejor cuando no se deifica y por ende, se vincula e
interacciona con otros textos, cuando defiende su sentido relacional
(ubicuidad, lectura cúbica que inducen las redes) Y por ello, los
EPISTEMAS de copy right, derecho de autor, original y copia, son
formas que en lugar de caducar lo que han dejado es  de funcionar. La
cada vez más creciente utilización de la tecnología y la información
sin distinción alguna, están creando una sensibilidad a favor de la
participación tecnológica activa. Puede afirmarse, pues, que nos
encontramos ante un desafío al paradigma estancado de la cultura
privatizada y exclusivista alrededor de la que están estructuradas las
antes mencionadas instituciones.
El grave y hasta el presente no solucionado problema está en el hecho
de que en literatura no ocurre como en música, que se considera plagio
y por ende, delito, cuando se reproduce una cierta cifra de compases
de otra composición. En el reino de las palabras, poner en práctica
una cosa semejante resulta más difícil, pues una acusación de tal
índole quedaría hallada sin lugar, tan solo con cambiar de cuando en
vez una que otra palabra por un sinónimo, para así copiar con absoluta
impunidad, sin que se corra el riesgo de ser acusado de falsario. Todo
parece indicar que, por ahora y quizás durante unos cuantos años más,
cada creador tendrá que ser el detective privado para la protección de
su propia obra, permanentemente a la caza de tramposos. A no ser que
poco o nada le importe que le copien. En fin, autores que atribuyen
textos apócrifos a escritores famosos, escritores famosos que copian a
otros o que emplean a “negros” para realizar su obra… La literatura es
un camino de trampas donde no siempre está clara la frontera que
separa lo propio de lo ajeno y las circunstancias apuntan a vaticinar
que cada día será más difícil responder a la pregunta: ¿plagias o te
inspiras?

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