En recuerdo de Guillermo Rosales
Cuando me preguntan si en estos días estoy muy aburrido por la reclusión a la que nos ha obligado el coronavirus, tengo que decir que no. Ello responde a que en las semanas transcurridas desde que comenzó la epidemia en Cuba, he podido acceder a una cantidad de libros que durante años había buscado infructuosamente y que ahora, por obra y gracia de la pandemia, han sido liberados para su descarga en incontables sitios de la red.
Entre los autores que más he disfrutado por los días que corren está Guillermo Rosales, de quien por ejemplo, de una sentada mi novia y yo nos leímos su novela Boarding home (La casa de los náufragos), todo un clásico de la literatura cubana y que estoy convencido de que en el futuro será parte de los programas docentes de nuestras letras, más allá de las diferencias del autor con el sistema sociopolítico imperante en Cuba.
Mientras tengo en cola para leer su novela El juego de la viola y que bajo otro título fue finalista del Premio Casa de las Américas en 1968, reproduzco en Miradas Desde Adentro una excelente investigación llevada a cabo por la periodista Ivette Leyva Martínez y que ojalá sirva para motivar el interés por la obra de Guillermo Rosales, un grande de nuestra cultura.
Guillermo Rosales o la cólera intelectual[1]
Pocos escritores cubanos encarnan, como Guillermo Rosales, el
paradigma de la frustración, el fulgor del genio, el tormento de la
insatisfacción y la locura. Murió a los 47 años, pobre, solo y olvidado;
destruyó la mayor parte de su obra y en vida solamente publicó una novela
de corte autobiográfico, Boarding home [La casa de los náufragos] (1987),
premiada con el voto de Octavio Paz en un concurso literario local. Mas su
éxito se apagó con los flashes de las cámaras. Hoy su novela es considerada
por muchos un clásico de la literatura cubana, pero sigue siendo
desconocida para la mayoría de los lectores.
Boarding home[
2]
cubre una dimensión dantesca de la vida. Es un viaje
a los rincones más sombríos de la condición humana, y pocos son los que
permanecen indiferentes ante esta visión. Humillaciones, suciedad, hedor y
abusos físicos conforman el escenario donde pasa sus días el protagonista.
Apenas hay un momento de piedad para el lector, un hálito de esperanza
en las 100 páginas que narran, con descarnada precisión, los días del
escritor William Figueras, enfermo de los nervios, en la atmósfera
asfixiante de este refugio de indigentes, basurero de la sociedad miamense.
El home no es hogar sino infierno, un círculo demencial donde los
infortunados están condenados a reproducir a perpetuidad los estadios del
ciclo de vida animal. Son «seres de ojos vacíos, mejillas secas, bocas
desdentadas, cuerpos sucios»
[3].
Boarding home es una novela única dentro de la literatura cubana del
exilio en los últimos cuarenta años. El protagonista habla desde la certeza
de la derrota y la inestabilidad de la alienación. Define, desde el inicio, lo
particular de su situación: «No soy un exilado político. Soy un exilado total.
A veces pienso que si hubiera nacido en Brasil, España, Venezuela o
Escandinavia, hubiera salido huyendo también de sus calles, puertos y
praderas»
[4].
No hay en esta obra, como tampoco en el último y aún inédito
libro de Rosales, El alambique mágico, un atisbo de nostalgia, una palabra,
una frase que denote añoranza por Cuba.
El novelista Carlos Victoria, la persona más cercana a Rosales en los
últimos años de su vida, cree que la falta de nostalgia de Rosales por Cuba
se debía a un odio visceral. «Estaba alimentado por el odio, era su principal
motor. Un odio contra la naturaleza humana. No perdonaba a nadie ningún
defecto, ninguna debilidad, empezando con él mismo», recordó Victoria en
una entrevista para Encuentro.
El propio Rosales admitió que Boarding home era «una novela escrita
con odio»
[5]
y legitimó su visión apocalíptica de la realidad y su vocación
nihilista: «Creo que la experiencia de quien vivió en el comunismo y el
capitalismo y no encontró valores sustanciales en ninguna de ambas
sociedades (sic), merece ser expuesta. Mi mensaje ha de ser pesimista,
porque lo que veo y vi siempre a mi alrededor no da para más. No creo en
Dios. No creo en el Hombre. No creo en ideologías»
[6].
Muchos de quienes lo conocieron en Miami lo recuerdan hoy con
especial angustia. Era tremendamente irascible, mordaz hasta el sarcasmo,
susceptible, agresivo hasta golpear, en ocasiones, a la gente más cercana a
él. Al día siguiente volvía a tocar las mismas puertas, arrepentido. Sufría,
pero no estaba en sus manos remediarlo: cada cierto tiempo padecía crisis
de esquizofrenia; tenía visiones, oía voces, creía ver más allá de las paredes.
Conservaba, a pesar de todo, un buen sentido del humor y, cuando estaba de
ánimo, le gustaba hacer bromas. Su capacidad de fabulación era inagotable:
durante una conversación era capaz de improvisar los relatos más
increíbles, que luego iba desarrollando por espacio de algunos días.
En la única entrevista que se le hizo en vida para la prensa, Rosales dice
que sus personajes «casi todos son cubanos afectados por el totalitarismo
castrista, guiñapos humanos»
[7].
En la novela, aunque el pasado levita sobre los personajes, su presencia
es breve y tangencial: una loca se lamenta de las propiedades que le
confiscaron en Cuba, otro chilla contra los comunistas, a los que ve en todas
partes. La voz del autor se desplaza en un presente tortuoso, infinito, con
pocas referencias al pasado en Cuba y sin mostrar conflictos de identidad.
La mayoría de las alusiones a la situación cubana develan el subconsciente,
el universo onírico del protagonista. En sueños William Figueras regresa a
Cuba y se enfrenta a Fidel Castro. Irónicamente, estas obsesiones de los
exiliados, que en otras obras son reflejadas con amargura, se convierten en
el único oasis de humor dentro de una narración seca y desgarradora:
(…) soñé que estaba de nuevo en La Habana, en el salón de una
funeraria de la calle veintitrés (…). De pronto se abrió una puerta blanca y
entró un ataúd enorme cargado por una docena de viejas plañideras. Un
amigo me dio un codazo en las costillas y me dijo:
—Ahí traen a Fidel Castro.
(…) Entonces el ataúd se abrió. Fidel sacó primero una mano. Luego la
mitad del cuerpo. Finalmente salió por completo de la caja. Se arregló el
traje de gala, y se acercó sonriente hasta nosotros.
—¿No hay café para mí? —preguntó[
8].
Otras referencias a la posición de William Figueras con respecto a Cuba
tienen un toque de amargor y sarcasmo:
Es El Puma, uno de los hombres que hacen temblar a las mujeres de
Miami (…). Jamás abrazará desesperadamente una ideología y luego se
sentirá traicionado por ella. Nunca su corazón hará crack ante una idea en la
que se creyó firme, desesperadamente (…). Nunca experimentará el júbilo
de ser miembro de una revolución, y luego la angustia de ser devorado por
ella[
9].
Las relaciones entre los indigentes que habitan el asilo se trazan sobre la
rutina más primitiva: comer, dormir, hacer las necesidades fisiológicas,
fornicar. William Figueras observa a los demás con frialdad, e interactúa
con ellos bajo el signo de la crueldad que rige la vida del antro. La novela
exhala violencia, que es uno de los rasgos distintivos de la obra de Rosales,
como lo fue de su personalidad. Esa agresividad se expresa también en la
prosa bruñida, en la precisión de los verbos y los adjetivos, en el estilo
tajante, como un golpeteo en el oído.
Voy hasta Reyes y lo cojo fuertemente por el cuello. Le doy una patada
en los testículos. Estallo su cabeza contra la pared.
—Perdón… perdón… —dice Reyes.
Lo miro con asco. Sangra por la frente. Siento, al verlo, un extraño
placer. Cojo la toalla, la tuerzo, y doy un latigazo con ella en su pecho
esquelético[
10].
A pesar de ser partícipe, el protagonista evalúa los acontecimientos con
la más pasmosa lucidez y distanciamiento:
Fue una burguesa, allá en Cuba, en los años en que yo era un joven
comunista. Ahora el comunista y la burguesa están en el mismo lugar (…)
que les asignó la historia: el boarding home[
11].
Tan pronto Rosales llegó a Miami, se le declaró incapacitado por
problemas mentales y nunca trabajó. Boarding home, escrita unos cinco
años después, es el testimonio de su vida en Estados Unidos, que
transcurrió sobre todo en boarding homes, con intervalos en hospitales
psiquiátricos, en algún que otro hotelucho y en un pobre apartamento.
Fueron siete años de desamparo, pobreza y corrosión. No gustaba de los
grupos sociales y tenía pocos, pero fieles amigos. Entre los más cercanos
estaban, además de Carlos Victoria, Reinaldo Arenas, el poeta Esteban Luis
Cárdenas —el Negro de Boarding home, hoy también pobre y olvidado en
uno de esos asilos—, Carlos Quintela, Rosa Berre y el escritor colombiano
Luis Zalamea.
Las relaciones con la parte de la familia que ya residía en la ciudad
fueron difíciles y no contribuyeron a detener su descalabro emocional:
Creyeron que llegaría un futuro triunfador (…); y lo que apareció en el
aeropuerto (…) fue un tipo enloquecido, casi sin dientes, flaco y asustado,
al que hubo que ingresar ese mismo día en una sala psiquiátrica porque
miraba con recelo a toda la familia y en vez de abrazarlos y besarlos los
insultó (…). Una mancha terrible en esta buena familia de pequeños
burgueses cubanos (…). La única que se mantuvo fiel a los lazos familiares
fue esta tía Clotilde (…). Hasta el día en que, aconsejada por otros
familiares y amigos, decidió meterme en el boarding home; la casa de los
escombros humanos[
12].
Había salido de La Habana rumbo a Madrid a los 33 años, en julio de
1979, y pudo llegar a Miami en enero de 1980. Estaba dispuesto a hacer su
obra fuera de la isla.
En Cuba se había sumado al entusiasmo inicial de la Revolución; fue
uno de los primeros en subir a la Sierra Maestra para alfabetizar. Luego
obtuvo una beca para estudiar derecho diplomático y consular en la Escuela
Especial del Servicio Exterior. De uniforme verde olivo, camisa gris y botas
de media caña, se le apareció un día a Carlos Quintela, quien entonces
dirigía el semanario juvenil Mella, órgano de la Asociación de Jóvenes
Rebeldes y luego de la Unión de Jóvenes Comunistas. Tendría 14 o 15 años.
«Quería dejar la escuela de relaciones exteriores, y trabajar para Mella,
pero eso no se podía hacer sin contar con Fidel [Castro]. Allí ganaba 300
pesos mensuales, y Mella pagaba 60 o 70. No hubo modo de convencerlo
de lo contrario; al cabo del tiempo Aníbal Escalante le resolvió la liberación
de la escuela», rememoró Quiniela[
13].
Trabajó para esa revista entre 1961 y 1963. Cuando se sentaba a la
máquina de escribir era capaz de redactar los reportajes en un dos por tres.
Tras publicar «Hondo», un fascinante relato sobre espeleología, Mella
recibió una llamada de la Academia de Ciencias: Rosales había inventado
14 nombres de formaciones geológicas, dijeron no sin cierta admiración los
científicos.
Era un fabulador incansable. Un jodedor con dotes histriónicas al que le
encantaba hacer bromas y hablar con contraseñas. Obsesivo con los temas
que le interesaban, impredecible, agresivo: así lo recuerdan sus amigos de
entonces. Esa luminosidad se tomó en trágica opacidad hacia el final de su
vida; con tal cúmulo de disonancias entre sus años juveniles y su adultez
que la imagen del joven Rosales tiene visos de irrealidad para quienes lo
conocieron en Miami.
En los sesenta, años de fogosidad creativa para los jóvenes periodistas
de publicaciones como Mella, en la casa de Guillermito —como le decían
los amigos—, en el Vedado, se reunían Silvio Rodríguez, Norberto Fuentes,
Antonio Conte, Víctor Casáus y Eliseo Altunaga, entre otros, para oír
música y hablar, insaciablemente, de todos los temas de este mundo.
Leen y dibujan mucho sobre papel ahumado. Rosales duerme frente a
un monstruo que ha pintado Silvio, inspirado en algún cuento de Poe. Le
teme pero se regodea con la presencia de la imagen: lo feo, lo brutal, lo
siniestro, lo acosarían noches y días, en angustiosa osmosis entre imaginería
y realidad.
Muchos de sus amigos ya conocen por esa época la novela Sábado de
Gloria, Domingo de Resurrección, que él recita de memoria. Poco después,
en 1968, quedó finalista del premio Casa de las Américas y obtuvo, por
unanimidad, la recomendación de ser publicada, pero nunca lo fue.
Todo lo que dice La Gaceta de Cuba en la breve reseña introductoria a
dos capítulos, es que: «El protagonista es un niño influido por la lectura de
los muñequitos [tiras cómicas] de la época anterior al triunfo de la
Revolución»
[14].
Aparentemente, se trataba de una obra inofensiva, a salvo
de la guillotina editorial.
Pero sólo llegó a las librerías en 1994, y en Miami, donde se publicó
postumamente bajo el título de El juego de la viola. La versión publicada
diverge muy poco de la que apareció en La Gaceta de Cuba: el capítulo «A
las dos mi reloj» pasa a ser «A la una mi mula», y «A las once campana de
bronce» es «A las siete mi machete» en la versión definitiva. Un par de
párrafos fueron suprimidos y hay cambios en los signos de puntuación; se
añadieron onomatopeyas, y las oraciones son más concisas y cortantes; el
sello personal de Rosales asoma desde esta primera novela: el estilo, un
estilete, y la estructura narrativa, ágil, vertiginosa.
La historia, en efecto, se sitúa antes de 1959, y narra escenas de la vida
diaria de Agar, un niño fantasioso e infeliz que está en el umbral de la
adolescencia. Las 95 páginas de la historia, contadas en tiempo pasado,
están agrupadas en capítulos titulados con los versos del juego infantil de la
viola, que se convierte en una diversión maligna de los Chicos Malos,
vecinitos del protagonista:
—¿Criaturas…? ¿Por qué se odian?
—¡Si estamos jugando! —exclamaron todos[
15].
El juego de la viola no es una lectura agradable. Agar vive en un medio
hostil, donde los personajes de los cómics son sus únicos aliados, y su
conducta fluye desde una tremenda agresividad y soledad interior. La
imagen de la niñez es amarga y despiadada:
¿Han visto ustedes un ser más diabólico que un niño? Los niños del
trópico son engendros de la delincuencia[
16].
Es sintomático que Rosales no intentara seducir al jurado del premio
Casa de las Américas con la historia de alguna epopeya guerrillera, tan de
moda en esos momentos en América Latina. En cambio, hay en su novela
un desasimiento total de las circunstancias políticas y del entusiasmo
revolucionario de la época. Su osadía —o su ingenuidad— lo llevó también
a presentar un texto que podría haberse convertido en buena tela para el
corte de los censores oficiales:
No. Definitivamente no le gustaban los comunistas. El Halcón, el
Sargento York y todos los demás eran lindos, y los comunistas calvos y sin
dientes.
—Todos con el culo remendado —decía Abuela Agata—. Todos con
olor a taller de bicicletas[
17].
Por si fuera poco, el padre de Agar, Papá Lorenzo, es un comunista
fervoroso pero poco coherente:
—Tu padre es un comunista muy extraño —dijo Abuela Ágata—.
Primero recogía votos y organizaba huelgas y hasta me hizo votar por la
Candidatura Popular. Y ahora se hizo contador público, y te quiere meter en
un colegio de ricos, y al carajo las huelgas, y los votos, y yo sigo afiliada a
esa Candidatura Popular, ¿eh? ¡Ahora resulta que es rotario! Comunista y
Rotario Internacional. No entiendo. «Es una cuestión de táctica», dice.
»¿Táctica? Yo no entiendo nada de táctica. ¡Que me devuelvan mi
carnet electoral!
»¡Eso es lo que quiero![
18]
El jurado de ese año del premio Casa de las Américas, integrado por
Julio Cortázar y Noé Jitrik, entre otros, prefirió premiar La canción de la
crisálida, de Renato Prada Oropesa, una novela sobre las guerrillas
bolivianas.
De haber sido publicada, la novela de iniciación de Rosales sería
reconocida como precursora de una narrativa enraizada en las tradiciones
populares de la cultura pop, que tuvo en Manuel Puig a uno de sus mejores
cultores en América Latina. «Hubiera sido fundadora de un camino nuevo
en la narrativa latinoamericana por su novedoso acercamiento al mundo de
los cómics», opina el crítico Carlos Espinosa, quien considera que, al haber
sido publicada después de tantos años, «es ahora una novela extemporánea,
y uno hace de ella una lectura injusta».
Tras salir del semanario Mella, en 1963, Rosales fue llamado al Servicio
Militar Obligatorio, de donde fue dado de baja tras ingresar en el hospital
de Mazorra, en La Habana, por problemas psiquiátricos. Aunque sus
trastornos mentales ya se hacían notar, quienes lo conocían de cerca sabían
que jugaba con ellos de tal modo que para algunos no era posible
diferenciar una crisis real de una ficticia. Quizás como en Agar, el personaje
de su primer libro, las fantasías se entronizaban en la vida real. «Me hice el
loco», le contó a su buen amigo Quíntela, refiriéndose a su salida del
servicio militar.
«Odiaba la dictadura, no creía en la autoridad, era rebelde, todo lo ponía
en duda.»
En 1965 se unió a su familia en Checoslovaquia, donde el padre era
embajador. Allí sufrió una larga crisis nerviosa. Más tarde viajó a la Unión
Soviética, donde fue ingresado en un hospital psiquiátrico y le
diagnosticaron esquizofrenia. De regreso a Cuba, entre 1966 y 1967,
también recibió tratamiento psiquiátrico, pero a diferencia de los soviéticos,
los médicos cubanos creían que sólo tenía trastornos de personalidad.
En los años siguientes transitó por varios puestos de trabajo, pero en
ninguno estuvo más tiempo que en Mella. Fue maestro, constructor,
oficinista, guionista de radio y televisión, colaborador de varias revistas.
Sólo quería escribir. Su hermana Leyma cuenta que hizo una novela,
Sócrates, tras leer la Paideia griega. «Sócrates lo enloqueció», rememora
ella. «Para escribirla, se encerró en la casa durante un mes, sin salir a la
calle. Más tarde la quemó. No he conocido otra persona con tanta capacidad
de autodestrucción. Era como un esplendor que en cualquier momento se
iba a apagar, sólo que no sabíamos cuándo.»
No hacía versiones de sus obras; escribía y rompía papeles a la misma
velocidad. La madre guardaba sus escritos bajo llave en el armario, pero él
venía y desfondaba el mueble por detrás, y luego los destruía. En Cuba
también destruyó otra novela sobre la Guerra de los Diez Años —que
recordaron sus amigos Quintela y Rosa Berre—, y que recogía, entre otros
temas, el papel de los hacendados ricos en la independencia, y la historia
del ron cubano.
Ya en Estados Unidos intentó reconstruirla, y lo hizo, en forma de
noveleta, que también desapareció más tarde. Todo lo que ha quedado de
ésta son dos o tres hojas manuscritas. En ellas trazó el boceto de una novela
que «tratara de demostrar que la guerra del 68 sirvió grandemente para
eliminar los regionalismos y crear un concepto de Cuba, psicológica,
territorial y culturalmente»
[19].
Prefirió por aquel entonces escribir una
narración histórica, eludiendo la realidad inmediata.
Dado su estilo de trabajo, resulta sorprendente que conservara y sacara
de Cuba una de las copias de lo que sería El juego de la viola. Escribió
Boarding home en unos dos años. La novela refleja sobre todo el panorama
de Happy Home, uno de los muchos asilos donde vivió. Allí, durante una de
sus visitas, Carlos Victoria leyó las primeras páginas y comprendió que
tenía en las manos algo especial.
Fue Victoria quien llevó el libro a la primera edición del concurso
Letras de Oro. «Guillermo era muy inseguro con respecto a lo que escribía,
siempre estaba muy insatisfecho. Me daba a revisar sus escritos, y luego me
los pedía y los destruía. Así se perdieron muchos», relata el novelista.
Octavio Paz, quien presidió la sección de novela del concurso, le
concedió el premio a Rosales en enero de 1987. Debió de haber sido el
momento más feliz de su vida. Muchos lo recuerdan en la noche de
premios; estaba eufórico. Por primera vez, a los cuarenta años, alcanzaba un
verdadero reconocimiento para su obra. En las fotos, con un smoking negro
alquilado que le sobra en su cuerpo reseco, posa al lado de las
personalidades del mundillo intelectual de Miami. Esboza una sonrisa
tenue.
«Unicamente en un país tan grande y libre como éste es posible que una
minoría se exprese en su lengua nativa»
[20],
declaró a la prensa, al tiempo
que lamentaba que hubiera en Miami «tremenda pobreza en el mundo
cultural cubano»
[21].
Ese raquitismo cultural del Miami de entonces determinó la decisión de
poner fin a sus días. Tras su único instante de gloria, vivió los últimos seis
años en el forzoso ostracismo del olvido. Letras de Oro no cumplió su
objetivo de editar en inglés las obras de los autores ganadores. Al cerrarse
el concurso y con éste los almacenes donde se guardaban las colecciones de
los libros premiados, alguien decidió deshacerse de ellos mediante el fuego.
El escritor colombiano Luis Zalamea, quien fuera consultor literario del
Letras de Oro, quedó tan impresionado con la novela de Rosales que la
tradujo al inglés. «Se la envié a un par de agentes literarios de Nueva York,
quienes contestaron que el tema no tenía “mercado” en Estados Unidos.»
[22]
Rosales estaba desesperado por publicar y le pedía a Zalamea que lo
ayudara. Pero la perspectiva no podía ser más desalentadora: la mayoría de
los escritores de Miami tenían y, aún hoy, tienen que costear las ediciones
de sus obras. Como si tanta adversidad fuera poca, también se han visto
obligados a lidiar con el estigma de Miami, por cuenta del cual la mayoría
de las universidades, los círculos intelectuales y las editoriales europeas,
estadounidenses y latinoamericanas han aislado durante décadas a los
escritores cubanos del exilio, eludiendo reconocer y difundir sus obras. Los
escritores cubanos de Miami han sido vistos, quizás, como las turbas de
exiliados enardecidos que en ocasiones han colocado a la ciudad en primera
plana de la prensa mundial.
Ahora, tras el desmoronamiento de la «alternativa social cubana» y la
reevaluación crítica de la diáspora por parte de ciertos sectores, antes
hostiles, el futuro se perfila algo más promisorio para ellos.
Pero Rosales no pudo esperar. Marginal y marginado, por su carácter y
su enfermedad, no tenía capacidad ni dinero para intentar abrir las puertas
de las editoriales. Alcanzó a publicar fragmentos de El juego de la viola y
de Boarding home en la revista Mariel[
23],
y dos cuentos del volumen
inédito El alambique mágico: «El diablo y la monja» y «A puertas
cerradas», en Linden Lane Magazine[
24].
Entre 1988 y 1990 escribió El alambique mágico, del cual han
sobrevivido dos copias casi idénticas. «El estaba insatisfecho con ese libro.
Sabía que la calidad de los cuentos era muy irregular», recuerda Victoria. A
pesar de que los doce relatos tienen distinta calidad literaria, en todos está el
inconfundible estilo narrativo de Rosales. Los defectos de algunos, más que
en la costura, parecen estar en la elección de los temas. El alambique
mágico tiene además el interés de ser el único libro donde el hilo conductor
narrativo no es autobiográfico. Es también el de mayor carga erótica, en
momentos en que el escritor era consciente de que pocas mujeres se habrían
acercado a él.
Estaba muy delgado, había perdido todos los dientes y apenas se
alimentaba. Si lo hubiéramos visto, enrumbando por la calle Flagler hacia el
downtown, absorbiendo con fruición el humo del cigarrillo, el olor agrio de
la ropa vagando sobre el cuerpo enteco, lo habríamos confundido con un
indigente más. De sus años juveniles sólo parecían quedar el hábito de
fumar constantemente y su sentido del humor. No oía la radio, no iba al cine
ni veía la televisión, quizás en un intento por mantener su escritura
incontaminada.
En su último libro hay resonancias del convencimiento del autor de que
«a la injusticia de la vida hay que responder con la violencia y la cólera
intelectual, que es la que más daño hace (…). Mi mente sólo tiene cabida
para lo que tengo que escribir, que espero sea mucho»
[25].
No escribió más, aunque su capacidad para crear historias permaneció
casi intacta. El deterioro físico y mental en los últimos tres años de su vida
fue vertiginoso. Siguió de asilo en asilo, y por último habitó un modesto
apartamento del noroeste de Miami, con tan pocas pertenencias que parecía
una celda monacal. Pocos lo visitaban ya: Victoria, Cárdenas, Zalamea y
algún que otro más. Cuando Victoria lo iba a ver le llevaba un poco de
dinero, cigarros, libros. «Tenía variaciones fuertes y rápidas de su estado de
ánimo, propias de una persona con su padecimiento», dice. En los últimos
tiempos, Rosales prefería leer a sus amigos cartas que él mismo les había
escrito, antes que decir las cosas verbalmente[
26];
un proceso de sustitución
progresiva de la expresión oral por la escrita.
«Parecía una vela que flaquea»
[27],
escribió a su muerte el periodista
Orlando Alomá, recordando los últimos días de Rosales. La muerte de su
amigo Reinaldo Arenas también lo afectó mucho. Durante meses, recuerda
Victoria, lo llamaba todos los días, siempre cerca de las once de la mañana,
para anunciarle que se iba a matar. «No creía que lo llegara a hacer», cuenta
el amigo.
Ni siquiera después de muerto el escritor, la obra ha gozado de
reconocimiento. El único fragmento de Boarding home publicado en Cuba,
bajo el título de «El refugio», se agrupó bajo el tema general de «Erotismo
y humor en la novela cubana de la diáspora», que de por sí desvirtúa la
esencia de la novela. Si bien hay en ella elementos de erotismo y humor,
éstos se diluyen, se contraen, adquieren otra significación en el contexto
terrible del boarding home.
La mayoría de los críticos que se ocupan de la literatura cubana han
desconocido o incomprendido la obra de Rosales. Se le menciona, a veces,
en el contexto de estudios sobre la llamada «Generación del Mariel».
«Cojo una pistola imaginaria y me la llevo a la sien. Disparo», escribió
en Boarding home. La mañana del martes 6 de julio de 1993 el gatillo ya no
era ficticio. Las cenizas de Guillermo Rosales descansan en el regazo cálido
de Miami, la ciudad «indiferente y superficial donde también el ojo de Dios
penetra hondo, y juzga, y castiga, y perdona»
[28].
Ivette Leyva Martínez
Miami, marzo de 2000 – septiembre de 2002
Notas
[1] Mi agradecimiento al poeta Néstor Díaz de Villegas, quien me sugirió esta investigación; a Delia Quintana y Leyma Rosales, madre y hermana del escritor, y al novelista Carlos Victoria, quienes colaboraron de forma indispensable. También al escritor Norberto Fuentes, que facilitó una de las copias de El alambique mágico.
[2] Los boarding homes son asilos privados de Estados Unidos donde se interna a personas discapacitadas física o mentalmente.
[3] La casa de los náufragos (Boarding home), Siruela, Madrid 2005, pág. 12.
[4] Idem, págs. 11 − 12.
[5] Entrevista en la revista Mariel (EE UU), año I, vol. 3, 1986.
[6] Idem.
[7] Idem.
[8] La casa de los náufragos (Boarding home), op. cit., págs. 84 − 85.
[9] Idem, págs. 27 − 28.
[10] Idem, pág. 37.
[11] Idem, pág. 33.
[12] Idem, págs. 14 − 15.
[13] Carlos Quintela meses después de conceder esta entrevista para Encuentro.
[14] La Gaceta de Cuba, n.º 74, junio de 1969, pág. 2.
[15] El juego de la viola, Ediciones Universal, Miami 1994, pág. 64.
[16] El juego de la viola, Ediciones Universal, Miami 1994, pág. 64.
[17] Idem, pág. 89.
[18] Idem, págs. 87 − 88.
[19] Papeles personales de Rosales facilitados por su familia.
[20] «Escritor miamense entre siete laureados con Letras de Oro», El Nuevo Herald (Miami), 23 de enero de 1987, pág. 2.
[21] «Certamen literario revela diversidad», El Nuevo Herald, 27 de enero de 1987, pág. 8.
[22] Luis Zalamea, «Elegía para Guillermo Rosales», El Nuevo Herald, 19 de julio de 1983, pág. 8-A.
[23] Aparecidos, respectivamente, en Mariel, año I, vol. 2,1986; año I, vol. 3, 1986.
[24] «Dos cuentos de Guillermo Rosales», en Linden Lane Magazine, vol. XI, n.º 2, junio.
[25] Entrevista en la revista Mariel, idem.
[26] En el cuento «La estrella fugaz», incluido en El resbaloso y otros cuentos (Ediciones Universal, Miami 1997), Victoria narra estos encuentros y las relaciones entre él, Rosales y Reinaldo Arenas.
[27] Orlando Alomá, «La breve infelicidad de Rosales», El Nuevo Herald, 27 de julio de 1993, pág. 17-A.
[28] El alambique mágico (copia mecanografiada).