De Joaco a Jaco, ¡In memoriam! (4ta. Parte)

De Joaco a Jaco, ¡In memoriam! (4ta. Parte)

19 de mayo de 2017. A Darío Betancourt lo conozco hace muchos años. Lo que no puedo precisar es el momento justo en que dialogamos por primera vez. Aunque tengo una memoria de elefante, por más que intento no consigo recordar cómo empezó nuestro vínculo y que ha llegado a que lo tenga como uno de esos hermanos que me ha regalado la vida gracias a la común pasión por la música. Quizá todo empezó en aquel concierto de rock a fines de los ochenta en la Casa de la Cultura de Playa y que, como asegura el refrán popular, terminó como la fiesta del Guatao. O tal vez el inicio lo marcó una llamada telefónica, para invitarme a la peña que él organizaba mes tras mes en el cine de Candelaria y para la cual llevaba agrupaciones de La Habana. En fin, determinar el detalle del inicio de nuestra amistad, a estas alturas poco o nada importa.

Lo cierto es que durante la etapa dura del período especial, mientras que él cursaba la especialidad de anatomía patológica en el Calixto García, con frecuencia nos encontrábamos y sosteníamos intensos diálogos sobre alguna banda rockera o metalera. Así, nuestra amistad se fue consolidando y cuando en un momento dado se fue a vivir a Miami pues se había ganado el bombo, el afecto mutuo no se interrumpió. A él le agradezco eternamente una idea suya que no se cansa de repetir y que he asumido como si fuese mía: «hay solo un par de días al año que no nos tienen que preocupar: ayer y mañana».

Siempre que ando de paso por Miami, Darío planifica la asistencia de ambos a un concierto llevado a cabo por alguno de nuestros músicos favoritos. Para este, mi viaje en mayo, la tradición no la cambiamos y hoy viernes nos vamos hacia el Pompano Beach Amphitheater, para una función del guitarrista y cantante estadounidense George Thorogood, otrora líder de la agrupación The Destroyers y recordado compositor e intérprete de un tema tan popular en los tempranos ochenta como la pieza titulada «Bad to the Bone», utilizada incluso como parte de la banda sonora del thriller de ciencia ficciónTerminator 2.

Darío ha cogido la tarde libre en su trabajo y antes de trasladarnos hacia la vecina ciudad de Pompano Beach, nos vamos a almorzar a un restaurante en Hialeah, nombrado Sambor’s Café, sitio de comida cubana llevado por una familia nicaragüense y del que, con mis diferentes visitas a Miami Dade en años recientes, confieso me he vuelto adicto, tanto por el excelente trato de quienes allí laboran como por lo delicioso del menú. El momento es preciso para dialogar y ponernos al día sobre nuestras vidas en los últimos tiempos.

La conversación en Cuba y entre los nacidos en el país, estén donde estén, es otra de las artes nacionales. La representación del ingenio desnudo del cubano. La charla nace con fluidez y se desarrolla de la manera más sorprendente: desde la confidencia de mayor impacto, hasta la anécdota más corrosiva, pasando por el comentario común. Esa capacidad del cubano para hablar en una conversación con idéntica fluidez acerca de lo humano y lo divino desvela uno de los signos claves de nuestra identidad, algo así como el ahínco diferenciador que tenemos respecto al resto de los moradores del mundo, «mestizo, bastardo, arribista y trágico», al que se referiría Leonardo Padura, pero combinado también con un anhelo casi corrosivo, una particularidad atávica del cubano que tiene mucho que ver con el verso que escribió John Donne: «Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra…»

Mi hermano Darío es de los que, a diferencia de otras amistades, no se toma el trabajo de preguntarme: «Por fin, ¿te quedas esta vez?», interrogante a la que, para evitar caer en discusiones baladíes, siempre respondo con un «es que todavía me faltan dos o tres cosas por hacer en Cuba». En un momento de la charla mientras almorzamos, comento acerca de lo sorprendido que estoy ante las crecientes semejanzas que percibo entre Miami y La Habana. Darío me responde con un «¡Tú estás loco, compadre!» Y yo argumento: «Es que en cada nuevo viaje a Miami, noto como aquí también se está perdiendo la cultura del trabajo, algo que no existe en Cuba desde hace años. Te pongo varios ejemplos: el otro día fui a una peletería a comprarme un par de botas de las que me gusta y necesito usar para transitar por las destruidas calles de Centro Habana y la chica que debía atenderme, una muchacha procedente de Colón, Matanzas, y llegada a Miami hace un par de años (según pude conocer de su propia boca), apenas me hacía caso en mi indagación por el modelo de zapato que deseaba pues ella conversaba con su novio por el celular para ponerse de acuerdo en el sitio en que se encontrarían para ir a tomar cervezas. Igualmente, en otros establecimientos miamenses, al saludar o dar las gracias, solo recibí el silencio por respuesta. ¡Idéntico que en La Habana!»

Es que como asegura el destacado músico y crítico de arte Alfredo Triff: «NO hay nada más habanero que Hialeah, ni más miamero que La Habana con todas las antenas apuntando a Miami al programa de Fernando Hidalgo. Rafael Fornés, uno de los mejores teóricos de nuestra arquitectura lo ha dicho: Miami y La Habana son ciudades yin/yang». Sí, en el sur de la Florida, donde hay casi un millón de cubanos y otros que siguen llegando, uno puede escuchar la misma banda sonora que en mi zona de San Leopoldo, Centro Habana, o en buena parte de los almendrones que se mueven por La Habana. La emisora de radio que incluye lo que hoy se está dando en nombrar como Cubatón es la 95.7FM (una frecuencia olvidada de la Spanish Broadcasting System, relanzada y resucitada por Jesús Salas), estación cuya audiencia abarca el área metropolitana de las ciudades de Miami, Hollywood y Fort Lauderdale, en el sur de Florida, y que ahora suena a toda hora los temas de Gente de Zona, Chacal y Yakarta, Chocolate, Divan, Jacob Forever, Los 4, Osmani García, Yomil y El Dany, El Micha y más… Asimismo, en el área de las semejanzas, por toda Hialeah abundan fondas a la usanza de muchas de las paladares que hoy proliferan en la capital de los cubanos. Tanto en unas como en otras se disfruta con nuestra carne de cerdo y la yuca con mojo. Quizá la principal diferencia radique en la diversidad de marcas de cerveza que uno encuentra del lado norte del malecón, aunque hasta en eso empiezan a darse coincidencias a partir de que en ambas orillas la Presidente, de origen dominicano, es presencia habitual.

Concluido el almuerzo, abandonamos el Sambor’s Café y ya montados en el carro, iniciamos el viaje por la I-95 rumbo a Pompano Beach, pero antes, como se hace camino, le ruego a Darío me lleve a Fort Lauderdale, para visitar allí el sitio donde mataron a Jaco Pastorius y el cementerio donde reposan sus restos.

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Imagine una recta interminable que se pierde en el horizonte. La Interestatal 95, conocida simple y llanamente como I-95, es una autopista o carretera que atraviesa 15 estados, por supuesto que con buen asfalto, gran anchura, cómoda y silenciosa, quizá hace un poco de curva, pero es tan tenue y lejana que uno no puede discernir si realmente existe o es su cerebro quien inventa recodos. Inaugurada en 1957, posee una longitud de 1925 millas o lo que es lo mismo, 3101 kilómetros, lo cual la hace la autopista norte-sur de mayor longitud en la costa este estadounidense. Según las estadísticas, aparece entre las más transitadas de la red de autopistas interestatales de Estados Unidos. Su extremo septentrional se ubica en la frontera canadiense en Houlton (Maine), donde se convierte en la Ruta de Nuevo Brunswick 95, mientras que por el sur el límite se establece en la ciudad de Miami, en un empalme con la ruta 1, con lo cual conecta las provincias marítimas de Canadá con Boston, la urbe de New York y Florida.

Tengo que confesar que cada vez que transito por un expressway como la I-95, experimento cierta dosis de temor ante la alta velocidad con que se avanza por esta clase de autopistas, concebidas justo para ello. El sistema Interestatal, oficialmente el «Sistema Nacional de Interestatal y Carreteras de Defensa», fue creado con el objetivo de proporcionar un modo más fácil de viajar a lo largo y ancho de EEUU y como un medio para el transporte militar rápido en tiempos de emergencia. Parece que mis preocupaciones no son infundadas, porque en el sitio digital de Univisión me entero de que la I-95 está entre las carreteras con mayor accidentalidad en USA.

A medio camino entre Miami y Fort Lauderdale, adyacente a la intersección en donde la I-95, Florida Turnpike y Palmetto Expressway se encuentran, Darío se acuerda de que su hijo mayor, Michel, también médico y patólogo como él y que ahora trabaja en un centro clínico de Boca Raton, ciudad ubicada en el condado de Palm Beach, le ha entregado un disco para mí, la ópera prima de los suecos de Dirty Loops, el álbum titulado Loopified. La música de este trío de jóvenes pero muy talentosos instrumentistas (Jonah Nilsson, voz y piano; Henrik Linder, bajo; y Aron Mellergårdh, batería) y que mezclan a la perfección elementos de jazz, funk, soul, R&B y pasajes de electro dance es de esas que le carga las pilas a uno.

Hacemos un alto en la conversación para deleitarnos con la escucha de temas como «Hit me», «Sexy girls», «Sayonara love», «Wake me up», «Die for you»…, y en medio de ese interín me da por pensar que todo el sur estadounidense, y quizá todos los sures de este mundo, son tan inspiradores, seductores y peligrosos que no sé si es más fácil dejarse subyugar por su encanto literario que por el tangible, o tal vez todos sean estados fugaces de una misma realidad que se aparta de los curiosos. Creo que yo nunca podría olvidar lo narrado en la novela testimonio Medianoche en el jardín del bien y del mal, escrita por  el periodista John Berendt y llevada luego al cine por el director y actor Clint Eastwood porque parece fundirlo todo: la superficialidad de la vida social y lo oculto bajo ella, lo prohibido, lo ignorado, la fatalidad y la magia, y una belleza amarga y deslumbrante.

El sur, dicen, es un estado de ánimo, un lugar tan geográfico como sentimental. El sur es misterio, es liberación, es tenebrismo; es el fértil suelo literario, gótico, criminal, áspero y vital de las páginas de William Faulkner, Flannery O’Connor, Carson McCullers o el primer Truman Capote. Es el latido de la tierra verde, pantanosa, viva, acechante, movediza que explota y se manifiesta por medio de varios géneros musicales: si el blues dio forma al aliento vibrante y trágico de esa tierra indescifrable, el jazz fue su manifestación urbana, canalla, festiva; si el country fue la voz austera de las zonas rurales, el rock and roll fue la reverberación planetaria y liberadora de una verdadera explosión de vísceras.

Mientras Darío y yo avanzamos a paso acelerado por la I-95, pienso que aquí en la Florida uno puede encontrar lugares tan diferentes entre si como ese sitio hirsuto que es el Homestead floridano o St. Augustine, de donde uno no se puede ir sin probar el agua de la Fuente de la Eterna Juventud, a cuyo alrededor existe todo un parque temático, claro, con figuras de cera de Ponce de León y esas cosas pero donde, pese a su espectacularidad, el hecho de que el verdadero Ponce de León lleve siglos muerto me hace desconfiar de la efectividad del aludido manantial. Por un instante recuerdo pasajes de la serie televisiva Los Simpson, en particular cuando la familia viaja a Florida. Ese, más o menos, es el ambiente de este Estado. No hay que pensar en Miami, en cuerpos esculturales tostados al sol y hablando castellano con acento de Cuba. El interior de Florida es un nido de racismo, raíces que se hunden en el pasado y mucha tela por donde cortar. Mucha. Pero mucha, mucha. Y es, además, el reino de los pantanos.

Porque en la Florida (y en la vecina Louisiana) todo gira alrededor de la ciénaga, desde los cómics de Alan Moore hasta las atracciones de carretera. Las más usuales son los parques de aligátores, esos simpáticos animalejos tan parecidos a los cocodrilos que de vez en cuando se cuelan en la piscina de alguna familia adinerada acongojándoles un rato. Quizá no me explique bien, y alguien se imagine algo así como un zoológico. No, esto es otra cosa. Las jaulas de los mapaches tienen apenas su tamaño (lo que tal vez justifique su perpetua mala leche), la mayoría de la fauna está disecada, y los saurios se apelotonan en palanganas como la que se usa con los niños pequeños de casa. Apelotonarse es apelotonarse, estar continuamente unos encima de otros en lo que parece una orgía de lagartijas cicladas donde es poco recomendable participar.

En los Wonder Gardens de Bonita Springs tenían incluso al llamado Big Joe, el aligátor más grande de Florida, que hizo una estelar aparición en uno de los capítulos de Los Simpson. Fallecido hace unos años, todavía sigue dando guerra tras haber sido disecado con un gusto más que dudoso, muy del Sur. Si sirve de consuelo, se puede señalar que existen idénticos problemas de espacio en los llamados Bear´s Pits que aparecen diseminados por la ruralidad hillbilly, y donde los pobres bichos desfallecen hasta morir, supongo, de aburrimiento. Claro que si me da por pensar que la lucha contra osos (de hombres contra osos, quiero decir) es uno de los «deportes tradicionales» de la zona (ahora evoco la interpretación que hace Garth Ennis sobre esto en The good old boys, uno de los spin off de Predicador) pues a lo mejor se llegue a la conclusión de que no es mala vida. A fin de cuentas, como escribiese William Faulkner enMientras agonizo: «la única razón para vivir es prepararse para estar muerto durante mucho tiempo».

Sin percatarme hemos arribado al cementerio donde reposan los restos de Jaco Pastorius. Una chica que habla en español con acento centroamericano nos indica el lugar exacto por el que nos interesamos y comenta que son muchos los visitantes que llegan hasta el sitio para rendir tributo al más grande bajista de los últimos tiempos. Aquí las tumbas se erigen sobre el nivel del suelo, dada la imposibilidad de descansar en paz bajo tierra pues en la Florida, todo es tumulto animal, aliento húmedo, corrimiento de tierra empapada, río de savia, fluido vivo. La tierra del sur de EEUU exhala el hálito de la vida eterna, y todos los escritores allí nacidos sabían esto ya antes de venir al mundo. Como Flannery O’Connor, esa autora que dijo una vez: «Yo escribo para descubrir qué es lo que sé».

Parado al lado de la tumba de Jaco Pastorius, a mi mente viene un listado de bajistas cubanos, residentes en el país o afincados en la diáspora, en la Cuba transnacional, transterritorial, políglota y plural dispersa por doquier, como el jardín de los senderos que se bifurcan de Jorge Luis Borges. En nombre de todos ellos, yo, Joaquín Borges-Triana, me agacho ante ti y te saludo, John Francis Anthony Pastorius III.

(Continuará).

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