La primera persona que me habló de Felipe Lázaro fue nuestro común amigo Bladimir Zamora Céspedes. Fue al regreso de uno de los viajes del Blado por España, allá por 1995. Ël venía de Madrid más que feliz pues por esos días recién se publicaba una antología titulada Poesía cubana: La isla entera, un proyecto que había preparado con Felipe Lázaro y que salía al mercado a través de la Editorial Betania. El libro reúne a 54 poetas cubanos residentes en la Isla y la diáspora, algo que hoy puede parecer lo más normal del mundo, pero que por aquella fecha aún no era bien asimilado por los clásicos extremistas de uno y otro signo.
Desde aquel remoto 1995 he seguido, en la medida de lo posible, el quehacer de Felipe Lázaro al frente de Betania, proyecto fundado por él hace 33 años y que sin la menor discusión resulta una de las editoriales cubanas en la diáspora de mayor importancia por la magnitud de la obra que ha desarrollado. Pero Felipe Lázaro (Güines, 1948). No es solo un destacado editor sino también un poeta que los interesados en la literatura cubana deberían leer. Entre los méritos de este gennuino creador figura el haber obtenido la muy importante Beca Cintas en 1987-88. Sus últimos títulos publicados son: Tiempo de exilio. Antología poética, 1974-2016 (2017), el libro de relatos Invisibles triángulos de muerte. Con Cuba en la memoria (2018) y la 5ª edición de Conversaciones con Gastón Baquero (2019), que se puede adquirir en AMAZON.
Para Miradas Desde Adentro es un honor publicar este puñado de poemas, que el propio Felipe Lázaro envió para nuestro sitio. Ojalá que con ello motivemos a nuestros lectores a buscar la obra de este poeta de Güines, de Cuba, de España y del mundo.
Díptico del eterno exiliado
Para José Mario, in memoriam
Soy un exiliado total
GUILLERMO ROSALES
I
Nos quedamos con tantas dudas e interrogantes
que faltó más de una conversación
con la frecuencia del abrazo que todo lo sella.
No obstante, ahora revives en la cercanía de nuestra memoria,
justo cuando has iniciado un viaje sin retorno
con tus ciudades amadas como equipaje:
esas interminables calles neoyorquinas.
tus sueños en un tranvía lisboeta,
taciturno quizá en Café de Flore
o la presencia en Praga del verdadero rostro humano
sesenta y ocho veces congelado.
Hasta tu cotidiano caminar por los madriles
-de Lavapiés a Sol y viceversa-
donde repites con la ebriedad de tus versos
la travesía de los deseos.
Pero aún falta regodearte en otras latitudes
que reclaman tu regreso,
en este preciso instante
cuando deambulas en la nada.
Ahora que no necesitas ningún trámite
para volver a tu Isla,
porque llevas su mapa incrustado en tus neuronas.
Y así trasnochas como fantasma en tu Habana,
Ansioso de recuperar todo aquello que te sostuvo en vida:
El Gato Tuerto, La Roca, el puerto;
El Pastores o la Rampa,
hasta la escalinata que libertino frecuentabas
con la lucidez de tus poemas más subversivos,
irremediablemente proféticos de tu posterior destino:
¡Un Rimbaud que ardía en el trópico
mientras toda querencia se convertía en cenizas!
Volver a ese espacio vital
de tu primer bautizo amoroso.
como el alegre y travieso adolescente
que asombraba a su entorno familiar leyendo a Proust.
Sentar tu precocidad en la lujuria del Malecón
y ver escapar los abrazos idos
que retornan con la incertidumbre del oleaje,
donde el susurro de otras voces
danzan en la intimidad de un caracol
y repiten con la sonoridad de la nostalgia
el ceremonial de esas canciones
-preferiblemente de Bola de Nieve o de Vicentino Valdés-
grabadas en lluvia de tus recuerdos
en un bar sin nombre
de una esquina cualquiera…
II
Tan caro precio pagaste por el amor de ese paisaje
que tan solo se escucha el triste eco solitario de u voz.
Con tu poesía rodeas la esencia del verdor insular,
vitral ausente de todo tipo de emblemas patrios.
Sin datos inscritos en tu pasaporte
deshaces la telaraña de tus ensueños
y confirmas la más trágica verdad:
los hombres son más libres después de muertos.
Al final, quemaste tu vida a grandes sorbos:
rebelde, iconoclasta, irreverente,
doblemente exiliado,
poeta maldito en tierra y en el destierro.
Precursor de tantos enfrentamientos,
rechazas la fugacidad de las vanidades
-incluido los transitorios ismos-
y nos dejas tu paso por este mundo
como un enigma injustamente inacabado.
Portador de la más cínica sonrisa,
ya saltas y brincas a tu libre albedrío,
a carcajadas te retuerces
de toda pequeñez humana.
Repiensas tu vida como un misterio
al borde del más inusual abismo.
Rehaces tus huellas
como testigo de una época
teñida de sangre a borbotones:
¡Ay Cuba!
La historia se equivoca tantas veces. *
————–
· José Mario.
Espejo de impaciencia
Mi memoria prepara su sorpresa.
JOSÉ LEZAMA LIMA
Para Manuel Díaz Martínez
I
No traigan al vidente Orlando a la gran fiesta.
Jamás a Silvia en cuyas piernas baila un colibrí.
Tampoco a Sergio, el tartamudo,
porque para palabras bastan las nuestras
y los oradores ya no son de esta época.
No digamos a la exquisita Matilde o al titiritero Osiris.
Aquí no necesitamos a los aguafiestas.
En este torbellino sucesorio ya somos jefes inmutables.
¡Eso nos basta!
Dictaremos las directrices maestras para el novísimo ismo
perfeccionando nuestro más caprichoso ghetto.
Nosotros juzgamos según nuestro más íntimo pasado.
Algunos conversos agazapados
-el disfraz siempre ha sido muy útil en tiempos convulsos-
otros esperando
-siempre esperando-
el cambio de piel o la mejor marea,
soñando con propiedades, aunque –por ahora-
sólo sean ficticias.
Y esas palabras disparatadas que suenan a ensoñación:
¡Jamás serán admitidas en nuestro nuevo Club social!
Queremos construir una nación casi perfecta
donde quizá exista toda arbitrariedad ,
pero con mercado cautivamente atractivo.
Aspiramos a reunir a los más inútiles
para que nos sea más fácil toda posible permuta encubierta.
Y así poder vender la dichosa Isla por la levedad del peso
evitando la imparable tragedia
de una inmensa oleada tardía de futuros desterrados.
Los amantes amados de la patria
queremos construir un vergel dogmáticamente exclusivo
y ordenamos que en la nueva República sobrarán:
los colores ácrata del arcoíris,
todos los librepensadores,
algún que otro sospechoso por s caminar cadencioso,
las ninfas con su flor en la más íntima entrepierna
o los escribanos, los más temibles de todos.
Hasta los mudos, porque no podrán repetir consignas
y, sobre tofo, los payasos,
capaces de escenificar nuestros horrores más sublimes.
No hablemos de los idealistas, esos son traidores de raíz.
Y de las musas, todo es opinable.
¡Ah, amor mío! Y de los poetas:
¡Di todo, di más!, si te atreves.
Esos son pequeños tiranos
y, a veces, hasta libertadores.
Son románticos de profesión,
taciturnos y rebeldes, siempre opositores,
y los inocentes jamás podrán reinar
pues de su canto sólo debe creerse
lo estrictamente necesario.
II
De la tartamudez de un pueblo
cuídense todos los caudillos,
las máscaras perdurarán hasta el instante oportuno.
Esas simples marionetas del capricho vitalicio
de un solo hombre,
se hundirán en el abismo absurdo
de un destino geopolítico.
Definitivamente, las revoluciones interminables han caducado.
Ha llegado la hora de la ciudadanía activa:
Ansias de ser algo más que un puñetero país
en un estercolero repleto de alacranes.
A Bloody Mary, please
La única certeza que encierra Manhattan es su atardecer.
Posponer el desayuno habitual por algo más tonificante
se impone tras una musical juerga nocturna por el Village.
Es llegar al primer bar visible
y pedir solemnemente un rotundo Bloody Mary,
como única contraseña de todo verdadero visitante neoyorquino.
Después, en un improvisado, brunch,
comprarse –al peso-
un kilo de un humeante arroz amarillo
-con camarones gigantes-
y tener que degustarlo con algún refresco
porque las bebidas alcohólicas están prohibidas
en esta exquisita tienda coreana del antiguo barrio judío.
Satisfecho camino hasta el Soho,
donde entro en otro barucho que me atrae.
Unos pocos parroquianos ven, al unísono, varios televisiones.
¡Los Yankees juegan hoy!
Y es una ceremonias asistir al silencio contemplativo
que rompo al pedir mi segundo trago del día:
A Bloody Mary, please.
Jack Daniel’s galopa de nuevo
El dolor en la nuca es extenuante,
los poros destilan un sudor ebrio de felicidad
para saciar la sed intempestiva de cada mañana.
Es como un amanecer azucarado
con unos brillantes ojos achinados
que reclaman amor a destajo
en la impaciencia de toda memoria.
Es la vida misma, como carrusel cotidiano,
dictando vaciar el cáliz de un solo trago
cuando los hielos no llegan a consumir
su inevitable tiempo de desgaste,
pues el calor verbal consume todo líquido
y el mejor espejo es el fondo de cualquier vaso.
Ella, la escurridiza
Para Alfredo, en su reino salmantino.
Ella presidía el desayuno de poetas.
Era la más animosa,
la más concreta presencia de nuestros versos.
Gozaba, saltaba de una loncha de salmón ahumado
a las copas del cava casi congelado,
que cómplice libaba a hurtadillas;
despejadas las reales dudas de esa mañana.
En pandilla caminamos juntos hacia la Plaza Mayor
-a donde siempre se vuelve
y pasea toda la juventud del Universo-.
Recordábamos poemas y anécdotas de bardos,
buscando la complicidad del mediodía,
de la tarde o de la noche salmantina
hasta ese amanecer único de piedras rojizas
que nos incrusta la Historia en cada poro de nuestra aturdida piel.
Ella, la escurridiza, nos seguía a todas partes.
La recuerdo tomando tragos a mansalva hasta la madrugada,
rastreando nuestras huellas:
de bar en bar,
de taberna en taberna.
Sí, ella ha bebido a nuestro lado.
Doy fe de ello.
Sentada en una alta butaca,
como una silente señorita aristócrata,
nos platicaba a susurros, de amores y desamores
hasta desvanecerse en la niebla de la ebriedad
y volver sigilosamente –como cada mañanita-
a su perfecto estado pétreo
para que los incesantes visitantes la busquen en la piedra.
Ella, socarrona y divertida,
duerme, ya eterna, su resaca milenaria.
Memoria de mandarín
En la Isla Entera.
Sigiloso cabecea con un largo suspiro,
como si hiciese un gesto afirmativo.
En su sueño, un gato deslumbrado
degusta
el contenido de la neverita del hotel.
A sorbos acompasados,
el felino bebe lo etílicamente posible:
botellines de cerveza,
botellitas de whisky, vodka o ginebra
-según su más estricto estado de ánimo-.
Rituales engulle, glotonamente,
bombones de varios sabores,
casca maníes en abundancia.
Adereza el condumio con diminutas bolsas de patatas fritas
que le encanta rasgar con sus finas uñas bien cuidadas.
Ya en el protocolario acto,
ante el tedioso turno de lectura
-entre aturdido y soñoliento.
el poeta rememora con sabiduría de mandarín
su propia afición de catador
y todos sus recuerdos bebibles
se mezclan como el más eficaz somnífero.
De repente, todo el auditorio se percata de su dormidera.
El salón se estremece con una estruendosa ovación.
Todavía se escucha el bullicioso lenguaje de aprobación
de un público entregado a la poesía
Mientras, el soñador ausente,
silente y taciturno,
solo deja escapar una lágrima.