Categoría: Opinión

Buen concierto de William Vivanco en Bellas Artes

Buen concierto de William Vivanco en Bellas Artes

Por Joaquín Borges-Triana
William Vivanco es uno de los creadores que dentro de lo que se ha
dado en llamar Canción Cubana Contemporánea sobresale por el conjunto
de su quehacer. No es únicamente que él sea un buen compositor y un
excelente intérprete, sino que además de eso tiene muy claro lo que se
propone con su música. Ello se pudo comprobar una vez más el pasado
jueves 21 de marzo, cuando fue protagonista de un hermoso concierto en
la sala teatro del Museo Nacional de Bellas Artes.
Bajo el título de “Vívelo ahora”, la presentación de casi dos horas de
duración, sirvió para que este trovador procedente de Santiago de Cuba
hiciera un repaso por varios de los temas de su nueva producción
fonográfica, el disco denominado 13 con magia y que todavía no ha
salido al mercado ni está firmado con ninguna empresa discográfica.
Por supuesto que también interpretó canciones de sus anteriores CDs y
una que otra pieza de las grabadas por él como parte del grupo
Interactivo. En tales casos, es lindo ver el modo en que su público
natural y que repletó la salita de Bellas Artes, se suma a cada
interpretación, como parte de una suerte de gran masa coral.
Un recuento de la función permite asegurar que Vivanco sigue apegado a
las raíces de su natal Santiago de Cuba. Fue por aquellos lejanos y
duros años noventa cuando lo conocí, como parte del dúo Wiler, que
integraba con el también cantautor Ernesto Rodríguez, luego miembro de
Postrova. Desde esos días, William ha sido un verdadero estudioso de
la producción musical no solo de la zona oriental cubana sino en
especial de la facturada en el área del Caribe, algo que se percibe en
no pocos de sus composiciones y que le otorga un rasgo singular entre
sus colegas de oficio.
En el disco 13 con magia, la vocación por lo que vendría a ser la
world music vuelve a hacerse presente. Como que he tenido la
posibilidad de escuchar completa la producción fonográfica, puedo
asegurar que este nuevo CD resulta un trabajo de plena madurez,
gracias a cortes como “Palo haitiano”, “Bailarina”, “Ríos que no
vuelven”, “Tu danzón”, “Changüí en París”, “La flor de mi jardín” o
“Verano Mozambique”.
De los cortes del disco 13 con magia que William presentó al público
en su reciente concierto en Bellas Artes, el más aplaudido fue
“Charleston 21”, un corte compuesto e interpretado con Israel Rojas,
de Buena Fe, y que de ser bien promovido por los medios de
comunicación, estoy seguro de que puede llegar a ser muy popular.
En espera de que la nueva propuesta discográfica de William Vivanco
aparezca de forma oficial en el mercado, ya sea en Cuba o el
extranjero, la misma comienza a circular por vías alternativas de mano
en mano y los que estén interesados en escuchar en vivo algunas de
esas canciones y otras de este auténtico santiaguero, les recomiendo
llegarse al espacio que él ha abierto cada dos semanas los domingos a
las seis de la tarde en el Jazz Café, donde se presenta con el
respaldo de su grupo e interpreta algunos de los mejores ejemplos de
lo que está pasando por estos días en la Canción Cubana Contemporánea.
Allí nos vemos.

Mirada crítica a una de las películas más comentadas en meses recientes

Mirada crítica a una de las películas más comentadas en meses recientes

Por Joaquín Borges-Triana

Durante la todavía cercana entrega de los afamados Premios Oscar hace apenas una semana, una de las películas que hizo historia fue Roma, del director mexicano Alfonso Cuarón. Con diez nominaciones al certamen, a la postre el filme se alzó con un par de galardones. Mucho se ha escrito y debatido acerca de esta obra y hoy, en Miradas Desde Adentro reproducimos la opinión del prestigioso crítico cubano Dean Luis Reyes, publicada de inicio por la agencia de prensa IPS en la columna denominada “Atisbos desde el borde”.

Roma, o la reinvención del cine de lágrimas

Por Dean Luis Reyes

Roma, de Alfonso Cuarón, exige ser comprendida como melodrama, un género donde se subraya lo emocional por encima de cualquier otro elemento de la acción dramática. Cuarón lo tiene claro, a partir del propio peso evocatorio de su película: un relato donde la función autobiográfica (su propia infancia) está resuelta a través del prisma de la nostalgia y, por tanto, ajeno a necesidades de verosimilitud referencial.

Incluso el tratamiento fotográfico y la elección del blanco y negro sugieren más el paisaje idealizado de la memoria que un mundo social concreto: esa calle donde siempre hay un vendedor callejero o un desfile, tiene más de álbum de fotos que de mundo histórico.

El segundo rasgo esencial del melodrama que sobresale en Roma es su modelado alrededor de un universo femenino. Lo doméstico está dibujado como el espacio de la mujer, en la mejor tradición del cine mexicano del período clásico y, en general, del cine latinoamericano patriarcal.

Examen crítico de una de las películas más comentadas de los últimos meses. Esta semana, justamente cuando hizo historia al obtener dos premios Oscar en la ceremonia de 2019, viene al caso volver a ella.

Atisbos desde el borde Dean Luis Reyes 1 marzo, 2019

Roma, de Alfonso Cuarón, exige ser comprendida como melodrama, un género donde se subraya lo emocional por encima de cualquier otro elemento de la acción dramática. Cuarón lo tiene claro, a partir del propio peso evocatorio de su película: un relato donde la función autobiográfica (su propia infancia) está resuelta a través del prisma de la nostalgia y, por tanto, ajeno a necesidades de verosimilitud referencial.

Incluso el tratamiento fotográfico y la elección del blanco y negro sugieren más el paisaje idealizado de la memoria que un mundo social concreto: esa calle donde siempre hay un vendedor callejero o un desfile, tiene más de álbum de fotos que de mundo histórico.

El segundo rasgo esencial del melodrama que sobresale en Roma es su modelado alrededor de un universo femenino. Lo doméstico está dibujado como el espacio de la mujer, en la mejor tradición del cine mexicano del período clásico y, en general, del cine latinoamericano patriarcal.

El director mexicano, Alfonso Cuarón, y varios de los actores que intervinieron en el sujeto masculino de esta película recibe un modelado singular como contraparte afectiva, sobre todo si nos detenemos en los dos protagónicos: el cabeza de familia del hogar donde trabaja Cleo y el propio novio de la empleada doméstica. Ambos existen en su esfera particular, vinculada al mundo de afuera, que permanece ajeno y extraño al cosmos doméstico.

La primera aparición del señor de la casa está descrita de manera ostentosa, con su arribo en el imponente automóvil Galaxy, escuchando un movimiento sinfónico a todo volumen y maniobrando el auto con idéntica seguridad con la que manipula su cigarrillo prendido, hasta que consigue finalizar con éxito la ceremonia de aparcamiento.

Este sujeto, del cual jamás sabremos demasiado, se conduce con el mismo síndrome obsesivo de control que el novio de Cleo. Este segundo personaje muestra a su novia, en el cuarto de pensión donde han estado teniendo sexo, su destreza en el manejo de un instrumento contudente. Cuarón describe a esos varones como individuos que se manifiestan a través del ejercicio de la virilidad y del anhelo de posesión y control.

De ahí que no sorprenda el siguiente rasgo dramático que los va a caracterizar: la traición. Ambos terminarán abandonando de la forma más torpe y despreciativa a sus parejas. El padre de familia se irá con una mujer más joven, sin hacerse cargo siquiera de las consecuencias que ello tiene sobre los hijos; mientras que el novio de Cleo la ignorará una vez reciba la noticia de que la muchacha está embarazada, y cuando ella consigue dar con su paradero para exigirle la cuota de corresponsabilidad debida, termina amenazándola y agrediéndola.

Ojo con el paraje adonde Cleo va a buscar al energúmeno: un mundo de extra-radio urbano, polvoriento y agreste, donde una columna de hombres sincroniza golpes de katana bajo el mando de un entrenador gringo; al mismo tiempo, reciben la visita aleccionadora de un forzudo célebre de la televisión, quien los invita a alcanzar nuevas cimas en el dominio de su mente y cuerpo. La ironía de Cuarón sobre el mundo viril se manifiesta aquí totalmente, pues mientras los atletas curtidos son incapaces de sostener el equilibio en una pierna que exige el presunto mago, Cleo, que entre un puñado de curiosos contempla arrobada la práctica de artes marciales, consigue dominar el ejercicio sin dificultad.

Aunque la estetización y abstracción general de Roma lo disfrace, la de Cuarón es una película que funciona a partir de un sistema de clisés absolutos. Uno de ellos cobra cuerpo en la caracterización de los espacios. El afuera de Roma es ordinario o violento: la aridez del escenario donde entrena el colectivo paramilitar; el hacinamiento de la noche bohemia, en el episodio de la salida familiar al cine; la sangrienta represión de la protesta estudiantil durante la secuencia en la que Cleo está escogiendo cuna para su hijo por nacer; el caos del hospital, aséptico en su ordenada racionalidad al decretar la muerte de la criatura de la criada; el mar revuelto donde los niños están a punto de perecer ahogados; el bosque incendiado de la finca campestre de los amigos ricos… Todo es peligro en ese orden de cosas ajeno a la calidez del hogar propio.

Cuarón parece haber hecho en esta película su ars poetica. Si en sus títulos previos se arriesgaba a apuntar la equivalencia entre la felicidad individual y el hogar, la familia, aquí concentra en ello toda su energía. Sus películas mejor valoradas tienen trazas de este tema, pero acaso la más cercana a Roma de todas ellas sea la adaptación de la novela de Frances Hodgson Burnett, A Little Princess, cuya segunda versión fílmica (en 1939 Shirley Temple había protagonizado una) dirigió en 1995. La soledad y anhelo por el hogar son el eje de esos constantes regresos de Cuarón a los relatos de iniciación. Grandes esperanzas, que adaptara a partir de Dickens en 1998, podría ser el paradigma; pero sirvan como ejemplo además sus mucho mejor valoradas y conocidas Y tu mamá también (2001), Children of Men (2006) e incluso, Gravity (2013).

Roma es especial dentro de ese recorrido porque puede verse como interfase entre el viejo cine mexicano y una sensibilidad que opera menos a partir de producir una imagen de lo nacional que desde la noción de lo transnacional. El conflicto entre los atributos de la modernidad urbana y los valores tradicionales encarnados en la hacienda y el charro que expresara el período dorado del cine mexicano, es desplazado por Cuarón hacia la caracterización antinómica del adentro y el afuera, en el que la infancia sería un estado patrimonial donde todo es salvable, tibio y generoso, y lo maternal es una especie de barrera protectora ante todo lo ambiguo y siniestro de un más allá amenazante, donde gobiernan los hombres.

La revalorización del espacio doméstico en Roma, como contrapartida de lo masculino, no es el único rasgo manifiesto del trabajo sobre rancios repertorios culturales del cine y la cultura popular mexicana. Lo es también la caracterización del sujeto femenino desde la tríada moralizante del melodrama patriarcal, que dibujaba a sus personajes sobre el eje pecado-sufrimiento-redención. Tanto Cleo como sus empleadoras, mujeres de clase media, sufren ambas por lo mismo: el desprecio y el desengaño frente a los hombres.

En este sentido, la Cleo que interpreta Yalitza Aparicio se suma con justicia al panteón simbólico donde reposan decenas de personajes encarnados por Dolores del Río, Fanny Navarro, Laura Hidalgo, Ninón Sevilla, Libertad Lamarque, Zully Moreno o María Félix, entre otras, cada una con sus matices.

La empleada doméstica que protagoniza Roma es otra mujer caída. Sola, embarazada, pobre, mestiza, emigrada, encargada de faenas difíciles, va a pecar, a sufrir y a redimirse. Mas –y he aquí la singularidad del tratamiento de Cuarón– ello ocurre, además, en un entorno de diferencia de clase social. La función subalterna de Cleo es más que manifiesta. No obstante, su función moral se iguala a la de su señora empleadora: ella también ha sido traicionada, abandonada y, en un momento de absoluta solidaridad de género, dirigiéndose a la criada, le confiesa: “No importa lo que te digan: siempre estamos solas”.

Para Cuarón, el conflicto de clase carece de importancia porque todo se reduce a un dilema de valores morales absolutos y de solidaridad entre mujeres violentadas. No debería por ello sorprender que no exista tampoco una visión política en torno a Cleo. El personaje es incluso observado como un traidor de clase en aquella escena donde su amiga le comenta que su madre está detenida, que la gente de su comunidad ha sido reprimida por el ejército, que podría ir a visitarla a la prisión… Cleo no se inmuta ante ello. Porque tiene su propio ámbito de recogimiento y alivio, su parnaso personal: la familia que abandonó o perdió le es devuelta en esta otra, blanca y urbana, donde sus problemas encuentran un remanso de armonía, donde la aceptan y premian.

Por eso el episodio de la redención final del personaje, que sucede cuando Cleo se quiebra tras salvar del ahogamiento a los hijos de su ama (cosa que no pudo hacer por el suyo, y a seguidas confiesa que no lo quería tener), es también aquel donde la fuerza del melodrama se despliega sin embozo. Donde el cine de lágrimas hace su trabajo puro y duro de traernos a su regazo para darnos palmaditas de alivio.

La maternidad frustrada de Cleo (no queda muy claro que tener un hijo iba a ser consumatorio para ella, pues convertirse en madre acabaría por robar la exclusividad afectiva de que gozan los vástagos de su jefa) la devuelve emocionalmente casta y pura al amor de sus niños adoptivos. Entre ellos el propio Cuarón, ese niño cuya infancia imaginada se ha servido de ella para convertirla en el eje de una película donde vuelve a existir el mundo ideal que vive en su cabeza, allí cuando todo era virginal y tibio, donde una cohorte de mujeres solícitas existían solo para consolarlo a él y a sus hermanos, e incluso, para limpiar la mierda del perro de la casa.

El personaje de Cleo posee un contenido trágico extra comparado con el de las heroínas del melodrama previo, porque si bien es ella el centro del relato, no es quien cuenta la historia. Cuarón articula su solidaridad simbólica con la chacha de su despreocupada infancia robándole la voz. Esta película no hace el más mínimo esfuerzo por comprenderla como algo diferente a sus obsesiones memoriales. En ello coincide con Alejandro González Iñárritu, quien en Amores perros (2000) dibujaba un mundo de valores esencializados, sin pizca de circunstancialidad o libre albedrío, pues todos los caminos de sus personajes se cruzaban en el determinismo moral de la realidad humana y ninguna transgresión merecía premio.

Roma resulta entonces un esfuerzo estéril y egoísta, porque como película de evocación reproduce la imagen extraviada y pueril que Cuarón conserva de sí mismo como niño. Su narcicismo lo lleva a reproducir un inconsciente ante el cual no logra colocarse críticamente, como si ni siquiera esa visión hubiera evolucionado, mucho menos la distancia necesaria ante esa realidad.

Cleo se sacrifica a sí misma en el altar de la entrega afectiva y vital a quienes sirve. Más que un nuevo ejemplo de buen salvaje, su modelado de carácter propone una clase de heroicidad donde a la mujer caída del melodrama prostibulario se superpone el paradigma altruista de la india noble que los cronistas piadosos de la Nueva España celebraron como atributo superior de esa raza: la capacidad de sobreponerse a los peores padecimientos con el alma limpia. Incluso, a los escarnios que debían sufrir a manos de quienes los esclavizaban.

En ese sentido, el imaginario que expresa Roma es transparente: el niño de la casa creció, se hizo cineasta y ahora siente la necesidad de practicar la solidaridad simbólica filmando una película de arte sobre una india de nombre caprichoso que lo apapachaba, que se desvivía por verlo feliz… a costa incluso de la dicha propia. (2019)

Disponible en: https://www.ipscuba.net/espacios/altercine/atisbos-desde-el-borde/roma-o-la-reinvencion-del-cine-de-lagrimas/

Canción propuesta

Canción propuesta

Por Joaquín Borges-Triana.

A cualquier observador minucioso de la escena musical cubana contemporánea, no se le escaparía el hecho de que a finales de los ochenta comenzó a gestarse una tendencia en la composición e interpretación muy diferente a la de los patrones clásicos o convencionales por los cuales ha transitado la canción nacional, una corriente que poco a poco se ha ido extendiendo a otras manifestaciones. Para los analistas del tema está claro que las raíces de dicho fenómeno hay que buscarlas en lo que fuera la Nueva Trova, que en su momento significara una auténtica revolución.

Cuando términos como trovador, cantautor, nueva canción, son objeto de cuestionamientos tanto por protagonistas como por espectadores, hay quienes desde hace seis lustros, y al margen de ese debate, vienen desarrollando una obra de carácter fundacional. En los temas, asuntos y peculiaridades formales que los seducen y particularizan, se detecta desde bien temprano un lenguaje propio en el abordaje de problemáticas recurrentes en las zonas ideoestéticas comunes de las recientes hornadas de artistas e intelectuales nacidos en la Isla.

Como otra verificación en la práctica de la teoría de que en arte la sucesión generacional se produce en un lapso aproximado de diez años, a fines de los ochenta comenzó a gestarse lo que sería una tercera generación de la Nueva Trova. Por aquellos días, varios cantautores entre los que figuraban Raúl Ciro, Vanito Caballero, Alejandro Frómeta, José Luis Medina, Carlos Santos, Alejandro Gutiérrez, Boris Larramendi, Luis Alberto Barbería, José Luis Estrada, Mario Incháustegui…, acostumbraban a reunirse junto a poetas y cuentistas en una peña sabatina –conocida inicialmente como El puente– que tenía por sede el museo ubicado casi en la esquina de las calles 13 y 8, en el Vedado habanero, y que había surgido como el resultado de la fusión de varias tertulias capitalinas de jóvenes artistas, entre ellas una llevada a cabo en la Finca de los Monos, y de un proyecto o brigada que se llamó El Quijote, de donde salieron figuras como el videasta Ernesto Fundora. Dicho espacio,[1] que funcionaba como un encuentro entre amigos, significó un momento importante para el despegue de todo lo que vendría durante el transcurso del último decenio de la anterior centuria e, incluso, de lo que está pasando hoy en la cancionística nacional y en ese híbrido sonoro en el que el rock, el son, la timba y el rap se integran para dar vida a una nueva sonoridad totalmente desprejuiciada, que Alejandro Gutiérrez ha bautizado en una de sus composiciones con el nombre de «Rockasón».

En el libro CONcierto cubano. La vida es un divino guión he señalado que el diferendo que tiene lugar entre instituciones y creadores en Cuba a inicios de los noventa, en cuanto a los niveles de permisividad que se le otorgaba al arte como expresión de la conciencia social, llevó a la clausura de la atmósfera que propició el proceso de renovación en la cultura cubana, roto de repente debido a la falta de diálogo. Ese momento, muy vinculado a lo transnacional, visto dicho concepto como apertura en los términos de la creación y su espacio, no fue entendido y, con ello, se perdió la efervescencia polémica, de debate y de crítica, que existió en la segunda mitad de la década de los ochenta. El hecho de que las instancias de la política cultural, bajo el influjo del síndrome de fortaleza sitiada que por causa del bloqueo y la agresividad estadounidense ha padecido el país, y que perennemente mantiene una postura defensiva que no viabiliza la plena democracia y una verdadera libertad de expresión, no hayan interpretado de forma acertada la esencia de lo que estaba ocurriendo, puede explicar muchos de los fenómenos que han sucedido después.

Por lo antes expuesto en el libro aludido, espacios como la peña de 13 y 8 se ven imposibilitados de continuar. Al cierre, sus protagonistas pretendieron dar un concierto en una institución que siempre había acunado a la música vinculada a la trova. A tales efectos, a manera de muestra de por dónde iría la presentación, se entregó la grabación de un tema titulado «El Reyezuelo», en el que en un arreglo coral de Alejandro Frómeta intervenían este, Raúl Ciro, Boris Larramendi, Vanito Caballero y Mario Incháustegui; sin embargo, la aludida entidad se negó a aceptar la propuesta, y entonces no les quedó otra alternativa que hacerlo (para las pocas amistades que asistieron) en las márgenes del río Almendares, como una especie de performance. En la función, nombrada significativamente Canción Propuesta y de la cual todavía conservo el programa de mano preparado para la ocasión (creo que una de las noches en que he sido más víctima de los mosquitos), recuerdo que mi hermano Raúl Ciro, cantautor recientemente fallecido y alguien de marcada propensión hacia lo conceptual, rompió una guitarra en pedazos, en un gesto simbólico que (quizás sin él mismo proponérselo) transmitía el sentimiento de desencanto que de una u otra manera experimentaban todos los muchachos vinculados a aquella hoy memorable tertulia. En entrevista concedida para el blog Efory Atocha de Santiago Méndez Alpíza, Raúl Ciro evocaba el suceso del siguiente modo:

«Brother, los ochenta fueron duros. También los cincuenta para mis padres. No quisiera que viviéramos un nuevo 29 en crack. Como ya te dije, «si callas, algo hablará…». Siempre alguien ocupará tu lugar si lo desprecias. Aquella noche nos alumbrábamos Mario Incháustegui, Frómeta, Vanito, Boris y yo con un farol chino. Teníamos otro, por previsora suerte, cuando falló el primero. Boris nos protegió a todos con la suerte de su Santa Madre, el Almendares. Aquello no fue una despedida, fue un golpe bajo pactado. Pasa que «la institución» estuvo fina, no nos dieron un break… Más tarde, la rosa, la espina. Asere, nosotros estábamos en una talla impresionante. Hasta Frómeta y yo vestíamos unas camisas de peloteros, una negra y otra roja, que al frente decía en tipografías diferentes: Superávit. A nuestras espaldas números distintos en cada una, un 13 y un 8. Pasado el tiempo lo he entendido todo, «en esta vida nada es un accidente» (ver Kung fu Panda, qué divertida, genial película). Ese era el estigma: nacimos bajo ese signo.

«Al otro día estrené guitarra nueva, la única que tengo y aún conservo. Recuerdo que el Boris llevaba orgulloso entonces uno de los sellitos que repartimos esa noche con el símbolo de nuestra gran tomadura de pelo. Todo estaba preparadísimo, e igual todo se rompió en pedazos para dar paso a algo mejor. “Un arpón, un perdigón, el buzo, el cazador…”»

Aunque a la salida del Anfiteatro hubo que alumbrarse con «chismosas» (faroles improvisados) preparadas para guiar a los asistentes en su retirada a través de parajes carentes de una elemental iluminación, el concierto (al margen de su nula repercusión en los medios de prensa de aquellos días) quedó como un hermoso testimonio de lo mucho y bueno que se puede hacer, aun cuando determinados acontecimientos despierten en nosotros la sensación de que todas las puertas están cerradas, trampa en la que el artista verdadero no deberá caer pues, como los muchachos de 13 y 8 demostraron esa noche, el revés de la negativa fue compensado en cierta medida con amigos cercanos, lealtad de seguidores y obstinación luminosamente creativa, de esa que en nuestros creadores sobra.

[1] Con el transcurrir del tiempo, la peña de 13 y 8 ha sido mitificada, por haber marcado la música de la más joven generación durante los años noventa, al ser el embrión, primero, del proyecto artístico de la Asociación Hermanos Saíz denominado Te doy otra canción y, después, de lo que se conoció como Habana Oculta y luego como Habana Abierta.

Homenaje al danzón: Disco de alto significado cultural

Homenaje al danzón: Disco de alto significado cultural

Por Joaquín Borges-Triana

Homenaje al danzón

Siempre he defendido la idea de que existe una zona de nuestra producción musical que, aunque no goce de popularidad y por tanto resulte más difícil de ser comercializada, no puede estar obviada en el quehacer de los sellos discográficos cubanos. Por supuesto que tal clase de trabajos tienen que ser subvencionados y no pensar en ellos a partir de las reglas de mercado, aplicables a otra clase de fonogramas.

Sé que es un asunto complejo y acerca del cual todavía no se ha dicho la última palabra, dada la doble realidad que vive el disco al ser un producto cultural y una mercancía más, pero al menos en mi caso me siento inmensamente feliz cuando tengo noticias de la publicación de un álbum de estos que, entre nosotros, considero tienen que ser protegidos por el Estado, no por una política de paternalismo barato sino porque tales CDs dan testimonio de una obra perteneciente al patrimonio cultural de la nación.

Lo anterior lo expreso a colación con la edición de un fonograma que, si bien soy consciente de que recibirá nula o casi ninguna promoción en los medios de comunicación en Cuba y consecuentemente bajos niveles de venta, lo valoro como de altísima importancia desde el prisma del suceso artístico que representa, como ejemplo de lo que en la práctica es conservar nuestra memoria histórica, algo acerca de lo que se habla con mucha frecuencia pero que con tristeza no siempre es llevado a la práctica.

El Piquete Típico Cubano

El Piquete Típico Cubano constituye hoy la única orquesta típica o de viento en la capital que aún conserva el timbre y sonoridad de semejante formato instrumental, justo el utilizado en el siglo XIX por Miguel Faílde para dar vida a las primeras composiciones que entre nosotros se conocieron como danzón. Formato hoy casi olvidado en nuestro país, es de saludar que una de nuestras discográficas, el sello Colibrí, haya tenido la iniciativa de registrar en un fonograma una muestra del patrimonio sonoro de esta formación.

En ese sentido, hay que felicitar la aparición en el mercado de un disco como Homenaje al danzón, realizado por el Piquete Típico Cubano, agrupación dirigida por Jorge Vistel Columbié. El CD resultó galardonado con el Premio Especial Cubadisco durante una de las pasadas emisiones de dicho certamen.

Contentivo de 15 cortes, en el álbum encontramos un repertorio harto interesante, porque el mismo no se limita solo a la interpretación de danzones que fueron muy populares en su época, sino que además de ello, incluye piezas sobre las cuales prevaleció durante décadas un total olvido, sin desdeñar a la par una que otra obra compuesta en tiempos cercanos. En aquellos casos en los que se ejecutan temas contemporáneos, se mantiene tanto el concepto musical como la fidelidad tímbrica de la etapa primigenia en la historia del danzón.

El CD abre con ese clásico que es «El bombín de Barreto», perteneciente a la firma de José Urfé González, sin discusión alguna uno de nuestros principales hacedores de danzones. He de confesar que este es uno de los momentos que más me complace a lo largo de toda la grabación. Del propio autor también aparecen las piezas «Cienfuegos», «Mariposa mía», «Así es el mundo» y «El tigre».

Otro compositor representado con destaque en el fonograma es Pablo Zerquera Suárez. De él, los integrantes del Piquete Típico Cubano seleccionaron para grabar los temas «El olvido» y el que da título al disco, es decir, «Homenaje al danzón», corte que en la década del veinte de la anterior centuria gozara de mucha popularidad entre los amantes del género en Cuba.

Por supuesto que no podía faltar alguna obra de las escritas por Jacobo González Rubalcaba, de quien se interpreta su tan versionado «El cadete constitucional», otro de los instantes del CD que recibo con mayor agrado, en particular porque me trae los recuerdos de mi ya desaparecido padre, un danzonero de pura cepa y que disfrutaba muchísimo de esta pieza. Algo por el estilo pudiera decir de «A la loma de Belén», original de Antonio María Romeo, genuina muestra del proceso de hibridación entre el son y el danzón. Como ejemplo de un repertorio literalmente rescatado de las brumas del olvido, hay que mencionar el tema titulado «Valentín», acreditado al compositor Aurelio Gómez y que hasta el instante en que el Piquete Típico Cubano lo asumió, solo permanecía en los archivos patrimoniales del Museo Nacional de la música. Por su parte, Sueño de Ada, bajo la firma de Jorge Vistel Columbié, deviene testimonio de cómo se puede escribir e interpretar un danzón con el empleo de elementos contemporáneos, pero que a la vez respeta la esencia de esta tradición musical.

Quedan sin ser nombrados otros cortes incluidos en el fonograma, no porque carezcan de interés sino por no hacer demasiado largo este escrito, a propósito de un disco de alto significado cultural que, más allá de que no reciba la divulgación requerida, pertenece a esos fonogramas que todo amante de la buena música cubana de ayer, de hoy y de siempre, debería tener en casa.

El cuerpo retrabajado y transgresor: Otro ajuste intercultural – Por Joaquín Borges-Triana

El cuerpo retrabajado y transgresor: Otro ajuste intercultural – Por Joaquín Borges-Triana

De New York a París, de Buenos Aires a Londres, de La Habana a Madrid, una nueva generación desafía una vez más a sus mayores a replantearse viejas ideas, en esta ocasión en materia de estética corporal. Sería iluso pensar que el auge de los tatuajes, la reaparición del piercing, es decir, imperdibles, clavos, anillos colgados de la nariz, las cejas, los labios, las mejillas, e incluso las autolaceraciones resultan por obra y gracia de la casualidad. Ello implica ignorar el contexto histórico-social (marcado para bien y para mal por la globalización) en el que se produce la movida a la que me refiero y acercarse a un fenómeno de múltiples connotaciones desde un enfoque reduccionista que sólo ve el aspecto decorativo de la cuestión. En los últimos decenios, la transformación del propio cuerpo responde, tanto en los países desarrollados como los subdesarrollados, a una imparable voluntad de romper con lo establecido.

Todo comenzó allá por 1976, cuando los representantes del movimiento punk escandalizan a la puritana y circunspecta Inglaterra. Con miras a impresionar más a la sociedad en la que se sentían insatisfechos, escupen sobre un ideal corporal formado durante varios siglos de profunda mojigatería por las clases pudientes. Así, aquellos muchachos rebeldes, en su inmensa mayoría de origen proletario, hacen alarde de una apariencia tan chocante como rebuscada, por medio de dar a la ropa una utilización diferente a la habitual, llevándola rota o manchada y combinando colores a contrapelo de lo que pudiera considerarse como el buen gusto. Ante los asombrados ojos de la aristocracia londinense empezaron a desfilar jóvenes con peinados en forma de cuernos o de cresta, con maquillaje chillón y adornados con cadenas. El rechazo al cuerpo convencional se refuerza con el empleo del tatuaje, que cubre la totalidad de los brazos o lugares insospechados como el rostro, el cuello, el cráneo… y la reintroducción del piercing. En virtud de los cambios que proponen, los punks ofrecen una imagen con un fuerte significado. Por su parte, los medios de comunicación convierten a los protagonistas del suceso en el símbolo de la decadencia pero, al propio tiempo  y sin que sea su objetivo, participan en la propagación de este nuevo modelo corporal en Europa, Norteamérica y Japón.

Apenas han transcurrido de entonces a acá cuatro décadas y en la actualidad las ideas abrazadas por los punks han ganado millones de adeptos. Aunque carentes de la originalidad de sus iniciales promotores, hoy muchos campeones deportivos, top-models, primerísimas figuras de la música y del espectáculo han asumido también la estética de los -hasta hace poco- raros peinados, los piercing y en general el bricolaje corporal. En diversos sitios del mundo, con sumo orgullo las adolescentes exhiben ombligos adornados, mientras los chicos se colocan anillos en las cejas. En opinión de Nicholas Mirzoeff, Profesor de Arte y Estudios Comparativos en la Universidad de Stony Brook, New York, «… paradójicamente, más que a innovar, se procede a un ajuste intercultural que se vale de técnicas tradicionales de modificación del cuerpo empleadas por culturas no occidentales con fines religiosos, estéticos o identitarios.» (1)

En correspondencia con la línea de pensamiento esbozada por el Profesor Mirzoeff, uno llega a la conclusión de que con el invento de los «primitivos modernos», como los califica el estadounidense Fakir Musafar, prominente líder de los movimientos de personas que «hacen cosas con su cuerpo», en realidad estamos frente al nacimiento de una estética del cuerpo mestizo, que conlleva una especie de «tribalización» del cuerpo occidental. Empero, lo anterior no significa que se esté produciendo una vuelta a los ritos porque, en verdad, la inmensa mayoría de quienes se inspiran en ellos para obtener adornos casi no los conocen. Además, ha de acotarse que los cuerpos que en el presente sirven de modelos fueron en su día denostados en las grandes metrópolis o cuando menos, quienes en Europa y Estados Unidos buscaban algo de exotismo, los consideraban como objetos curiosos y sobre todo, los valoraban como la señal del «atraso» de los pueblos colonizados. Como afirma el eminente Profesor de la Universidad de Montpellier (Francia) y Director de la revista Quasimodo, Philippe Liotard: «Interpretados por la mirada occidental, los piercing, las automutilaciones y los estiramientos de las orejas, el cuello o los labios eran una demostración de la barbarie de esas poblaciones y justificaban la misión civilizadora de la que Occidente se sentía investido. Encarnaban por tanto lo opuesto al ideal corporal civilizado.» (2)

Si bien por ahora constituyen una exigua minoría, entre los «primitivos modernos» hay algunos pensadores de vanguardia que exploran los ritos corporales de las culturas procedentes del tercer mundo como una suerte de homenaje a las civilizaciones que los regímenes coloniales trataron de extirpar. En tal sentido, entre las variantes que han captado la atención de los especialistas figura la llamada «estética tribal», enarbolada por Maria Tashjian quien, desde su salón de modificaciones corporales en los Estados Unidos, es una ferviente activista de la idea de educar a la gente para que conserve la memoria de culturas desaparecidas y transmita los antiguos ideales de belleza que prevalecían entre los oriundos moradores de África, Asia y América. Según semejante concepción, las automutilaciones, el estiramiento de los lóbulos de las orejas y el piercing vienen a ser un reacomodo de las estéticas antiguas y modernas, de las naciones desarrolladas y subdesarrolladas, apoyado en el principio de la conservación de prácticas tradicionales de ornamentación y alimentado por las descripciones etnológicas.

Claro que la anterior no es la única teoría que intenta ofrecer un respaldo o fundamentación conceptual a estas prácticas. Otras personalidades de vanguardia, como el ya aludido Fakir Musafar, opinan que las mismas, en primera instancia, posibilitan un trabajo sobre uno mismo. El llamado «body play» propuesto por él consiste en experimentar todos los procedimientos de modificaciones corporales registrados en el devenir de la Humanidad. «Soportar voluntariamente las pruebas corporales a que se sometían las sociedades primitivas permitiría revivir una suerte de experiencia iniciática olvidada por las sociedades industriales, recuperar una suerte de pureza original» (3), asegura Musafar. Para los partidarios de dicha idea, poco o nada importan las marcas que quedan en el cuerpo, desde el instante en que -por una decisión individual, voluntaria y consciente- el dolor lleva a acceder a un estado de conciencia desconocido en las sociedades occidentales, en las que todo está concebido para combatir el sufrimiento físico.

Por lo expuesto hasta aquí, nadie debe pensar que las corrientes que conceptualizan la ornamentación corporal son predominantes. Por el contrario, nada de eso: resultan una ínfima minoría entre sus millones de adeptos. Los más, en el mejor de los casos, responden tan sólo al afán contemporáneo de conocerse a uno mismo, y en otros, al deseo de ser reconocidos por los demás. De cualquier modo, lo importante es que, como acota el esteta argentino Horacio Nivoli: «Impulsados por un proyecto ético, por una búsqueda espiritual, por la ostentación de signos de pertenencia a un grupo o por un juego erótico, el trabajo sobre la carne y la voluntad de poner a prueba el propio cuerpo corresponden a una postura identitaria que refleja una mutación cultural.» (4)

A la intención de afirmación se añade la voluntad de impugnar las normas y los valores establecidos, y de militar por otras maneras de vivir, de sentir y de exponerse. Muchos partidarios del tatuaje, del piercing y del body-art consideran que ya no pueden identificarse en ese ideal de cuerpo aséptico, borroso y alienado que promueven las sociedades occidentales. Expresan que quieren alejarse del canon de belleza de la rubia de ojos azules, del estereotipo del hombre de cuerpo liso, musculoso y bronceado. La experiencia de las modificaciones corporales puede analizarse, hasta cierto punto, como un combate contra la banalidad imperante por doquier. Cabe apuntar que el ajuste corporal también se edifica aprovechando los materiales, los conocimientos y las técnicas de la modernidad. Un ejemplo de ello lo representan los implantes llevados a cabo por el norteamericano Steve Hayworth, uno de los pioneros en la materia a inicios de la década de los noventa, y popularizados por la artista francesa Orlan. Los implantes transdérmicos, que insertan cuerpos extraños bajo la piel, permiten crear una ornamentación en volumen, como protuberancias en la frente, el esternón, los antebrazos, que resultan maneras radicales de transgredir los códigos de la apariencia y del orden establecidos.

En opinión de diversos especialistas, todas esas intervenciones se entienden como un intento de escapar al destino que asigna a cada cual su sexo, su edad o su extracción social. Hay, incluso, quienes como Nicholas Mirzoeff, van todavía mucho más lejos en la forma de valorar el asunto. Véase: «Las modificaciones corporales tienen una connotación política, reivindicada por los sectores de vanguardia. Por la ruptura con los modelos que generan, por el rechazo de los cánones de belleza machacados por los medios de comunicación de masas, por la afirmación de la libertad de cada cual de elegir lo que tiene ganas de hacer, llevar y mostrar, esas modificaciones hacen del cuerpo uno de los últimos espacios de libertad individual.» (5)

Aunque me parece un tanto desmedido el criterio de Mirzoeff, la verdad es que en un mundo en el que se presiona para que las actitudes individuales se ciñan a los modelos dominantes y se trabaja por la cosificación de los cuerpos, el ajuste de la apariencia personal resulta un desafío a la «normalidad». Séase partidario o detractor de las prácticas aquí comentadas, hay que admitir que con ellas cada individuo puede firmar su cuerpo de un modo que sólo le pertenece a él. Esta firma única produce una multiplicidad de sentimientos en cuantos la ven o la imaginan y que abarca desde la sorpresa, el rechazo, el temor, hasta la seducción. Creo que no es exagerado asegurar que la oposición a asumir las expectativas sociales en cuanto a imagen y lo que pudiera definirse como una conciencia de los efectos que origina la diferencia corporal se inscriben en las actuales manifestaciones de una cultura de resistencia contra la ideología normativa imperante a partir del imperio de la globalización.

En las mutaciones de la estética corporal de las cuales hoy somos testigos, se evidencian los procesos de hibridación o mixtura entre elementos del pasado y del porvenir, entre lo de aquí y lo de allá, entre lo imaginario y la experimentación, y se alimenta la pluralidad de las representaciones del cuerpo. Asimismo, si por un lado tiene lugar la homogeneización de las imágenes a escala planetaria, por otro se da una diversificación del modelo del cuerpo civilizado, visto durante varios siglos desde la perspectiva de la imagen impecable del occidental. Mas el asunto no se queda ahí y reviste todavía mayor complejidad. Piénsese, si no, en lo que acontece entre los sectores sociales pudientes de las naciones tercermundistas y entre las llamadas minorías (que a veces no lo son tanto) o los inmigrantes en los países desarrollados. En dichos grupos se produce el afán de acomodarse al modelo tradicional más común, legitimado por los seriales de televisión estadounidenses.

Al respecto, Horacio Nivoli comenta: «Las sudamericanas emigradas a Estados Unidos se transforman el busto, se aclaran la piel y se tiñen el pelo de rubio. Esas modificaciones no apuntan a distinguirse, sino a fundirse en la norma.» (6) En imitación de ídolos como el cantante Michael Jackson, en África negra y entre una porción de los afroamericanos está de moda la utilización de productos que blanquean la piel y por supuesto, de aquellos que alisan el pelo. En una muestra de lo hondo que ha calado el pensamiento colonialista en algunos, los famosos sapeurs de Kinshasa gastan cuantiosas sumas de dinero con tal de estar en absoluta sintonía con el último grito de la moda parisiense. No está de más recordar que no hace mucho tiempo que en los medios populares africanos las personas se tatuaban en el pecho un bolsillo del que se dejaban ver dos o tres estilográficas.

En un continente como América Latina, menos atrasado culturalmente pero sometido a los dictámenes de la moda en los Estados Unidos, numerosas mujeres apelan a la cirugía estética con el propósito de asemejarse lo más posible a las archipopulares muñecas Barbie. De igual modo, no pocas asiáticas se redondean los ojos… Con semejante proceder, los nativos de sociedades dominadas económica y políticamente por el primer mundo tratan de ocultar sus particularidades corporales porque para ellos, la occidentalización del cuerpo deviene estrategia saludable para intentar montarse en el carro de la mundialización, en el que -por cuantos esfuerzos que hagan- siempre serán percibidos como pasajeros de segunda categoría.

Como manifiesta Philippe Liotard, «la valorización de un ideal corporal plural sigue siendo un pasatiempo de privilegiados frente a la gran mayoría de los habitantes de los países del Sur. Sin embargo, contribuye a acelerar las mutaciones del orden corporal.» (7) Ciertamente, con la transgresión de la apariencia y la apropiación de las técnicas de rectificación del cuerpo hasta ahora sólo legitimadas por la medicina y la cirugía, quienes hacen suyos tales procedimientos están inscribiendo en su propia carne las reglas de un juego que prefigura el advenimiento de una confusión generalizada de las que por cientos de años fueron las normas corporales. Todo lo que acontece demuestra que el legado histórico del colonialismo dista mucho de haber desaparecido y al margen de lo que cada quien pueda pensar, de seguro en el futuro cercano, el cuerpo retrabajado y transgresor será tema obligado de enconadas polémicas.

(1) Mirzoeff, Nicholas: «El cuerpo, esclavitud del hombre»: Cultura, año XLIX, no. 565, Madrid, febrero 1999, p. 35.

(2) Liotard, Philippe: El bricolaje corporal. Centro de Producción Bibliográfica de la ONCE, Barcelona, 2001, pp. 58-59.

(3) Musafar, Fakir: Citado por: Liotard, Philippe: Ob. Cit., p. 92.

(4) Nivoli, Horacio: «En busca de una nueva ornamentación corporal»: Con Fundamento, año X, no. 59, Buenos Aires, nov.-dic. 2001, p. 11.

(5) Mirzoeff, Nicholas: Ob. Cit., p. 36.

(6) Nivoli, Horacio: Ob. Cit., p. 12.

(7) Liotard, Philippe: Ob. Cit., p. 137.

No me preocupan los críticos. Me preocupan los no críticos.

No me preocupan los críticos. Me preocupan los no críticos.

Hace algún tiempo, mientras movía el dial de mi radio, de manera casual di con un programa conducido por Oni Acosta Llerena. No sabría decir en qué emisora porque lo sintonicé ya empezado, pero lo cierto es que me atrapó la transmisión. Era uno de esos espacios en que se invitan a especialistas para armar una suerte de panel que intercambia opiniones sobre un determinado tema. Los participantes aquella (me parece) noche llamados a responder las preguntas de Oni eran el pianista Frank Fernández, el director sinfónico Enrique Pérez Mesa y el periodista José Luis Estrada. El tema que los convocaba era el de la crítica musical cubana y como cualquiera supondrá, por razones obvias me mantuve atento al interesantísimo diálogo sostenido por casi una hora.

No pretendo formular aquí una valoración acerca de dicho programa radial ni pronunciarme a favor o en contra de los criterios expresados por Oni, Frank, Enrique y José Luis. Tal no es mi objetivo. Sólo quiero reflejar en las siguientes líneas algunas de las ideas que vinieron a mi cabeza a propósito del tema debatido por ellos que, por demás, cada cierto tiempo sale con mayor o menor fuerza a la palestra pública pues de todos resulta de sobra conocido que la preocupación por el asunto no es algo nuevo y que la crítica musical, ya sea en prensa escrita, radial o televisiva, se relaciona con el hecho de que entre nosotros la crítica (sin apellidos) es un «problema crítico».

Uno de los últimos textos que recuerdo dedicado a abordar esta cuestión y que, dicho sea de paso, aportó valiosas ideas para la comprensión del fenómeno de la crítica musical en Cuba, fue un artículo escrito por Marta María Ramírez en el 2005 y aparecido en la revista Clave. Algún tiempo después, participé en el Instituto Superior de Arte como oponente de una tesis realizada por la musicóloga Damia Almeida, investigación en la que se analizaba el comportamiento de la crítica musical cubana en nuestras revistas culturales durante la década de los noventa.

Lo cierto es que evocar las lecturas de dichos trabajos, así como la audición del programa antes aludido, me motivan preguntas acerca del ejercicio de la crítica musical en Cuba, a las que confieso no tener respuestas. Entre los tantos cuestionamientos que me asaltan, menciono algunos, a ver si alguien me ayuda a aclarar mi mente:

¿Los que ejercen esta función entre nosotros, dominan o al menos conocen los métodos que fundamentan la práctica de la crítica musical en los distintos medios de comunicación? ¿Cuáles son los principales aspectos que definen el término crítica musical? ¿Cumple la crítica musical cubana una función orientadora hacia el gran público, o es, aunque nos pese, un reducidísimo feudo de complotados, un terreno de especialistas? ¿Cuáles son sus pautas, sus normas, si es que las tiene? ¿Es la crítica musical un género periodístico o, por el contrario, un ejercicio escritural y de creación? ¿Cuál es el papel de la crítica musical en los distintos medios de comunicación cubanos desde una perspectiva práctica y profesional? ¿Qué es lo que nuestra crítica musical es incapaz de hacer y por qué? ¿Para quiénes escribe y por qué? ¿Qué herramientas son necesarias para ejercer la crítica musical? ¿Dónde se forman quienes hacen crítica musical en nuestro país? ¿Cómo se superan? ¿De cuál instrumental teórico disponen? ¿Qué música escuchan? ¿Qué textos del pensamiento culturológico de nuestros días leen? ¿Cuál es su diálogo con la contemporaneidad? ¿Cómo y qué se enseña a los estudiantes que supuestamente en el futuro ejercerán la crítica musical? ¿Está la crítica apta para comprender en su real dimensión la relación entre música y sociedad?

Como es fácil de apreciar, las posibles respuestas a muchas de las anteriores preguntas pueden resultar polémicas y ello obedece a que las opiniones en torno a la crítica siempre son dispares. En mi caso, pienso que buena parte de lo que tenemos por ejercicio crítico musical deja claro la ausencia de una auténtica teleología analítica. Cuando releo la crítica musical ejercida por Alejo Carpentier verifico que él hizo de tales comentarios otra manifestación de su arte literario. A fuerza de ser sincero, tengo que decir que no siento que hoy prevalezca un enfoque semejante en la crítica musical sino más bien uno recibe la impresión de que los textos que se escriben no están concebidos con la aspiración de llegar a formar parte de la “República de las Letras”. Para mí está claro que no es suficiente con desarrollar un determinado concepto, un juicio acertado, si todo ello no aparece bien expuesto, algo que con muchísima frecuencia se olvida.

Entre las cosas relacionadas con el tema y que nunca he logrado comprender, se encuentra el hecho de la escasa o nula vocación que profesan las personas graduadas de Musicología en Cuba para accionar como críticos. Recuerdo que allá por los noventa, un día Omar Valiño y yo convocamos en la UNEAC un encuentro con estudiantes y profesores de dicha carrera. Por entonces, Omar atendía las páginas de crítica en La Gaceta y yo era responsable de una sección semejante en la revista Salsa Cubana. La idea era abrir las páginas de ambas publicaciones para que colaborasen en ellas gente joven, conocedores del hecho musical y que supuestamente no encontraban sitio donde escribir sus opiniones. Luego de que explicásemos las características formales que deberían poseer los trabajos, yo di mi número telefónico en casa para que me llamasen allí con las propuestas de colaboraciones.

Al término de la reunión, alguien me comentó en voz baja que si yo estaba loco para dar así el teléfono de mi casa pues de seguro me lloverían las llamadas. Con total seguridad respondí que, en mi opinión, a lo sumo se comunicarían conmigo una o dos personas, entre los más de veinte estudiantes y profesores congregados en uno de los salones de la UNEAC. La vida me dio la razón y la única que se motivó a proponer un trabajo y a escribirlo fue Yanira Martínez, quien preparó un excelente texto acerca de Gerardo Alfonso, material que en su momento fuera publicado.

Aunque no tengo una explicación del todo convincente acerca de tal situación entre nuestros musicólogos, comprendo que les deba resultar en extremo difícil escribir críticas en torno a gente que en no pocos casos no sólo son amigos sino casi familia, por haber vivido juntos desde niños y luego como adolescentes o jóvenes, al formarse en las escuelas de música de nivel elemental, medio y superior.

De lo expuesto, se comprenderá por qué no comparto la idea de algunos en torno a que entre nosotros son escasos los espacios donde ejercer la crítica musical. Hoy en Cuba existe una copiosa gama de publicaciones culturales, páginas web de repercusión nacional e internacional, varios canales de televisión, por no hablar ya de los periódicos y revistas de carácter general pero donde no faltan las secciones para el arte y la literatura, y a decir verdad y sin que nadie se sienta ofendido, mi impresión es que en tales medios lo que prevalece es la falta de sistematicidad y de profesionalidad en lo concerniente a la crítica musical.

En numerosas ocasiones me sorprendo leyendo trabajos en la prensa plana o escuchando intervenciones en la radio y la televisión que sólo son reflejos de una inquietante desactualización en relación con fenómenos artísticos y culturales que se originan o son expresados en el repertorio musical contemporáneo de los creadores cubanos. Ello sucede, entre otras razones, por el divorcio que se da entre no pocas de esas voces con acceso a los medios y el verdadero saber de corte culturológico procedente del amplio campo de las ciencias sociales. Así las cosas, por lo general nuestra crítica musical no está preparada para realizar análisis cruzados, con enfoques multi, inter y/o transdisciplinarios, resultado del conocimiento de investigaciones que funcionen como apoyaturas de sus afirmaciones.

Creo que no está demás acotar que acerca de la música entendida como espectáculo, uno más de la gran oferta existente en nuestro tiempo, conviene reflexionar tal vez sobre la idea que subyace a la representación en sí. Hoy la música se ha convertido en una dualidad comercial que se bifurca entre la música oída, fundamentalmente en radio y discografía; y la que se ve y se oye, en reproducciones audiovisuales y en directo en los auditorios. Lo complejo de semejante realidad conduce a que, contrario a lo que muchos opinan, cualquier persona no está apta para ejercer de forma profesional la crítica musical.

No hace falta ser un experto en nada para opinar de lo que a uno le gusta o no, pero sí son éticamente exigibles los conocimientos previos para vivir de ello. Sucede que para escribir una buena crítica musical, no es suficiente con saber redactar bien en términos periodísticos, sino que se requiere conocer a profundidad de lo que se escribe, o sea, poseer un grado de especialización temática y que posibilita manejar los sistemas de codificación producidos en el discurso musical, para así poder interpretarlos y exponérselos al público.

Y aquí se introduce un elemento de singular importancia: la formación del crítico musical resulta en muchas ocasiones ambigua. Como en la mayoría de los campos profesionales cuando alguien desea especializarse tras concluir su etapa de preparación universitaria, debe recurrir a los postgrados, masters o cursos de formación que se organizan por diferentes entidades. Empero, en Cuba desde el punto de vista docente no existe ningún programa académico diseñado para que el posible interesado aprenda a ejercer la crítica musical y domine las técnicas que le permitan desempeñarse como tal en los diferentes medios de comunicación desde una perspectiva práctica y profesional. De ello se desprende que el crítico en nuestro contexto suele ser alguien graduado de periodismo y que incursiona en estos terrenos al amparo de sus inclinaciones artísticas naturales o, en otros casos, una persona que es periodista por práctica, con una formación como historiador del arte, filólogo o vaya uno a saber.

Por otra parte, al hablar del actual panorama de la crítica musical cubana, no olvido la existencia de un creciente número de tesis de grado, maestría y hasta doctorado en distintas universidades del país y que, como he podido comprobar personalmente al intervenir en uno que otro tribunal, poseen puntos de vista y enfoques novedosos. Empero, ¿de qué valen esos trabajos (más allá del título que con la defensa de ellos ganan sus ponentes) si no se divulgan fuera del ámbito de las aulas? ¿Por qué no pensar en la creación de una suerte de banco digital en el que albergar todas esas tesis acerca de música cubana? Y no hablo sólo de los trabajos investigativos llevados a cabo dentro del límite de nuestras fronteras sino del copioso número de exégesis realizadas en el extranjero y que a veces, incluso desde criterios diferentes a los nuestros, también aportan ideas valiosas. A fin de cuentas, la diversidad de opiniones nunca debilita, ¡todo lo contrario!

Una carencia y que no contribuye a una mejor salud de la crítica musical cubana es la falta de un espacio de encuentro, de discusión y alternabilidad de ideas entre quienes ejercemos tales funciones. Una de las pocas iniciativas que contrarrestaba mínimamente tal déficit era cuando hace años y por iniciativa personal de Frank Padrón, en el contexto del Cubadisco varias personas éramos convocadas para entregar el Premio de la Crítica en dicho certamen. Lamentablemente, la idea murió y con ello, el único intento del que tengo noticias en cuanto a eso de hacer una labor de grupo, como sí acontece en otras manifestaciones artístico literarias.

Un aspecto que no debe pasarse por alto es el vinculado al hecho de que la escasa crítica musical que se practica en nuestro país tiene apenas motivaciones para hacer trabajos que puedan resultar polémicos. Por mi experiencia sé lo difícil que esto resulta. Por contar una anécdota, cierta vez hice un comentario en el que apuntaba varias deficiencias en un disco de un artista al que siempre he admirado muchísimo por el conjunto de su obra. El fin de semana siguiente a la salida de mi trabajo recibí la sorpresa de que en el medio en que había sido publicada mi crítica, aparecía en las dos páginas centrales del órgano una entrevista al creador, a manera de desagravio por lo que yo había escrito y en las que sin mencionar mi nombre (por supuesto, un aspirante a crítico musical es demasiada poca cosa como para nombrarlo) despotricaba en contra de mis «tontos argumentos». Y como que «la figura es la figura», por emplear dicha popular expresión, en otro medio de comunicación alguien escribió (no sé bien si por encargo o por motus propio) una reseña laudatoria sobre el mismo CD al que yo (y siempre reitero que desde mi opinión personal) le había señalado más de una objeción. Varias amistades de aquel creador me dijeron que había total razón en los problemas apuntados por mí, pero que eso no se le podía decir al aludido músico, por tratarse de quien se trataba, argumento que como se supondrá, yo no estimo válido.

Por último, no quiero soslayar el hecho de que no todas las personas de las contadas que entre nosotros desarrollan la crítica musical, se percatan de que cada público tiene sus especificidades y por tanto, hay que ser consciente de para quién nos dirigimos y así poder establecer las imprescindibles diferencias estilísticas en nuestro quehacer, el cual siempre debería estar concebido con la intención de propiciar entre aquellos que nos prestan atención la búsqueda de sus propias respuestas. No obstante, a lo mejor y al margen de cuanto he dicho aquí, el genial músico estadounidense Frank Zappa tenía algo (o mucho) de razón cuando de manera descarnada afirmaba:

«El periodismo musical consiste en gente que no sabe escribir, entrevistando a gente que no sabe hablar, para gente que no sabe leer».

Jazz Plaza 2019: Una fiesta innombrable

Jazz Plaza 2019: Una fiesta innombrable

Con el concierto del pianista cubano Roberto Fonseca en la Sala Avellaneda del Teatro Nacional, concluyó de manera oficial la 34 edición del Festival Internacional Jazz Plaza 2019. Para quienes hemos seguido el desarrollo de este evento desde sus comienzos allá por 1980 cuando surgió en la instalación ubicada en la esquina de Calzada y 8, Vedado, gracias a la iniciativa de Bobby Carcassés y de Armando Rojas, la recién cerrada emisión ha sido si no la mejor, al menos una de las de mayores aciertos durante los 39 años de vida del encuentro de los jazzistas cubanos.

Después de 34 ediciones, en la actualidad el Jazz Plaza se consolida como un evento de gran prestigio a escala internacional y como  una evidencia del movimiento jazzístico que entre los músicos de nuestro país, ya sea en Cuba o en la diáspora,  se proyecta por defender un sonido legítimo y revolucionario que ya trasciende las fronteras de lo que se conoce como jazz afrocubano.

Sucede que como se pudo comprobar a lo largo de las jornadas transcurridas entre el 14 y el 20 de enero de 2019, el jazz hecho hoy por nuestros compatriotas apuesta por la mixtura de estilos y géneros, como parte del proceso de hibridación que en el presente vive toda una zona de la música cubana.

Durante una semana, la capital cubana y la oriental provincia de Santiago de Cuba fueron testigos de la diversidad de propuestas jazzísticas llegadas hasta aquí de la mano de más de 100 músicos foráneos procedentes de países como Estados Unidos, España, Argentina, Italia, Colombia, Uruguay, Brasil, Alemania, Noruega, Austria, Canadá, Ecuador, Australia, Gran Bretaña, Israel, Suecia, Puerto Rico, Mali y Bélgica. Al grupo de visitantes se añadió una destacada lista de instrumentistas residentes en Cuba y una nutrida representación de compatriotas que en la actualidad radican en disímiles puntos de la geografía internacional, pero que mantienen vivos sus lazos con la tierra que les vio nacer y donde se formaron como músicos.

Figuras como los bateristas Dave Weckl, Dennis Chambers y David Viñolas, el bajista Jeff Berlin, el tecladista David Sancious, el guitarrista Oz Noy, el flautista Néstor Torres, los pianistas Arturo O´Farrill, Jordi Sabatés y Adrián Iaies (este último, también director del festival de jazz de Buenos Aires), el guitarrista y tresero Benjamin Lapidus, las cantantes Joss Stone, Emma Pask y Patricia Kraus (hija del famoso tenor), el saxofonista Víctor Goines, la guitarrista Leny Stern, y la Preservation Hall Jazz Band son nombres de primera plana en el universo jazzístico mundial y que, por separado cada uno de ellos, funcionan a manera de cabezas de festivales en cualquier rincón del planeta.

No está demás acotar que muy pocos eventos de jazz en Europa, Canadá  o Estados Unidos se pueden dar el lujo de programar a la vez tantos escenarios simultáneos, durante la cantidad de días que duró el Jazz Plaza 2019 y además con una nómina de participantes tan sobresaliente y que, bueno es decirlo, intervienen en el evento por amor al arte y en este caso no se trata de una metáfora sino de la más exacta realidad pues no reciben remuneración alguna por tocar.

Como parte del programa de actividades del 34 Festival Jazz Plaza 2019, sesionó también  el Coloquio Internacional Leonardo Acosta in Memoriam, encuentro teórico devenido en eco del acontecer jazzístico en la isla y que ha tenido a la musicóloga Neris González Bello como organizadora y alma impulsora del acompañamiento reflexivo de la fiesta del jazz entre nosotros.

Homenajes a las casas discográficas EGREM, Colibrí y Bis Music por el quehacer de cada una en la producción de fonogramas cubanos de jazz, presentación de nuevos CDs y DVDs, clases magistrales y tributo a personalidades como Benny Moré y Niño Rivera o a las orquestas Aragón y Los Van Van, fueron algunas de las actividades llevadas a cabo en el Coloquio y que una vez más sirvió para promover el intercambio académico, visibilizar la escena jazzística cubana desde múltiples perspectivas y resaltar los aportes que a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI nuestra gente ha hecho con sus obras en pro del desarrollo del género en, desde y fuera de nuestro país.

En la reciente edición del Jazz Plaza, un mérito especial del coloquio fue que también llegó a la provincia de Santiago de Cuba (algo inédito hasta este año), donde los espacios de debate se caracterizaron por conferencias magistrales sobre el desempeño de los jóvenes en el género, presentaciones de libros y revistas, así como disertaciones en relación con la siempre cambiante industria musical.

Por supuesto que el Jazz Plaza no es perfecto y todavía quedan cosas pendientes por resolver para que el festival esté acorde con las potencialidades que posee. Entre los aspectos que resultan más negativos mencionaría la inapropiada promoción que previo al evento circula por Internet y que incluso, llega al disparate de anunciar a figuras que se sabe no intervendrán en el certamen por tener en las mismas fechas otros compromisos. Tal fue el caso de cuñas promocionales que en esta ocasión aparecieron en distintos sitios cubanos en el ciberespacio y donde vendían a Chucho Valdés como figura central del Jazz Plaza 2019, cuando se conocía que él no participaría. Ello es una acción irrespetuosa, tanto para el posible público interesado como para el propio artista.

Por otra parte, personalmente conocí de músicos que deseaban venir y que no pudieron hacerlo porque las invitaciones formales que debían recibir no llegaron a tiempo para gestionar patrocinadores que les permitieran costear los gastos para viajar a Cuba e intervenir en el festival. Ello es señal de que todavía hay que ajustar determinados mecanismos organizativos para que algo así no ocurra.

Igualmente, aún no se ha conseguido la apropiada y necesaria articulación de nuestro movimiento jazzístico con otros entornos, en especial los del área caribeña. En ese sentido, sé que los organizadores del Jazz Plaza (en particular Roberto Fonseca) sueñan con la existencia de todo un circuito de festivales de Jazz en el Caribe, a la usanza de lo que acontece en Europa durante el verano, en el que se incluyan eventos del género como los de República Dominicana, Isla Margarita, Cancún, Panamá, el nuestro…, y que contribuiría al crecimiento del turismo especializado en la zona.

Por lo pronto y mientras un sueño así se llega a concretar, los organizadores del Jazz Plaza deberían comenzar a trabajar temprano en la preparación del encuentro correspondiente a 2020, pues en esa 35 emisión se celebran los 40 años de que esta fiesta innombrable de los jazzistas cubanos y de los amantes del género entre nosotros echara a andar en el modesto teatro de la Casa de Cultura de Calzada y 8 en el Vedado. Por lo mucho y bueno que de entonces a acá nos ha regalado este festival, se merece que al arribar a sus cuatro décadas de existencia, el cumpleaños lo festejemos por todo lo alto. Digo yo.

Revistas de música en Cuba. Las últimas de la cola

Revistas de música en Cuba. Las últimas de la cola

Hace rato es preocupación entre musicólogos, periodistas, intelectuales y melómanos cubanos la connotada ausencia o, en el mejor de los casos, escasa presencia, de revistas musicales en nuestro contexto. Es ese un fenómeno que de una u otra forma afecta al devenir de la cultura musical cubana, pues no propicia el desarrollo de la imprescindible crítica ni contribuye a la preservación de una imagen de nuestra memoria sonora en la página impresa.

Tal carencia resulta mucho más notable ya que, aunque me parece que a nadie se le ocurriría cuestionar la importancia y el rol de la música dentro de nuestra cultura, desde 1959 hasta nuestros días es significativo la poca aparición de revistas dedicadas exclusivamente al tema de la música en el país. He ahí una de las razones por qué entre nosotros resultan tremendamente escasos aquellos textos que formulen análisis sobre el tema musical, no sólo desde la perspectiva de la musicología sino también a partir de otros enfoques como los provenientes de la Historia, La Literatura, el Periodismo, la sociología, o incluso, los estudios culturales, postcoloniales y de género, tanto por separado como por medio de análisis Multi, inter y/o transdisciplinarios.

No hay que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que en la actualidad vivimos enormes convulsiones en el espacio cultural mundial, de forma que se están alterando radicalmente los mapas de los saberes, de los gustos, de los modos de relación. En dicho contexto, se habla y teoriza mucho en relación con las transformaciones en los imaginarios colectivos. No está demás acotar que las imágenes que forman parte de los susodichos imaginarios, no son sólo imágenes visuales o visualizables, sino también sonoras. Entre éstas, a partir de la década de los 60 del pasado siglo, la música ha adquirido una importancia enorme en la conformación de las representaciones colectivas, las identidades, las formas sociales de producir y compartir significados, un fenómeno que adquiere particularidades específicas entre los sectores jóvenes de la población.

Curiosamente, entre los intelectuales y los cientistas sociales cubanos, que son los que en primera y/o última instancia propician e impulsan la aparición o desaparición de las revistas culturales, entre las cuales se incluyen (por supuesto) las enfocadas al tema de la música, siempre ha habido una preocupación mayor por la tradición de la música folklórica, en especial la de origen afro, canonizada como espacios de “pureza” artística o patrimonial. Al ámbito urbano suele vérsele como un espacio de mezcla e influencia externa; menos puro, digamos, y donde se cree que han primado sólo criterios comerciales. Sin embargo, debería recordarse que el aporte fundamental que Cuba le ha hecho al mundo en lo musical ha sido desde lo popular, con todo y el impacto que han conseguido figuras del universo “clásico” o “Culto” como Ernesto Lecuona, en el pasado, o más recientemente, Leo Brouwer. Por ello, si en la actualidad estamos discutiendo sobre identidad del cubano y patrimonio cultural, no podemos dejar de lado el análisis del tipo de música que en cada época de nuestro devenir como nación ha ido construyendo la sensibilidad del ciudadano de a pie, las formas de ver el mundo, la experiencia corporal, el «yo» generacional en la gente.

Cierto que, al menos en el plano teórico (que no coincide siempre con lo que sucede en la práctica), los medios masivos de comunicación cubanos, en particular la radio y la televisión, son los que –en función de su supuesta eficacia en el trabajo de la promoción cultural– están encargados de desarrollar una crítica musical que sirva como fuente de orientación a la población o guía estética. Empero, si lo anterior se cumpliese tal y como se ha diseñado, cosa que todos sabemos dista mucho de la realidad, ello no sería óbice para la existencia de publicaciones especializadas en determinadas esferas del arte, como por ejemplo las de música, y que también son productos comunicativos llamados a cumplir una función específica.

Dentro de las revistas de música podemos encontrar a su vez una subdivisión entre las de corte más académico y aquellas de perfil popular. Todas, en conjunto, sirven para mantener vivo el quehacer crítico musical. Ejemplo del primer grupo de esta clase de publicaciones lo tenemos en el Boletín Música de Casa de las Américas y en la revista Clave, del Instituto Cubano de la Música. Entre las segundas encontraríamos en la reciente historia de estos medios en Cuba órganos como Tropicana InternacionalSalsa Cubana y Música Cubana, de la UNEAC.

Sucede que la crítica musical no es la misma para todos los públicos. Una es la crítica que orienta el gusto, ya sea hacia la música sinfónica o la popular. Otra resulta la crítica que oriente a los propios músicos acerca de las grandes problemáticas de esta manifestación artística a nivel de cultura. También está la dirigida en especial a los más jóvenes y en relación con el hecho de cómo respondemos las manipulaciones del gusto que se efectúan a través de los medios masivos. Igualmente, estaría la crítica del propio público, de su desinterés, de su apatía. Y por supuesto, no se puede olvidar la crítica a las instituciones de la esfera musical, que en muchos casos no son lo que se dice un dechado de virtudes.

A la necesidad de establecer jerarquías, de saber quién es quién dentro del panorama musical, contribuyen de manera particular las revistas dedicadas al tema. Por eso llama la atención que justo en los años noventa, la etapa de mayor crudeza que ha vivido nuestro país durante el denominado Período Especial, fue cuando más revistas de música circularon entre nosotros. Como ha señalado la musicóloga Damia Almeida en su tesis para graduarse en el Instituto Superior de Arte:

«Gracias a la aceptación de la publicidad en los medios, pudieron surgir algunas revistas como Tropicana Internacional (1996), Salsa Cubana (1997), Música Cubana de la UNEAC (1997), entre otras. Estas nuevas publicaciones, dedicadas de lleno al mundo del espectáculo, los conciertos, los discos y los músicos más populares; fueron muy estables y sistemáticas. Ellas anunciaron de cierto modo los cambios que estaban ocurriendo en la sociedad. Eran vendidas en moneda nacional en los estanquillos y en divisas a los turistas, y aunque tenían tiradas cortas, sin dudas fueron de gran ayuda en el trabajo de promoción musical.»

Lamentablemente, al prohibirse con posterioridad la utilización de anuncios publicitarios en los medios, las revistas antes aludidas no pudieron gestionarse sus ediciones y desaparecieron. Porque si bien en el caso de Música Cubana no puede hablarse de que de manera oficial haya desaparecido, la inestabilidad en su circulación la hace convertirse en algo así como un fantasma al que sólo se le ve el pelo de cuando en vez.

Por todo lo antes expuesto, es de saludar la iniciativa de rendir un tributo, por sencillo que sea, al quehacer de las pocas revistas de música que han existido entre nosotros durante estos años. Quizás, algún día una persona se dedique a compilar lo publicado en medios ya desaparecidos y entonces nos sorprenderemos de lo valioso del material acumulado entre esas páginas. Por ahora, lo cierto es que el tema de las revistas de música en Cuba sigue siendo una asignatura pendiente y con ello, la aparición de textos que ayuden a comprender cómo se ha construido y reconstruido el tejido del campo cultural, lo cual, en materia sonora, implica lecturas críticas que intenten trabajar con el contenido de los discos editados oficialmente en sellos discográficos (dentro y fuera del país), las producciones independientes o al margen de la industria, así como con las condiciones del campo cultural para el cual éstos fonogramas son elaborados, con enfoques que partan de la situación específica de la música, para después abrirse a la cuestión del arte en general, las instituciones, la recepción y las políticas culturales de una época determinada.

Sonidos del tercer mundo. Los últimos de la fila. (Parte 3 de 3)

Sonidos del tercer mundo. Los últimos de la fila. (Parte 3 de 3)

En esta suerte de recorrido estético a través del arte sonoro de disímiles culturas del tercer mundo, propongo ahora hacer un alto en la ribera no europea del Mediterráneo. Lo que se puede definir como música clásica  árabe nació hace mil años, cuando Bagdad y Córdoba eran los centros culturales de aquel imperio. La escuela de Bagdad, la más importante de su época, mezcló estilos procedentes de Persia, Grecia y Turquía para crear una tradición rígidamente establecida hasta nuestros días. La leyenda cuenta que el maestro kurdo Zyriab fue quien definió los modos instrumentales de la música andalusí, conocidos como nubas. Cada una de ellas está dividida en cinco partes fundamentales (mizan) de diferente duración y que se corresponden con un ritmo distinto. Tal disimilitud ritmática implica a su vez la utilización de una variedad de compases, lo cual proporciona una idea de la dificultad y la riqueza interpretativas de las nubas.

A la hora de acercarse a estas propuestas sonoras es importante no confundir la música  árabe (desde Marruecos hasta Irak) con la musulmana. Existe tradición islámica en Indonesia, el Africa subsahariana, Asia Central y otros sitios del planeta. De igual forma hay que partir del hecho de que en el universo de lo moro la tradición concede a la poesía la mayor distinción entre las artes. Teniendo en cuenta los dos anteriores postulados es que estamos en condiciones de poder entender y disfrutar propuestas como las de Añcha Redouane, que en su disco Egypte, art vocal et instrumental (Ocora-Radio France) ordena el material composicional a partir del principio de que la música clásica  árabe está  organizada en varias series de modos (maqamat), cada uno de los cuales posee una escala diferente, un determinado compás, una o más notas fundamentales y unos fraseos melódicos típicos. Así, acorde con la norma, los arreglos para voz realizados por Añcha Redouane entrañan una gran dificultad, ya que el cantante se debe adaptar a los cambios de maqamat.

En otras sobresalientes producciones discográficas como darius (Lotus Records), de Hamza El Din y en el Luxor to Isna (Real World), de The Musicians of the Nile, se percibe que el patrón rítmico por excelencia de este tipo de música es el sammai, que se trabaja en el nada común compás de diez por ocho. En las grabaciones mencionadas desempeñan un rol destacado instrumentos típicos como el rabab y el qanun, similares al violín y al salterio respectivamente, y las percusiones (darbuka, pandero). Ahora bien, sin dudas el instrumento más importante de las tradiciones  árabe y andalusí es el laúd (oud). Si alguien quiere tener una noción de los inimaginables límites hasta donde puede llegar la fuerza melódica y rítmica de dicho instrumento, debería escuchar el CD Laúd andalusí (Sony Music), del extraordinario Omar Metioui.

Ya en el tópico de la música religiosa musulmana ha de recordarse que el sufismo es la rama mística del Islam. Sus seguidores persiguen la aproximación a Dios a través de la música y así se refleja en varios de los textos del popular poeta sufí, Rumi. En uno de ellos, el maestro dialoga con un musulmán contrario a la música. «La música es el sonido de las bisagras de las puertas del paraíso,» le dice Rumi. El ortodoxo le contesta: «No me gusta el sonido de las bisagras.» Y Rumi sentencia: «Yo escucho el sonido de las puertas cuando se abren, tú cuando se cierran.» Las manifestaciones musicales más conocidas del sufismo son las danzas de los derviches y el cawwali, el canto religioso paquistaní popularizado internacionalmente en los últimos años por Nusrat Fateh Ali Khan, sobre todo desde el instante en que la disquera Real World le editase el  álbum shahen-Shah.

Un disco como Sufi soul (Network Medien), antología de varios intérpretes, pone de manifiesto que esta especie de mística musical abarca una gama de estilos con una larga tradición, desarrollados en Marruecos, Egipto o Uzbekistán, y que usan poemas de otros pensadores sufís, localizados siempre en su propio entorno cultural y geográfico. La riqueza de la manifestación también se evidencia en que en cada lugar los instrumentos empleados son diferentes, dotando a los poemas de un sonido característico: en Pakistán, el harmonium; en Turquía, la flauta Ney; en Marruecos, el guimbri (de sonido y aspecto parecido al de un bajo eléctrico); en Uzbekistán, un tipo particular de violín llamado daf. Queda acotar que en el género un CD de obligada recurrencia por la crítica y el público interesado es el Ritual sufí-andalusí, del renombrado Omar Metioui y que saliera al mercado bajo licencia de Sony Music.

Toca el turno al somero esbozo de las expresiones musicales del Lejano Oriente. De antemano, tengo que reconocer que la pretensión de incluir en un idéntico espacio las tradiciones de todo el sudeste asiático, Japón y China resulta, cuando menos, forzado. Si nuestro hipotético viaje lo iniciamos de sur a norte, de entrada nos encontraremos con Java y Bali. Son las islas del gamelan, una formación orquestal de potente percusión que presenta dos líneas de afinación diferentes (una de cinco notas y otra de siete). En Laos, Camboya, Corea, Tailandia, Vietnam, Filipinas o Malasia, donde perviven formas clásicas con férreas reglas establecidas entre los siglos XIV y XVI, est  dándose una lenta pero progresiva occidentalización de la música, fenómeno que unos estiman como un proceso lógico, derivado de la hibridación y el mestizaje por los que atraviesa la cultura contemporánea, y que otros, por el contrario, no vacilan en catalogar como un nuevo y harto peligroso colonialismo.

El género musical de mayor antigüedad en Japón es el gagaku, creado hace más de mil años y vinculado con ceremonias religiosas. En opinión de numerosos estudiosos del asunto, como el destacado etnomusicólogo español Jordi Urpí, apenas ha evolucionado y siempre se ha mantenido alejado de la influencia de manifestaciones populares como el noh y el kabuki, dos estilos de teatro musical. Por su parte, China, un territorio tan inmenso y que cobija desde hace milenios tantas gentes distintas, posee una proverbial riqueza cultural, en la que la música no es una excepción. Los instrumentos más espectaculares en ese país son los que están integrados al gamelan (tambores, gongs, xilófonos…), además de existir también diversos tipos de laúdes (el biwa japonés, el kayagum coreano…) y flautas (el khaen tailandés, el seng chino…). Una discografía mínima de las recientes producciones fonográficas del  área no debería dejar de incluir CDs como Yuan (Real World), de The Guo Brothers; Classical Tembang Sunda (Celestial Harmonies), de Ida Widawati; L’art du shakuhachi_(Ocora-Radio France), de Katsuya Yokoyama, y Koin-Shinsei (Sony Records), de Liu Ji Hong.

Con las claves que he expuesto hasta aquí, solo me queda recordar que cada cultura tiene su historia y sus mitos, y lo mejor que podemos hacer es mostrar la voluntad de conocer algo de cada una de ellas. En tiempos dominados por el concepto de la aldea global y cuando la praxis continúa indicando que todavía persisten la discriminación y la marginación desde los centros metropolitanos del saber hacia los países de la periferia, resulta saludable para la preservación de nuestra identidad tanto individual como colectiva, aproximarnos de manera desprejuiciada a expresiones musicales que suponen la supervivencia de la diversidad cultural, el mayor tesoro que los hombres hemos sido capaces de crear sobre la superficie de la Tierra.

(Fin).

Sonidos del tercer mundo. Los últimos de la fila. (Parte 2 de 3)

Sonidos del tercer mundo. Los últimos de la fila. (Parte 2 de 3)

Quienes han vivido la maravillosa experiencia de adentrarse en las nubas andalusíes, la estridencia controlada del gamelan balinés, el rumor de las túnicas de los derviches giróvagos, el sonido cristalino de un santur hindú, la potencia de un canto sufí o el ritmo constante de las qarqabas gnawa de Marruecos saben que ello equivale a descubrir un universo lleno de disímiles sensaciones, nuevas armonías y ritmos que convierten al oyente en un viajero del tiempo y del espacio. En mi caso particular, en materia de música siempre he pretendido conservar intacto el interés por enfrentarme a experiencias novedosas y confieso que nada ha resultado más diferente a mi cultura musical que las propuestas llevadas a cabo por artistas como Hamza El Diné Nass Marrakech, E.S. Shastry, Paban das Baul, Ida Widawati, Katsuya Yokoyama y Liu Ji Hong. Si soy sincero he de decir que en una primera aproximación tuve que armarme de paciencia porque algunas de estas manifestaciones sonoras son demasiado distintas a lo que las normas establecidas en Occidente nos han acostumbrado. En un segundo acercamiento, ya vencido el prejuicio inicial, encontré un material que sacudió mis sentidos y experimenté el placer de descubrir algo único e increíblemente hermoso.

Pese al vayadar de no haber sido objeto de una promoción adecuada, en virtud del ostracismo a que han estado sometidas como consecuencia de ser víctimas de una mirada discriminatoria y por la casi total ausencia de un mínimo de solidaridad entre los propios países subdesarrollados en lo concerniente a difundir la producción sonora de las naciones con las que se comparten venturas y desventuras, las músicas tercermundistas poco a poco han ganado espacio en publicaciones, tiendas, discotecas y festivales. De ellas, las que han alcanzado mayores niveles de complejidad son la desarrollada en el subcontinente indio y la que el melómano común denomina como andalusí. Gracias a Ravi Shankar, ese genio del sitar, en Cuba como también ocurre en el resto de América y en Europa la tradición hindú más conocida es la del norte de la India. En dicha región, la música clásica por excelencia se denomina raga. Nunca he de olvidar la impresión que recibí al escuchar un disco como el titulado Pandit, del mencionado Ravi Shankar y que fuera editado por la compañía Ocora-Radio France, singular propuesta artística que ejemplifica a la perfección este tipo de expresión sonora.

En esencia, el intérprete de raga recrea las formas establecidas (existen unas doscientas ragas principales) mediante una improvisación que sigue unos patrones rítmicos y tonales constantes. La interpretación se inicia con el alaap, una suave presentación de las notas de la raga que se quiere ejecutar. Después, durante el johr y el jhala, el intérprete explora complejas variaciones de la raga original introduciendo elementos más rítmicos. La percusión aparece al final de la pieza, acercándose o alejándose de las melodías dibujadas por el solista. El alto grado de sofisticación que esta clase de creación conlleva demanda una comunicación muy particular entre el músico y el público asistente a conciertos de la manifestación pues una sola obra suele extenderse por encima de una hora y en ella se interpretan dos o tres temas. Algunos de los conciertos en los que se ejecutan estas composiciones finalizan con una o varias piezas de un aire más ligero, bien cercano a la tradición popular y que hablan de amor o explican historias divertidas de las diferentes divinidades hindúes. Los dos principales estilos del género son el thumri y el ghazal.

Mi acercamiento a la sonoridad hindú me condujo a ver que la multitud de etnias que habita bajo el paraguas de la India mantiene muy vivas sus antiquísimas formas musicales, sean de carácter popular o religioso. Además de las ragas, existen diferentes estilos vocales de gran pureza que son considerados de suma exquisitez interpretativa. Hace unos años la firma discográfica World Music Network puso en circulación una antología denominada The rough guide to the music of India and Pakistan, contentiva de una amplia variedad de géneros e intérpretes. En el  álbum hay muestras de Karnatak, la música clásica del sur de la India, que para mis oídos resulta mucho más directa y apasionada, sin las restricciones que parecen sufrir las ragas del norte.

Tanto en el disco aludido como en el Inner knowledge, acreditado a Paban das Baul y aparecido bajo el sello Womad Select, uno aprecia una variedad de instrumentos impresionante. Entre los de cuerda destacan -por supuesto- el sitar, inventado en el siglo XIII; el surmandal, el surbahar, el sarangi, el santur, el sarod, la mandolina y la vîna, los dos últimos ligados en particular a la música karnatak. A menudo también se emplean el shehnai (parecido al oboe) y la flauta bansuri (fabricada con bambú). La indispensable percusión la representan el ghatam, la tabla y la tambura. En estos breves apuntes sobre la música de la India me atrevo a sugerir a todo aquel aficionado no amarrado a los esquemas manidos y lo convencional que rastree en busca de cualquier grabación del notable intérprete E.S. Shastry y de manera especial recomiendo su maravilloso disco titulado L’art de la vîna, editado por Ocora-Radio France, y le aseguro que no se arrepentirá.

(Continuará).

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