Categoría: Opinión

Reflexiones de Gustavo Arcos Fernández-Britto sobre el momento actual del cine independiente cubano

Reflexiones de Gustavo Arcos Fernández-Britto sobre el momento actual del cine independiente cubano

Por Joaquín Borges-triana
Hay consenso entre los estudiosos del tema en relación con el hecho de
que en Cuba se habla mucho de cine independiente, especialmente si se
trata de realizadores que quieren, con sus obras, desmarcarse de los
temas, formas de producción o estilos que acompañan al cine oficial.
En Miradas Desde Adentro reproducimos hoy un texto que fue leído por
su autor en el IV Encuentro sobre Cultura Audiovisual y Tecnologías
Digitales recién celebrado en Camagüey y que  resume el momento actual
del cine independiente en Cuba.

Con el diablo en el cuerpo, o de cómo seguir siendo independiente
Por Gustavo Arcos Fernández-Britto
A todo el mundo le gusta ser independiente, marcar una cruz, dejar una
huella. Es una forma de reafirmar nuestra identidad, rechazando
ciertas leyes, reglas o modelos establecidos. Queremos ser
independientes de nuestros padres, de las instituciones, de un
sistema, del poder, de las dinámicas del mercado, de las órdenes y
convenciones, no importa si estas se mueven en el campo de la
política, las ideas, las manifestaciones culturales, las finanzas, la
moral, el sexo o las prácticas sociales. Se es independiente de algo
para volverse dependiente de otra cosa.
Ser independiente es un anhelo, un gesto, un valor agregado, el bonus
track que corona nuestra existencia. Pero esa noble actitud se
interpreta de las más disímiles maneras en todo el mundo, según las
épocas o momentos. Asociado a la libertad o la autonomía, se convierte
en algo peligroso para el orden y en tal sentido tendrá que ser
sofocado. Comprende una extraña paradoja, ya que –con toda seguridad–
los que hoy ponen más empeño en acabar con los actos de independencia
olvidan que ayer ellos también abogaron y lucharon por obtenerla.

En Cuba se habla mucho de cine independiente, especialmente si se
trata de realizadores que quieren, con sus obras, desmarcarse de los
temas, formas de producción o estilos que acompañan al cine oficial.
Se ha generado toda una conversación mediática alrededor de la
legitimidad del término, su sentido y práctica en nuestro contexto,
donde, por cierto, la independencia ha sido muchas veces asociada a la
disidencia y a la contrarrevolución.
Como todo tiene una historia, deberíamos ser justos recordando que
teníamos obras independientes antes de crearse el Instituto Cubano de
Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), en 1959. Los cortos de
agitación y propaganda rodados en la pasada década de los cuarenta,
bajo el sello de la Cuba Sono Films y sufragados por el Partido
Socialista, y los sindicatos obreros fueron independientes, como
también El Mégano, Jocuma y La cooperativa del hambre, tres
documentales de corte neorrealista y escasa difusión, filmados en los
cincuenta por jóvenes interesados en denunciar la dura vida en los
campos cubanos. Ninguna de ellas operó bajo los esquemas del cine
comercial de entonces, plagado de melodramas, filmes musicales o de
rumberas, y de comedias.
Los que fundaron Hollywood eran emigrantes y empresarios
independientes que, huyendo de las amenazas del monopolio Edison en la
costa este, llegaron a las planicies de California para levantar,
luego, todo un imperio. Nadie tenía tanta influencia en el naciente
Hollywood como Chaplin, Griffith, Mary Pickford y Douglas Fairbanks,
quienes buscando mayor autonomía se unieron para crear, en 1919, la
United Artist, el primer estudio independiente que poco después sería
comprado por uno de los grandes como la Metro Goldwyn Mayer.
El “independiente” David W. Griffith fue uno de los más influyentes
hombres del cine. Sus conceptos del relato, los personajes, las
emociones y las técnicas del montaje conformaron la base principal del
estilo hollywoodense, una marca que todas las cinematografías han
clonado, perdurando hasta nuestros días.
Orson Welles no era un hombre del cine sino del teatro, pero además
era un genio y, con un programa para la radio sobre la llegada de
extraterrestres, aterrorizó de tal forma a New Jersey que los magnates
de la RKO le dieron total autoridad para rodar su primera película,
Ciudadano Kane, hecha con amigos, los actores y actrices de su propio
grupo de teatro.
Si tomamos a Hollywood como modelo universal de un estilo de
realización artística industrializado y eficiente, la obra del ICAIC,
como la de otros países latinoamericanos, resultó independiente, ya
que en las pasadas décadas de los sesenta y setenta pretendió
distanciarse de ellos formal y conceptualmente haciendo un cine
imperfecto. En el propio ICAIC, en su etapa más notable, aparecieron
disímiles poéticas, con figuras como Nicolás Guillén Landrián, Tomás
Gutiérrez Alea, Humberto Solás, Julio García Espinosa, Enrique Pineda
Barnet o Santiago Álvarez, mostrándose por igual con sus obras, a
veces de forma radical e innovadora y, en otras, siguiendo patrones
estéticos más convencionales.
En Estados Unidos, John Cassavettes, Jonas Mekas, Woody Allen, Jim
Jarmusch, Quentin Tarantino o Steven Spielberg han rodado películas
muy disímiles, pero todos, a su manera, pueden ser considerados
independientes, pues gozan de plena autoridad sobre el corte final de
sus obras y no importará si para realizarlas se apoyaron sobre los
hombros de un gran estudio o empeñaron su propia casa.
En todos los países donde el cine ha logrado mantener una estabilidad
y desarrollo podemos encontrar corrientes, estilos y disidencias.
Cuando un grupo de artistas, empresarios, políticos o funcionarios se
empoderan, surgen las orientaciones, los rituales y las jerarquías. El
“deber ser” sustituye al “ser”. Rápidamente nacen las instituciones,
fundaciones, escuelas, ministerios, festivales y toda la creación
artística se verá inmersa y pendiente de un sistema que la controla,
manipula, potencia o recicla, según sean sus intereses, obviando que
todo arte es contestatario por naturaleza, porque nace de una
indagación personal del propio sujeto a su contexto.
Siempre habrá artistas incómodos, pero pagarán un precio grande por
ello. Necesitan la impugnación para generar una obra, para forzar los
límites y hacer colapsar un modelo. Por eso la independencia debe
estar asociada no tanto a la cuantía del apoyo financiero (quién, cómo
o para qué se paga), sino a la real autonomía o libertad creativa del
artista, quien debe resistirse al molde, la complacencia o la
autoridad. Por eso, podemos encontrar autores y filmes de espíritu
independiente realizados dentro de los marcos más oficiales y
películas convencionales e intrascendentes generadas en espacios
aparentemente alternativos, porque la independencia es una actitud
individual de resistencia.
Nadie ha producido tantas obras en los últimos 30 años en Cuba como la
Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) de San Antonio de
los Baños y la Facultad de Medios Audiovisuales (FAMCA) de la
Universidad de las Artes, dos escuelas surgidas en la segunda mitad de
la pasada década de los ochenta y de las cuales han salido la mayoría
de los realizadores, productores, editores, fotógrafos, sonidistas o
escritores del audiovisual nacional.
La mitad de ellos ya no está en Cuba, pero todos encontraron en las
Muestras de Cine Joven, auspiciadas por el ICAIC, un espacio para
hacerse notar. Este evento anual sirve de marco perfecto (aunque no
único) para estudiar las dinámicas por las que se ha movido el llamado
cine independiente cubano. Un dato: solo tomando en cuenta los
materiales exhibidos en sus 18 ediciones (2001-2019), observamos la
cifra de 1003 títulos, entre ficciones, documentales y animaciones; de
ellos, 50 fueron presentados fuera de concurso porque sus autores ya
rebasaban la edad límite de 35 años que exigía la convocatoria.
Uno pudiera preguntarse si estas obras, variadas en calidad y
presupuestos, son, como suele decirse, realmente independientes.
¿Independientes de quién o de qué? ¿Ofrecen una perspectiva estética
diferente a la tradicional? ¿Son el resultado de un proceso de
búsqueda artística, de investigación y reflexión individual sobre el
mundo? ¿Se oponen al pensamiento o discurso oficial? ¿Acaso trabajar
para el “centro” significa ser dependientes? ¿Cómo puede catalogarse
independiente una producción que responde a modelos de enseñanza y
aprendizaje sostenidos por el propio Estado cubano?
Responder a esas interrogantes llevaría al texto por un largo sendero
que se bifurca, un laberinto donde cada autor tendrá su punto de
vista. Cualesquiera que sean las ideas, no debemos olvidar que:
1-En Cuba todas las salas y espacios de exhibición pública están
controlados y administrados por instituciones u organismos oficiales.
No están permitidas las salas privadas ni los circuitos de exhibición
alternativos.
2- Se necesitan licencias o permisos oficiales para rodar obras
audiovisuales en los espacios públicos, organismos, ministerios o
instituciones del Estado. Los realizadores deben presentar los
guiones, sinopsis o escaletas de sus obras antes de ser acreditados.
Está claro que si el tema o tratamiento visual no es del agrado de los
decisores, estos filmes no recibirán el visto bueno y deberán ser
rodados sin ruido y sin nueces.
3- Solo el ICAIC o el Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT)
están legalmente autorizados para otorgar esas licencias. Asociaciones
o productoras como Mundo Latino, RTV Comercial, Hurón Azul, la
Asociación Cubana del Audiovisual, entre otras que han contado también
con esas “prerrogativas”, no son autónomas, tienen un organismo
oficial de relación que las representa.
4- Cualquier proceso de filmación (también el del “cine oficial”)
resulta largo y engorroso. La creación artística no escapa de los
males burocráticos y prejuicios que arrastra el sistema cubano. No es
bien visto el patrocinio de empresas extranjeras, bancos o
fundaciones, estén o no acreditadas en Cuba. El llamado sector no
estatal o privado tampoco puede aportar fondos de manera transparente
y directa a las producciones.
5-Las películas de los “independientes” no tienen asegurada su
exhibición comercial en territorio nacional. El ICAIC auspicia desde
hace 18 años la Muestra Joven, la AHS el Almacén de la Imagen, pero
casi ninguna de las obras premiadas y aplaudidas en esos encuentros
han sido distribuidas o vistas de manera normal en salas. Es un cine
no visibilizado, que muere pronto, alimentándose de sí mismo. Esto
disloca el concepto del cine como sistema. Se puede filmar pero no se
puede exhibir, de tal manera que las inversiones no regresan a los
productores o autores.
6- En la última década han surgido nuevas vías para impulsar la
realización de obras “independientes” en nuestro contexto. El Fondo
Noruego para el Cine Cubano, el GoCuba, promovido por el festival de
Ámsterdam, el fondo otorgado por Cinergia o las plataformas de
micromecenazgo (crowdfounding), que permiten obtener financiamientos
utilizando las redes sociales y grupos de inversores son importantes,
pero son solo pequeños nichos a los que recurrir. Todos ellos
coexisten con las oportunidades que ofrecen nuestras instituciones, a
través de estrategias como el Haciendo Cine de la Muestra Joven u
otras en festivales nacionales.
7- Casi un centenar de productoras y grupos de creación independientes
permanecen activos en la isla. Ninguno cuenta con amparo legal. De
extraña forma, han operado con las instituciones oficiales que los
contratan por sus servicios, les pagan por el alquiler de equipamiento
o coproducen sus obras. Baste decir que desde el entorno independiente
han surgido alrededor de 35 largometrajes de ficción en las últimas
dos décadas. Solo 10 han contado con exhibiciones regulares.
8-Los cineastas menores de 35 años pueden soñar con ver incluidas sus
obras en los programas de eventos y festivales nacionales para el
audiovisual, citas puntuales de escaso impacto en las comunidades. Ser
aceptado, tener una sala para exhibir o debatir sus filmes, recibir un
premio es bueno, pero constituye solo una bocanada de oxígeno para
mantener el entusiasmo. Los que sobrepasan esa edad deben labrarse su
propio camino.
La reciente firma de un decreto ley sobre el Creador Audiovisual
Cinematográfico Independiente, dada a conocer oficialmente el 25 de
marzo pasado, pone fin a un largo y a veces socavado proceso de
negociaciones entre los cineastas y funcionarios del Gobierno en pos
de solucionar los problemas de la industria fílmica nacional. Aunque
aún no se conocen las nuevas regulaciones, detalle que ha levantado
suspicacias, es de suponer que la ruta para legalizar las productoras
independientes y la posibilidad de aspirar a fondos de fomento para el
sector devuelva la confianza, el nivel y vigor (tal vez un poco de
Viagra ayude) mostrado en otras épocas por nuestra cinematografía.
De cualquier forma, los prejuicios, las estigmatizaciones y temores
que tanto frenan la creación audiovisual en el país tendrán que
desaparecer, si de verdad se desea impulsar el cine nacional. Se trata
de organizar, sí, pero sobre todo de facilitar la creación. No marchar
de espaldas a dinámicas creativas y tecnológicas que cambian cada día.
Lo esencial no será si las obras son independientes o realizadas por
la industria oficial, si el artista recurre a un modelo o si se
propone subvertirlo, si le venden su alma al diablo o hacen el cine
con el diablo en el cuerpo, si consiguen manejar un proyecto de miles
de dólares o si ruedan pidiendo limosnas. Lo que realmente debe
importarnos es que, después de todo, empecemos nuevamente a hablar,
sin etiquetas, de cine, de imágenes y de Cuba.

Tomado de:
https://www.ipscuba.net/espacios/altercine/atisbos-desde-el-borde/con-el-diablo-en-el-cuerpo-o-de-como-seguir-siendo-independiente/

Concierto de Polito Ibáñez: Las cosas simples que nos llenan

Concierto de Polito Ibáñez: Las cosas simples que nos llenan

Por Carlos Rafael
El pasado 29 de marzo tuvo lugar en el Teatro Mella, un acercamiento
entre una de las figuras más representativas del Movimiento de la
Nueva Trova y su público. Se trataba de Carlos Hipólito Ibáñez,
(Polito Ibáñez). La fecha no era otra que el cumpleaños 54 del
artista, por lo que este concierto se convirtió en un regalo del
homenajeado a sus fans que lo han seguido a lo largo de toda su
trayectoria musical.
En palabras del trovador, o cantautor como él mismo se define, “(…)
ese era un encuentro que le debía a su pueblo desde hacía mucho
tiempo, y que mejor oportunidad que en su cumpleaños (…)”. Interesante
resultó la presencia en un mismo espacio de un público generacional
diverso, que tenían como objetivo interactuar con la música, o mejor
dicho con la poesía convertida en música que viene defendiendo Polito
desde hace más de 30 años. Entre esta representación se encontraba un
gran número de jóvenes, a los cuales el músico les dedicó “Mentalidad
de surfing”, donde invita a reflexionar sobre esa vida un tanto
acelerada que los caracteriza, la cuál va acompañada por un
pensamiento de disfrute in crescendo, o una ideología muy distante de
los preceptos del pasado.
Más de dos horas y media no fueron suficientes para mostrar sobre el
escenario todo el repertorio que identifica la producción musical del
artista. Es así como no dio tiempo para la presentación de canciones
con un fuerte mensaje social presentes en el CD “De las manos y los
pies”, siendo esta temática una de las más defendidas en toda la obra
de Polito Ibáñez. Sin embargo le dio la posibilidad al trovador para
promocionar ante su gente varios de los temas que estarán en su
próximo fonograma.
Un homenaje más que merecido a Santiago Feliú, que cumplía años en
igual fecha, fue el protagonizado por el anfitrión, de conjunto con
Rochi, Gerardo Alfonso y Frank Delgado, lo cual dotó de gran
sensibilidad a la velada. Fue el momento propicio para rendirle
tributo de forma paralela a un creador musical que influyó de manera
sustancial en la concepción de la música cubana, y en especial, en la
Nueva Trova.
El ambiente creado entre artista-público y viceversa fue tan especial
que no hubo canción antológica que no fuese coreada por los
espectadores allí presentes. Hecho que agradeció sinceramente Polito,
haciendo ver que para él en especial, no hay mejor audiencia que su
propia gente, esa que ha hecho suya cada una de sus composiciones, y
que han sido la inspiración de muchas de sus letras. Temas que abordan
diferentes situaciones de la vida, y que por lo tanto siempre están
ahí, lo que demuestra que es un cantautor que no pasa de moda, estando
en el gusto hoy en día de un gran número de personas.
Un elemento importante que no llegó a ser tan grave, pero que sí le
restó valor a un espectáculo que como todos buscaba rozar la
perfección, fue el referido a las luces del teatro. En varias
ocasiones el movimiento de estas dirigidas a los espectadores,
dificultaba la visualidad de los mismos hacia el concierto sobre el
escenario. Algo que en definitiva debe funcionar como un todo
compacto, donde se establezca un nexo entre música, escenografía y
efectos luminotécnicos, de manera general. Esto no impidió en ningún
momento que se perdiese la empatía y relación recíproca entre los dos
extremos, artista y su gente.
Hay que hacer mención, de igual forma, al derroche de talento mostrado
por los invitados. Cada uno acompañando un tema en particular.
Alejandro Falcón, Yasek Manzano y Michel Herrera, piano, trompeta y
saxofón respectivamente, instrumentos tocados por maestros que seguían
los acordes de una guitarra y la fuerza de una voz.
La noche del 29 de marzo del 2019 hizo pensar que Cada día que
escuchamos la música de Polito Ibáñez, nos transporta a un Recuento
de nuestras vidas, donde aunque  sigamos con Mentalidad de surfing son
los Papeles y recuerdos, los que conducen a las Sombras amarillas de
un pasado real. Es así como descubriremos que en definitiva son Las
cosas simples las que nos llenan. Este artista se convirtió en un
estandarte para un pueblo, que vio satisfecha la sed de su poesía en
la fecha señalada, quedándose a la espera de su siguiente producción
discográfica.

Plagio: Entre la copia burda y la imitación creativa

Plagio: Entre la copia burda y la imitación creativa

Por Joaquín Borges-Triana
Desde hace años, una oleada de denuncias de plagio inunda los medios
de comunicación: periodistas de gran fama, novelistas de éxito y hasta
galardonados con premios de suma valía como el mismísimo Nobel han
sido acusados de copiar frases, párrafos o páginas completas de libros
ajenos. La polémica en relación con los límites o fronteras de la
autoría artística y la legitimidad para utilizar las ideas de los
demás está sobre el tapete y las opiniones son en extremo divergentes.
El debate pone de actualidad un fenómeno que hay que catalogar de
inmemorial, porque la presencia de impostores en la historia de la
literatura se remonta a la noche de los tiempos. Incluso, en opinión
de estudiosos del tema, como Anthony Grafton, autor del libro
Falsarios y críticos, la falsificación literaria, revestida de varias
formas, resulta una de las más antiguas tradiciones culturales de
Occidente. Obviamente, la clase de impostura que se practicase con
mayor asiduidad en la antigüedad, poco o nada tiene que ver con el
plagio tal y como se concibe en el siglo XXI.
Los falsificadores primitivos no sólo no copiaban textos ajenos con el
fin de firmarlos como propios, sino que otorgaban la autoría de los
que ellos escribían a otra persona. Era común que les empujase el
deseo de dar un carácter sagrado a su obra, como hicieron algunos
autores de textos religiosos egipcios al atribuirlos a personajes
divinos. Por ejemplo, decían que habían hallado cierto documento –de
creación propia- bajo los pies de la estatua de Anubis u otra
divinidad. Así, lograban dotar de legitimidad a un texto que, de ser
presentado como propio, habría carecido de credibilidad. Claro está
que no siempre los falsarios tuvieron una motivación de corte
religioso. En ocasiones les movía el afán de despistar a los críticos
o de fastidiar a los verdaderos autores. Se sabe que en las
bibliotecas de Grecia convivían las auténticas tragedias de Esquilo y
Sófocles con textos imputados a ellos en teoría. El más famoso médico
de la antigüedad, el griego Galeno, encontró un día en una librería de
Roma un volumen titulado Galeno médico, supuestamente redactado por él
mismo. Ello le indujo a escribir un libro en el cual se distinguieran
sus obras auténticas de las apócrifas que circulaban bajo su nombre.
En la Edad Media, las falsificaciones versaron en lo fundamental con
respecto a textos legales que apoyaban determinados intereses, por lo
general eclesiásticos. Se considera que uno de los más afamados fue la
Donación de Constantino, que sirvió al papado para justificar su poder
político. Fechado en 323, el documento narra la leyenda de cómo el
emperador romano Constantino, curado de la lepra por el papa
Silvestre, mostró su gratitud entregando a la Iglesia todo el Imperio
de Occidente. En el siglo XV, estudios humanistas dieron a conocer que
el texto había sido inventado durante el siglo VIII. Hoy es sabido que
también en esa época, varias grandes figuras de la literatura
universal tuvieron sus falsarios. Cervantes, que publicó el Quijote en
1605, fue víctima de la impostura de Alonso Fernández de Avellaneda,
quien escribió una continuación –Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo
Don Quijote de La Mancha, de 1614- a espaldas del autor. Avellaneda no
sólo se apropió del personaje quijotesco sino, además, de secuencias
argumentales de la verdadera segunda parte que se encontraba
escribiendo Cervantes, el cual se vio obligado por la circunstancia a
cambiar varios episodios en la versión definitiva, de 1615, para que
no coincidiera con el apócrifo. Se estima que Avellaneda contaba con
información proporcionada por Lope de Vega, eterno y enconado rival de
Cervantes.
William Shakespeare, cuya vida real todavía sigue siendo un misterio,
ha contado con una legión de falsarios. Hay quien asegura que su
nombre no era sino el seudónimo bajo el que se escondía Edward De
Vere, conde de Oxford. Según criterio de Looney, autor de Shakespeare
identificado, el creador de Romeo y Julieta no pudo ser un hombre
común, oriundo  de Stratford y de escasa formación intelectual. En
opinión de este estudioso, para escribir obras como El mercader de
Venecia, se requería haber recibido una educación clásica, poseer
conocimientos de Italia y un punto de vista aristocrático,
características que sólo reunían en su tiempo ciertos nombres como el
conde de Oxford. Algunos expertos, como Manuel Ángel Conejero, quien
se ha desempeñado como presidente de la Fundación Shakespeare España,
piensan que bajo la firma del escritor inglés se ocultaba no uno sino
varios autores: “dudo de que una sola mente sea capaz de tanto.”
En tiempos recientes ha habido sonadas falsificaciones. Un caso que
alcanzó notoriedad hace apenas unos años fue el del novelista ruso
Andrei Makine. Nacido en 1957 y radicado en Francia desde la década de
los ochenta, cansado de que las editoriales parisinas le rechazaran el
original de su primera novela, titulada La hija de un héroe de la
Unión Soviética, escrita en francés, decidió hacerla pasar como una
traducción de la obra de un joven y prometedor autor moscovita. De
esta forma, en 1990 consiguió publicarla, con un rotundo éxito tanto
de crítica como de venta. Transcurrido cinco años de aquel episodio,
en 1995 Andrei Makine obtuvo el principal galardón de las letras
francesas, el premio Goncourt, y en la actualidad es una figura
consagrada en el universo de la novelística contemporánea.
Como se puede apreciar, la historia literaria está plagada de trampas,
aunque la mayoría no se pueden encuadrar dentro de la categoría de
plagio. Aunque para algunos sea sorprendente, lo cierto es que muchas
de estas imposturas honran a sus perpetradores, esforzados artistas
que sólo pretendían publicar su obra del modo que fuera. Por su parte,
el acto de plagiar, entendido como copiar en lo medular creaciones
ajenas, dándolas como propias, sí se considera en el presente como una
conducta censurable, cosa que no siempre ha sido de ese modo. Como
tal, este concepto comienza a cobrar sentido en el instante en que la
literatura pasa a ser un negocio, a partir de los siglos XVIII y XIX,
momento en que surge la idea de propiedad intelectual. Antes, copiar a
los demás no sólo no era delito alguno, sino que ni siquiera se
pensaba que estuviese mal o que no fuera ético. Así pues, ningún autor
se ofendía si le copiaban. En correspondencia con ello, el Arcipreste
de Hita invitaba a los lectores a continuar o mejorar su obra.
Mientras tanto, Fernando de Rojas reconoció que se había hallado ya
escrito el capítulo primero de La Celestina y que decidió apropiárselo
y darle continuación. Es más, de cierta manera estaba mal visto ser
original, un concepto que sólo comienza a reivindicarse a partir de la
exaltación individualista del Romanticismo, ya entrado el siglo XIX.
Justo en esa época es cuando empiezan a hacerse frecuentes los casos
de plagio. Desde entonces hasta nuestros días, el fenómeno ha ido
cobrando cada vez mayor proporción.
Puede afirmarse que el guión se repite. Generalmente, el acusado suele
escudarse en la “tradición” o en la “intertextualidad” para negar las
imputaciones que le formulan y justificar su actuación. A fin de
cuentas, en literatura todo está inventado y es lícito inspirarse en
otras fuentes. Pero sucede que el creador genuino, que saca de su
imaginación y esfuerzo la materia de sus obras, aunque se inspire en
la tradición, ha de sentirse cuando menos molesto al comprobar que sus
textos han sido usurpados para beneficio ajeno. Empero, la pregunta
acerca de la cual no existe consenso en las respuestas es: ¿cuál es el
límite entre la copia burda y la imitación creativa, entre el plagio y
la obra original? Hay casos que resulta fácil dirimir el entuerto
porque las evidencias no dejan espacio a la dubitación. Así aconteció
con el escritor neoyorquino Jacob Epstein, que se vio obligado a
reconocer que había saqueado El libro de Rachel, del novelista
británico Martin Amis, para escribir su novela Wild oats.
Muy sonado fue el caso de Ana rosa Quintana, cuando la revista
Interviú evidenció a finales de 2000 con numerosos ejemplos que había
incluido párrafos completos, apenas modificando los nombres de los
personajes, de los libros Álbum de familia, de Danielle Steel, y
Mujeres de ojos grandes, de Ángeles Mastretta, en su relato Sabor a
hiel. Después de achacar en un primer momento la sorprendente
coincidencia a un error informático, la periodista televisiva concluyó
admitiendo que para la confección de su libro había contado con un
“colaborador”, el cual la había traicionado. No obstante, ella no dejó
de reivindicar su autoría: “El libro está basado en una idea original
mía, como mía es la trama, la construcción y el perfil de los
personajes, así como la mayoría de los textos. Sin embargo, al ser mi
primera novela, tuve que recurrir a la ayuda de una persona de mi
entorno. Lamentablemente, la aportación de este colaborador se
extendió a la inclusión de algunos textos y párrafos tomados de la
obra de otros autores.” Por tanto, como es fácil comprender, en este
caso hubo doble impostura: por una parte, el plagio de la obra ajena,
y por otra, el uso de un “negro”, que es como se conoce en literatura
a la persona anónima que hace labores literarias que firma otro. Pese
al escándalo que se armó, el libro fue rentable, pues en el instante
en que Sabor a hiel fue retirado del mercado, ya había vendido la nada
despreciable cifra de 100 mil ejemplares.
Ciertamente, una de las falsificaciones más utilizadas por los
escritores consiste en contratar a otra persona que prepare textos que
luego firman ellos. En la tradición anglosajona, esto se conoce como
ghost writer (escritor fantasma). En español, el mismo fenómeno se ha
dado en llamar “negro” y que según la Academia, se define como el que
trabaja anónimamente para lucimiento y provecho de otro. Dicha figura
se tornó habitual cuando la literatura se transformó en un negocio
lucrativo y los autores de éxito (antecesores de los actuales
best-sellers) se vieron obligados a contratar colaboradores para poder
dar respuesta a las demandas del público y las editoriales. Se
considera que uno de los “negreros” más célebres entre los tantos que
han existido, fue el novelista francés Alejandro Dumas, autor de Los
tres mosqueteros y El conde de Montecristi. Tras convertirse en uno de
los escritores de mayor popularidad del siglo XIX, creó algo así como
un taller de producción industrial de literatura, lo que le posibilitó
publicar un aproximado de 300 obras. La leyenda que en tal sentido se
ha ido tejiendo, dice que llegó a desconocer quiénes trabajaban para
él y que se dio el caso de que cierta vez, alguien lo visitó en su
casa y se le presentó como “el negro de su negro”, porque éste había
fallecido.
Como expresé con anterioridad, una de las justificaciones a las que en
la actualidad se echa mano para intentar explicar el desaguisado
cuando el mismo se ve descubierto, es el de la utilización de la
intertextualidad. Vale acotar que ésta se trata de un recurso
literario, que ha sido practicado desde hace siglos. En breves
palabras, puede definirse como la inserción en el texto propio de
cortos fragmentos, citas, versos o frases pertenecientes a textos
ajenos, fácilmente reconocibles por el lector. Si bien es cierto que
este recurso posee ya larga data,  también resulta verdad que en el
pasado reciente su utilización ha experimentado un auge nunca antes
visto. Ello, unido a que los últimos vestigios de lo aurático en el
arte quedan reducidos a expresiones sublimadas de relaciones
económicas y lo original o la originalidad pierde de hecho toda
autoridad epistémica, política, o estética, tornan mucho más complejo
el asunto de dirimir qué cosa es o no plagio.
Por otra parte y aunque parezca increíble, no es absoluta la opinión
en cuanto a que el plagio sea punible. La novelista italiana Susanna
Tamaro, quien fuera denunciada por la también escritora Ippolita
Avalli, amiga suya hasta el momento en que se produce el diferendo,
aseguró tras ser absuelta que las acusaciones de plagio “se están
convirtiendo en una moda peligrosa, importada de Estados Unidos. Es un
modo fácil y rápido de hacerse publicidad.” A continuación, añadía una
idea sobre la cual muchos han fijado la atención: “Las causas de
plagio, a no ser que te encontraran páginas y páginas copiadas,
deberían estar prohibidas.”
En verdad, en Estados Unidos el fraude intelectual está más
perseguido, en comparación con lo que sucede en Europa. Y es que el
asunto se ha venido a complicar después de la aparición de Internet.
Existe conciencia de que con el surgimiento de la red de redes, el
plagio se ha disparado en magnitudes alarmantes, especialmente en el
ámbito científico y universitario. Por otra parte, hay que tener en
cuenta la aparición de textos publicados de forma colectiva y sin ser
rubricados por nadie, para desmembrar así el sentido clásico y/o
tradicional de autoría, como muestra de lo que se va englobando dentro
de los conceptos de plagio utópico, hipertextualidad, cultura
post-libro y Producción Cultural Electrónica. Porque lo cierto es que
numerosas concepciones que hasta hace poco han funcionado como
sacrosantas instituciones o suerte de mausoleos, hoy están llamadas a
replantearse sus criterios de movilidad jerárquica pues asistimos a un
modo de redistribución del poder, no sustentado ya únicamente en la
ley del valor sino de la operatividad y el funcionalismo.
En ese contexto, las concepciones que han prevalecido en cuanto a
asuntos como el derecho de autor y el plagio, comienzan a ser cuando
menos repensadas. Los partidarios del análisis y transformación de lo
que en estos terrenos está legislado argumentan que la irrupción del
ciberespacio ha traído consigo la imperiosa necesidad de liberalizar
el conocimiento y no suspenderlo en la hasta ahora su lectura
mediatizada y lineal, que afianza y sostiene sus doctrinas
esencialistas… Para quienes apuestan por semejantes criterios, un
texto es mejor cuando no se deifica y por ende, se vincula e
interacciona con otros textos, cuando defiende su sentido relacional
(ubicuidad, lectura cúbica que inducen las redes) Y por ello, los
EPISTEMAS de copy right, derecho de autor, original y copia, son
formas que en lugar de caducar lo que han dejado es  de funcionar. La
cada vez más creciente utilización de la tecnología y la información
sin distinción alguna, están creando una sensibilidad a favor de la
participación tecnológica activa. Puede afirmarse, pues, que nos
encontramos ante un desafío al paradigma estancado de la cultura
privatizada y exclusivista alrededor de la que están estructuradas las
antes mencionadas instituciones.
El grave y hasta el presente no solucionado problema está en el hecho
de que en literatura no ocurre como en música, que se considera plagio
y por ende, delito, cuando se reproduce una cierta cifra de compases
de otra composición. En el reino de las palabras, poner en práctica
una cosa semejante resulta más difícil, pues una acusación de tal
índole quedaría hallada sin lugar, tan solo con cambiar de cuando en
vez una que otra palabra por un sinónimo, para así copiar con absoluta
impunidad, sin que se corra el riesgo de ser acusado de falsario. Todo
parece indicar que, por ahora y quizás durante unos cuantos años más,
cada creador tendrá que ser el detective privado para la protección de
su propia obra, permanentemente a la caza de tramposos. A no ser que
poco o nada le importe que le copien. En fin, autores que atribuyen
textos apócrifos a escritores famosos, escritores famosos que copian a
otros o que emplean a “negros” para realizar su obra… La literatura es
un camino de trampas donde no siempre está clara la frontera que
separa lo propio de lo ajeno y las circunstancias apuntan a vaticinar
que cada día será más difícil responder a la pregunta: ¿plagias o te
inspiras?

Estoy bailando rockasón

Estoy bailando rockasón

Por Joaquín Borges-Triana
Un acercamiento a los contenidos de la cancionística cubana de los
últimos decenios del pasado siglo y de lo que va del presente resulta
tarea ardua y pudiera hacerse desde múltiples perspectivas de
análisis. En cualquier caso, es posible intentar trazar algunas pistas
para una reflexión. Porque lo cierto es que en la actualidad el
producto o bien musical se encuentra en extremo contaminado por
intereses como los del mercado expresado en la industria cultural.
Sin caer en la tontería de pretender satanizar al mercado –al menos
para mí está claro que este no solo puede perdernos, sino que también
tiene la posibilidad de salvarnos (vale recordar que los músicos,
incluidos los cantautores, viven de él), y además resulta un espacio
de transacción que ejerce una función promocional de suma importancia,
dinamizadora del consenso cultural–, no se puede negar que a partir de
su irrupción entre nosotros, y de que el hecho musical empezó a
concebirse en función de la ley de oferta y demanda, es el fenómeno
que más ha marcado los derroteros, no ya de la Canción Cubana
Contemporánea, sino de toda la música popular facturada en el país,
unas veces para bien y otras para mal. Cierto que ha lanzado figuras
locales al estrellato, pero igualmente no ha propiciado el desarrollo
armonioso de manifestaciones sonoras que no están entre las
favorecidas por la débil industria discográfica cubana, al no aparecer
entre las de mayores ventas.
Creo que a estas alturas a todos nos ha quedado claro que para el
ingreso y la aceptación dentro del ámbito comercial, la creación
facturada por trovadores y/o cantautores se ve forzada por las
circunstancias a cruzar fronteras genéricas y estilísticas que hasta
hace muy poco resultaban infranqueables para los artistas del gremio y
que, según el parecer de los más tradicionalistas y ortodoxos, vienen
a ser algo así como pecados de lesa humanidad. Sucede que en aras de
insertarse dentro de los ambivalentes espacios de la industria
cultural y su circuito de difusión comercial, comprendiéndose en este
la industria discográfica, radiofónica, el espectáculo musical, la
televisión, las revistas y publicaciones especializadas, la publicidad
y sus productos, y la industria cinematográfica, con frecuencia hay
que entrar en un peligroso territorio de pleitesías y desarrollos
inocuos que faciliten la circulación y distribución de la obra
musical, lo cual representa un proceder diríase que mercenario pero
que, paradójicamente, presupone un poderoso filtro que posibilita
visualizar las formas de mayor solidez y vigor en relación con las
veleidades ocasionales y las modas espurias.
Al margen de que por las realidades de un lugar como Cuba lo anterior
registra peculiaridades específicas –pongamos el hecho cierto de que
en nuestro país la industria de la música apenas existe o su
desarrollo es incipiente–, no se puede soslayar la realidad creciente
de que la canción popular moderna, de la que también forma parte la
producción trovadoresca o el híbrido derivado de esta, en la
actualidad flota entre las aguas tormentosas de los criterios y gustos
que exige o demanda una audiencia mediatizada, y las corrientes
sensibles de los autores-compositores que aprecian en este género una
legítima forma de expresión musical seria. Con el arribo de la década
de los noventa, aparece entre nosotros el mercado como fenómeno con el
cual los cantautores y demás artistas cubanos han tenido que aprender
a lidiar.
Hasta ese momento, en el mundo musical de la Isla nadie estaba
entrenado para ello, ni los músicos, ni las instituciones, pues la
Revolución nunca estuvo centrada en que la música fuera generadora de
ingresos; veía su cultivo como una forma de elevar el nivel espiritual
de los individuos. Así, por ejemplo, antiguamente el trabajo
discográfico era parte del sistema cultural del país y no tenía una
proyección comercial, lo que implicó que estuviésemos muchos años de
espalda a lo que en todo el mundo se hacía en materia de marketing (o
mercadeo, como hay que decir en español), un terreno con el cual
todavía no estamos suficientemente preparados para interactuar, lo que
en mayor o menor grado ha afectado a nuestro talento musical.
De lo antes expresado, se comprenderá que los hacedores de la Canción
Cubana Contemporánea, a sabiendas de que para hacer cultura (léase
también música) hace falta economía, se debaten entre hacer una obra
de arte, un producto mercantil o un híbrido a medio camino entre uno y
otro extremo. El dilema apuntado se convierte en un aspecto
significativo en todo análisis que pretenda hacerse en relación con
estos temas. Porque lo cierto es que también entre nosotros se crean y
aúpan gustos, tendencias, arquetipos y cánones estético-musicales, que
llegado el caso pueden ser objeto de actos de franca y llana
manipulación.
Aunque en Cuba resulta imposible hablar de la tradicional y clásica
alianza entre capital y marketing, en materia de música sí existe lo
que se conoce como mainstream, que viene a ser la manifestación
visible de lo que se promueve como el signo de triunfo; es decir, la
sempiterna presencia de una élite de artistas en los principales
espacios de los medios de comunicación, quienes dan la imagen del
hombre o la mujer de éxito, en muchas ocasiones asociado a una
estética estandarizada. De tal suerte, si bien en nuestro país los
volúmenes de venta de discos no resultan indicadores de triunfo en la
misma escala que dicho parámetro lo representa en otras sociedades, el
grado de popularidad registrado sí lo es. Y, por supuesto, el trovador
y/o cantautor, como cualquier músico, se encontrará expuesto a la
tentación de alcanzar la popularidad y todo lo que esta implica.

Libro de teatro de Rodolfo Pérez Valero

Libro de teatro de Rodolfo Pérez Valero

Por Joaquín Borges-Triana

Rodolfo Pérez Valero es desde hace más de treinta años  uno de los principales escritores cubanos de literatura policial. Él ha sido ganador en cinco ocasiones del Primer Premio de Cuento Policiaco en la Semana Negra de Gijón, España. Radicado en Miami y redactor de noticias en la cadena Univisión, Pérez Valero es de los autores que contra viento y marea ha continuado su quehacer literario en la diáspora, algo no todo lo frecuente que cabría desearse.

Recientemente, él ha publicado el libro titulado Crimen en noche de máscaras y otras obras de teatro policíaco (Plaza Editorial, 2018), en el que se recogen seis de sus obras. Acerca de este título, Miradas Desde Adentro reproduce un trabajo sobre el mismo, escrito por Manuel C. Díaz y aparecido en la edición digital del periódico El Nuevo Herald.

‘Crimen en noche de máscaras’, detectives en el escenario

por Manuel C. Díaz

Algunos críticos consideran que el teatro policiaco es un género menor. No sé por qué, pues contiene los mismos elementos que el llamado teatro culto: trama, diálogos, personajes, actuación, escenografía, iluminación y música. También tiene, y esto es lo mejor, el suspense garantizado.

Lo que diferencia una obra de teatro policíaca de una culta es que en su argumento hay un crimen que debe ser resuelto por un detective mediante una investigación y en la que siempre aparecen el quién lo hizo, cómo lo hizo y por qué lo hizo.

Los elementos del teatro policíaco también son diferentes: lenguaje coloquial, procedimientos y argot policiales, pistas a seguir, intriga y la captura del criminal.

La verdad es que el teatro policíaco en español, al igual que las novelas de ese mismo género, no ha gozado nunca de una verdadera tradición literaria.

Lo que sí ha tenido son grandes cultivadores como Lorenzo Silva, Manuel Vázquez Montalbán, Paco Ignacio Taibo II y Rodolfo Pérez Valero, ganador en cinco ocasiones del Primer Premio de Cuento Policiaco en la Semana Negra de Gijon y que acaba de publicar Crimen en noche de máscaras y otras obras de teatro policíaco (Plaza Editorial, 2018) en el que se incluyen seis de sus obras.

La primera de ellas, Sinflictivo, es en realidad un monólogo en el que al levantarse el telón, en una silla en el centro del escenario está sentado un hombre que levanta la vista y mirando al público dice: “Es una historia terrible, morbosa y por tanto, muy atractiva. Día y noche los tiburones al acecho de una mano descuidada o un pie. Y Wilfredo y yo moviendo la balsa con un solo remo. ¡Sufro cuando dicen que fue asesinado!”.

La segunda, Usted también puede escribir un cuento policíaco, es una obra en un solo acto con cuatro personajes: el profesor, Nelson, Laura y el teniente Mena (siempre debe haber un representante de la ley) en la que durante una clase de literatura se resuelve un crimen.

La tercera es otro monólogo titulado La mano de Dios, de fuerte contenido social y político, en el que Adelina, una joven mexicana, narra como fue abusada, primero por el patrón del rancho donde trabajaba, y después por un coyote que prometió llevarla hasta la frontera solo para convertirla en una esclava sexual. Hasta que un día: “Saqué el tlatequini y se lo enterré en el cuello”.

Crimen en noche de máscaras, que da título al libro, es una obra de un solo acto en la que trabajan quince actores y que quizás sea, por su compleja estructura, la más lograda de todas. En su trama, que avanza entre conflictos políticos de la época (Cuba, 1949), hay un amor imposible y un crimen sin resolver.

Le siguen, Tobita, un monólogo sobre la crueldad humana, y Un hombre toca la puerta bajo la lluvia, obra breve en un solo acto con un final imprevisible.

En Crimen en noche de máscaras y otras obras de teatro policíaco, hay diversidad temática, tramas bien estructuradas y diálogos ágiles y cadenciosos.

Son seis obras que solo esperan, después que los detectives suban al escenario, que alguien se atreva a levantar el telón.

Rodolfo Pérez Valero (La Habana, Cuba) es uno de los más conocidos escritores de novelas policíacas. Es Licenciado en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de La Habana y tiene una Maestría en Español por la Universidad Internacional de la Florida. Ha escrito además los siguientes libros: No es tiempo de ceremonias, Para vivir más de una vida, Descanse en paz, Agatha Christie y la serie Misterio en el Caribe, Misterio en Venecia y Misterio en Nueva York. Trabaja actualmente como redactor de noticias en la cadena Univisión.

Tomado de la sección Arte y Literatura, El Nuevo Herald,

www.elnuevoherald.com/vivir-mejor/artes…/article228178814.html

Adiós al maestro René Azcuy

Adiós al maestro René Azcuy

Por Joaquín Borges-Triana

Allá  por la segunda mitad de los años ochenta, cuando en La Habana ninguna redacción de prensa quiso darme trabajo por mi condición de “pobre cieguito”, el único sitio que encontré para ganarme el pan nuestro de cada día fue la Editorial José Martí, en la que su director, mi apreciado Félix Sautié Mederos, me propuso iniciar en nuestro país la publicación de libros en braille. A partir de uno de los títulos que pusimos por entonces en el mercado para las personas ciegas, tuve la posibilidad de interactuar con René Azcuy, a quien se le encargó diseñar la portada del libro. Por supuesto que yo sabía de su historial en la gráfica cubana e incluso, por esa época mantenía estrechos vínculos con su hijo René, quien en 1985 había matriculado la carrera de periodismo, en un traslado procedente de la de física.

Hoy, con varias semanas de atraso, me entero de que el pasado 25 de marzo, el gran diseñador René Azcuy murió en Miami. Valorado por muchos como todo un maestro de la síntesis y el contraste, él fue uno de los máximos responsables de que en el decenio de los sesenta de la anterior centuria, la imagen visual cubana viviese una revolución, con acontecimientos como la creación del departamento de carteles del Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfica (ICAIC).

El empleo de la serigrafía, el lenguaje contemporáneo y el estilo personal de los diseñadores asociados a aquel célebre departamento del ICAIC, con nombres como los de René Azcuy, Eduardo Muñoz Bachs, Antonio Fernández Reboiro, Rafael Morante, Antonio Pérez (Ñiko) y Alfredo Rostgaard, queda entre nosotros como una suerte de parteaguas en el devenir de la visualidad insular y ellos se convirtieron en referencia obligada para lo sucedido después en la materia en Cuba.

La cartelística generada en esa época continúa siendo estudiada y venerada por las nuevas generaciones de diseñadores cubanos. Según consenso de los especialistas, uno de los carteles más representativos de por entonces es Besos Robados (1970), del recientemente fallecido René Azcuy y que fue idolatrado por el afamado director francés de cine François Truffaut. Otros trabajos suyos altamente valorados son La última cena, serigrafía realizada en  1976, y  Rita, también una serigrafía pero llevada a cabo en  1981.

Nacido el 28 de abril de 1939, un repaso por su biografía nos indica que él se graduó de la Escuela Nacional de Bellas Artes de San Alejandro en 1955 y de La Escuela Superior de Artes y Oficios, en 1957. Por otra parte, Azcuy cursó también estudios de psicología que, según el propio artista, resultarían fundamentales en el sustrato conceptual que animara su obra.

Junto al intenso accionar creativo que le caracterizase, hay que resaltar su labor pedagógica, tanto en Cuba como en México, país al que emigró en 1992. Así, durante años fue catedrático en la Escuela de Arquitectura de la CUJAE, en La Habana, y luego en los noventa,  en el Departamento de Diseño de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), en la hermana nación mexicana.

Una de las realizaciones más cercanas en el tiempo entre las acometidas por René Azcuy y en la que logró aunar su amor por la literatura, el cine y el diseño, resultó la creación del proyecto “Gráfica Latinoamericana Siglos 20/21”, exhibido en Miami en el Centro Cultural Español (CCE) en 2009. En el propio año, Azcuy hizo un taller con estudiantes de diseño en el Wolfson Campus del Miami Dade College. Cabe resaltar que el proyecto “Gráfica Latinoamericana Siglos 20/21” ha sido acogido por múltiples universidades y publicaciones especializadas del mundo del diseño.

En un recuento de la vida de este creador, es preciso mencionar su desempeño en los años que fungió como vicepresidente de la sección de Artes plásticas de la UNEAC, en lo que él definía como “su misión”. Entre los muchos reconocimientos que se le otorgaron en vida al maestro Azcuy están la Medalla de Oro José Guadalupe Posada, México; el Primer Premio del Concurso internacional de cine The Hollywood Report, Estados Unidos; y la Distinción por la Cultura Nacional, aquí en Cuba.

Ahora, que ya René Azcuy está muerto y que en nuestro país dicho suceso ha sido ignorado, para los que defendemos el concepto de la memoria cultural de la nación, solo nos queda apostar y trabajar en pro de que el legado artístico de este gran creador perdure tanto en museos e instituciones como en casas particulares, y lo que en mi opinión es lo fundamental,  en la obra de las nuevas generaciones de diseñadores que surgen entre nosotros y que tienen en él a un Maestro con letra inicial mayúscula.

¡Ay, reguetón nuestro de cada día!

¡Ay, reguetón nuestro de cada día!

Por Joaquín Borges-Triana

Hay textos periodísticos que resisten la prueba del tiempo y aunque hayan sido escrito varios años atrás, tal parece que han sido concevidos para los días que corren. Tal es el caso del artículo que hoy reproduzco, firmado por el prestigioso académico Alfredo Prieto allá por 2013. El autor de “Sun Tzu y el reguetón” es alguien con una destacada carrera intelectual. Escritor, investigador, editor y periodista, él  se graduó de Lengua y Literaturas Hispánicas. Entre otras instituciones de reconocida solvencia acadèmica, trabajó en el Centro de Estudios sobre América (CEA) como jefe de redacción de Cuadernos de Nuestra América e investigador de su Departamento de América del Norte. También ha laborado en la revista Temas y en Ediciones UNIÓN, así como en medios alternativos al corte de OnCuba. El artículo siguiente fue publicado inicialmente en el Periódico Digital Dominicano 7dias.com.do y es de esos trabajos a los que recomiendo volver una y otra vez siempre que se discuta sobre la presencia del reguetón en el contexto cubano.

Sun Tzu y el reguetón

Por Alfredo Prieto

Uno de los estrategas más sofisticados en el arte de la guerra que en el mundo han sido, el general chino Sun Tzu, aconsejó en un libro clásico no dar batalla a menos que se tenga la absoluta certeza de no ser derrotado. Me temo sin embargo que esto es lo que no tienen en cuenta actores y estructuras involucradas en la ofensiva cubana contra la vulgaridad, la banalidad y la mediocridad, que aquí llamaré reguetón. De la noche a la mañana, algunos de sus protagonistas se han desvanecido de los espacios públicos y las ondas del éter, hecho ocurrido mientras figuraban en sitios estelares en las listas de popularidad y sin que mediara ni información ni notificación social alguna, según la costumbre. Una entrevista del periódico Granma, aparecida cuando el proceso ya estaba en marcha, funcionó como obturador de la cobertura de prensa extranjera sobre la censura en Cuba, por tradición políticamente motivada, incompleta, omisa y sesgada. Antes, un incidente con la figura de José Martí, recogido por las redes sociales y amplificado por El Nuevo Herald y el Canal 23 de Miami, había iniciado ese nuevo capítulo.

Este artículo identifica las razones de un posible fracaso y las fundamenta brevemente, no sin el truismo previo de ubicar a los reguetoneros en su propio contexto.

El fenómeno tiene sus raíces en la peculiar marginalidad del país, que condujo a implementar programas sociales en el marco de la llamada batalla de ideas. Esos jóvenes parados encima del escenario no están entonces ahí por generación espontánea, sino porque responden a un fenómeno llamado crisis cubana, vivida primero por las personas y luego crecientemente estudiada por el pensamiento social. Sin embargo, los discursos públicos sobre ellos suelen sustentarse en una operación disociativa que les corta el cordón umbilical presentándolos como aliens o freaks porque contradicen ciertos supuestos, uno de ellos relacionado con la instrucción y la cultura acumuladas.

La anterior es también la base de un segundo constructo: se trata de una minoría que, si acaso, solo se representa a sí misma, algo que no explicaría un fenómeno de recepción social llamado “fiebre del reguetón” que no solo nos lo ha instalado en el disco duro de las preferencias musicales de la audiencia –o de determinados sectores de esta–, y en nuestros oídos más que renuentes, sino también conducido a lamentables y repudiables actos violentos a manos de jóvenes integrados al sistema nacional de enseñanza. (Luego se sancionó a la directora de una escuela primaria y a tres maestras por permitir se escuchara/bailara un reguetón a la hora del receso, “Kimba pa´que suene”). Su cultura sexual, si así puede llamársele, se origina en sus espacios de socialización, donde el sexo colectivo ha dejado de ser una fantasía para convertirse en realidad mundana. Su lenguaje soez y procaz, vehiculado en unos “metatextos” muchas veces de difícil intelección, pero propio de la jerga carcelaria y de las gangas, remite a la expansión de la marginalidad, un fenómeno por otra parte no exclusivamente cubano. La globalización es como el amor en la canción de Ida y George Gershwin: ha llegado para quedarse.

Lo cierto es que la carga psicológico-emocional acumulada desde el “Chupi-Chupi” de Osmani García y su abrupta retirada de los premios Lucas, más reuniones gremiales y sucesos como el aludido –no muy distinto, por cierto, al que documenta Memorias del subdesarrollo con el mozambique de los 60, a los navajazos cerveza al aire con “El perico está llorando” de los carnavales del 70 o a los salones de la Tropical bajo el imperio de la timba y la salsa–, parecen estar en el centro del asunto, pero quizás con ello se obvie una segunda máxima del pensador chino: “nunca se debe atacar por cólera y con prisa”.

Esa cólera y esa prisa deberían, al menos, ponderar con más detenimiento los tres problemas siguientes:

Los nuevos actores. Hoy el Estado, en proceso de encogimiento respecto a la cosa pública, no es el único emisor cultural en Cuba. La aparición/socialización de nuevas tecnologías –un dato expansivo a partir de los años 90– funciona y aun funcionaría como “balance” ante cualquier forma de control omnisciente de la producción musical. En otras palabras, frente a la EGREM y otras instituciones se alzan los estudios de grabación underground actuantes en el escenario local, a no ser que un día se quieran tomar medidas drásticas. Prácticamente carecen de límites, como no sean los del mercado y los de la propia conciencia de sus gestores. Esto es válido no solo para manifestaciones musicales como el rap, el hip hop y el reguetón (por lo demás con sobradas diferencias internas), sino también para el nuevo cine y sus producciones, a veces asociadas con actores de lo público y/o lo  privado.

El consumo audiovisual informal. El Estado tendría, desde luego, el derecho de controlar/decidir el tipo de música a difundir en sus propios predios, señaladamente en la radio, la televisión y espacios públicos como centros nocturnos y cabarets. (El problema de los parámetros sigue sin embargo en pie: quién decide qué y por qué). Esto no hubiera ocurrido, probablemente, de no mediar el persistente machaqueo de ciertos reguetoneros, demasiado torpes, vulgares, groseros, poco pragmáticos y nada inteligentes. Y pletóricos en actitudes y textos que ubican a la mujeres como simples objetos sexuales o locus para eyacular, un verdadero retroceso ideocultural en el camino hacia su emancipación y la liberación de relaciones de poder, históricas y actuales.

Pero no estamos en los años 60, en los que se quiso ningunear públicamente al rock anglosajón sobre la base de criterios tan estrechos como mecánicos. No resulta superfluo recordar que ni siquiera entonces ese control llegó a ser absoluto gracias a las famosas “placas” de producción doméstica clandestina y a la circulación de discos de acetato traídos de fuera por marineros mercantes y funcionarios; eso era lo que escuchaban y bailaban muchos jóvenes de entonces en las fiestas de 15 y los “güiros” de El Vedado, La Víbora y otros lugares del país.

Hoy esa alternatividad se ha multiplicado con creces, básicamente por dos razones: a) la disponibilidad de memorias flash, MP3, Ipods, Iphones y CDs en amplios sectores de la ciudadanía, bien por compras en el mercado interno o por envíos o adquisiciones en el exterior, y b) la variante cuentapropista de vendedores de música, juegos electrónicos y filmes en los portales, de hecho una legalización de la piratería pagándole impuestos al Estado (hasta donde conozco, Cuba es el único país que no tiene una legislación al respecto, un tema candente en el último congreso de la UNEAC).

Esa lucha cubana contra la vulgaridad, la banalidad y la mediocridad, y contra el reguetón, no significaría entonces el cese de su circulación social, a cargo de esos mecanismos de distribución y consumo que tienen vínculos económicos horizontales con la producción discográfica identificada en el punto anterior. Y como remate, le pondría el discreto encanto de lo prohibido, un imán adicional para cierto tipo de público.

La dimensión jurídica: Según los juristas, para ser efectiva, por definición toda norma jurídica debe poder implementarse. Y este país se caracteriza, precisamente, por un déficit estructural de la cultura jurídica a muchísimos niveles. Es más: la Ley 81 sobre el Medio Ambiente, aprobada por la Asamblea Nacional en 1997, establece en su artículo 147 la prohibición de “emitir, verter o descargar sustancias o disponer desechos, producir sonidos, ruidos, olores,  vibraciones y otros factores físicos que afecten o puedan afectar a la salud humana o dañar la calidad de vida de la población. Las personas naturales o jurídicas que infrinjan la prohibición establecida en el párrafo anterior, serán responsables a tenor de lo dispuesto en la legislación vigente”.

Y en su  artículo 152: “el Ministerio de Salud Pública, el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social y  el Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, en lo que a cada cual compete y mediante el establecimiento de las coordinaciones pertinentes, dictarán o propondrán, según  proceda, las medidas encaminadas a el establecimiento de las normas relativas a los niveles permisibles de sonido y  ruido, a fin de regular sus efectos sobre el medio ambiente”.  Dejando por ahora a un lado el hecho de que hay esquinas y barrios que constituyen verdaderos himalayas de basura y desechos sólidos, la regulación del ruido es, como se sabe, otra gran letra muerta en edificios multifamiliares, lobbies de hoteles, cafeterías y restaurantes emergentes, guaguas, bici-taxis y almendrones. La posible aprobación de un marco jurídico regulando la música en los espacios públicos parecería entonces estar condenada, por las mismas razones, a la misma repetición.

Vigilar y suspender no es la salida. La solución, si alguna, pasaría entonces por la información y la crítica, protagonizada en primer término por los medios masivos, que suelen mantener un patrón de omisión todavía más disfuncional ante los cambios experimentados por la sociedad cubana. El supuesto de no nombrar un problema pretendiendo que no existe acaba generando espacios de silencio cubiertos por fuentes y emisores externos, circulantes de hecho en el tejido social a través de dispositivos tecnológicos o el boca-a-boca –este último, más conocido entre nosotros como “Radio Bemba”. Hacerlo supone  trascender lo que Jesús Martín Barbero denomina “el modelo verticalista” e incorporar un canto coral con pluralidad de actores y perspectivas. Solo de esa pulsión, en el buen sentido del término, podrán salir mejores y más viables políticas públicas.

Dicho de otro modo, el diálogo y la discusión parecen ser los caminos. Pero eso lleva, entre otras cosas, paciencia. Mucha paciencia y más paciencia, como lo predicaba Fidel en una coyuntura específica de principios de la Revolución. El general Sun Tzu lo pondría quizás de otra manera en una tercera sentencia: “Hay rutas que no se deben usar, ejércitos que no han de ser atacados, ciudades que no deben ser rodeadas y órdenes de gobernantes civiles que no deben ser acatadas”.

“Este es un país de grandes olvidos”, declaró no hace mucho Eusebio Leal.

Tomado de Periódico Digital Dominicano, 7días.com.do

www.7dias.com.do/opiniones/2013/01/02/i132657_sun-tzu-regueton.html

 

¿Dónde está mi mundo?

¿Dónde está mi mundo?

Por Joaquín Borges-Triana
Nunca he tenido el mal gusto de separar u obviar a los nacidos en Cuba
(músicos incluidos, claro está) por el lugar donde decidan radicarse.
José Martí no dejó de ser el más brillante y patriota de los cubanos
por el largo tiempo que vivió en los muchos países donde residió la
mayor parte de su corta vida. Igualmente, defiendo el criterio de que
no hay manera de imaginar el futuro si se desconoce el pasado, algo
que de manera lamentable ha de admitirse que sucediese entre nosotros,
cuando se ha pretendido borrar de un plumazo lo hecho por artistas en
Cuba antes de su salida del país, absurdo proceder que empieza a
cambiar aunque no con la velocidad que muchos como yo deseamos.
Siempre he pensado que los pueblos que olvidan su historia olvidan,
junto con ella, quiénes han sido y quiénes quieren ser.
Es cierto que hubo una emigración política en los primeros años de la
Revolución que salió del país con mucho rencor, con una ira que
tristemente los ha ido enterrando a todos. En dicho grupo también se
incluyeron artistas e intelectuales, que nunca más se reconciliaron ni
se reconciliarán con Cuba. Ahora bien, no opino que tal sea el caso de
los que en los últimos años han optado por irse a vivir a otros
lugares del mundo. Yo no he dejado de ser amigo, de comunicarme, con
ninguna de mis amistades que han decidido radicarse en muchos sitios
de la infinita geografía con que se dibuja nuestro planeta. Ni creo
que ya sea un obstáculo para nadie el ser tolerante y abierto con ese
tipo de decisiones.
Afortunadamente, aunque aún persisten manifestaciones de las
descalificaciones y la negación de la existencia de los que piensen
distinto, los excesos cometidos en determinados períodos de la
Revolución en virtud de su inmadurez, hoy resultan cuestión de un
pasado lejano. A los que no lo vivimos, nos parecen increíbles las
anécdotas del momento en que, apenas unos cincuenta años atrás, cuando
alguien solicitaba su salida de Cuba, era enviado a trabajar por equis
tiempo en labores agrícolas, o la etapa deleznable de los denominados
“actos de repudio”, en los que el futuro inmigrante era bombardeado a
huevos por las enardecidas masas revolucionarias.
En la actualidad, he sido testigo de cómo en centros de trabajo
últimamente, con besos y abrazos se ha despedido a un –hasta dicho
momento– colega de labor que por variadas circunstancias se marcha del
país. Escenas semejantes las he visto en las cuadras, entre los
vecinos, donde también he asistido a los cálidos recibimientos que se
le ofrecen a los compatriotas que nos visitan. Por todo lo antes
expresado, estoy entre quienes opinan que las mitades separadas entre
cubanos residentes en Cuba o en el exterior, existen en la mala fe de
algunos y a al nivel en que la política defiende intereses mezquinos
que nunca serán los de una mayoría.
A estas alturas  del tercer milenio, uno de los temas heredados de la
anterior centuria que sigue en la agenda del debate internacional es
el de la identidad, acompañado por uno de los principales asuntos del
siglo XXI: la emigración. Comparto el criterio de Norberto Codina
(2002) cuando asegura que en nuestros días no hay nada tan actual como
“el conflicto identidad-emigración”. Y es que en las sociedades
contemporáneas, caracterizadas en muchos casos por ser multiculturales
y multiétnicas, “género, clase, economía, política, religión,
globalización y un largo etcétera forman el contrapunteo entre país
emisor y país receptor, y en muchos casos, los dos roles en el pasado
y/o presente de la misma sociedad” (Codina, 2002). Semejante realidad
se hace corpórea en la discusión académica, en la que sujeto y nación
indagan por variadas respuestas. Los cuestionamientos formulados están
en estrecha relación con la crisis que, en conjunto, padece la
sociedad contemporánea en la que, según John Hutchinson (1992), el
nacionalismo cultural actúa como un factor de integración para
redefinir la relación entre Nación, Estado y territorio.
Términos como desplazamientos, flujos, interconexiones, trayectorias…,
aparecen una y otra vez en los escritos teóricos que aspiran a
reflejar de algún modo las dinámicas de las sociedades contemporáneas.
Otro vocablo muy empleado en la actualidad para referirse a estos
asuntos es el de “movilidad”, a propósito de personas, comunicaciones
o afectos en un mundo que cada día tiene una mayor interconexión.
Dicho concepto ha ido tomando creciente auge en los estudios sociales
llevados a cabo por investigadores como John Urry (2007).
Lo que antaño fue visto como estático y monolítico, dígase la cultura,
el estado-nación, las fronteras, en la actualidad se nos revela fluido
y mutable (Sánchez Fuarros, S.F.). Y es que como apunta dicho
investigador:
“La movilidad, en todas sus manifestaciones, subyace, de este modo,
como una cualidad esencial del aquí y del ahora. La sociedad global se
caracteriza, además, y como consecuencia de lo anterior, por su
(inter)conectividad, es decir, por la facilidad con la que flujos de
información, de capital o de personas se mueven -de manera desigual,
eso sí-a lo largo y ancho del planeta, de tal modo que el espacio,
antes condicionado y circunscrito por las fronteras nacionales, se
disuelve y difumina, dando lugar a nuevas formas de sociabilidad y
nuevas identidades que surgen en los intersticios de la interacción
entre lo global y lo local.”
Lenguaje universal con demasiada riqueza aún no explorada, la música
desempeña un singular papel en la conformación, articulación y
sostenimiento de redes identitarias. Las nuevas maneras de
desplazamiento que caracterizan los flujos transnacionales de personas
en nuestros días, traen consigo la urgencia de disponer de nuevas
herramientas analíticas que nos permitan aproximarnos a la realidad
que se ha ido conformando. Así, ante investigadores de disímiles ramas
de las ciencias sociales, se erige el reto de explicar la dimensión
social de los cambios musicales, desde la comprensión del rol del
lugar y de las migraciones como referentes de sentido y elementos
propiciatorios de la evolución musical.
En el caso de Cuba, su música es el resultado de un proceso
transcultural y de, al decir de Julio Fowler (2007) “una maravillosa
conjunción étnica que fruto de la emigración, la diáspora, y el
exilio, fue construyendo a lo largo del tiempo una de las creaciones
colectivas del genio popular insular más trascendente.”
Lamentablemente, en el pensamiento intelectual y académico cubanos
existe una propensión en los últimos años a la subvaloración de la
música y a considerarla como un arte menor, destinada para la
“gozadera”, visión reduccionista que no se percata de que dicha
manifestación artística tiene un rol central en nuestra cultura, lo
cual implica que ni los discursos cotidianos ni los de los medios de
comunicación entre nosotros pueden escapar a su influencia. Semejante
postura es contrastante con lo que a lo largo de nuestra historia han
considerado figuras fundamentales en el devenir del pensamiento de la
nación.
La noche que la televisión cubana transmitió el filme Chico & Rita por
uno de sus canales, sentado en la sala de mi vieja casa en Centro
Habana y mientras seguía la narración cinematográfica acerca de los
personajes ideados por Trueba y Mariscal, me preguntaba cuántas
historias de vida como las de los protagonistas de esta película, en
realidad no se habrán extraviado por ahí, transformadas tan solo en
polvo de sueños que nunca se podrán recuperar. Y justo me refiero a
eso: “historias de vida”, no hablo ya de la historia en conjunto de
los miles de músicos cubanos que un día decidieron marcharse de
nuestro país para probar suerte en otros lares sino de las vivencias
personales de cada uno de ellos, a veces coronadas con el éxito, a
veces coronadas con el fracaso. Por eso, cuando pienso en nuestros
compatriotas músicos transterrados, no lo hago en términos de mera
abstracción académica sino intentando imaginar cómo ha sido para ellos
el día a día en la diáspora.
De numerosas lecturas de los textos del camagüeyano Juan Antonio García Borrero
–en mi opinión–, alguien que es mucho más que un excelente crítico de
cine para devenir uno de los pensadores de nuestra cultura de mayor
relevancia en la actualidad, he aprendido que entre nosotros, lo que
conocemos “es la historia de una utopía, y utopía al fin, se prioriza
al sujeto colectivo, su lado más fotogénico.” A tono con semejante
proceder, las desgarraduras individuales, o las deserciones del sueño,
no cuentan. Estas últimas, desde el punto de vista historiográfico y
siguiendo también las ideas de García Borrero (2009), en otros tiempos
solían despacharse con una lacónica línea: “Abandonó el país”, frase
cuya lectura despierta la impresión de que se establece el fin de una
vida o, para decirlo con Juan Antonio: “Como si el rebasar lo
geográfico hubiese implicado el no da más de una existencia” (García
Borrero, 2009).
Probablemente, nunca se llegue a saber con certeza quién fue el que
tiró la primera piedra, si los que afirmaron que el son se había ido
de Cuba, o los que se negaron a admitir que quienes se marchaban del
país continuaban siendo cubanos. Lo cierto es que ese alimentarse de
negaciones recíprocas, al margen de las contradicciones políticas, le
ha hecho un enorme daño a nuestra cultura y en particular a la música,
que por la condición de ser también una industria sufre presiones que
no se dan en la literatura o las artes plásticas.
Por mi parte, opino que es un derecho natural que, más temprano que
tarde, se reestablezca la normal y fluida comunicación de la cultura
cubana con nuestros artistas que viven en el exterior, la cual nunca
debió ser cortada si se piensa en el gigantesco vacío creado en el
orden de lo que ha sucedido y está sucediendo, así como en la tristeza
generada al borrar –sin querer o queriendo– una considerable porción
de la memoria de este país, a causa de las innumerables censuras y
omisiones que se han hecho con criterios ideológicos.
Y es que la música cubana facturada en el ámbito diaspórico ha
recorrido diversas etapas y en el presente asume una nueva autoridad
discursiva, a partir del choque o encuentro de nuestro acervo con las
fuentes musicales de otros lares. Porque lo cierto es que en estos
años los que están fuera se han perdido la realidad de la música de
aquí y los que están dentro han perdido el hilo de la evolución de los
que están más allá de nuestras fronteras.
Una exégesis de lo acaecido en la cultura nacional durante el período
de tránsito del siglo XX al XXI y en especial entre las jóvenes
generaciones de artistas e intelectuales de la isla tiene que tener en
cuenta la incidencia en el país –para bien y/o para mal– de los
procesos migratorios que se han producido en la etapa. El conocimiento
de la dialéctica marxista hace perfectamente comprensible la
pertenencia a nuestra cultura en términos de entrada y salida, con lo
cual jamás habría que impugnar o excluir a nadie por el mero y simple
hecho de pasar a vivir en otro lugar del mundo, ni pensar que por
asumir semejante proceder, quienes lo hagan se transforman en
extranjeros física o espiritualmente. Por ello, estudiar –en la medida
de lo posible– la obra de los músicos que forman parte de la comunidad
cubana en el exterior, entretanto el Estado soluciona el problema de
la debida promoción del quehacer de dichos creadores, es la forma que
los cientistas sociales, y en particular los vinculados con el arte,
poseen para aportar al conocimiento del desarrollo artístico cultural
de la nación, hoy producido no solo dentro de las fronteras locales de
Cuba sino también allende los mares.
Referencias bibliográficas:
CODINA, NORBERTO. 2002. “El (otro) discurso de la identidad y La
Gaceta de Cuba en los noventa”. La Jiribilla (revista electrónica),
no. 49, <http://www.lajiribilla.co.cu/paraimprimir/nro49/1333_49_imp.html>
[Consulta: 16.10.2005].
FOWLER, JULIO. 2007. “Diáspora: lo popular bailable, folclor
afrocubano y hip hop en la canción”. Contigo-en-la-distancia (weblog),
edición del domingo 14 de octubre,
<http://contigo-en-la-distancia.blogspot.com> [Consulta: 17.10.2007].
GARCÍA BORRERO, JUAN ANTONIO. 2009. “Gone with the wind”. Cine cubano,
la pupila insomne (bitácora personal), edición del 1º de noviembre,
<http://cinecubanolapupilainsomne.wordpress.com/2009/11/page/3/>
[Consulta: 02.11.2009].
HUTCHINSON, JOHN. 1992. “Moral Innovators and the Politics of
Regeneration: The Distinctive Role of Cultural Nationalism in
Nation-Building”. En Ethnicity and Nationalism, eds. Smith, Anthony.
New York, Brill.
URRY, JOHN. 2007. Mobilities. Cambridge, Polity.
SÁNCHEZ FUARROS, ÍÑIGO. S.F. “Música y diáspora. Nuevos escenarios
para la investigación (etno) musicológica
<http://www.ciudadsonora.net/media/Musica_y_migracion.pdf> [Consulta:
02.10.2008].

Para una aproximación al William Roblejo’s Trío

Para una aproximación al William Roblejo’s Trío

Por Joaquín Borges-Triana
Siempre habrá que lamentar el hecho de que, por un complejo entramado
de razones subjetivas y objetivas, la industria musical no ha logrado
desarrollarse en Cuba a tono con las capacidades que el país posee.
Porque a decir verdad, uno no deja de sorprenderse ante el nivel de
los instrumentistas que se gradúan en nuestros conservatorios.
Incluso, en expresiones sonoras en las que de manera aparente no
contamos con una gran tradición, cuando se formula un recuento no
faltan motivos para el regocijo.
Lo anterior puede afirmarse en lo concerniente a lo alcanzado entre
nosotros con respecto a la ejecución del violín en el jazz. Si bien es
cierto que al comparar lo sucedido en tal sentido con otros
instrumentos como el piano, el saxofón o la batería, el violín queda
en desventaja, ello no implica que en décadas recientes no hayamos
contado con excelentes violinistas en las manifestaciones afines al
campo de la improvisación.
En una incompleta relación de nombres, a la cabeza me vienen figuras
como Joaquín Betancourt, Santiago Jiménez, Rubén Chaviano, Omar
Puente, Jorge Orozco Alemán, los integrantes del recordado quinteto
Diapasón, Ricardo González Lewis, los hermanos Dagoberto y Lázaro
Dagoberto González, Irving Frontela, Ramsés Puentes y Asley Brito. Es
en esa tradición en la que se incluye el quehacer de William Roblejo,
violinista graduado del conservatorio Amadeo Roldán y del Instituto
Superior de Arte (ISA) quien, gracias a su formación e información,
tiene la capacidad de abordar con idéntica soltura tanto la música
académica como la popular.
Yo conocí el trabajo de William allá por 2001 o 2002, cuando él era
miembro del interesantísimo cuarteto Traza. Después de aquella
experiencia, a Roblejo se le ha visto desempeñarse junto a cantautores
como Raúl Torres o David Torrens, en agrupaciones tan diferentes como
Interactivo y el Cuarteto de Cuerdas Amadeo Roldán, o al frente de lo
que él ha denominado William Roblejo’s Trío, proyecto con el que
resultase laureado en la edición del festival Jojazz de 2010.
Con esta última agrupación graba lo que constituye su ópera prima, el
álbum titulado Dreaming, uno de los discos que más ha captado mi
atención entre la producción fonográfica nacional de los últimos años.
Lo primero que resalta al escuchar Dreaming es que no se trata de un
álbum más de latin jazz o jazz afrocubano. Creo que una de las cosas a
las que hoy los estudiosos del género entre nosotros tienen que
prestarle atención es al cambio estilístico que de un tiempo a acá
viene dándose en una creciente zona de nuestros jazzistas y que ya se
percibe en no pocos fonogramas de los hechos por nuestros
compatriotas, tanto en la Isla como allende los mares.
Así, en este disco de William Roblejo uno siente que de algún modo, a
veces notable, en ocasiones apenas perceptible, están las más
vivificantes influencias de disímiles estilos dentro del jazz y que
van del Dixieland al swing y al bop, pasando claro está por el jazz
rock del inmenso Miles Davis.
La sonoridad predominante en el fonograma me retrotrae a los trabajos
realizados por Stephane Grapelli y Bucky Pizzarelli, en los que la
combinación entre violín y guitarra tenía el rol protagónico.
Igualmente, en el fraseo y los intensos solos de violín que hay en el
material, aprecio el eco de personajes del violín jazzístico
contemporáneo como Michal Urbaniak o Jean-Luc Ponty.
Temas como «Tuyo y mío», «2011», «Beatiful love», «Andando así»,
«Continuum», «Para Claudia», «Mecánica diferente» o la versión
realizada acerca de ese clásico que es «Pasos perdidos» destacan no
solo por la excelencia del trabajo de William Roblejo sino también por
el desempeño del bajista Julio César González y el guitarrista Roberto
Luis Gómez, y que hacen de este CD una brillante ópera prima, de esas
a las que vale la pena volver una y otra vez.

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