Categoría: Narrativa

De sales y agua

De sales y agua

Mylene Fernández es una de las más importantes narradoras cubanas en el actual panorama de nuestra literatura y el libro aquí comentado resultó Premio de la Crítica.

Agua Dura, de Mylene Fernández,   me ha regresado a lugares y épocas de mi vida que no recordaba,  la escuela y cuando las clases se poblaban  de retozos, de conspiraciones contra los maestros y las ciencias,  se acortaban  los nombres de los amigos y la vida toda, a ratos,  era un paso de risa. La física y sus leyes, las semillas y los elementos que se juntan y resultan  piedra, ave o agua.

“Habeas Corpus”  me  lleva a la orilla de un mar de sales y antojos disueltos. Mi madre siempre decía que vivir lejos del mar te ponía los ojos opacos, yo me reía de su ocurrencia hasta que descubrí que las madres raramente se equivocan.

…Se encaminó a la playa, imagen puntual de agendas y calendarios que le llegaban cada fin de año, poblados de fotografías de arenas blancas y mares azules siempre quietos, como posando eternamente para las cámaras o los ojos…

No hay  que esperar a un despido,  como la mujer de la historia de Mylene,  para saber que el mar cura casi todo, desde la piel al alma.  Quise encontrarlo en los lagos y los ríos de Europa. Me dije bueno, pues agua es agua. Pero no. Casi. Faltan la marisma, los minúsculos cristales en los labios  y la certeza de que las olas de verdad  rompen una  sola vez por continente.  Una playa de turistas, amantes o ladrones que cargan con todo lo que una tiene y si hay suerte, con todo lo que duele.

Cuántas mujeres habitan la muchacha del relato La pausa,  que intenta dormir y  engulle pastillas de colores como si fueran golosinas que devuelvan un poco de dulzor, la sonrisa o un descanso  que repare;   pero  solamente consigue soñar con un tiempo feliz que duele al despertar.  Pero creo que soñar con lo feliz es una semilla, una hendija, una promesa a mañanas con un poco más de luz.

…Pero esta mañana no había pastillas, sino la resaca de una borrachera, la foto borrosa de un amante fugaz y mediocre, y un sueño que seguía siendo lo más real de la jornada…

Porque hay y habrá despertares en que  los bancos  y las computadoras no se atasquen, abunden los cheques de derechos de autor y los porteros bondadosos. Las empleadas van a soñar con un amante pirata; la hija caprichosa y su  madre leerán juntas una historia de amor sin esperar  otra vida para darse ternura.

Según cuenta la Química, el agua contiene más sales de la cuenta. Lo mismo que a la vida y los recuerdos, al agua dura uno la filtra, la decanta hasta hacerla más ligera y potable. El libro encierra las vivencias de unas cuantas generaciones, las revive, las pasa por la criba de la nostalgia y en la última página, nos  acerca  a la comprensión y la ternura. Agua dura, pero inmensa, es este libro.

Para conocer más a Svetlana Alexiévich

Para conocer más a Svetlana Alexiévich

Según Svetlana Alexiévich, “La filosofía de ‘vivir en la naturaleza’ se ha transformado en la filosofía de ‘vivir a costa de la naturaleza’, y la naturaleza se venga.

Aunque el nombre de la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich (Premio Nobel de Literatura) no aparezca en los créditos de la miniserie Chernobyl, realizada en coproducción por la cadena estadounidense HBO y la británica Sky, audiovisual que ya circula en Cuba vía “El Paquete”, el material está inspirado en una obra suya: el libro Voces de Chernóbil. Crónica del futuro, publicado por primera vez en ruso en 1997, un texto  que da testimonio del drama del accidente ocurrido en la central nuclear ucraniana en abril de 1986. Si bien es cierto que ni la serie de cinco episodios ni el libro en que está inspirada son del todo objetivos y que, por tanto, por doquier se percibe la intención de transmitir un determinado mensaje ideológico en contra de lo que fue la Unión Soviética y de la actual Rusia, más allá de méritos artísticos señalados por la crítica especializada y que van desde el verismo de sus imágenes, el formidable diseño de producción y que se muestra en el trabajo de reconstrucción histórica, la excelente fotografía del sueco Jakob Ihre, la funcional banda sonora de la islandesa Hildur Guðnadóttir, la eficiente labor de sonido y que propicia el clima de miedo, desolación, peligro, hasta el buen desempeño del elenco artístico, al menos a mí me queda claro que lo intenso de las discusiones y reacciones a propósito de esta miniserie evidencia el retorno de la otrora agresividad de la Guerra Fría al ámbito de  las relaciones internacionales. Como que Chernobyl 2019 ha prendido entre los consumidores cubanos de series televisivas, en Miradas Desde Adentro se reproduce hoy una entrevista publicada en Babelia, suplemento del periódico español El País, a la autora de títulos comoLa guerra no tiene rostro de mujerLos muchachos de zinc: Voces soviéticas de la guerra de AfganistánEl fin del ‘Homo sovieticus’(traducido al español por nuestro compatriota Jorge Ferrer) y el aludido Voces de Chernóbil. Crónica del futuro.

Svetlana Alexiévich, la voz de Chernóbil

Dos días en Bielorrusia con Svetlana Alexiévich, premio Nobel de Literatura, que recuerda el reto que supuso escribir el libro que ha inspirado la exitosa serie de televisión sobre la central nuclear

Pilar Bonet

Chernóbil ha irrumpido de nuevo en la vida de Svetlana Alexiévich, la escritora bielorrusa que plasmó el drama del accidente ocurrido en la central nuclear ucraniana en abril de 1986 (Voces de Chernóbil. Crónica del futuro, publicada por primera vez, en ruso, en 1997). Más de 33 años después de la catástrofe, la miniserie de la productora HBO Chernobyl ha acercado el suceso  y su contexto sociopolítico a millones de espectadores. Para la mayoría, especialmente para los jóvenes, Chernóbil forma parte de la historia; pero para Alexiévich y los exciudadanos de la URSS residentes por entonces en Ucrania, Bielorrusia y Rusia, es aún vida.

El recuerdo, las lecciones y la actualización de Chernóbil son tema recurrente en las dos citas de esta corresponsal con Alexiévich esta semana en Bielorrusia. La primera, el martes, en su apartamento de Minsk, y la segunda, al día siguiente, en una excursión a la dacha (casa de campo) de Alexiévich en Silichy, una localidad a 40 kilómetros de la capital bielorrusa. Entre un viaje y otro, la vida cotidiana de Alexiévich discurre en estos dos ambientes adquiridos después de que recibiera el Nobel en 2015. Su piso de Minsk tiene una espléndida vista sobre el lago del centro de la ciudad. La dacha, construida con sólidos troncos aún aromáticos, está en los límites del pueblo, separada por unos trigales de las suaves colinas que en invierno son las pistas de una estación de esquí. En este refugio, donde Svetlana planea encerrarse este verano a escribir, reside de forma permanente María Vaitziashonak, escritora en lengua bielorrusa y artífice del jardín, lleno de caprichosos y recónditos espacios entre matorrales, árboles y macizos de flores. En Minsk y en Silichy, el móvil de Alexiévich suena una y otra vez: de nuevo, Chernóbil.

“El miedo ecológico se ha apoderado de la gente. Se ha hecho evidente que la naturaleza escapa de nuestro control y que hemos cruzado una frontera”, dice. “La filosofía de ‘vivir en la naturaleza’ se ha transformado en la filosofía de ‘vivir a costa de la naturaleza’, y la naturaleza se venga”, agrega.

“La gente está hoy más dispuesta a asimilar la información y entiende mejor que en el conocimiento hay agujeros negros y también que el ser humano no es tan poderoso como se creía”, señala la escritora, para explicar la masiva acogida de la serie norteamericana.

Hasta nuestra entrevista, Alexiévich solo había podido ver fragmentos de Chernobyl. Pese a basarse en gran parte en su libro, la serie no la menciona en los títulos de crédito y eso sorprende y desconcierta a la Nobel. “Firmamos un contrato con los productores que les permitía usar entre seis y ocho historias del libro. Pero, además del libro, utilizan también su filosofía, aunque mi nombre no figura. Es muy extraño”, afirma. Los representantes de la serie no han contestado a las interpelaciones sobre la omisión de su nombre en los créditos.

Sorprendentes han sido las belicosas reacciones que Chernobyl ha provocado en los medios de información rusos, oficiales y próximos al Kremlin. Las críticas se centran sobre todo en una denuncia puntillosa y extremada de inexactitudes técnicas, narrativas o de ambientación, pero hay también quien ve la serie como el producto de retorcidas conspiraciones extranjeras contra la Rusia actual. Un comentarista en el diario Komsomólskaya Pravda considera Chernobyl como un intento de desacreditar a Rosatom (la entidad gubernamental responsable de la energía atómica en Rusia), en beneficio de sus competidores tecnológicos occidentales. En el canal de televisión NTV han anunciado el rodaje de la primera serie rusa sobre el suceso. Sus protagonistas serán un espía norteamericano infiltrado en la zona de la central y un funcionario de los servicios secretos soviéticos que intenta desenmascararlo.

“Las reacciones a la serie de televisión en Rusia muestran la misma agresividad de la Guerra Fría”

La intensidad de las reacciones rusas ha dejado a Alexiévich estupefacta, sobre todo por su empecinada defensa de la Unión Soviética, aquel Estado desaparecido en 1991 al que, como repúblicas federadas, pertenecían Rusia, Bielorrusia y Ucrania, esta última el foco de la catástrofe. “No creía que los procesos se hubieran congelado de tal modo en Rusia; las reacciones muestran la misma forma de pensar, la misma agresividad de la Guerra Fría”, opina la escritora. El “coro agresivo” que Chernobyl ha provocado en Rusia muestra, según Alexiévich, que “están en la cuneta, que no se han conectado con el mundo”. El fenómeno es más amplio y profundo. “Puse la tele y vi que Rusia anunciaba el estreno de un nuevo bombardero que Estados Unidos aparentemente no tiene y me dije que el tiempo se congeló”, exclama.

Dos sorprendentes éxitos de público relacionados con la recuperación de sucesos históricos —uno, el de Chernobyl, y el otro, de un documental ruso sobre el campo de concentración de Kolimá (en el Lejano Oriente ruso)— parecen indicar la necesidad de nuevas formas narrativas para que las jóvenes generaciones penetren en la historia y la capten también emocionalmente. Kolimá, la patria de nuestro temor (abril de 2019) fue rodado por Yuri Dud, un popular periodista ruso, tras sondeos según los cuales casi la mitad de sus compatriotas de entre 18 y 24 años no habían oído hablar de la represión estalinista.

“Vi el documental sobre Kolimá”, cuenta la escritora, “y, desde el punto de vista de mi generación, no había nada nuevo en él e incluso diría que la realidad se había simplificado, pero tuvo un gran éxito entre los jóvenes, que se rebelan contra la imposición de viejas ideas. Les imponen monumentos, museos y una ley que prohíbe interpretaciones de la Segunda Guerra Mundial distintas a la oficial. Les hablan de una gran victoria, de una gran época, pero los jóvenes quieren saber qué clase de época fue aquella”.

Dada la situación política actual en Bielorrusia y en Rusia, Alexiévich cree que hoy le sería más difícil escribir La guerra no tiene rostro de mujer que en 1985, cuando la publicó. “Pienso que no podría escribir ese libro hoy porque las mujeres que estuvieron en el frente se cerrarían y tendrían miedo a contar su verdad de la guerra, que podría entrar en conflicto con la versión oficial, en la que solo existe la Gran Victoria. En lo que se refiere a la figura de Stalin, la Gran Victoria eclipsó al Gulag en la narrativa oficial”.

En el interés actual por Chernóbil, Alexiévich ve varios factores, además de una mayor comprensión de que existe un mundo desconocido, letal y global. Los jóvenes tienen una conciencia ecológica muy fuerte y sienten el peligro. Comprenden el tema de los recursos limitados —su nieta, dice, la recrimina por encender demasiadas luces— y el calentamiento global, aunque están más lejos de entender la amenaza de la carrera de armamento y del desmontaje de los tratados de desarme que pusieron fin a la Guerra Fría. Este fenómeno preocupa más a la gente madura, reconoce.

Por su naturaleza, el accidente de Chernóbil planteó desafíos al lenguaje literario. “Existe una cultura y una tradición para la narrativa de la guerra, lo que permite al creador moverse dentro de unos márgenes, tal vez explorarlos y ampliarlos en el marco de esas tradiciones. Sin embargo, cuando yo escribí mi libro sobre Chernóbil, no había un registro cultural para la narración sobre algo tan desconocido”, afirma. Existían no obstante obras premonitorias como Picnic al borde del camino (publicado en 1972), de los hermanos Arkadi y Boris Strugalski, un relato sobre seres que se ganan la vida saqueando en una zona prohibida, que viola las leyes de la física, tras una gran tragedia. El cineasta ruso Andréi Tarkovski llevó aquel relato a la pantalla con el título de Stalker (1979). “Los Strugalski y Tarkovski tuvieron la genialidad de adivinar lo desconocido e hicieron una incursión en otra época, exploraron una amenaza antes de que ésta se abatiera sobre nosotros”, señala.

Svetlana fue por primera vez a Chernóbil cuatro meses después de la catástrofe: “Allí entendí enseguida que estábamos en otro mundo. Todo parece lo mismo —las manzanas, los pepinos, la leche—, pero sobre ellos planea ya la sombra de la muerte y las personas están desorientadas, perdidas, y no en un plano anticomunista o antisoviético, sino como algo superior, algo distinto. Porque no se trata del ser humano en la historia, sino del ser humano en el cosmos. Volví a ver lo mismo muchos años después en Fukushima [la central nuclear japonesa afectada por un accidente en 2011], también allí había la misma desorientación en la gente, en los científicos y en los políticos, la misma sensación de impotencia”.

Recuerda especialmente Alexiévich a un piloto que quería llevarla a la zona desalojada en torno a la central. “Era piel y huesos. Me llamaba y yo no podía ir porque estaba ocupada. Entonces me dijo: ‘Dese prisa porque me queda poco. Puede que usted no entienda nada, pero sea testigo y tal vez otros sí lo entenderán”. Aquel piloto, que le ordenaba grabar los testimonios, miraba el micrófono de Svetlana e inquiría ansioso: “¿Graba? ¿Graba?”.

“Murió”, sentencia Alexiévich, contestando a una pregunta apenas esbozada.

Alexiévich mantuvo el contacto y también “la amistad” con los supervivientes de Chernóbil protagonistas de su libro. Con el tiempo, su agenda va menguando. “Hace un par de años querían filmar una película sobre el exterminio de animales en las zonas contaminadas. Fue idea mía. Por lo menos hice una decena de llamadas buscando a los cazadores enviados a ejecutar la tarea y entendí que ya no estaban vivos”. La escritora se sigue relacionando con Lucia, la madre de Vasili Ignatenko, uno de los bomberos fallecidos. Lucia vive en Bielorrusia y ha perdido el rastro de su nuera, Liudmila, residente en Kiev. Liudmila y Vasili Ignatenko, representados por actores, son dos de los personajes más conmovedores de la serie. “De Liudmila no sabemos nada y es muy extraño que no felicitara a su suegra con motivo de su 80º cumpleaños. La hermana de Vasili, Liuda, que se prestó a un trasplante de médula espinal para salvarlo, también ha fallecido”, relata la escritora. Durante varios años, la familia Ignatenko viajó clandestinamente a su domicilio en la zona prohibida en torno a Chernóbil y, con más nostalgia que miedo, sacó de su antiguo hogar los pepinos en salmuera que no pudieron cargar durante la evacuación forzosa. “Hasta que todo fue saqueado y dejaron de ir”, exclama Alexiévich. Recuerda también la escritora que durante largo tiempo tras el accidente resultaba arriesgado hacer compras en las tiendas de “segunda mano” de Minsk, porque muchas mercancías eran producto del saqueo en la zona contaminada.

“Todo parece igual —las manzanas, los pepinos—, pero sobre ellos planea ya la sombra de la muerte”.

Chernóbil fue una tragedia común de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, pero cada uno de estos países ha privatizado y reinterpretado su porción de horror. En los últimos años las cosas se han complicado aún más. “Ucrania considera ‘país agresor’ a Rusia y en Rusia hay un tremendo sentimiento antiucraniano; en cuanto a los bielorrusos, yo diría que la dictadura se ha cobrado lo suyo y se han subordinado todas las instituciones relacionadas con Chernóbil. Aquí las autoridades temen el espíritu libre de Ucrania”, dice la escritora. “En la zona de exclusión bielorrusa los ancianos han muerto, pero hay otras gentes que acuden a esos parajes a los que llaman materik (‘continente’ en ruso), decepcionados de la vida en otros lugares, y queda una pareja entrada en años que tiene la casa llena de iconos”. “No es un espacio de libertad, es más bien un espacio salvaje”, puntualiza Alexiévich.

La escritora da forma a sus obras lentamente y a menudo tarda años en acabarlas. El libro sobre el amor en el que está trabajando “avanza lentamente, pero avanza”, dice, y explica que se limitará a recoger el testimonio de mujeres. Ha renunciado a entrevistar hombres para ese libro. “Tienen una sensibilidad diferente. No consigo penetrar en ella. No los entiendo. Es como si fueran de otro mundo”, exclama. Alexiévich escribe sus relatos a mano. En un rincón de su despacho en la dacha, cuidadosamente amontonados en varias voluminosas pilas en el suelo, están los borradores de su nueva obra. Ya escribió impresionantes historias de amor en sus anteriores libros, le digo. Lo admite, pero ahora, puntualiza, la tarea es diferente: “Lo que yo quiero no son ideas, no son las superideas que siempre existen en Rusia, como ganar la guerra o construir el comunismo. Lo que quiero es escribir sobre los intentos de ser feliz, sobre las personas que quieren vivir su propia vida escondiéndose de las ideas”.

La situación política en los tres países eslavos que sufrieron Chernóbil varía. Opina Alexiévich que, en Bielorrusia, la principal preocupación del presidente, Alexandr Lukashenko —en su cargo desde 1994—, es “conservar el poder”; en Rusia impera una “política militarista” y en Ucrania se abre paso una “nueva conciencia”, aunque la tarea del nuevo presidente, Volodimir Zelenski, se ve dificultada por los nacionalistas radicales. A la Nobel le gusta Zelenski. “También me gustaba Petró Poroshenko, pero me decepcioné cuando supe de su apego por el dinero. No creo que Zelenski esté en la presidencia para enriquecerse, creo que quiere sinceramente hacer algo. Es un personaje moderno y no necesita que la gente cuelgue sus retratos en el despacho”.

Vladímir Putin ha indicado su deseo de una integración más estrecha con Bielorrusia, lo que muchos ven como una futura anexión y una estratagema para poder seguir en el poder cuando acabe su mandato en 2024. La actitud del Kremlin no ha llevado a Lukashenko a reforzar los vínculos de unidad con sus conciudadanos, afirma Alexiévich. “No tiene antenas ni receptores para captar esa dimensión. Él solo entiende el peligro que existe para él y su poder. La sociedad en cambio sí lo entiende. Sobre todo, la juventud”.

Alexiévich no cree que el estancamiento o el retroceso político en Rusia o Bielorrusia sean un fenómeno atribuible solo a la personalidad de sus líderes. “No es Putin el que manda abrir museos, monumentos y bajorrelieves dedicados a Stalin. No son sus órdenes. Son iniciativas privadas. El Kremlin y el pueblo se unen”, afirma.

En Bielorrusia, han sido retiradas las cruces de madera de Kuropaty, el bosque cercano a Minsk, donde los verdugos del NKVD (la policía política de Stalin) organizaron fusilamientos masivos en los años treinta y principios de los cuarenta. Unas excavadoras llegaron y se las llevaron y “la gente calló ante la destrucción de aquel panteón popular, aquel espacio de libertad donde se reunían los jóvenes y había pequeñas manifestaciones”. “Se convocó una plegaria colectiva con velas para protestar contra la retirada de las cruces. Solo acudieron 100 personas. Fue muy decepcionante”, dice la escritora, convencida de que las cruces han sido retiradas por iniciativa de Lukashenko. “Vio una isla de libertad, un espacio fuera de su control, y ordenó que quitaran las cruces”, dice.

Alexiévich no solo denuncia el “militarismo” ruso. Esta primavera, invitó al club de discusión que organiza en Minsk a la escritora lituana Ruta Vanagaite, autora del libro Los nuestros. Viaje con el enemigo (2016), sobre la colaboración de los lituanos con los nazis en el exterminio de los judíos: “Le están haciendo el vacío en Lituania por denunciar la colaboración de sus propios parientes con el nazismo. En Minsk vino mucha gente a oírla, pero yo esperaba más. Aquí en Bielorrusia, exterminaron también a los judíos, no supimos defenderlos, y el resultado es que nos encontramos solos con los comandantes partisanos”.

El último viaje a Rusia de Alexiévich data de hace dos años, cuando intervino en el Centro Gógol de Moscú y en San Petersburgo, donde el cineasta Alexandr Sokúrov consiguió que le facilitaran una sala en el Ermitage. Después, el director de este museo, Mijaíl Piotrovski, recibió “una reprimenda” por ello. Svetlana no ha vuelto a Rusia desde entonces, aunque ha sido invitada varias veces, la última por una editorial para intervenir en una feria del libro recién celebrada en la Plaza Roja. “Algo está pasando”, dice. “Por una parte me tratan como enemiga y de repente me invitan a la Plaza Roja”.

PISTAS

Chernobyl

Serie de televisión. 5 episodios.

Dirección: Johan Renck. Guion: Craig Mazin

Reparto: Jared Harris, Jessie Buckley, Stellan Skarsgård, Emily Watson

HBO, 2019

Tomado de BabeliaEl País, localizable en:

https://elpais.com/cultura/2019/06/07/…/1559926054_845405.html

 

Dos cuentos de Hugo Luis Sánchez

Dos cuentos de Hugo Luis Sánchez

En la feria del libro correspondiente a 2019, se presentó un volumen que recoge las narraciones galardonadas en la edición décimo séptima del Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar. En la obra, entre otros textos, aparece el titulado “En el lugar de las sombras”, original del cubano Hugo Luis Sánchez, autor que ha sido galardonado en varios certámenes literarios, tanto en Cuba como en el extranjero. Hoy publicamos en Miradas Desde Adentro dos cuentos de alguien que en lo personal valoro como un amigo y que a los amantes de la buena literatura nos ha entregado obras que, como por ejemplo, las novelas Doble jueves y El puente de coral, figuran entre lo más novedoso del ámbito de las letras cubanas contemporáneas.

Cuentos de Hugo Luis Sánchez

NOTA DE PRENSA

Se informa a la ciudadanía que el horizonte ha desaparecido. Valiéndose de la noche, el enemigo ha obrado de manera pérfida, como nos tiene acostumbrados, y al amanecer nuestras fuerzas han podido constatar a todo lo largo de la Isla que ya no existe la línea del horizonte. Si aquellos que nos quieren destruir piensan que con ello van a mellar nuestra fe en el porvenir, deberían tener por sabido que a nosotros nada nos asusta, que el futuro nos pertenece por entero, que nuestros principios son indoblegables y que, ante todo, estamos consagrados y somos inmortales. A quienes creyeron que veíamos en el horizonte un símbolo de esperanza, también debemos recordarles que la fe va dentro de nosotros mismos, que nos acompaña como la gloria eterna, que la historia así lo ha confirmado y que ningún espejismo, por real que parezca, nos va a engañar. Y aun más, si pudieron en solo unas horas borrar el horizonte, con ello no han hecho más que demostrar que el horizonte fue un invento, una patraña para tratar de engatusarnos y confundirnos. Lo que verdaderamente ha ocurrido es que el horizonte jamás existió, fue una quimera que nos inocularon con la finalidad de alocar nuestra brújula y hacernos adictos a las ilusiones. Nosotros permaneceremos firmes, inclaudicables dentro de las trincheras que hemos cavado en el suelo de la Patria y que, por tanto, son sagradas. Si ya no hay horizonte, son ellos quienes se lo pierden.

EN EL LUGAR DE LAS SOMBRAS

“…solo una transición entre la sombra y el rostro.”

Elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki.

Las aves, es decir, sus sombras, se deslizaron dóciles, como cada mañana en que el viento les permitía planear y había luz, después de que ocurriera lo que ocurrió, aquel resplandor tan blanco, en exceso puro, un día que debió parecerse a tantos otros días.

El macho, quizá el macho, iba delante abriendo camino. Le evitaba esfuerzos a su compañera, la consentía. Su cabeza mostraba forma de lanza, pico puntiagudo; la cola estrecha, semejando una cuña y, luego, aquellas alas enormes, de alcatraz, insertadas muy delante del cuerpo. Era hábil en utilizar las corrientes secretas del aire y en modular sus transparencias. Se le sentía flotar; nada o casi nada de esfuerzo, flotar: el puro placer de flotar.

Ella, puede que la hembra, igual aunque a escala menor y con, digamos, una fuerza sutil, propia de quien se hace llevar sobre un vientecillo, apenas una insinuación, casi una promesa. Eso es algo que se siente, aunque de sombras se trate, y observarla arrastra cierto encanto que calma extrañamente los sentidos y crea adicción ante la suavidad de la brisa, su imaginable textura.

Ambos, macho y hembra, estarían hechos de viento cubierto de plumaje. Es decir, no sería propiamente viento, o sí.

Es ese viento y su profunda y autista transparencia, que no necesita nada, ni dependen de nadie, ni quiere nada como no sea el goce de su propia transparencia y ser cada vez más transparente aunque ya no le es posible: disfruta de toda la invisibilidad.

Buscaban, acaso macho y hembra, el hilo de aire y se entregaban al movimiento bordeando la línea costera, unas veces deslizándose sobre el mar y otras entre piedras y areniscas.

Las sombras no se mojan, tampoco se empolvan; están patinadas con unturas de tiempo y por ese aceite resbala, eso mismo, la intuición del tiempo, el más horrendo de los inventos humanos después de la realidad. El tiempo que se dilata y se contrae, no importa que no exista, le da lo mismo, se dilata y se contrae, sístole y diástole.

Y como las sombras no están hechas para verse de una sola vez, sino con la finalidad de ser presentidas; son anteriores a ese tiempo y a cuanto hay, antecedieron a Dios, no tienen edad y lo van a sobrevivir. Hágase la luz, dijo, y la luz se hizo y con ellas las ilusiones que les son propias y las que no, y cada cuerpo fue presuroso a ocupar su sombra, que ya lo esperaba. El Señor también su tenía sombra, no la mejor, solo sombra, no existen unas mejores que otras, son iguales a secas y fueron las mismas en cualquier caso, con un número limitado, foliadas, similares a la población de las almas, ni una más, ni una menos.

Al clarear, el hombre que miraba las sombras de las aves, de pie bajo el dintel de la terraza, no se atrevía a dar un paso más hacia fuera. Tampoco le ves juntas, empujando el amanecer con sus picos: el día por delante. Eran las primeras sombras. Las sombras que despertaban a las sombra.

Siempre, si era muy necesario, desde donde se situaba podía observar perfectamente a las que damos por sentado duermen o que algunas sombras, algún tipo de sombra, duerme aunque ya se dijo que son iguales. El sueño no establece diferencias, si de sombras se trata.

En su caso no era tan así, a lo sumo su sombra de hombre llegaba al estupor de la vigilia, esa soñolencia vaga entre estar despierto o no estarlo. Las sombras tienen su parentesco con los sueños y sus delirios. Por más que se diga, los sueños, las sombras y también los silencios son ciudadanos de la nada, no existen otros, tampoco hacen falta más. Hay, en abundancia, más nada que todo.

Las sombras, ser sombra da cierto derecho a hablar con propiedad sobre sombras, absorben silencio, eficaz nutriente, y se enriquece de cuanto no se dice. El poder secuestró a los alquimistas para que lograran la fórmula del silencio. Tuvieron éxito en su empeño y aun así continúan batallando. Es su razón de ser.

Con tal piedra filosofal, el amo de la fórmula del silencio, de su espesura, de las tinieblas y opacidades, tendría la eternidad del poder y sería quien determinaría el uso de las palabras jamás, eterno, inmortal… Los amos partían del criterio de que el silencio era neutro o, preferentemente, de que quien calla, otorga.

Por aquel entonces, el hombre sospechaba que el silencio corroía: lo callado, termina por desaparecer y luego pasa a la categoría inmediata y última de nunca haber existido, que es el estado ideal: el silencio, en su cualidad de aniquilador. Lo primero que hizo el silencio fue abolir las fronteras y así facilitar que las sombras se esparcieran a su gusto, con entera impunidad.

Pero estaba equivocado, era todo lo contrario: el silencio añejaba, concentraba mostos, convertía en esencia cuanta cosa enmudecía. El silencio grita, es su única forma de expresión oral, y el grito pasa a eco de su propio eco, se autoengendra, hace pensar en cuando una sombra se mira en un espejo frente a otro espejo y la silueta se repite hasta el infinito, hasta el eco tartamudo del eco.

Y, además del grito, el silencio deja un testimonio. La sombra escribe en Braille, el silencio lee, tiene en la punta de los dedos las yemas de la noche y conoce el idioma de las ausencias, dueña del más vasto diccionario de cuantos se conocieron antes de que ocurriera lo que ocurrió y un soplido licuara el interior de todo lo vivo, quebrara el aire un día que debió parecerse a tantos otros días de siempre.

Respecto al silencio, es preciso saber que era rotundo y no se debía a que las sombras, sobre las que se había sedimentado, fueran insonoras, o sí lo eran: sucede que en el presente no había nada que sonara, ni siquiera ese rap rap rap de cuando estas aves pescaban. Luego del gran resplandor, el flash inmisericorde, el viento hirviendo… no hubo nada más que emitiera sonido alguno.

Y no había nada que sonara excepto el viento, el estremecimiento sobre el mar, ese silbido, su travesía; la persistencia cansina de las olas, llegan, van, murmuran… y las pulsaciones de la noche. Lo demás es lo que se escucha del propio silencio, su callada resonancia.

Pero da igual, lo importante consistía ahora dar vueltas a la noria de los días y es ahí, justo al hombre ver aparecer las aves, que surgía la sombra aplastada de lo que debió ser el techo de la terraza de su hogar. Solo lo compartía consigo mismo, la soledad es su fuerte, su avaricia, su lingote de oro. Entonces estiraba una mano, cualquiera, y asomaba una sombra alargada, cinco dedos chinescos, una palma; luego la muñeca, el antebrazo, aparentando trazos de Modigliani, y la detenía ahí.

Si llovía, se apresuraba a extenderlas, una primero, otra después, fuera de la casa. Las gotas caían en la sombra y hacían check marks, muchos. Era un deleite, aunque las sombras, está dicho, son impermeables incluso a esta lluvia ácida que cae desde que ocurriera lo que ocurrió, un estallido de sol.

Desde entonces, sabemos que alguien existió porque dejó su sombra impresa donde antes se hallaba, sentado en los peldaños de una escalera, en una pared que le quedaba de fondo… aunque algunas, las menos inconsistentes, se ha ido borrado con los años quizá porque nunca llegaron a ser sombras del todo o fueran las sombras de lo innombrable.

Antes, el hombre que observaba las aves tuvo otro goce, ya no. Le fascinaba ir a Distopía, la fábrica a él asignada.

Uno miraba al Ojo que registra el código del iris y luego de ello, si todo estaba bien, porque todo como es costumbre tenía que estar extremadamente bien, escuchaba una voz mecánica que indicaba “Pase” y el portón se abría, él ingresaba, seleccionaba de las taquillas su overol personal, con el número 6079, y con ello adquiría el derecho a trabajar una jornada de ocho horas, que se interrumpían cada dos para escuchar el lema “Arbeit macht Frei” y repetir el lema “Arbeit macht Frei” .

Se podían añadir dos más. La solicitud se hacía a la hora laboral 7. Al Ojo, ubicado frente a cada obrero se le anunciaba: “Necesito trabajar horas adicionales”. Si se le concedía, era posible entonces permanecer más tiempo en la fábrica. La jornada extra no incluía lemas y esa era la única desventaja.

Ingresar a la fábrica lo autorizaba a ser un algo, adoraba ser un algo, el infinito placer de ser una obsolescencia programada, que nadie pareciera advertir su presencia gracias a que habrían más, muchísimos más para su reemplazo y, sobre todo, ¡eso sí!, idolatraba su Máquina de Tiempos Modernos.

Al pensar en ello, en ocasiones se decía que ser un algo era lo que todos y cada uno habían sido: iguales en una estera de la máquina. Una vez y otra vez y otra vez, que nada cambiara, que nada perturbara la perfección de la sociedad y pensar únicamente en la repetición de lo mismo con lo mismo: la gloria en una estera.

En cuanto a él, vale aclarar que prefería inventarse a sí mismo, no implicaba riesgo alguno. El procedimiento era idéntico: como un algo, todos y cada uno, más cada uno, habían sido imágenes de ellos, semejantes los unos a los otros: no amaos, semejantes.

Además creía parecerse a un algo afín a los polinesios, lo que vendría a ser un algo más. Pensó en llamarse a sí mismo “gente” y es que como ellos mismos, por creerse gentes de islas, no sabían de la existencia de alguien más, solo ellos en sus universos. No, no existían, era “gente”. Igual que en el pasado, antes del día que debió parecerse a tantos otros días de siempre, él también fue gente y lo desconocía.

Se sentaba erguido delante de la Máquina de Tiempos Modernos y apretaba el botón del encendido. Por la estera, pasaban las igualdades en fila, de una en fondo, un ejército ordenado y anónimo, las cosas anónimas pierden su veneno connatural. Desfilaban delante de sus ojos y solo el cansancio era capaz de hacerle levantarse de ahí. La seductora impresión de repetir lo mismo, el placer del que Sísifo, indiscreto, codicioso y falso, no quiso reconocer su complacencia y calló para no salirse del mito.

Después de la máquina de igualdades, fueran las que fueran, sentía una predilección especial por las columnas de la fábrica. Esta columnata era su mayor predilección inconfesable. En fila infinita, una detrás de otra, estaban hechas del humo de la propia fábrica y se expandían y expandían hacia el cielo hasta el momento en que lo tocaran, fueran sus pilares, y siguieran más allá y llegaran a su destino, más allá del color, desde donde vino lo negro.

Pero había algo más que podían merecer quienes trabajaran en la fábrica y lo hicieran excepcionalmente bien. Se trataba de la Píldora del Día Final. En un acto solemne, el escogido en esa ocasión, se colocaba un guante blanco en la mano izquierda y ahí se situaba, cuidadosamente, la píldora. Luego vendrían los aplausos.

El hombre había merecido la suya. La llevó a casa, pero cree que llegado el momento, el día en que ocurrió lo que debió ocurrir y los rastros de una inmensa luz se filtraran por todos lados, no le dio tiempo a tomarla y ese viento caliente que lo desapareció todo, también se llevó su píldora, que era su medalla, su diploma, su gallardete… Solo cree que quizá fue así y seguro que así no fue.

Distopía puede que ha dejado de existir, ya no está más; la sombra de la fábrica sí, debe. En caso de que algún día se atreviera a salir de la casa, iría únicamente a ver a la fábrica. Como quiera que sea, a él ya no le es dado esperar algo mejor y, bueno, también es cierto que un hombre no puede saltar fuera de su sombra, tanto es así que tampoco dentro. Es ley y se acata que viene de ese verbo tan hermoso que es acatar: Yo acato.

Si se atreviera a salir fuera de casa, lo haría, ya lo ha pensado muchas muchas veces, caminando con extremo cuidado no fuera ser que en una distracción pisara alguno de los limpios abismos de sombras dentro de las sombras y fuera absorbido por ese remolino, que gira contrario a las manecillas del reloj –es que contradice el tiempo y hace que el futuro determine al pasado– y fuera a parar ya mareado de tanto girar, a lo más profundo de la nada.

En este momento resulta obligatorio no ignorar que en el estadio de las sombras es innecesario presuponer. El cuerpo precisa presuponer, lo requiere para continuar, así fue concebido. Al vacío se lanza el suicida presuponiendo que no le brotarán enormes alas de alcatraces y podrá cumplir con su propósito de dejar los sesos esparcidos en el pavimento. Como es de presuponer, no se puede subvertir ese pensamiento, el cuerpo no entendería siquiera su propia existencia ni el hallazgo de la muerte. Los hallazgos.

Pero la vida, esta después del fogonazo que dio lugar a una inmensa nube y no aquella anterior, resultaría más fácil en caso de que los humanos se hubieran ocupado de hacer un catálogo de sombras.

Uno veía las sombras de las aves, buscaba su correspondencia, digamos en un libro o lo que fuera, y sabría, en su caso, con qué pájaro se identificaba. Para el plumaje, escogería el ocelado, se inventaría que fuera de gorguera roja o amarilla; fantasearía sobre la forma de los ojos, los festones, el barreteado de las alas; sus distintos volúmenes y no exclusivamente esa negrura aplanada que asemeja a todas las sombras, a excepción de la forma, esa es distinta, aplanada y distinta.

La sombra implica profundidad y su naturaleza resulta de por sí densa, en cambio no pesa. En este punto, es bueno dejarlo en claro.

Ese libro de sombras, o lo que fuera, seguro nunca existió. Antes no hacían falta estudios de las sombras. Como quiera que sea, si el libro hubiera existido, hoy sería sombra.

Los únicos colores que quedaban, además de los propios de las sombras, de los claroscuros por el valor de los contrastes y la pereza de sus pausas y del lapso que va de una sombra a la otra, eran todos los del cielo, el mar y los astros y, a modo de memo, los del camino del arco iris al paso por polvo de agua. Así fueron los rojos, naranjas, amarillos, verdes, azules y violetas, tres primarios, tres secundarios, al sellar el convenio de lo divino con la tierra.

La forma y su forma. Las sombras sí saben de compenetración, la fusión es su don. El hombre pensaba mucho en ello. Una sombra se une a otra, adopta su forma o entre ambas crean una nueva figura. En cuanto se separan, en caso de que lo hagan, cada una vuelve a ser lo que era, sin nada de la otra sombra, ni un resquicio de aquella unión, así jamás hubiera sucedido.

Lo que ocurrió debió venir de arriba, como una máquina que aplastó las imágenes sobre sus sombras, finamente. Se acepta el que las sombras carezcan de volumen, su reflejo interior no lo requiere. Aplastó, no, es más correcto decir que impregnó de imágenes las sombras en una superficie tersa, como aquella de la silueta en los peldaños, formada por la superposición de estratos de oscuridad estancada. El hombre que observaba las aves guardaría hoy para sí esta expresión: impregnó de imágenes las sombras.

Además de recordar a la fábrica, la estera y ser un algo, él tenía otra pasión: volvía, por una cosa o por la otra, sobre el recuerdo de su película predilecta, una en que sobrevivieron muy pocos y por un corto tiempo corto. On the beach. El capitán Dwight Towers, jefe del submarino nuclear Sawfish, 623, recibe una señal de telégrafo y va en su búsqueda. Sigue el indicio, parte de Melbourne y llega a San Francisco, en California. Es enero de 1964.

El comandante de la nave observa por el periscopio. Ningún vehículo por el Golden Gate, en la Cuesta de las Hortensias, en el Barrio Chino; ni bajando o subiendo de un vagón en Powell Street. Lo pasa a sus subalternos. Las esperanzas tocan a su fin.

Se vuelve a sumergir y sigue la señal, esta vez rumbo a San Diego. No logran decodificar la letanía del cifrado Morse, transmitido a un mundo untándose aceleradamente de sombras. Se entiende a secas “agua” y “conectar”, a lo sumo.

Un tripulante desciende en misión de reconocimiento con escafandra radiológica y dos tanques de oxígeno. Recorre la ciudad hasta dar con la oficina de una refinería desde donde se emiten las claves. Halla una botella casi vacía enredada en el tirante de una persiana, que el viento mueve y la hace golpear la tecla del telégrafo. Es cuanto queda de la vida. Apaga el marinero el generador de la planta y retorna al sumergible. La nave emprende el camino de vuelta a su base en Australia. Eso era todo. Así de singular su filme predilecto.

Ser sombra no es malo. Las sombras no sienten, es decir, no sufren ni padecen; no comen ni son comestibles. Pero sí tienen temperatura. Las del día, templadas; las de la noche, frías y de alguna manera guardan el calor del momento del gran impacto. El sol alto, más cálidas; la Luna llena, más frescas.

Y, si uno mira una sombra desde la comprensión que solo puede tener una sombra de otra, nota con facilidad que reverbera, sobre la sombra flota una nata de temblor umbrío, casi inmaterial, como de algo que estamos a un paso de entender.

Además, tienen olor, un olor que no acepta medias tintas: o se siente o no se siente. Si no se siente, es peor, es un olor invisible: está y no está y tan así que se hubiera podido tocar, de saber hacerlo.

También es sabido del juego de la luz y la sombra y que en días de Luna negra existe un tipo de sombra sin luz, solo que no se deja ver y, por comportarse de esa manera, resulta imprudente mantener tratos con ella. El hombre la evitaba, por esa misma razón.

En cuanto a la de las estrellas, dan una sombra muy peculiar. Es la memoria de una luz tan antigua que ya sabe cuándo habrá de ocurrir el resplandor que debió caer aplomado desde el cielo. Nos pudieron haber advertido, han descrito que el centelleo es su lenguaje, y no lo hicieron. Total, de nada hubiera servido.

Nadie recuerda el momento en que descubrió por primera vez una sombra, la suya o la de alguien, y si lo hubiera recordado entonces comprendería enseguida que antes ya la había visto, una y otra vez, aquí y allá, en las parcelas de la memoria, en sus estancos.

Por lo demás, con las sombras nada anda mal y, mientras exista luz y aun cuando no exista, sombras habrá y si la oscuridad llegara a ser perpetua, permanecería el recuerdo errante de lo que fueron las sombras, como ahora de lo que fueron los cuerpos, en caso de que subsista alguien para acordarse o ellas se reserven para cuando vuelva a ver alguien para recordar y las sombras sean una sola sombra, la sombra de las sombras y de esa forma se tenga finalmente una opinión favorable de la que no se ve.

Terminado el ejercicio de imaginarse lo que fue su jornada laboral en Distopía, le quedaba a él esperar al atardecer, seguir su costumbre de detenerse en el vano de la terraza para ver el regreso de las aves, esta vez batiendo enérgicas las alas, extendidas, imitando pardelas, y es que la brisa de por las tardes les iba en contra y aun así se las agenciaban para planear utilizando el viento que hacen las olas con su parte anterior. Debían regresan con el buche lleno de sombras de eglefinos y anchoas.

Antes, él se la pasaría andando por la casa. Lo que más le regocijaba era caminar sobre las cruces cambiantes que en el piso proyectaban los marcos de los vidrios de donde estuvieron los ventanales. Y lo prefería porque le facilitaba pensar que si las sombras de las aves estaban completas y las de su casa por igual, la suya propia también debería estarlo.

Mejor lo inventaba, no implicaba riesgo alguno. El hombre que observaba las aves, veía la sombra de sus pies, es curioso hasta qué punto los pies son tan personales como lo fueron las huellas dactilares o el rastro del iris, y seguro que en algún lugar debía aparecer su tronco, su cabeza, el resto del pesado y perfecto equipaje del cuerpo… solo que en cuanto suponía dónde debían asomar, de inmediato miraba hacia otro lado.

Los que pudieran haber sobrevivido, de seguro aprendieron a adiestrar sus sombras antes de que todo y ellos mismos fueran sombras nada más.

Ese debió ser el origen de todo, antes de que fuéramos solo sombras y las dudas estuvieran prohibidas: elegimos, eso mismo, mirar hacia otro lado y esperar, sin impaciencia, a que el olvido no demore.

A Winston Smith, por obvio.

Otra vez Cecilia Valdés

Otra vez Cecilia Valdés

Por Joaquín Borges-Triana

La novela Cecilia Valdés o La Loma del Ángel, original de Cirilo Villaverde, nunca debería ser leída simplemente como un producto sentimental de entretenimiento, concebido para  la narración de un romance incestuoso. Así, en opinión de Manuel de la Cruz, este es “el libro más revolucionario que haya engendrado el intelecto cubano”. Una edición anotada del importante  título de nuestras letras recién ha visto la luz, preparada por el escritor Reynaldo González y la investigadora Cira Romero (Ediciones Boloña, Publicaciones de la Oficina del Historiador, Colección Raíces, La Habana, 2018, 505 páginas) y con una portada concebida por Sigfredo Ariel. A propósito del suceso, Carlos Espinosa Domínguez ofrece sus valoraciones en un texto publicado por cubaencuentro.com y que Miradas Desde Adentro se complace en reproducir a continuación.

Retrato de un país y una época

Por Carlos Espinosa Domínguez

Tras las dos últimas ediciones que circularon en Cuba, Cecilia Valdés o La Loma del Ángel merecía un desagravio. La de 2011 apareció con el título incompleto; la de 2014, con una fea portada en la cual se ve una figura femenina que grita: “¡A ella, a él no!”. Vaya por Dios Todopoderoso, que se le haga esto al que, a juicio de Manuel de la Cruz, es “el libro más revolucionario que haya engendrado el intelecto cubano”.

Pues bien. Ese desagravio acaba de producirse y se puede afirmar que no puede ser mejor. La novela de Cirilo Villaverde vuelve a estar al acceso de lectoras y lectores con la edición anotada que prepararon el escritor Reynaldo González y la investigadora Cira Romero (Ediciones Boloña, Publicaciones de la Oficina del Historiador, Colección Raíces, La Habana, 2018, 505 páginas). Se ha impreso como un libro de gran formato, que posee una expresiva portada que firma Sigfredo Ariel.

Esa cubierta, además de sus valores estéticos, constituye el pórtico visual idóneo para esta edición. No aparece en ella una recreación de su celebérrima protagonista, ni tampoco una imagen alusiva al romance incestuoso que se cuenta en la novela. A partir de grabados antiguos, Sigfredo Ariel armó una suerte de mural que establece un contraste entre la vida de lujos y saraos de la sacarocracia cubana y la inhumanidad de la trata de esclavos, pilar este en el cual se sustentaba la bonanza de ese sector de la sociedad colonial. Esto es, muestra un cuadro panorámico de esta. Y ese es precisamente el criterio rector de esta edición, como lo adelanta sucintamente González en esta nota que se lee en las primeras páginas:

“Esta edición de la novela Cecilia Valdés o La Loma del Ángel, de Cirilo Villaverde, se basa fielmente en la que publicó el autor en 1882. Intentamos rescatarla de recensiones interesadas que accidentaron su comprensión en más de un siglo. No se trata de hallazgos, sino de elementos que estaban visibles sin que fuesen atendidos. En nuestra lectura cosechamos líneas de la novela y citas de la correspondencia privada del autor y del grupo delmontino, para obviar interpretaciones más inspiradas que investigadas. Consciente del ambicioso plan de su obra —retrato de un país y una época desde una historia de amor interdicto—, Villaverde esclareció dos columnas: su trabajo de narrador y su vida de combatiente anticolonialista. En atención a algunas lagunas de información que puedan tener las actuales generaciones sobre el período anterior a nuestras guerras de independencia, incluimos referencias de asuntos que toca el tema central, alejados de la novela, que permitirán compulsar datos y propiciarán fuentes complementarias. Las que remitan a páginas del relato, de satisfacción inmediata, las ponemos entre corchetes; a las otras damos el tratamiento habitual. Actualizamos la ortografía y allanamos las abreviaturas, socorridas en el intercambio habitual. Esta labor, alejada de todo afán retórico, fue posible gracias a la experiencia y la generosa colaboración de la investigadora Cira Romero”.

El empeño de González por rescatar la obra cumbre de nuestro siglo XIX de las lecturas fáciles, superficiales y atenidas a criterios preconcebidos, se remonta a algunas décadas atrás. En su libro Contradanzas y latigazos, publicado en 1983 y que tuvo una edición aumentada en 2013, se propuso escudriñar Cecilia Valdés desde el presente. Realizó una lectura desacralizadora y cuestionadora, que arroja luz sobre ángulos ciegos de la novela y desmitifica conceptos esenciales de nuestra cultura. Parte, como anuncia en el título, de “los chasquidos del látigo” y “los juguetones compases de la contradanza”, para examinar el complejo entramado de relaciones y sectores sociales que había entre esos dos polos.

Destaca el acierto de Villaverde, al “haber captado una época y una concepción de la vida en sus más complejos pormenores”, en una obra que constituye una reconstrucción crítica de la realidad colonial. Emplea un copioso cuerpo de documentos y referencias, que reunió mediante una acuciosa investigación. Su aguda inteligencia y su sólido conocimiento de la época dieron lugar a un texto que es un modélico ejemplo de estudio interdisciplinario. En su libro mezcla crítica literaria, observaciones sociológicas, valoraciones históricas, sin que falten apelaciones a recursos narrativos.

Pormenorizada descripción de la vida habanera

Para la edición objeto de estas líneas, González redactó un extenso estudio introductorio de 63 páginas, titulado “Cirilo Villaverde y los Delmontinos: El drama racial en Cecilia Valdés”. En el mismo aporta nuevos argumentos a lo antes escrito por él. Entre otros muchos aspectos, comenta que cuando las primeras ediciones empezaron a aparecer, en las primeras décadas del siglo XX, la novela “padeció la torcedura frívola de considerarla puro entretenimiento, bajo apreciaciones de simples gacetilleros”. La recensión se centraba en el principal personaje femenino, traduciendo la consideración que en la colonia se daba a mujeres como ella, “mulatas expósitas, generalizadas rumbosas y de mala fortuna”. Al respecto, González anota que los atractivos bien perfilados que el autor le puso “parecieron trampas de seducción, sin que faltasen apreciaciones presuntamente científicas”.

En cuanto al debate —en su opinión, sobrevalorado— de su definición como participe por igual del costumbrismo y del romanticismo, González afirma que Villaverde asumió el primero “desde ángulos menos favorables al ambiente retratado, porque su comprensión del género divergía de sus colegas (…) No se detuvo en condescendencias al indicar la habitual orientación de estampas y curiosidades”. Y sostiene que tampoco se ciñó “al patrón heroico-romántico de presumibles luchas y personajes vindicadores”.

Y al hacer una valoración general de la obra, González concluye que “pocas novelas decimonónicas de América Latina tuvieron el destino de Cecilia Valdés: ser un documento de obligada consulta sobre un período marcado por la violencia y el crimen, sin perder la condición de relato sentimental. Junto a las características dadas a los personajes y una pormenorizada descripción de la vida habanera, indaga en el imaginario colectivo y las instituciones cuya crueldad e intolerancia motivaron el argumento”.

Cira Romero también contribuye a la edición con un texto, mucho más breve que el de González. Se titula “Cecilia Valdés o La Loma del Ángel: idas y vueltas de una novela” y en él detalla el proceso que hizo que la llamada “primitiva” Cecilia Valdés de 1839 se transformara, al pasar de la revista La Siempreviva a publicarse en libro ese mismo año, en “el inicio y la cima de un género”. Romero además expresa su valoración de la obra magna de Villaverde y apunta que “muestra el talento y la perseverancia de quien sabía, o presentía, que de sus manos había nacido una materia viva, que debía modelar para la posteridad”.

A la investigadora se deben, asimismo, los materiales adicionales que optimizan la edición: el bloque Cirilo Villaverde y su época, la bibliografía citada y consultada y el listado de las ediciones que pudo localizar. Al revisar estas últimas páginas, sale a la luz que la primera traducción fue al inglés, en 1935. Las siguientes fueron al ruso (1963), el polaco (1976), el rumano (1983), el checo (1983), el francés (1984), el chino (1986) y el portugués (2011).

También pertenecen a Romero los varios centenares de notas que contribuyen a que hoy se pueda disfrutar y comprender mejor la novela. Unas sirven para identificar a personajes reales que aparecen o se mencionan (Francisco Vives, José Severino Boloña, Vicente Escobar, para citar unos pocos). Otras ubican con exactitud lugares de La Habana en donde se desenvuelve la acción: Iglesia del Espíritu Santo, Barrio de San Isidro, Casa de Gobierno, Cuartel de Dragones, Colegio de Buena Vista, Jardín Botánico, Teatro Principal; o bien documentan hechos históricos a los cuales se alude (el Tratado de Inglaterra de 1817, la Constitución de 1812, el año en que ahorcaron a Aponte). Y, por último, están las notas que aclaran el significado de términos y frases ya en desuso. Por ejemplo, de ponina en ponina (de fiesta en fiesta), el naipe (la cabeza), de luego a luego (pronto, de inmediato), gañate (la garganta), gustar la tijera (hablar mal del prójimo), vaqueta (cuero), me tengo tragado (estar convencido).

Pienso que de las líneas anteriores se puede deducir que esta nueva edición de Cecilia Valdés es de un gran valor. Por un lado, propone y estimula una lectura que subvierte la manipulación que le agregó envoltorios y mitificaciones y la redujo a producto sentimental de entretenimiento. Aquí, en cambio, se propicia una interpretación en buena ley, que, atiende, ante todo, lo que dijo Villaverde. Por otro, incorpora materiales complementarios que proporcionan elementos para un aprovechamiento razonado de su lectura.

Se trata, en suma, de una notable aportación que permite un disfrute cabal de la novela: entrar en sus detalles, gozar sus matices, las referencias a la época, las figuras y hechos históricos, las costumbres, los modos de pensamiento.

Tomado de cubaencuentro.com

https://www.cubaencuentro.com/cultura/articulos/retrato-de-un-pais-y-una-epoca-334884

¿Erotismo o pornografía? He ahí la cuestión

¿Erotismo o pornografía? He ahí la cuestión

Por Joaquín Borges-Triana
Soy un fanático total de la literatura erótica y por ello, tengo plena
conciencia de que entre la misma y lo que puede considerarse como
pornografía existe una frontera muy difícil de definir y que, en
esencia, depende de nuestros criterios personales en cuanto a lo uno y
lo otro. Hoy quiero publicar en Miradas Desde Adentro un cuento de
Magela Garcés que, según cada lector,  podrá ser visto como un relato
muy logrado o como una muestra de simple vulgaridad. Solo quiero
acotar que hace años se vienen publicando cuentos y novelas de este
estilo y que a estas alturas del siglo XXI, además de hacer un
ejercicio escritural rompedor y perturbador, ya no es suficiente con
ser atrevidos a la hora de emplear ciertos vocablos o describir
escenas bien “calientes”. Hay que caracterizar adecuadamente a los
personajes,involucrar al lector…, en una palabra, conmoverlo. No me
interesa aquí pronunciarme en relación con esta narración de Magela
Garcés sino que por hoy, mi deseo es presentar el material y que cada
lector saque sus propias conclusiones.

Pescado crudo
Por Magela Garcés
Algo cambió en mí el día en que llegaron a nuestra casa. Vasili (al
que todos llaman Vasia) es un viejo amigo de mi suegro, de la época de
estudiantes en la URSS. Llevaban más de veinte años sin verse cuando
restablecieron el contacto a través de Facebook, y casi enseguida
Vasili decidió tomarse unas vacaciones con su familia en esta Isla.
Como es de esperar, mi suegro ofreció su casa, y así fue que conocimos
a Vasia y a Marina, que es su mujer. Ellos viven en Kiev, pero Marina
es rusa (son tan grandes las diferencias entre rusos y ucranianos…).
La habitación que se les asignó fue la mía y de Tony, por ser la más
cómoda; de modo que él y yo tuvimos que trasladarnos al cuartico de
pintar, donde hay una estrecha cama personal. Por nosotros estaba
bien, de todas formas los visitantes estarían en el país solo 20 días,
de los cuales 7, o más, permanecerían en Varadero.
Desde el inicio se comportaron muy cordiales, como si fueran amigos
nuestros de toda la vida. También desde el inicio cogí a Vasia
mirándome el culo, en un momento en que los dos nos quedamos sin
compañía en la sala. Nosotros en la casa igualmente procuramos todo el
tiempo que los nuevos inquilinos se sintieran a gusto, sin presiones
de formalidades ni nada parecido. Así pues, Vasia y Marina, en muchas
ocasiones, andaban por el apartamento en short y chancletas, ella con
una blusita que dejaba ver el dorado piercing de su ombligo. Él, a
pesar de su edad, tenía una silueta esbelta y fornida. Alto como un
ucraniano, de espaldas anchas, brazos y piernas fuertes y bien
proporcionados, y abdomen con un leve exceso de grasa. Ella también
era dueña de una figura harto agradecida para sus casi 50 años. No tan
alta, caderas anchas, brazos y piernas fuertes y bien proporcionados,
abdomen apenas prominente, y tetas bastante poco caídas. Los dos eran
rubios de ojos claros, con cara de rusos, y tenían la piel bronceada y
tersa. Un par de cuerpos obtenidos gracias a una dieta rica en
proteínas y papa, saunas frecuentes, baños de sol sin ropa en la nieve
(esta imagen me fascina), y casi ningún estrés.
Era un vacilón tenerlos en la casa, ni siquiera la comunicación fue un
problema. Mi suegro hablaba ruso y los traducía, Vasia sabía algo de
inglés y podía hablar conmigo sin mediación de nadie, o bien tomarme
como traductora. Marina solo dominaba el ruso y mi suegra el español
pero a pesar de ello lograron de alguna manera entenderse y cocinaban
a dueto como quienes llevan años haciéndolo.
Ver al ucraniano ir y venir sin camisa era mi placer secreto. Con mi
mejor cara de póquer lo vacilaba entero. Creo que él lo sabía, porque
siempre se aseguraba de pasarme por delante varias veces. Ella también
era bonita de ver, cuánto me gustaría llegar a esa edad con esa
figura. Recuerdo incluso que, dos meses tras su partida, me hice una
perforación en el ombligo; aunque nunca se lo dije a nadie, fue el
piercing de Marina el que me inspiró.
Un día de mucho calor me dirigí a tomar agua a la cocina y allí estaba
Vasia, preparando un pescado. Tenía el torso desnudo. Ya le había
quitado las espinas al animal muerto y ahora lo picaba en filetes.
Manejaba el cuchillo con una destreza de especialista; con la mano
derecha daba cortes suaves pero certeros, mientras con la izquierda,
deleitado, sujetaba y acariciaba la carne e iba poniendo los trozos en
un plato aparte. De repente tomó uno de esos pedazos, le cortó un
cacho, le echó sal y se lo llevó a la boca.  Me sorprendí pero no
sentí asco, no obstante pensé estos rusos son tremendos cochinos.
Vasia me dijo paprovoipaprovoi extendiendo el pescado hacia mi cara y
yo nienie I don´tlikeitthatway y él try it, try it, it´sgood y yo
tímida e indecisa, no me interesaba meterme esa mierda cruda en la
boca pero estuve a punto de hacerlo, al ver su mano toda embarrada de
pescado, con aquellos dedos largos y fuertes ofreciéndole a mi boca un
banquete para mí extraño. Pensé en el sabor del pescado sin cocinar,
luego en Tony, y aparté mi rostro. ¿Tú sabes algo de cocina?, me
preguntó divertido en su inglés macarrónico. No, pero sí sé que eso no
se come así. Él, tú no sabes nada, esto es delicioso, y lentamente se
introdujo en la boca el último pedazo, que degustó con los ojos
cerrados como si aquello fuera lo más grande del mundo, qué clase de
puerco, salvaje, pero qué fácil disfruta de la vida, pensaba yo.
El viaje a Varadero lo hicimos como a los seis días de su llegada.
Fuimos todos. Vasia, Marina, mis suegros, Tony, y yo. El mismo día que
arribamos caí con la menstruación y la rusa me dio un paquete de
tampones para poder bañarme en la playa. Como eran de los chiquitos me
los tenía que meter de dos en dos. Nunca antes los había usado y
contrario a lo que mucha gente dice, no son nada incómodos.
La casa donde nos quedamos estaba a ciento cincuenta metros del agua.
Apenas media hora después de llegar y haber colocado cada cual los
bultos en su habitación, ya nos zambullíamos en un mar calmado y lleno
de sol. Mis suegros estuvieron unos minutos, el resto duramos hasta
bien entrada la noche. Eran cerca de las 21:30 cuando, tras conversar
con nosotros un rato sentados en la arena, Marina y Vasia se pusieron
en pie de repente, se despojaron de sus respectivos trajes de baño, y
corrieron al agua gritando como dos niños. Además de nosotros cuatro,
en la playa solo se veían dos o tres figuras lejanas. Tony y yo los
miramos extrañados primero, luego partidos de la risa.
-Qué clase arrebato tienen estos rusos. – Tony los veía encantado.
-Lucen felices ¿verdad?- Le dije.
-Nos están provocando.
-¿Y qué? ¿Te cuadra? – Le pregunté en tono de broma, pero tanteando el terreno.
-Tú sabes muy bien lo que yo pienso sobre meter terceros en la
relación. – Se puso un poco serio.
-Claro mi amor, estoy jodiendo. -Tony y yo somos de los que piensan
que darle entrada a otra gente en lo nuestro es como ultrajar una
criatura maravillosa a la que solo nosotros tenemos el privilegio del
acceso: nuestra intimidad. No obstante, por aquellos días me sentía
compartidora y se me antojaba exhibir un poco la criatura. A pesar de
ello no me atrevía a proponerle nada a Tony; mucho menos a
materializar mis deseos a espaldas suyas.
Nos levantamos y nos dirigimos a la casa, estábamos hambrientos. Los
rusos ni cuenta se dieron. Sus siluetas desnudas se movían de un lado
a otro, retozando alegres.
Mis suegros, mi novio y yo permanecimos en Varadero de viernes a
domingo, los eslavos se quedaron unos días más. Luego, al regreso, nos
mostraron las fotos que se hicieron. La mayoría eran en la playa, se
fotografiaban entre sí, juntos, o bien con un montón de sujetos para
mí cotidianos y para ellos súper interesantes. Todos eran negros (tal
parecía que se retrataban con cada uno de los que encontraban en su
camino), pero esto no me sorprendió. Conozco el atractivo de lo
exótico y en Kiev no abunda el color del Caribe. Lo que me resultó más
curioso fue lo siguiente: todos eran hombres. Un grupo grande de las
fotos mostraba a Marina y a un negro de cuerpo apolíneo, masajista,
cubierto solo por un ligerísimo traje de baño. Marina bocabajo, Marina
bocarriba, el negro, a veces posando solo a la cámara, mostrando su
cuerpo brillante, sus carnes esculturales, pero casi siempre
masajeando vaporosamente a la rusa, muy concentrado en su labor. Una
de esas fotos (acaso la más pregnante) era un escorzo, tomada desde
los pies de ella y apuntando a sus nalgas, justo en el momento en que
el negro se las apretaba como panadero enardecido. Incluso hicieron un
video, al final de la sesión de masaje, donde se veía a Marina con
tremenda cara de anormal,  como quien acaba de tener un orgasmo
múltiple. Lo que más me gustó de esas imágenes fue saber que era Vasia
quien las había tomado, que era él quien había estado, todo el tiempo,
detrás de la cámara…
Al día siguiente de su retorno a La Habana, cuando llegué de la
facultad, en la casa no estaban ni Tony ni mis suegros. Luego de
entrar oí un sonido extraño; me acerqué a la puerta de su cuarto, que
era la de mi cuarto y estaba entreabierta, y noté que estaban
singando. Me quedé viendo por la rendija, Vasia se percató de mi
presencia y, sin dejar de chupar la teta derecha de su mujer, sostuvo
la mirada en mis ojos unos segundos. Me sonrió. Marina no se había
dado cuenta. Estaban en la cama, él sentado en el borde, ella de
espaldas a la puerta y brincando encima de él, que con una mano le
metía dos dedos en el culo y con la otra le amasaba y cacheteaba
alternativamente la nalga más cercana, ya muy roja. Entré. La rusa se
sobresaltó un instante y con la misma siguió en lo suyo. Los miré en
silencio, se veían hermosos. Cualquiera pensaría que una pareja como
esa, de eslavos cuarentones casados hace dieciocho años, nunca se
vería así de bella teniendo sexo; pero sus movimientos eran tan
armónicos como una coreografía perfecta y espontánea, y su química era
transparente y pura, como si hubieran nacido juntos.
Tomé una silla y me senté de frente al espaldar, de modo que mis
piernas quedaban abiertas. Esa posición me permitía rozar mi clítoris
contra el asiento, lo cual hice durante un rato indefinido, con
oscilaciones apenas perceptibles; y cada vez que estaba a punto del
orgasmo, me detenía. A ellos les divertía mi presencia, a menudo
recorrían mi cuerpo con miradas hambrientas, de esas que le arrancan
la ropa a uno, y me hablaban cochinadas en ruso que, aunque no conocía
el idioma, entendía a la perfección. Sus cálidos contoneos eran una
provocación difícil de resistir (se meneaban expertos, mejor que
cualquier animal tropical), deseos no me faltaron de sumármeles… Al
cabo la mujer de Vasia se vino como por tercera ocasión y esta vez con
gran escándalo (el marido tuvo que taparle la boca) y después se
agachó frente a él con las fauces abiertas y la lengua fuera, presta a
recibir la descarga seminal sobre su cara. Ahí pude ver por primera
vez, en toda su magnificencia, la espléndida pinga de Vasia. Él, con
su diestra potente, la recorría calmado de arriba abajo y la estaca
palpitaba hirviendo. Hasta hoy, es la más linda que he visto en mi
vida. Rosada, con la cabeza roja y tersa, inmejorablemente recta, sin
ningún tipo de curvatura, llena de venas, grande y gorda que no hace
daño… todo un monumento al falocentrismo. Mirando aquel pingón yo solo
podía pensar en metérmelo; primero en la boca, saborearlo un rato, y
luego en el bollo y después en el culo y ahí recibir toda la leche
ucraniana de Vasili PetróvichTimoshenko, que fue abundante, espesa y
olorosa a cloro con piña, como pude constatar al acercarme a la cara
de Marina, para ver más de cerca. A ella le cayó un lechazo en un ojo
y al momento se le enrojeció que parecía conjuntivitis. Por un segundo
volví a la realidad y me percaté de mis labios todos babeados y mi
expresión de imbécil. Sentí unas ganas tremendas de agarrar la pinga
eslava que tenía delante y chupar las gotas de semen que le quedaban
hasta dejarla seca, Vasia me miraba con una gran sonrisa y Marina
también, como diciéndome adelante, es toda tuya. Con esfuerzo me
dirigí a la puerta, dispuesta a retirarme. No tienes que hacerlo, me
dijo el tipo en su pésimo inglés. Miré a sus ojos, luego a su quinta
extremidad, aún erguida, salí y cerré la puerta tras de mí.
Esa noche hice que Tony me diera una cabilla espesa. El pobre terminó
explotado y seco. Al acabar se dejó caer en la cama como un lechón
muerto:
-Ayer cogí al Vasia mirándote las nalgas, se dio cuenta y me miró a mí
con el mismo gesto.
-¿Y tú qué hiciste?
-Miré a su mujer, que estaba a su lado, a ver si se había percatado de
lo que pasaba pero ella estaba en otra cosa, al parecer. Di media
vuelta y me alejé. El descarito ese me está cayendo un poco mal. Hace
falta que no se pasen.
-Déjalos que miren todo lo que quieran papito, se mira y no se toca.
Los días transcurrían sin muchos sobresaltos. En esencia cada jornada
consistía en lo siguiente: llevar a pasear a los rusos (casi siempre
por el día) y más tarde, en la casa, conversar o jugar monopolio o
dominó, o hacer cualquier otra cosa irrelevante; la comida nocturna
solía correr a cargo de mi suegra y Marina. En las salidas Tony y yo
pocas veces participamos, fueron mis suegros los que se la pasaron
haciendo de guías turísticos.
Así, hasta dos días antes del regreso a Kiev. Eran como las once de la
mañana cuando llegué de la escuela -solo había tenido un turno de
clase-. En casa parecía no haber nadie, salvo por el sonido
proveniente del cuarto donde se quedaban los rusos. Sonido que ya se
me empezaba a hacer familiar. Solté en medio de la sala la mochila que
traía y con discreción me dirigí a la habitación ruidosa. Esta vez la
puerta estaba completamente abierta y lo primero que se veía, sin
pasar, era a Marina sentada en la silla, desnuda, relajada, mirando en
dirección a la cama. Al verme tan solo me saludó con una sonrisa
cansada. Me apresuré a entrar al cuarto y ahí estaba Vasia sobre la
cama, sodomizando a Tony. Ninguno de los dos advirtió mi presencia,
estaban de espaldas a la entrada. Tony en cuatro, con la cara pegada
al colchón, masturbándose; Vasia detrás suyo, agazapado, pistoneando
con fuerza, metiéndosela hasta el cabo. Los dos gemían. Me quedé casi
inmóvil en mi posición viendo aquel cuadro, odiosamente bello. Ahí
estaba al fin lo que yo deseaba, sin embargo no me sentía satisfecha,
no me sentía bien del todo. De súbito Vasia dejó de darle pinga a Tony
y se puso a chuparle el culo y a morderle las nalgas.
Fue entonces cuando ambos cayeron en la cuenta de que yo los
observaba. Tony se puso en pie de un salto y se quedó mirándome con
los ojos muy abiertos. Vasia sonreía descarado y tranquilo. Marina
soltó un par de carcajadas, luego se hizo un silencio tenso. Eché un
vistazo a la pinga de mi novio. A la del ucraniano. Ambas se mantenían
como un palo.

Alain-Fournier: Con solo un poético relato pasó a la inmortalidad

Alain-Fournier: Con solo un poético relato pasó a la inmortalidad

Por Alicia Centelles

Saltaba al frente de sus soldados por encima de una trinchera cuando lo vieron por última vez, el 22 de septiembre de 1914. Pero ya Alain-Fournier, seudónimo del escritor francés Henri-Alban Fournier (La Chapelle d’Anguillon, 1886 – en la batalla del Marne, 1914) se había ganado un puesto más que merecido en la historia de la literatura universal.

Su novela El Gran Meaulnes, la única que pudo escribir en sus 27 breves años de vida, con su mezcla de misticismo y espiritualidad rompió por completo con el realismo y el naturalismo de sus contemporáneos.

Según refieren los cronistas de la época y el propio escritor en su epistolario, la inspiración para su obra fue su encuentro con la bella Yvonne de Quiévrecourt, a quien conoció en 1905, cuando Fournier tenía 18 años. En la tradición de la más auténtica novela romántica la siguió hasta su casa y volvió repetidamente, hasta que nueve días después ella le sonrió desde una ventana. Al día siguiente él la siguió a la iglesia, y al concluir la misa ella le dijo su nombre y le pidió que no se acercara más, pues estaba comprometida.

Exactamente un año más tarde él volvió a la calle donde la había visto por primera vez, pero Yvonne ya no estaba allí. Como le escribió Fournier a su amigo (y más tarde cuñado), Jacques Rivière: «Ella no vino. Incluso si lo hubiera hecho, no habría sido la misma muchacha”.

Al año siguiente, Fournier volvió a suspender los exámenes para ingresar en la Escuela de Literatura; para colmo, también supo que Ivonne se había casado.
Ocho años después de aquel primer e inolvidable encuentro, volvieron a reunirse gracias a la hermana de Yvonne. Ya ella era madre de dos niños, y el joven se convenció de que su amor era imposible. Se separaron para no verse jamás.

Fournier tuvo relaciones con otras mujeres; una de ellas, Jeanne Bruneau, una costurera, le sirvió de modelo para el personaje de Valentine, de su única novela. Incluso, contrajo matrimonio con la hermana de su amigo. Pero el recuerdo de Yvonne lo acompañó siempre. Atormentado por su memoria, escribió poemas y ensayos que fueron publicados bajo el título de Los milagros.

Meses antes de desaparecer en combate, en 1914 (eran los días de la Primera Guerra Mundial),  Fournier había comenzado a escribir otra novela, titulada Colombe Blanchet, que quedó inconclusa porque tuvo que incorporarse al ejército en el mes de agosto. Murió en septiembre, en vísperas de su cumpleaños 28.

Su cadáver permaneció sin identificar hasta 1991, cuando fue enterrado en el cementerio de Saint Remy la Colonne.

 

Un poético relato sobre la adolescencia.-
El tema de El Gran Meaulnes es el difícil y apasionado ingreso de la adolescencia en los primeros rigores de la madurez, todo ello en un mundo de ensueño recreado poéticamente gracias a un maravilloso poder de evocación.

En la gris existencia de provincias, sus personajes se enfrentan a solas con sus sueños de evasión y aventura. Son figuras inolvidables el joven Meaulnes, con su perseverante sentido común; Franz, de un idealismo demasiado apasionado, y el hijo del maestro, que narra los acontecimientos de esta fascinante novela publicada en Cuba hace ya algunos años.

Sin temor a equivocarse se puede afirmar que el adolescente cuyas aspiraciones y sueños describe el autor, es su propio álter ego. Una foto de Fournier adolescente lo muestra tal como se aprecia en su correspondencia con su amigo Rivière: un joven generoso y anhelante, con una existencia enriquecidHenri-Alban Fourniera y dramatizada por las incertidumbres coetáneas, la avidez y la tristeza con que había entrado en la vida, la resignación a las cosas y el temor a la exclusión de una parte del mundo al encerrarse en una fórmula de serenidad de tipo intelectual.

El Gran Meaulnes se editó por primera vez entre los meses de julio y octubre de 1913 en la Nouvelle Revue Française, y luego se presentó en forma de libro. Aunque no recibió el prestigioso premio Goncourt, para el que estaba nominada (le fue concedido ese año a Gente de mar, de Marc Elder), esta pequeña obra maestra, cuyas descripciones están envueltas en una brumosa melancolía, pronto se convirtió en un clásico tanto en Francia como en el extranjero.

Constituye un delicioso relato sobre la adolescencia y su espíritu de aventura, basado en los propios recuerdos de Alain-Fournier, y es un texto de obligada referencia cuando se habla de narraciones sobre el despertar al amor, los celos, los míticos mundos interiores  y la rebelión contra la monotonía de la vida.

Para conocer más a Jamila Medina

Para conocer más a Jamila Medina

Por Joaquín Borges-Triana

En el actual panorama de la literatura cubana, una de las voces que más respeto es la de Jamila Medina. Ella se mueve con idéntica soltura por los caminos de la poesía, la narrativa y el ensayo. Su proverbial capacidad de trabajo le permite desempeñarse tanto en el magisterio como en la edición. A propósito de la autora de libros como País de la siguarayaDiseminaciones de Calvert Casey, Ratas en la alta noche oHuecos de araña transcurre la siguiente entrevista realizada por Yailuma Vázquez a su otrora compañera de clases en las aulas de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana y que viese la luz en la revista digital Hypermedia Magazine.

Habitando el país de la siguaraya

Por Yailuma Vázquez

Cuando hace más de quince años conocí a Jamila Medina Ríos en un aula de la Facultad de Letras donde ambas éramos estudiantes, no podía imaginar la amistad que nos iba a unir desde entonces. Tampoco imaginé, mientras esperábamos formar parte de algo más grande que nosotras mismas, que esa chica rara —me refiero a la categoría descrita por la escritora española Carmen Martín Gaite: la chica rara entra dentro de una tipología de personaje femenino que rompe de a lleno con la tradición literaria anterior—, siempre caminante, siempre espacios afuera, iba a conseguir cavar un hueco de araña en la cultura de este espacio movible, en la arenilla de esta isla desaparecida a ratos. Sin embargo, lo ha hecho.

Las largas amistades también son viajes; es difícil comenzar a preguntar lo que ya sabemos o intuimos que sabemos. Por eso esta entrevista se siente también como un monólogo interior, una conversación que entre las dos construimos sin que se deslinde claramente quién tiene el deber de preguntar o de responder.

A menudo los escritores se jactan de su enorme capacidad de trabajo y de su disciplina. Para muchos, escribir es una labor que lleva tiempo, ejercicio, entrenamiento. Yo jamás he visto a Jamila teclear una oración o un verso. Solo veo noticas suyas por todas partes, talladas en letra minúscula —patas de araña—: recibos, papelitos de colores… Dentro de algunos años, es posible que se establezca una polémica sobre la autoría en su obra. Para evitar el malentendido es que hago esta primera pregunta:

¿Cuándo escribes? ¿Qué necesitas para hacerlo?

Me impresionan quienes esgrimen una rutina ante preguntas así. Aunque soy fan de las madrugadas, no tengo sistema. Puedo escribir o leer en una guagua andando, y apostada en cualquier sitio no necesariamente bucólico ni apacible (ser anónima es la armadura perfecta, como si estuviera debajo de un mosquitero).

En la casa zafo el teléfono fijo, apago el celular y prefiero estar sola. Si hay alguien rondando, no quiero que me mire ni que me hable y mucho menos que lea por encima de mi hombro (casi nunca enseño lo que aún no tiene punto final). Tampoco resisto la televisión encendida o tener algo por hacer (aunque justo entre “tareas urgentes” la escritura puede presentarse, como la mueca del estudiante que se sienta al final del aula en el repaso para el examen extraordinario, y prefiere leer un libro cualquiera mientras finge resumirlo todo en una hojita suelta. Es como decidir masturbarse cuando se nos está haciendo tarde para llegar al trabajo. Una pataleta de autoafirmación).

La Jamila manuscrita no es la única. Tengo un montón de libretas comenzadas o repletas de jeroglíficos y tachaduras, y agenditas y papelitos que voy guardando entre sus páginas o en el libro que estoy leyendo. También gloso los bordes de lo que leo y utilizo las páginas de cortesía de cualquier volumen para anotar datos curiosos o escribir poemas completos.

Paralelos a esa maraña, pululan en mi teléfono noticas, versos o ideas sueltas; y en el disco duro hay una batería de words y txts, a veces solo abiertos para escribir un título, un índice, o las secciones de un libro probable. Cuentos y ensayos (muchos plagados de notas al pie) son hijos naturales de la PC, como casi todos mis poemas en prosa.

Con mi poesía tengo un pensamiento atávico: cuando la releo, recuerdo si la escribí a mano (pasando el texto de una hoja a otra, tachando y cogiéndole el ritmo) o si fue tecleada en la laptop, o pensada a partir de intertextos. Ahí donde predomina el intelecto o en los que tecleé desde su origen, siento mucha menos vibración emocional, como si su cerebralidad dejara fuera una alta nota que busco y solo a veces creo alcanzar. (Majaderías, rezagos de la edad analógica).

Tu obra recorre un amplio espectro. Aunque es fundamentalmente poética, has abarcado la narrativa de ficción —Ratas en la alta noche (Malpaís, México, 2011)— y también el ensayo —Diseminaciones de Calvert Casey (Letras Cubanas, 2012)—. ¿Piensas el ensayo como un modo de expresión personal? 

Ensayar es como remontar un puente (o mejor, una montaña rusa con todo y el salto en el estómago). Cohabito (copulo) con esx que elijo rescribir, y sobre todo con sus obsesiones, donde pesco o proyecto las mías (así: muerte, eros, política, liberación…).

En la (pos)crítica de cine, arte o literatura —lo que más practico, al paso y compelida por revistas o amigos—, pespunteo un discurso que enhebra y asume la voz/faz de su objeto de deseo, como encarnándolo o dejándome montar por su espíritu. Estos hábitos suelen hallar resonancia en el sujeto autoral del que se quedan prendidos o prendados (¿maniatados?), pero pueden ser menos productivos en relación con aquellxs en quienes debieran avivar el antojo de un acercamiento.

Lo confieso: no me importa; mi ensayística busca ser, ante todo, un coloquio de tú a tú con el pensamiento y el discurso de quien interpelo, apropiándome de sus máscaras (en una especie de puesta teatral). Mis textos se sustentan en una mirada cómplice, porque los hago primero para mí y en segundo lugar para esx que halagó mi inteligencia (o viceversa); si de paso abro también el apetito de tercerxs, pues qué suerte, pero no me impongo la crítica como virtud o servicio, sino más egoístamente, como creación y gozo, una performance.

La emprendo —para qué mentir— como una alquimista golosa y coqueta: por gula, por morbo, por seducir al objeto de estudio que me sedujo, por empatía, por el regusto de desencriptar (craquear, religar asociando) las fuentes que se entremezclaron en un texto…. De ahí que no cultive tintes acérrimos, ya porque siempre me cautiva algo hasta en la creación más “funesta”, o ya porque, si voy a escribir, prefiero hacerlo de lo que me guste mucho (eso que me hala la lengua).

¿Por qué has dejado a un lado la ficción?

Narrar —como ensayar— me exige más dedicación, un esfuerzo de método y estructura. Entre el magisterio y la edición llevo una década deseando mudarme a Castalia para no hacer más que investigar.

Durante ese tiempo, presa en los matorrales de lo que se espera de una (en la academia, en sociedad, en el mundillo intelectual) me he obligado a parir (sin obviar el disfrute que hayan significado) dos tesis, un montoncito de reseñas o ensayos, algunos paneos por los Años Cero y un policiaco por encargo. A los poemas los he tenido que enlazar a veces (cosa que siento cuando los remiro), pero habitualmente (a)fluyen.

Tengo por ahí (entre libretas y txts) dos proyectos de libros de cuentos y un par de bocetos de novela. ¿Miedo a un género en que no me he ejercitado? ¿Falta de tiempo y disciplina o simplemente que no he estado de ánimo para volver a narrar? Todo a la vez.

Justo hace poco he estado resucitando uno de esos monstruos durmientes. A ver si lo escribo, a ver qué pasa.

Cada libro de poesía de los que hasta el momento has publicado tiene una concepción que lo diferencia de los anteriores. Es posible delimitar temáticas y búsquedas, experimentaciones distintas en cada caso. Por ejemplo, en tu primer volumen, Huecos de araña (Unión, 2008), es fácil intuir que se trata un poemario que juega ampliamente con lo intertextual, sobre todo con referencias grecolatinas. 

Los Huecos… son una sombrilla que enmarca ocho años y dos lugares de enunciación (Holguín y LaVana), dos inicios de carrera y una travesía completa (de Socioculturales a Letras pasando por Teología), junto al bregar por amores y amoríos.

La intertextualidad explícita y tales referentes vienen convoyados con los contextos de vida y estudio en que me movía en los 2000 (los libros que leí por placer u obligación; mis deslumbres de entonces; el regusto por las etimologías, la filosofía y los mitos, acendrado en la Facultad de Artes y Letras). Creo que es una especie de empacho que muchos de los escritores-filólogos traslucen en sus óperas primas y más allá.

Curiosamente —si lo pienso mejor— ese no es el primer libro que armé; aunque publicado luego, puede que Ratas en la alta noche estuviera terminado antes que Huecos de araña; y ambos son bien polifónicos. También puede que mi modo de conducirme respecto a las fuentes que entremezclaba fuera —visto así— más inocente (en el sentido de menos malicioso) y más ostentoso; o sea, menos macerado o digerido.

En cualquier caso, seguí trabajando con y sobre la intertextualidad —porque de eso van (desde la lingüística o la literatura) mis repasos de Calvert Casey y Nara Mansur.

Primaveras cortadas asume la voz de mujeres suicidas y heroínas míticas, a la par que abunda en revoluciones abortadas por doquier; mientras, Del corazón de la col y otras mentiras entra en lo suyo lo mismo a través de conquistadores o poetas místicos que de diosas, princesas o asesinas; y Anémona se hace eco de la crítica feminista y se emparienta con los manuales de botánica o de especies marinas.

Uno de mis textos preferidos de Huecos de araña (probablemente el más publicado), sobre cuya hechura y sentido tuve que volverme hace poco —obligada por el inquisitivo escritor y traductor austriaco Udo Kawasser—, se opone in situ al paradigma escritural del libro: dinamita —o eso quiere— el abrazo del autor con la multivocidad, propone salir al ruedo con “una cabeza por fin descoronada” de lo ajeno.

Sin embargo, (est)ética o autosuficiencia aparte, ¿es posible cancelar así “Langustia” de las influencias? ¿Es posible hablar/pensar sin ser herederx de nada ni nadie? ¿Con qué símbolos?

Más que defender una especie de ascetismo o un estilo solipsista, este texto nació en cuarto año de Letras, de uno de esos exámenes en que debíamos leernos un sinfín de ensayos para opinar citando a los críticos; en el trasfondo (pasados aquellos semestres felices de asignaturas convalidadas, en los que tecleé unas cuantas Ratas…), yacía mi sordo rencor contra los deberes que no me habían dejado —creía yo— escribir de o desde mí (una avanzadilla de lo que me pasa hoy, cuando edito y lo disfruto pero sufro a mi vez, impedida de llegar, entre la selva de pendientes, a mis propios libros).

Cuando gané el David y me preguntaron de qué iba aquello, elucubré que los Huecos… no eran solo los habitáculos del patio de casa de mi abuela, sino esos agujeros negros sobre los que bailamos como en una telaraña, intentando ser nosotros mismos, sin que nos abduzcan la familia, los amores, nuestros escritores favoritos o el país, el sexo y la herencia que nos tocaron en suerte.

Con el tiempo, mi negativa (mi actitud defensiva) ante esos boquetes de los que salían voces que no deseaba escuchar, dice más de mí que lo que habría imaginado, pues una de las dominantes de mi literatura ha venido a ser la intertextualidad, la apelación a lo(s) otro(s), gozando por suerte de la potestad de elegir mis compañeros de asiento.

Como has mencionado, en Primaveras cortadas (Proyecto Literal, México, 2011) hay un tema central que tiene que ver con intentos abortados. ¿Propones que las revoluciones fallidas y las pérdidas, en sentido general, son una metáfora de la existencia?

Lo pensé como un libro enfocado en la fuerza (imantación, seducción) que ejercen las vidas y los procesos políticos/filiales/amorosos que no se agotaron en su devenir, sino que sufrieron una interrupción y, por tanto, no desgastaron su simbolismo, más bien lo dejaron en una especie de fermento concentrado del que muchos han bebido y aún van a beber hoy, con devoción y empalago.

Jóvenes mujeres suicidas, revoluciones abortadas, despedidas que congelaron e idealizaron un amor o un lazo familiar… No me atraía la idea de la pérdida o de lo fallido en que estuvieron implicados, sino más bien el frenesí de lapsus intensamente vividos, llenos de significado (y vitalidad, y belleza, y juventud y, por qué no, utopía).

Todavía me pregunto si es el corte mismo (en retrospectiva o como sombra que acechara y empujara a los actores a ser de cierto modo) lo que los hace tan vibrantes; o si es su carácter cerrado en medio de su esplendor lo que nos/me hace interpretarlos así; o el idilio (el morbo, la nostalgia) del espectador por el pasado y los muertos… lo que los dota de ese inquietante poder simbólico.

No es que escribiéndolo encontrara una respuesta; en Primaveras…, además de mi incomprensión sobre las dinámicas que matan el amor, viven mi fervor/pavor por ese engranaje desgastado (desemantizado) que todavía hoy se hace llamar Revolución cubana y pervive (ya para siempre incumplido) mi viejo y romántico deseo de morir joven. Son perspectivas. No niego lo que ves allí; sin embargo, siendo que entre mis frustraciones está la no aceptación de los finales, el no saber despedirme, Primaveras… dibuja para mí la ilusión (ese géiser) de los primeros años, del primer escalofrío, del último grito de guerra.

En Anémona (Sed de Belleza, 2013; Polibea, Madrid, 2016) se funden tres grandes temas: sexo, muerte y liberación femenina. Lo que Julia Kristeva ha definido como la “irrepresentabilidad” (es decir, el afán posmoderno de definir de un modo nuevo, a través de la exacerbación de lo obsceno, lo pornográfico y lo escatológico) encuentra un espacio privilegiado en este libro. ¿Con esos recursos germina un discurso de la liberación?

Saliendo del bosque de Primaveras cortadas (donde muerte y caída tienen el protagónico) quise probar algo más suave (léase menos dolido), entrar en una especie de discurso líquido que congeniara con las mareas oceánicas como con los fluidos femeninos y fuera menos ríspido o frontal o chillón o plañidero, menos quejoso y furibundo.

En principio, no me dispuse a un libro contestatario ni feminista, sino a algo más embebido en y pagado de sí, como una galaxia flotando en pleno cosmos, como un archipiélago happy paseando sin prisa a la deriva, sin amarras o rencores, sin medias tintas.

El libro reposó un par de años, fue mencionado en el Premio Calendario, la poeta y editora Isaily Pérez lo quiso para Sed de Belleza y fue así que pulí, restructuré, sumé y resté, al tiempo que me convencí de subrayar su veta militante. De ahí quizás que no pocxs lo vean como un poemario disparejo, atonal; mientras otrxs lo prefieran por sus sobresaltos.

Entre caminos y veredas, el subalterno (sin disquisiciones sobre lo que la libertad es o sobre si finalmente es) puede hallar su liberación excavando en el espejo, dinamitando los discursos que le devuelven/endilgan un retrato-jaula de sí. La representabilidad (aunque vaya corriendo sus márgenes) pasa por el canon (blanco, occidental, heteronormativo) incluso en el ámbito de lo pornográfico: donde entre la diversidad hay una producción mayoritaria destinada y pensada desde el hombre y para él.

A estas alturas puede parecer demodé articular un desmontaje de los estereotipos genéricos poniéndonos en guardia sobre la planificación familiar y las prácticas sexuales o de acicalado; sin embargo, las categorías de lo bello, lo vulgar, lo moral, lo sofisticado, lo natural siguen rigiendo al valorar/modelar la imagen y los imaginarios de las mujeres contemporáneas.

Creo que la otra corriente que atraviesa el libro (su intención primigenia) es más liberadora, porque no se identifica por oposición a, no se defiende; más bien explora su cuerpo de nanadora y nadadora (incluidos los menstruos y la gelatina vaginal), entrando a especular en los intersticios de lo que cree que es (armadillo, anémona), de lo que le han dicho que es (hueco de araña, corazón de la col), de lo que pretende ser (liquen, sargazo, hongo).

¿Muy metafórico como para ser instrumentalizado, convertido en lema o bandera? Mejor así.

No me parece que Del corazón de la col y otras mentiras (Sureditores, 2013) haya sido muy atendido por la crítica… Sin embargo, hay lectores que lo prefieren. ¿Qué significa para ti ese poemario?

Como La gran arquitecta (Legna Rodríguez, 2014) que pertenece a Hilo + hilo (2015) o Balada del buen muñeco (Oscar Cruz, 2013), que es parte de La maestranza (2013), Del corazón de la col y otras mentirases un poemario incompleto (más específicamente, un libro de amor incompleto, que pensé acompañar de una camarilla de hombres suicidas). La culpa la tuvo el concurso Wolsan, que premiaba solo 30 cuartillas.

Son un puñado de textos expurgados de algo que nunca he terminado de escribir o publicar y que, siendo una monografía de tema tan resbaladizo, ha tenido sus nombres cursis: “Novios del mediodía”, “La casa de los novios”, “El arte carnal…”, como un poema que extraje del cuaderno premiado y que solo consta en una revista Amnios y en mi antología Para empinar un papalote (Casa de Poesía, San José, 2015).

La mención probablemente me salvó del desastre de publicar un libro más voluminoso y únicamente de amor, para (con suerte) terminar copiada y recopiada en aquellas libretas adolescentes entre los románticos que sabemos y otros anónimos conocidos (¡qué lástima!, y, ¿existirán todavía esas libretas?). Como todo lo que no tuvo punto final (o linda con lo biográfico), ese libro todavía me persigue, y ahora mismo estoy en peligro de mostrar un poco (pero no muchas mentiras) más de ese pastel, tentada por la editorial Amagord.

Con Del corazón… (que tiene hasta dedicatoria) me siento como en uno de esos sueños en que vamos desnudos por la calle sin hallar dónde meternos ni con qué taparnos. Hay un juego de espadas pasión vs. razón, feminismo vs. feminidad, abandono vs. posesión/rebelión, corporalidad fáctica y contemporánea vs. tradición, que resuena entre los propios textos, y más al enfrentarlo a la Anémona militante (donde hay asimismo zonas contradictorias).

De la recepción, tanto sé de quienes lo han devorado y marcado como de otrxs que no quisieran verlo ni en pintura. Es un libro sobre lo difícil ya no solo de amar o de escribir de amor, sino de hacerlo en tiempos tan mordaces, sin inocencia, con tanto machismo y feminismo pesando sobre los hombros (y tantos referentes shakespeareanos, corintelladescos, hollywoodenses, y sus respectivas deconstrucciones y más, hablándonos al oído).

La voz hace equilibrios sobre esos acantilados, demuele unas estructuras del amor tradicional y refuerza otras, mientras busca resonar en ese al que iban dirigidos los poemas… Como sin querer queriendo. En todo el poemario late tal contradicción (que se parece a la incertidumbre de los que aman).

La nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, en su ensayo Todos deberíamos ser feministas, se refiere a la necesidad de que se hable del tema a pesar de las etiquetas, porque lo que se necesita es cambiar, a través de la educación, cómo entendemos y vivenciamos el género. Escribe esta autora: “¿Por qué usar la palabra ‘feminista’? ¿Por qué no decir simplemente que crees en los derechos humanos o algo parecido? Pues porque no sería honesto. Está claro que el feminismo forma parte de los derechos humanos en general, pero elegir usar la expresión genérica ‘derechos humanos’ supone negar el problema específico y particular del género. Es una forma de fingir que no han sido las mujeres quienes se han visto excluidas durante siglos. Es una forma de negar que el problema del género pone a las mujeres en el punto de mira. Que tradicionalmente el problema no era ser humano, sino concretamente ser una humana de sexo femenino”. ¿Qué piensas de este asunto?

Quiero creer que reacciono ante todo o ante casi cualquier tipo de discriminación, estando incluso en guardia contra la que puede provenir de mi intolerancia frente a hábitos o actitudes X.

Al feminismo, no lo he paneado como tú, teóricamente, y me he negado a veces a que me encuadren en él, al igual que rehúso que me peguen otras etiquetas, siempre queriendo creer que soy más un proceso que una persona “hecha y derecha”.

Pero está claro que las cosas deben ser llamadas por su nombre cuando se trata de derechos transgredidos, vivencias y marginaciones históricas concretas, con siglos de conductas estereotipadas y normadas de acumulación, todo lo que a su vez (co)varía en contexto, al sumarse a los hechos otros rasgos de esas “humanas de sexo femenino” que nos preocupan (muchos compartidos con los “humanos de sexo masculino”, si bien vistos con otros prismas en ellos).

Me refiero, por ejemplo, a pasar de los 35 años sin haberse casado ni parido, a ser o no madre soltera, a asumirse o no hetero, a estar gorda o flaca, a lucir o no “buen cuerpo”, a ser habanera o “palestina”, a tener de congo y de carabalí, a escribir narrativa o poesía, a “gozar” o no de horario abierto, de doble jornada y poco jornal, a teñirse o dejarse (ver) las canas, y a ser, por añadido una mujer “susceptible”, “idealista”, “intelectual” y “feminista”… ya en la Conchinchina o en la Cuba de hoy.

Cada rasgo complejiza el entramado (sin entrar en las dinámicas familiares ni en meollos como los de tener o no —más que cuarto— casa propia, los padres vivos pero enfermos, ser hija única o la única hembra entre varios hermanos, etc., etc.).

En Anémona bojeé, junto a otros asuntos espinosos, esa malla o nata vital de quien lleva el rol de “cuidadora”: “Nanadora. Acunadora. Sanadora. Vaina”; “[l]a madre del hijo, la madre del padre, la madre del esposo, la esposa de la madre. La pareja. La emparejada en la pareja. La de orejas cortadas”; sin ser concluyente ni objetiva, fui del “Déjate hacer. Dejarse hacer. Dejarse ser” a la invitación a transmutarse en hongo, para diseminarse por doquier “que existan otras formas de vida”.

No es por caricaturizarlo, porque es mi propia agonía, pero lo mejor es reírse un poco de ello. Vivir el feminismo dentro de la pareja puede ser una labor como de espía verdaderamente agotadora, más si se crece queriendo ser una eterna chiquilla a la par que comportándose como una madre retadora, o soñando ser deseada a la vez que admirada. Se está en vilo, en una continua suspicacia sobre qué y cómo te lo dicen, sobre si te dan la mano al bajar de la guagua o si dar un saltico atlético al tirarte, sobre quién friega cuando es más divertido pintar las paredes, sobre quién para o paga el taxi (y todo lo demás); nos debatimos entre odiar cocinar y querer que te elogien la comida, entre desear que te regalen una florecita y el vade retro a los ramos de los actos públicos, entre poder con todo y no querer hacer nada sola (entre liberalismo e incertidumbre, entre independencia y susceptibilidad).

Bajarse de ese tren y amoldarse a los estereotipos podría parecer más llevadero, pero no es lo mío. Lo esencial sería conducirnos con agudeza para devenir dueñas de nuestro tiempo y de nuestros cuerpos, actos, palabras, sentimientos, sin vivir permanentemente furibundas ni parapetadas como guerrilleras.

Fluir (dejarse ser e incluso dejarse hacer…): reaprender el recibir; el ser bellas, frágiles o sensuales (si cabe, si nos late); y entrelazarlo con el batiburrillo de rasgos que más nos plazca.

Tan normativo puede ser el machismo como el feminismo, si nos pauta no permitir nunca que un hombre invite, cargar estoicamente con nuestros bártulos (y hasta con los de él), evitar que nos cedan el asiento, trabajar más que nadie (en los frentes “masculino” y “femenino”) o educar a los hijos en la reticencia al padre.

Una de las razones de mi feminismo (y de mi rechazo a otras discriminaciones) es que me saca de las casillas que nos encasillen. De ser en cuerpo de mujer, me gusta, por ejemplo, lo inclusivo, lo abierto a la exploración; cuando se ha peleado tanto porque se expandan y liberen las posibilidades de elección, sería de locas constreñirlas.

Habría acaso que hallar una utópica tercera vía… Porque (como en la sexualidad o en el arte) al definirnos por oposición, entre lo blanco y lo negro, nos perdemos demasiadas gamas de color.

Tu último libro, País de la siguaraya (Letras Cubanas, 2018) recientemente presentado en la Feria del Libro de La Habana, es un libro de viajes estructurado mediante poemas en prosa altamente narrativos. Creo que es además un libro de amor, de uno que no está frustrado o fallido: de un amor feliz que se extrapola a la vida. Es un libro muy reflexivo también, desde el punto de vista existencial.

Como Huecos…, País de la siguaraya me ocurrió en un arco temporal: 2012-2016. Al comienzo me seducía su aire agreste, de reflexión y observación contenidas (constatable en la tríada de textos que publicó La Gaceta de Cuba en 2012). Luego ese tono se mistificó, y la intención de juntar poemas que recorrieran la Isla de cabo a rabo se parcializó con mis estancias entre LaVana y Matanzas, justo porque sobrevino (como espacio-tiempo de cruce inevitable) ese amor que dices (permeando todo al paso, reabriendo el libro a la tempestuosa emotividad acostumbrada).

Los textos sí dibujan allí una lucha: viajes de ida y huida buscando un centro (o asidero) en ese amor, todavía animados por exploraciones en compañía, camino del país o al rencuentro de fragmentos de paisajes vitales interiores.

El primer texto que escribí (“Almendares-Mariel”) era una larga remembranza o mise en abyme que formaba parte de un cuento todavía inédito. Es decir, que me hallaba escribiendo algo de ficción y la realidad (de un paseo con mi padre) irrumpió de tal modo (en un tono tan discerniblemente distinto) que tuve que desgajar aquello y darle cuerpo aparte.

¿Espiga madura, madurada? ¿Anuncio del peso de la edad? Primordialmente, contumacia: ganas de vagabundear, de (ad)mirarlo y devorarlo todo; de auscultar el cuerpo moral y geográfico del país, como quien lo prepara para una inhumación: un bojeo morboso por sus pústulas y llagas (de niña que toquetea con un palo a un animal caído, con ínfulas de que se pare y luche).

Y ganas también de repasar mi historia (husmeando entre fotos de la infancia); necesidad de detenerse y observar lo desandado, sopesar el propio cuerpo (físico, espiritual) que nos trajo hasta aquí (sus blanduras y callosidades, sus cegueras, fobias y malformaciones: sus “mentiras favoritas”, como dice Sandra Ramy), para entender dónde pisamos entre las galerías o carrileras del yo (si es que todavía pueden pronunciarse, tenerse, dubitaciones del tipo “quién soy” o “adónde voy”).

El país es el pretexto: el país soy yo que viajo a través mío, y a través del otro intentando llegar a mí; aunque todo puerto se aleje como en un mal sueño, aunque sean búsquedas carentes de sentido si se emprenden creyendo en el origen y no en la travesía, sin entender que lo que queda es saborear el paseo…

Para finalizar, quiero preguntarte qué constantes o prácticas escriturales recurrentes crees que son propias de tu generación. Y cómo se siente pertenecer a ella. 

De tan trillado en conferencias, revistas, entrevistas, ensayos y antologías, no veo qué podría añadirse sobre esa que Aram Vidal llamó una vez “de-generación”. Por complacerte, seré enumerativa, contrastiva y anafórica (para de paso usar algunos procedimientos que los marcan a nivel formal):

¿des-territorializados?, des-naturalizados, ¿des-memoriados?;

des-cubanizados y cubiches al punto de actualizar las mambisadas y des-automatizar la retórica revolucionaria;

velociraptores: consumidores intertextuales e intermediales natos;

cultores de jergas (g)locales;

arqueólogos testarudos de lo que sea;

hijos y padres de medios y espacios alternativos;

amargos y lúdicos, escatológicos y des-dramatizados, anticanónicos y antiépicos, dis-tópicos y aun utópicos;

transgenéricos, performáticos, paródicos, epigramáticos, fragmentarios; observadores sarcásticos y filosóficos, actores libidinosos, lectores exhibicionistas, (falsos) escritores autobiográficos, panlingüísticos y palimpsestuosos… como la web.

Excepto por los amigos que quiero a toda costa y otros congéneres cuya obra admiro, no tengo ninguna sensación particular de “pertenencia”, orgullo generacional ni bandera estética que alzar en este punto. Llegamos después de unos y otros ya están en camino de diferenciarse de esa sombrilla bajo la que nos reúnen.

Existieron Espacio Polaroid y su “liberatura”, La caja de la china, 33 y 1/3, TREP, Desliz; sigue en pie La Noria y andan por ahí El Estornudo y El Oficio… pero no hemos hecho por tener sostenida ni monocromamente lo que antes definía a generaciones y movimientos artísticos: líder o manifiesto, estética ni publicación señeras.

Aunque para ser exactos sí ha habido voluntad —más bien postrera, posterior a la de compiladores extranjeros y extemporáneos, casi siempre nacida de un pedido que busca visibilizar algo más que los hallazgos literarios de los Años Cero— de juntar en volúmenes y dossiers, acá o acullá, lo más “granado”, la “flor y nata” de la hornada.

Pienso en antologías orquestadas por Lizabel Mónica, Orlando Luis Pardo Lazo, Oscar Cruz, Jorge Enrique Lage, Gilberto Padilla, Duanel Díaz, Anisley Negrín, José Ramón Sánchez, Ángel Pérez, Javier L. Mora y hasta por mí, varias de las cuales hacen declaraciones prescriptivas sobre la escritura cubana hoy.

No es por miedo al qué dirán (siquiera por terror a lo que queda inscrito, aunque también), pero me gustaba más cuando estábamos en lo nuestro, sin atacar a nadie ni predicar sobre ética o estilo, y sin sed de empoderamientos simbólicos o de otra laya. Espero que esas páginas preceptivas no digan la última palabra sobre lo que somos o hemos sido, ni sean lo más cacareado por las historias de la literatura cuando de “nosotros” se trate.

Tengo mis favoritxs de todas las épocas entre lxs escritorxs de la Isla, claro está; sé qué me gusta y por qué, como sé lo que quiero o sobre todo de lo que no quiero escribir (hasta hoy). Sin embargo, no me interesa embarcarme en la aventura de pautar la creación de los demás ni de trazar políticas culturales. Quiero ser lo más libre posible al escribir lo que me dé la gana. ¿Cómo normar en otros lo que no toleraré conmigo?

Como en la práctica del feminismo, si hubiera un rasgo distintivo por el que apostar, me gustaría pensarnos anti-dictados, sin uniforme, llevados por aquel promisorio retintín que decía: “somos pioneros exploradores…”, o lo que es lo mismo: caminando al ritmo del primer pasito de baile de Neil Armstrong en la luna (bamboleantes al probar a ser fuera del cerco de la gravedad); desprejuiciados, en fin, para asumir cualesquiera de las “forma[s] de las cosas que vendrán” —a la manera jacarandosa del Wichy.

Tomado de Hypermedia Magazine,

https://www.hypermediamagazine.com/entrevistas/habitando-el-pais-de-la-siguaraya/

Charles Bukowski: Un perro venido del infierno

Charles Bukowski: Un perro venido del infierno

Nunca tendré palabras para agradecer el trabajo que, en aras de que los ciegos disfrutemos de pleno acceso a la lectura, realizan instituciones como el Centro Cultural y Recreativo de la ANCI, ubicado en 41 entre 80 y 82, Marianao, La Habana, la Fundación Braille del Uruguay, radicada en Montevideo, y las casas editoriales que la ONCE posee en Madrid y Barcelona. Ahora, mis buenos amigos del Centro Bibliográfico y Cultural de la organización de invidentes españoles me han hecho llegar desde la capital de dicho país europeo un excelente libro titulado La vida de Charles Bukowski, una pormenorizada biografía escrita por Neeli Cherkowski y que retrata la existencia de quien fuera considerado como maestro de la provocación literaria en los treinta años transcurridos entre la década de los sesenta y la de los noventa.

Mitificado en todo el viejo continente en virtud de su brutal actitud ante eso que llamamos vida y que Oscar Wilde calificó de terriblemente deforme, en Estados Unidos sólo los poetas marginales del «Meat School» norteamericano reconocieron su talento especial para detectar la belleza allí donde ni siquiera existe. Pese a haber sido denostado e incomprendido en su tierra adoptiva, nunca quiso marcharse de Norteamérica. Total, en ningún sitio se encontraba a gusto, condenado como estaba a un perpetuo exilio interior. La máquina de escribir fue su único aliento y consuelo, al punto que llegó a decir: “Si me entierran háganlo junto a mi máquina de escribir; sólo me sé defender con ella”.

Así fue que nos legó sus relatos cortos y sus poemas, especie de soeces soliloquios que salen de muy adentro. Hay en ellos una carnalidad descarnada y ¿por qué no? Un alma desnuda que –a través de una literatura provocadora y sórdida, cargada de gran emoción y sentimientos— está pidiendo a gritos cobijo. En varias de sus obras, utilizó a un personaje llamado Henry Chinaski, a modo de “alter ego”. Era una forma rápida y eficaz de mantener a raya sus obsesiones, típicas de alguien con un peculiar sentido del humor, conocido por sus reiteradas provocaciones que, al igual que mostraba en sus textos, le granjearon las iras de muchas feministas y las simpatías de jóvenes lectores, atraídos por su fama de “transgresor”. Como ha indicado el crítico e investigador español Carlos Fresneda:

“Bukowski convirtió su propia historia en un poema etílico de rima sincopada. Prefirió novelar su intensa y alucinógena experiencia antes que caer en la trampa literaria de la no-vida.” (1)

Mi primer contacto con la obra de Charles «Hank» Bukowski (un creador con dos fantasmas recurrentes: el alcohol y las mujeres) lo tuve allá por fines de la década de los ochenta. Tratábase de un libro de relatos, editado por Anagrama bajo el título de Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones y la máquina de follar. De aquel material todavía recuerdo cuentos con nombres tan sugerentes como «Quince centímetros», «Cuantos chochos queramos», «Un coño blanco», «¡Violación, violación!» o «La máquina de follar», todos escritos en un marcado tono autobiográfico, un elemento que tipifica la producción tanto en prosa como en verso del escritor.

Nacido en 1920 en la ciudad alemana de Andernach, Bukowski era hijo de un soldado norteamericano al que habían ubicado a servir en una unidad militar estadounidense en Europa tras la Primera Guerra Mundial. Cuando Charles había cumplido dos años, su familia se trasladó a los Estados Unidos y se instalaron en Los Angeles, donde transcurrió su infancia y adolescencia. En ese período vital para la formación de cualquier individuo, los modelos educativos de que dispuso fueron los de un padre autoritario y una madre sin carácter. Al referirse a dicha etapa, su biógrafo, Neeli Cherkowski, ha afirmado:

«Era un niño solitario y taciturno. (…) Cuando Hank cursaba el primer curso de enseñanza secundaria, con quince años (ya), consideró la perspectiva de ser escritor». (2)

Muy temprano Charles buscó en el alcohol el alivio de lo que para él era un horror familiar. Comenzó a beber de niño, con apenas trece años recién cumplidos. Se dice que el padre nunca renunció a su idea de una educación fuerte y por ello, de manera continua golpeaba al chico, que cada vez con mayor frecuencia llegaba a la casa borracho. Sólo gracias a los efectos del alcohol pudo soportar el trauma del contexto que le rodeaba. Bebía para olvidar, y también para que le olvidaran. La leyenda cuenta que además su adolescencia fue atormentada por un acné que le ocasionaba forúnculos, los cuales requerían ser atendidos por un médico y que le dejaron huellas en el rostro como las causadas a consecuencias de la viruela.

Tras su paso por el City College, vivió la experiencia de los barrios del centro de la ciudad de Los Angeles, de cuyas vivencias se percibe un claro eco en sus relatos cortos. Poco después marchó a Nueva Orleans, y de ahí de ciudad en ciudad, para retornar cada vez menos a la principal urbe californiana. A la par, su propensión a la bebida iba en aumento y de igual modo lo hacía su vocación por ser escritor. Por entonces, comienza a enviar poemas a pequeñas publicaciones underground y a otras alternativas. Según recoge su biógrafo, en 1944, la revista Story, en el número correspondiente a los meses de marzo-abril, le publicó un primer relato: «Consecuencias de una extensa nota de rechazo».

Hacia 1946 concluye el ir y venir de Hank por disímiles ciudades y estados de Norteamérica. Había vivido en carne propia las experiencias más duras y dramáticas que puede vivir un hombre, mezclándose con el fondo existencial que a la postre devendría materia prima de sus narraciones y poemas. Por la fecha era un perfecto desconocido que escribía alimentando un misterio en su entorno, el cual deslumbraría luego a sus lectores y, en particular, a sus editores. Al asumir la versificación se ponía como meta suprema que los textos por él elaborados fueran fieles a su forma de hablar. Así las cosas, luego de diez años de no haber vuelto a publicar, comienza a colaborar con la revista Arlequín y la directora de la misma, Barbara Frye, empieza a enviarle cartas de amor desde la lejana Texas. Tras el intercambio epistolar, Bukowski se casa con ella, para divorciarse al cabo de dos años, cuatro meses y veinte días. Si bien dicha relación de pareja no funcionó, la rica heredera apostó a pie juntillas por el talento de Charles y le fue allanando el camino, sobre todo en Europa, primer sitio en el que sus textos alcanzaron reconocimiento.

En opinión de Neeli Cherkowski, «finalizada la década de los cincuenta, los principales acontecimientos mundiales nada interesaban al poeta, a excepción de un joven revolucionario que desde Cuba llamaba la atención del mundo.» (3) El hipódromo, sin embargo, le proporcionaba el color y la atmósfera para sus poemas; los caballos, la energía. Para Charles hacer poesía se iba convirtiendo en algo definitivo; pasaba horas escribiendo, al mismo tiempo que enviaba sus trabajos por  toda la geografía estadounidense. Por entonces, en Norteamérica había una proliferación de revistas literarias y publicar de forma sistemática en ellas concede a Bukowski una amplia experiencia.

Durante esos años van apareciendo distintos libros suyos. En 1960 ve la luz Flower, fist and bestial wail (Flor, puño y gemido animal), poemario al que pronto siguieron Poems and Drawings (Poemas y Dibujos), 1962; Longshot Poems for broke players (Poemas arriesgados para apostadores en bancarrota), 1962, y Run with the hunted (Corriendo con la presa), 1962. Un año después saldría de la imprenta otro pequeño volumen con el título de It Catches my heart in its hands (Atrapa mi corazón en sus manos), y, en 1965, Crucifix in a Deadhand(Crucifijo en una mano muerta). Empero, lo que los especialistas han considerado la verdadera fortuna poética de Bukowski no comenzó hasta 1966, fecha en la que el administrador de una empresa de artículos de oficina, nombrado John Martin, le publicó en forma de octavillas, cinco poemas. En total fueron 30 ejemplares de cada edición que, no obstante lo reducido de la tirada, causaron un impacto insospechado gracias a la vitalidad de eso que se ha dado en llamar «literatura hablada».

En virtud de su creciente popularidad entre determinados estratos de la sociedad estadounidense, en 1968 le publican el libro At terror street and agony way (En la calle del terror y el camino de la agonía). En el propio año aparecería una breve recopilación  bajo el nombre de Poems written before Jumping out of an 8 story window. Tal avalancha de publicaciones le llevaron, en aquel momento, a convertirse en el personaje literario delunderground norteamericano. Por esos meses, el editor John Bryan le solicitó a Bukowski una serie de artículos para su recién creado Open City. Charles dio inicio a la selección con una reseña acerca del volumen Papa Hemingway, de A. E. Hotchner, colaboraciones que a medida que iban saliendo afianzaban su fama. Transcurrido algún tiempo, tituló su columna Notes of a Dirty Old Man (Escritos de un viejo indecente), y que se convertiría más tarde, en 1969, en su primer libro en prosa.

Según el crítico español Pedro M. Domene, «posee esta recopilación muchas de las características que Bukowski desarrollará en su obra posterior: un lenguaje vernáculo, una sutil capacidad para el humor y una desesperación infinita de quien había logrado sobrevivir a lo largo de las tres décadas anteriores. Sus modelos declarados: Ernest Hemingway, Norman Mailer y John Fante. La serie contiene, además, su credo literario, en clave de humor, sobre el sexo.» (4)

Una nueva selección de su obra poética es editada en 1969: The days run away like wild horses over the hills (Los días huyen como caballos salvajes por las colinas), que contribuye a aumentar su fama en el mundillo subterráneo y que al pasar del tiempo, ha sido valorada por muchos como su mejor creación en versos. Con un estilo ya muy depurado en 1970 aparece su primera novela, Post Office (Cartero), que relata el período de casi tres lustros vividos por el escritor como trabajador de correos, de inicio en la condición de cartero los tres primeros años y medio, y, los once restantes, como empleado. No tardó mucho tiempo para que los especialistas definieran la narración como «crónica cruel, cínica y despiadadamente autoirónica». Con el seudónimo de Henry Chinaski (personaje que también sería protagonista de otras cinco novelas), Bukowski narra sin piedad hacia nadie, ni tan siquiera hacia sí mismo, los acontecimientos vividos por él en dicha época, confundiendo de modo magistral realidad y ficción. Vuelven a verse aquí varias de las claves del estilo del escritor, es decir, esas dosis de humor y desolación que recorrieron toda su vida y obra.

1972 será en particular un año importante para Charles. Primero publica otra recopilación de sus poemas, titulada Mackingbird with me luck (El sinsonte me desea suerte) y a los pocos meses se presenta el libro que le proporcionaría el éxito con el gran público. Tratábase deErections, Ejaculations, Exhibitions and general tales of ordinary madness, editada en español por Anagrama en 1978 con el título de Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones y La máquina de follar. Los 74 cuentos recogidos en esta obra permiten adentrar al lector en las venturas y/o desventuras de la existencia del poeta y narrador, «hazañas» comparables sólo a la locura

John Martin, que había abandonado su negocio de artículos de oficina para fundar una editorial nombrada Black Sparrow Press, le propone a Bukowski realizar una amplia antología de su obra y así, en 1974 nace Burning in water, drowing in flame: selected poems 1955-1973(Quemándose en el agua, ahogándose en llamas), que no fue bien acogida por la crítica establecida, pero que sí permitió corroborar que el escritor contaba con un público propio, fieles seguidores que iban a escucharle en sus lecturas de poesía y que cada día  se incrementaba con nuevos partidarios, los cuales buscaban en él al poeta maldito, al hombre permanentemente borracho que había que subir al podio o al escenario para que recitara.

El mito Charles Bukowski se incrementa con la edición de otros poemarios: Love is a dog from hell, 1974-1977 (El amor es un perro del infierno), 1977; War all the time: poems 1981-1984(Guerra sin cesar), 1984; y The roominghouse madrigals: early selected poems 1946-1966(selección de primeros poemas), 1988. En 1992, en Estados Unidos ve la luz un conjunto de versos suyos denominado La última noche de la tierra y al año siguiente publica un libro con una selección de su correspondencia literaria, cuyo título traducido al español era algo así como Gritos desde el balcón. Tan copiosa producción motivó que Ben Pleasant, destacado crítico literario norteamericano, escribiese en Los Angeles Times:

«Es posible que Bukowski sea el mayor poeta de su generación, pero los estudiosos, las feministas y los comentaristas de los principales diarios y revistas prefieren ignorarle. Mientras tanto se escribe acerca de él en Le Monde, el Times Literature Suplement, el Spiegel, el Sterny en muchos diarios de Europa.» (5)

“Necesito beber para escribir, escribir para beber”, expresó a la revista People, en una entrevista de 1988. Acababa de estrenarse Barfly (Borracho, en la versión española), filme autobiográfico del cual fuera guionista y que le devolvió a la cresta de la ola en el ocaso de su carrera. “He sido maltratado, vejado y encarcelado. He pasado por todo en mi vida y tengo detrás una larga lista de ex mujeres y ex trabajos.” Más allá de la verosimilitud de tales palabras (no se ha de soslayar que todo escritor, como cualquier artista, siempre tratará de inventarse una historia que, sea cierta o no, refuerce la imagen que le interesa proyectar en el mercado),  lo cierto es que la fama le llegó tarde y tuvo que dedicarse a diversos oficios para vivir, desde conducir un camión hasta lavar platos o despachar gasolina. Con el tiempo, se congratularía de la demora en alcanzar el triunfo literario, dado que ello le brindó la posibilidad de permanecer durante años “en la calle”, que es donde hallaba la fuente de inspiración para sus creaciones.

Con una vida fuera de serie y que resulta inimitable por sus excesos, sus aventuras, sus excentricidades, sus amoríos, sus éxitos, su fama y el mito universal que encarna, Bukowski ejemplariza con su conducta y sus obras la religión del neopaganismo, del superhombre, del ego y del placer. Personaje de gran vitalidad, el goce de los sentidos y la plenitud de la pasión como paraíso en la tierra hallan en él su sumo sacerdote. Desaparecido físicamente en la ciudad de Los Angeles, mucho me temo que su última grosería haya consistido en hacerle una mueca a la existencia terrenal y dejarse llevar por la muerte rumbo a su nueva y definitiva morada en el «planeta boca arriba».

Al morir en 1994, residía en un suburbio de Los Ángeles, junto a su tercera esposa, Linda Lee Beighle, y su hija Marina. En la permanente guerra interior que fue su existencia, los últimos años fueron cual un remanso de paz, gracias a Linda, quien hizo las veces de musa, amante y enfermera del narrador y poeta, que nunca pensó llegar a viejo. Un tipo como él, esclavo del alcohol y del sexo desde su adolescencia, se merecía quizás otra muerte: más violenta, más sucia, más memorable, más épica. Pero no. Murió religiosamente en la cama de un hospital de Los Ángeles, casi abuelo ya, afectado por una neumonía. Al fallecer, tenía 73 años y unos meses antes, le habían diagnosticado una leucemia. La muerte le llegaba con lentitud, fatal paradoja para un hombre que vivió siempre en el filo de la navaja, apurando hasta la última gota. Cronista de los excesos, paladín del realismo sucio, cuando uno habla de él, se acuerda hizofacto de los malditos: Allen Ginsberg y William Burroughs, por mencionar dos ejemplos. Leerlo es también, de alguna manera, como escuchar la ajada voz de un Tom Waits.

Charles Bukowski escribió más de treinta poemarios, que le han acreditado como un gran poeta de nuestra época; sin embargo, pocos de sus versos se han traducido al español. El fragmento siguiente corresponde al poema “Cuando muera el matorral nadaré en el río Green con el pelo en llamas”, recogido en la antología de poesía y cuentos Peleando a la contra(1995), y es un ejemplo de su primer estilo:

a las 6 en punto empiezan a llegar las mujeres

como el mar o como el periódico de la tarde y, como las hojas

del arbusto de ahí afuera, están un poco más tristes ahora;

bajo las persianas mientras los científicos deciden cómo

ir a Marte o

cómo salir de

aquí. Llega la tarde, es el momento de comer un pastel,

es el momento de la

música,

Whitman está allí, como un cangrejo, como una tortuga

congelada y yo me levanto y cruzo

la habitación.

El alcohol, el sexo, la soledad y los aspectos más absurdos y sórdidos de nuestra civilización ocupan un lugar de honor en la obra de Bukowski, que siempre evitó los ambientes literarios; prefería los bares y las habitaciones lúgubres. Como afirma el ya citado Carlos Fresneda:

“Charles Bukowski era tal vez uno de los pocos escritores norteamericanos contemporáneos que supo escapar a los trillados encasillamientos generacionales. Era, por encima de todo, él mismo, Charles Bukowski, el poeta de la desesperanza. Novelas como Post Office y Mujeres conservan, al cabo de veinte años, una frescura casi intacta. Sus más de mil poemas pudo haberlos escrito un día antes de su muerte…” (6)

En su totalidad la obra de Charles «Hank» Bukowski demuestra sus dotes de poeta duro, directo, escabroso, tenaz en su actitud de no realizar concesiones al clasicismo. Tejió un estilo propio intermitente y atropellado, tan rico en imágenes como pobre en ornamentaciones. Su poesía está sellada por un realismo descarnado y lírico a un tiempo, explícito, tierno en ocasiones y brutal en otras. Es un escritor que, por medio de un humor ácido y desencantado, narra los sucesos desprovisto de la mirada convencional, que rompe la musicalidad del verso y desconoce por completo la métrica, pero que resulta capaz de sensibilizarse con el borracho, la puta de barrio o el hombre más desgraciado. Pesimismo, autocondena y frustración, la violencia y el alcohol, siempre, como temas de fondo o dioses tutelares, inspirados en la misma línea de la soledad y de la muerte.

En verdad, aunque por momentos su discurso sea divertido y diríase que hasta satírico, la mayoría de las veces resulta dramático; es la suya una poética de la desesperación, poblada de múltiples pesadillas y de su horror ante todo. Con su singular escritura, nos propuso un mundo de desechos, mezclando de manera permanente la voz de esos desamparados de la fortuna con su propia experiencia personal. Bukowski se murió sin decir dónde quería ir, aunque lo más seguro es que no le hayan dejado entrar en el cielo. Como dice el título de una de sus obras, la vida es un perro venido del infierno.

Notas

(1) Fresneda, Carlos: « Charles Bukowski: Muere el poeta de los excesos”: El Mundo, Madrid, 11.3.1994.

(2) Cherkowski, Neeli: La vida de Charles Bukowski. Centro Bibliográfico y Cultural de la ONCE, Madrid, 1999, p. 15.

(3) Cherkowski, Neeli: Op. Cit., p. 73.

(4) Domene, Pedro M.: «Más de cien días sin echar un trago»: Literatura, año 15, no. 60, Madrid, verano 2000, p. 44.

(5) Pleasant, Ben: Citado por: Cherkowski, Neeli: Op. Cit. p. 132.

(6) Fresneda, Carlos: Ob. Cit..

Fragmentos de una novela de Carlos Victoria

Fragmentos de una novela de Carlos Victoria

Uno de los narradores cubanos de mayor importancia en la literatura hecha por nuestros compatriotas en las últimas décadas del pasado siglo XX es sin la menor discusión el camagüeyano Carlos Victoria. Su obra se caracteriza por transitar los senderos de lo que vendría a ser una suerte de realismo atormentado. Él pertenece a la llamada Generación Mariel, grupo de creadores que aún está por estudiar en conjunto (sobre todo en Cuba) y en el que sobresalen figuras como los escritores Reinaldo Arenas y Guillermo Rosales, los músicos Alfredo Triff y Ricardo Eddy Martínez (Edito), el artista plástico Carlos Alfonzo o el teatrista René Ariza, por solo mencionar unos pocos ejemplos.

Una reciente iniciativa para ir rompiendo las tinieblas que aún rodean a todo ese puñado de creadores, en especial en el ámbito de la literatura, la ha puesto en marcha la editorial Hypermedia, con la publicación en 2018 de la Colección Mariel, la cual  recoge 11 títulos emblemáticos de dicha generación, un grupo en el  que se incluyen, además del propio Carlos Victoria,  figuras como Roberto Valero, Eddy Campa, Héctor Santiago, Miguel Correa, Guillermo Rosales, los hermanos Abreu, o sea, Nicolás, Juan y  José, y el más conocido de todos ellos, Reinaldo Arenas.

Como una modesta contribución en pro de divulgar el quehacer de estos importantes escritores, por encima de que sean o no reconocidos como se merecen en el ámbito de las letras cubanas, Miradas Desde Adentro reproduce fragmentos de un capítulo de la novela titulada La travesía secreta, original de Carlos Victoria y perteneciente a la aludida Colección Mariel, de la editorial Hypermedia.

“Nosotros, igual que esas botellas, también llevamos un mensaje”

Por Carlos Victoria

Pues bien, querido, como dirías tú, levantando el vaso y guiñando un ojo… Pues bien, querido: el tren acaba de atravesar el río Jatibonico, lo que significa que estoy al fin en la Tierra Prometida. Compré una botella de ron en Santa Clara, y ahora, al entrar en mi provincia, me doy cuenta que entre trago y trago la he reducido a la mitad. Primero la destapé con los dientes y escupí el corcho, como tú solías hacerlo, y después de derramar para los muertos las primicias del licor (acción que aprendí de los espiritistas), dije en voz baja: Salud. En ese instante pasábamos por un puente, y el fragor se encargó de apagar mis palabras. No importa: desde el principio decidí dedicarte esta botella y este viaje. Nada podrá impedirlo.

Salí de La Habana por la madrugada, cuando todavía no había amanecido. Elías me acompañó hasta que el tren se puso en marcha. Luego lloré un poco, un poquito, pero a la larga me sentí aliviado al dejar atrás ese laberinto de elevados, de vías y túneles embarrados de hollín. Una niebla impertinente envolvía los campos. Más tarde la salida del sol nos encontró cerca del pueblo de Aguacate: apenas un caserío que dormitaba inerme entre montes de un dudoso verdor. Recordé que un amigo, a quien conocí durante mi primer viaje a La Habana, pasó allí su servicio militar. Mucho ha llovido desde entonces… Y hablando de lluvia, hace no sé qué tiempo que esta provincia mía no ve una gota de agua.

Te escribo a retazos. El calor es abominable. Cruzamos potreros, cañaverales, sabanas gigantescas; el terreno, cuarteado por la intensa sequía, parece a punto de arder. La hierba crece amarilla y rala; los arroyos culebrean como cintas de lodo. Este paisaje me recuerda el Valle de los Huesos del profeta Ezequiel. Los huesos estaban secos, calcinados (¿no era así?), y de repente ocurrió el milagro. Quién sabe, querido, si todavía estamos a tiempo… Pero por ahora lo seco sigue siendo seco. Falta vida, espíritu, humedad. Tal vez tengamos que esperar hasta el próximo milenio para que las cosechas reverdezcan. Pero sé que unas décadas más no te van a quitar el sueño, y menos ahora, cuando la eternidad te debe parecer una mera travesura infantil.

No soportaba ya el interior del vagón, con su gente aglomerada, su carga de aliento y de sudor, su promiscuidad innecesaria. Innecesaria, quiero decir, a esta hora del mediodía (la noche es otra historia), en pleno agosto, cuando el cuerpo prefiere mantenerse solo y fresco. A empujones logré llegar hasta la escalerilla, defendiendo mi botella, mi mochila, mi libreta y mi lápiz, y me senté en el escalón de abajo, con los pies colgando en el vacío. Aquí puedo escribir en paz. Ahora la sombra del tren corre sobre la hierba, oscurece matojos y guijarros, y el silbato de la locomotora acaba de ahuyentar una bandada de garzas. Unos niños en la puerta de un bohío me dicen adiós con la mano, y les he contestado con un leve gesto, incapaz de compartir su inocente entusiasmo. Escribo dos o tres líneas, tomo un trago de ron, y luego miro el paisaje encandilado: una llanura chata, unos árboles raquíticos, un ganado cabizbajo, unos charcos donde pulula la miasma, unos marabuzales pétreos, unas vallas con consignas rastreras, unos sembrados que parecen condenados a disolverse en la tierra estéril. Estamos entrando ahora a Ciego de Ávila.

¡Qué rápido se pasa por estos pueblos! Sin embargo, cada una de esas casas oculta una historia, y la vida no alcanza para escribir una docena de ellas. A lo lejos se ven las chimeneas de un ingenio. Por suerte ya la zafra terminó, y ahora volvemos al tiempo muerto; hasta el próximo año. Un año tras otro, un año tras otro… Revuelvo mi mochila buscando un lápiz, este ya tiene la punta gastada. Regreso a mi ciudad con un bulto de papeles, dos pares de zapatos y tres mudas de ropa, que Elías me hizo el favor de buscar en tu casa ayer por la tarde, Yo no quería volver a ver esas fachadas sucias de tu barrio, ni tu sala desordenada, ni tus cuartos con sus fotos de gente que un día se despidió bruscamente, sin la más elemental cortesía. Por cierto, una de las camisas que me trajo Elías tiene unas manchas oscuras a la altura del bolsillo, y yo he logrado identificar el origen de esas manchas: una vez ayudé a levantar del piso a un muchacho que se desangraba, y desde entonces esas motas oscuras se prendieron para siempre a la tela. Dionisio estaba conmigo esa noche. Su juventud me hizo olvidar la muerte.

Dionisio y Ricardito siempre serán jóvenes. Estoy seguro que la cárcel no les quitará la pasión por la música, ni cambiará esa bendita banalidad de la que ambos disfrutan. Me alegra saber que al menos se tienen el uno al otro. Pensándolo bien, cada uno de nosotros ha quedado en buena compañía: Dionisio tiene a Ricardito, Elías a Nora, José Luis a Gloria, Carrasco a Amarilis, Eloy a Oscarito, el chino Diego a su pintura, Fonticiella a sus creencias, Alejandro a sus viejos, y yo a ti. Yo quizás sea el más afortunado, ya que a los muertos uno les da la forma que uno quiere: los muertos son dóciles, se dejan moldear.

Este cielo sin nubes fatiga la vista. Pero pronto la tarde irá cayendo. El tren acelera, trepidando sobre los rieles. En el vagón los pasajeros cabecean: soldados, campesinos, estudiantes, madres con niños de teta, ancianas que a pesar del calor se empeñan en vestirse de negro, en honor a la memoria de alguien que posiblemente solo ellas recuerdan. El polvo les cubre la ropa, y un hilo de saliva resbala por algunas barbillas. Acabo de regresar del baño, donde tuve que orinar frente a un viejo resabioso que se tapaba parte del rostro con un pañuelo. Ahora un recluta me ha pedido un trago, y después de dárselo estuve a punto de preguntarle si conocía a un tal Eusebio González, que pasaba su servicio militar en el pueblo de Aguacate. Pero luego pensé que de eso ha pasado mucho tiempo, y que Eusebio debe haber concluido su etapa de soldado, a no ser que haya jurado en el ejército unos años más, para seguir sirviendo a la Patria, la Patria por la que morir es vivir… Pero ya sé que el Himno Nacional no estaba entre tus melodías favoritas. Peor para ti.

Un abrigo de cuadros rojos, un actor maquillado cojeando en el proscenio, un traje de dril y un sombrero de pajilla (un sombrero que protegía una cabeza rapada), un declamador de textos de Chéjov, un bebedor tenaz, una visión de un viejo que se arrastra, de una ventana por la que desfilaban espíritus; todo eso me viene a la memoria junto con la letra del danzón que dice: al esqueleto rígido abrazado. Las letras de las canciones nos persiguen. Pero es mejor a que nos persigan las personas, ¿no es cierto? Solo lamento que Judas quedara sin desenmascarar. Sin embargo, es posible que tengas razón: es posible que Judas el traidor y Juan el amado sean solamente máscaras intercambiables.

El traqueteo del tren me obliga a levantarme a cada rato. Unos jóvenes en el otro extremo del vagón se reaniman bebiendo a escondidas, pero no he querido acercarme a su grupo; nada tengo yo que ver con sus cantos, sus risas, ni mucho menos con su imprudente candor, que ojalá no les cause la ruina.

No volveré a viajar en mucho tiempo. Dentro de unos años iré a Santiago de Cuba, para pedirle perdón a Alejandro y decirle a la vez que ya lo he perdonado. Me hará feliz pasear por el trillo detrás de su casa, una serventía que atraviesa el monte y llega a una poceta. Pero ahora me toca encarar lo que alguien (hoy no te diré quién) bautizó como el pueblo de los demonios. Quiero enfrentar esa batalla como lo hizo el Valentín del Fausto: como un soldado y como un valiente.

Y aquí está mi ciudad. Debo haberme quedado dormido. Primero son esas casuchas de los alrededores, esos vecindarios con nombres de insectos: La Mosca, El Comején, La Cucaracha. Las ropas tendidas en los patios flotan como banderas, insignias de un reino individual que poco a poco se va desintegrando, sin que nadie pueda remediarlo. Ya es casi de noche, y las luces acaban de prenderse en los postes. Calles de adoquines, techos de tejas francesas, cercas de leña, patios con tinajones, riachuelos esmirriados… tierra llana.

Acabo de tomarme el último trago, pero no voy a botar esta botella: quiero guardarla como un recuerdo. Quizás un día meta esta carta dentro de ella, la lleve a la playa, nade hasta lo profundo, y la deje allí para que las olas la arrastren. Será mi último desvarío de poeta romántico. Siempre me gustaron las historias donde aparece una botella con un mensaje. O a lo mejor espere una madrugada con neblina y la rompa contra un banco del Casino Campestre, como hizo Elías una vez, después de haberte insultado y golpeado. Yo presencié la escena escondido detrás de un árbol. Con ese gesto Elías probablemente se libró de tus garras. Pero me gusta más la idea de echarla al mar. Quizás se quiebre contra las rocas de la costa, pero quizás prosiga su travesía secreta hasta llegar a su destino. Nosotros, igual que esas botellas, también llevamos un mensaje, solo que casi siempre resulta indescifrable. Hay tantas frases ilegibles, tantos párrafos tachados… Pero olvido que mis esfuerzos por hacerme entender siempre te parecieron risibles. No importa, mi querido Eulogio: mis afanes, mi sentimentalismo, esos rezagos de siglos pasados, al menos sirvieron —y aún espero que sirvan— para hacerte reír.

Capítulo de la novela titulada La travesía secreta. Colección Mariel, Hypermedia, 2018.

Nuevo libro de Ena Columbié

Nuevo libro de Ena Columbié

Sin la menor discusión, la guantanamera Ena Columbié es una de las escritoras cubanas más activas en las últimas décadas. Licenciada en Filología, ella ha conseguido con su quehacer numerosos premios en crítica literaria y artística, cuento y poesía.

Entre otros títulos, Ena ha publicado los libros Dos cuentosEl exégetaRipios y epigramasLas horasSolitarIslaLucesLa luz que conduce a los poetas y Sepia.  Lo interesante del caso de esta guantanamera es que ella no se ha limitado a la escritura en su condición de narradora, poeta y ensayista, sino que también se ha proyectado como fotógrafa y pintora, con exposiciones en varios países.

Radicada actualmente en Estados Unidos, su más reciente obra es la novela Confesiones de un idiota, presentada el sábado 17 de noviembre de 2018 en el Wolfson Campus del Miami Dade College, como parte del programa de la Feria del Libro de Miami. A propósito de esta narración, de temática inusual en el panorama de la literatura cubana, Miradas Desde Adentro reproduce una reseña escrita por nuestra compatriota María Cristina Fernández y aparecida en El Nuevo herald.

Ena Columbié entre la crudeza y la ternura de las ‘Confesiones de un idiota’

por María Cristina Fernández

El libro más reciente de la escritora cubana Ena Columbié, Confesiones de un idiota, publicado por la editorial Silueta, es una novela que nos acerca a un mundo inusual. En algún lugar de California, una mujer cuyo nombre se desconocerá y quien será nombrada solamente como Ella, responde a un anuncio de trabajo para asistir con el cuidado de cinco jóvenes “especiales”; hombres que nunca crecerán, niños eternos, idiotas para gran parte de la humanidad.

Para los antiguos griegos, un idiota era aquel al que se le segregaba e impedía participar activamente del proceso político (legos). En una sociedad donde los afanes de la democracia eran prioritarios, los ciudadanos ideales eran a quienes se les otorgaba el privilegio del quehacer cívico, dádiva vedada a las mujeres, los esclavos o los forasteros. Por supuesto que desde entonces hasta la actualidad, las connotaciones de esta palabra han cambiado, aunque hoy en día un idiota, ya sea porque carezca de los atributos del entendimiento o porque sea un rezagado competitivamente hablando, sigue siendo un ser menoscabado.

A estos seres “especiales” sobre los que narra la autora, no los visita casi nadie, cuando más un pariente o un amigo en algún momento del año. En su conjunto, aunaremos un buen mosaico de síndromes y síntomas: síndrome de Down o el llamado X Frágil, retraso mental, autismo, mosaicismo, entre otros. Alguno puede tener cataratas congénitas o crecimiento anormal de los testículos o pueden ser agresivos consigo mismos o con los demás; a otro le supuran los oídos, o tendrán en mayor o menor medida, incapacidad para la expresión verbal, para vestirse o mantenerse en pie; también consumen una buena dosis de fármacos y se quejan con sonidos guturales, se babean, se divierten caóticamente o se masturban hasta el cansancio.

Vittorio, Bryan, Bill, Brad y Paul conviven sin tener ningún parentesco entre ellos, como los personajes de Boarding Home, una novela de Guillermo Rosales sobre sus vivencias en un asilo, pero tratados con dedicación mientras están bién atendidos, cumplen sus rutinas, no carecen de lo elemental, aunque la dueña de la casa, Julia, pueda tener un “aburrimiento infinito y la mirada ausente”, casi como una idiota más. Pero para alegrarles y cambiarles un poco la vida, está el personaje de Ella, quien pareciera haber llegado a esa casa para suplir las carencias de afecto y atención de los jóvenes.

En particular, quien capta más la atención de la cuidadora es Brad, “un convidado de piedra”, como lo define Ella al conocerlo. Tal vez sea él por quien la novela lleve este título; es a este idiota (adoptando la acepción del vocablo no peyorativamente) en quien la autora se detiene más a exponer su mundo privado, casi inaccesible. “Lagunas profundas y reflexivas son las horas de Brad”, es una imagen que describe con belleza y exactitud el mundo de silencio donde se sumerge este muchacho con trisomía 21, una lengua enorme que se sale de su boca y una aparente sordera. “Si de su silencio dependiera la seguridad del mundo, estoy dispuesta a apostar que nunca nada por pequeño que fuera nos podría suceder”.

Entre Ella y Brad surge una delicada y dedicada complicidad que va socavando incluso las limitaciones físicas e intenta librarlo de un inherente sentimiento de culpa. La sagacidad de la mujer le permite intuir que hay mucho más por descubrir dentro de estos seres raros y que no hay mejor ciencia para ello que la paciencia. “Ella me enseñó a oír con la mirada”, confiesa el muchacho, quien queda fascinado por las historias de su mundo que la mujer le cuenta, y donde habitan los chichiricús, los jigües y los elewas. La mujer le brinda, además de los cuidados elementales de alimento, limpieza, medicación y orden, un regalo muy especial y que quizás nadie antes le ha procurado. Estos son los recursos imaginativos contra la tristeza. No es que de cierto modo él no los tenga, pero con Ella los refuerza, reconoce su valor, se los entrega enriquecidos y más eficaces. Lo mismo ocurre con el baño, que más que un tiempo de aseo, se volverá la fiesta del agua. “Algo duele siempre cuando la gente se va”, pero la vida sigue y al irse Ella, presionada por sus propias urgencias personales, Brad ya no será el mismo.

Aunque las convenciones sociales todavía apuntan al desinterés o la falta de fe en estas personas cuya diferencia se asienta en trastornos genéticos, la novela apuesta por una posición contraria a lo sobreentendido. No recuerdo en la literatura cubana un precedente semejante, aunque sí en el filme Suite Havana del director Fernando Pérez donde se expone silentemente la cotidianidad de un niño con trisomía 21. Este libro tal vez permita al lector, como a la propia Ella en la novela, evocar sus propios seres especiales, esos que no asoman mucho a la vida pública pero que están cerca y sienten, padecen, añoran como los demás.

No puedo dejar de mencionar que la ilustración de portada es de Misleidys Castillo, creadora con impedimentos autistas y de audición. Desde hace un tiempo, organizaciones como NAEMI y la muestra llamada Outsiders que organiza el CCE en Miami, tratan de romper esos aislamientos forzosos para que entre sus vidas y las nuestras, la distancia sea un poco más corta.

Tomado de El Nuevo Heraldwww.elnuevoherald.com

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