Categoría: Narrativa

Menta: un cuento de Jorge Fernández Era

Menta: un cuento de Jorge Fernández Era

Nacido el 11 de noviembre de 1962 en La Habana, el humorista Jorge Fernández Era es Licenciado en Periodismo. Ha laborado en el semanario Cartelera de La Habana,  en el periódico Cubadisco, así como  en el Ministerio de Cultura, la Biblioteca Nacional José Martí, la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, el Centro de Estudios Martianos y el Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello.

Otrora integrante del grupo Nos y Otros, sus cuentos han sido incluidos en diversas antologías en Cuba, entre las que cabe mencionar: Humor de puño y letra, Editorial Pablo de la Torriente Brau; Cuentos de la bruja (Premios Aquelarre), Editorial Sed de Belleza, Villa Clara; Nota de prensa y otros minicuentos, Ediciones Cajachina; y Escribas en el Estadio, Editorial Unicornio.

Menta

Nuestro personaje vive en un apartamento del último piso. Merienda un caramelo y arroja al vacío la envoltura tras convertirla en una diminuta esfera. La pelotita cae justo sobre el ojo del conductor de un auto que desvía el rumbo, roza un muro y se araña. El tipo llega malhumorado al hospital a cumplir su faena como cirujano, pica donde no debe a un paciente y lo manda a terapia intensiva. La madre del enfermo se ataca de los nervios y prende candela al almacén del centro hospitalario. Al almacenero se le imputa negligencia, pierde el trabajo, llega a casa y, para descargar su rabia, la emprende a golpes con su inocente mujer, hija de un representante en la ONU. Éste recibe el fax con la noticia minutos antes de arengar contra un país vecino por asuntos de disputas territoriales. En el plenario se exalta y lanza tres palabrotas a la delegación oponente. La nación ofendida, en voz de su Presidente, jura vengar la afrenta y declara la guerra de inmediato. El primer cohete impacta en la azotea del edificio donde reside adivinen quién.

«Nadie», un cuento de Carlos Ávila Villamar

«Nadie», un cuento de Carlos Ávila Villamar

Nacido en Holguín en 1995, el narrador, poeta, ensayista y editor Carlos Ávila Villamar Es graduado de Filología hispánica en la Universidad de La Habana. Ha publicado cuentos, poemas y ensayos en revistas como LiteralEl Papel Literario de El NacionalOnCuba y El Caimán Barbudo.

De manera independiente en 2020 se editó el primer volumen de su libro Fabulario. El relato que hoy reproducimos en Miradas Desde Adentro, “Nadie”, vio la luz inicialmente en la Revista Marabunta, localizable en:

https://revistamarabunta.net/nadie/

Nadie

Barrabás había tenido tres esposas, pero actualmente no hablaba con ninguna. Solo la última le había dado hijos, un varón que ahora estaba a punto de cumplir veinte años y una muchacha llamada Selena, cuya edad él nunca recordaba. La muchacha, que lo había visto tres o cuatro veces en su vida, fue la única persona que aceptó acompañarlo durante la fase terminal de la enfermedad. Lo bañaba, lo alimentaba y le cambiaba las sábanas, pero la mayor parte del tiempo se quedaba en un sillón entretenida con el teléfono. Cuando Barrabás necesitaba ayuda gritaba y ella acudía con una resignación proletaria.

Al llegar por primera vez a la casa de su padre Selena descubrió que las ventanas permanecían cerradas durante todo el día para que no entrara la luz. Se respiraba un aire rancio. Los vasos y platos yacían en la cocina con restos fosilizados que ya no eran del interés de las cucarachas. El viejo lavaba el vaso o el plato que iba a usar en el momento. Selena echó agua hirviendo a los platos y a los vasos y le dio una barrida al piso y anunció una política de ventanas abiertas hasta por la tarde e inciensos durante la noche. Barrabás veía desde la cama cómo la hija, que tenía edad para ser su nieta, arreglaba la casa y lo cuidaba y luego se sentaba en un rincón para andar en su teléfono móvil hasta altas horas de la madrugada. Su rostro se iluminaba en la oscuridad por el brillo del teléfono. Usaba un solo audífono para tener una oreja libre en caso de que la llamara. La música secreta e involuntaria del otro audífono, el colgante, en medio de la quietud nocturna, fue lo último parecido a una escena feliz que vivió el viejo antes de que las cosas empeoraran de verdad.

Selena resultaba una cocinera pésima, pero el viejo no se quejaba. Tragar ya le costaba suficiente trabajo como para preocuparse por el sabor de la comida. La enfermedad le producía un gusto desagradable y constante en la boca, como si su aliento supiera a muerte. En cualquier caso la comida ya no parecía alimentarlo. La piel seca y grisácea se le hacía más y más delgada y por tanto enseñaba los huesos que había debajo, los pómulos, las rodillas, las falanges. Los músculos se quedaban sin fuerzas. Levantar un brazo le costaba. Del malestar solía escapar durmiendo, aunque no le gustaba la idea de dormir mucho. Me voy a morir, dijo Barrabás. No, te vas a poner bien, contestó la hija, y aunque el viejo primero pensó que se lo decía como consuelo, después se dio cuenta de que la pequeña mocosa en verdad lo creía.

El cuarto donde reposaba Barrabás estaba lleno de estantes de libros, hasta el punto en el que no había lugar en las paredes para una pintura o una fotografía. Solo una foto ostentaba el privilegio de notarse en la mesa de noche, la imagen de él joven durante una expedición a unas cordilleras, junto a otros geólogos. Barrabás miró sus manos translúcidas y sus uñas largas y amarillas y miró al tipo extraño de la foto, el joven que había sido él mismo. Selena hablaba por teléfono con su hermano y le decía que ya había hecho más de lo que le tocaba, que también debía ayudar, que ya bastante grande estaba él, que ella no era hija única. Barrabás miraba débilmente el techo lleno de humedad y cuarteaduras, el planisferio de un mundo perdido. Lo había visto surgir a lo largo de toda su vida, sin saberlo. Selena insistía en que ella no se iba a pasar seis meses cuidando al padre y que había que decretar un sistema de turnos. El viejo sonrió. En todo caso iban a ser unas pocas semanas, unos pocos días.

El tiempo solía pasar despacio. Un reloj digital marcaba la hora con sus números pragmáticos y silenciosos, tan distintos de las rayas pintorescas de los relojes mecánicos. Le gustaba cuando en la quietud se escuchaba el recorrido intermitente de una aguja. Cuando Barrabás era joven los relojes no medían el tiempo. Al contrario, daban la impresión de fabricarlo. El tiempo corría porque disímiles aparatos a lo largo y ancho del mundo hacían que corriera. Si un reloj en una isla desierta se detenía a medianoche la madrugada podía durar para siempre, por eso el cuidado de la gente con los relojes. Mi hermano va a venir a cuidarte, dijo Selena, ya verás. Cuando lo vea lo voy a creer, respondió el viejo y siguió en sus pensamientos aberrados, su único modo de entretenerse.

Una noche ocurrió lo que tanto temía. Estaba despierto y Selena dormía en el otro cuarto y él podía percibir una presencia en la oscuridad, algo lo estaba observando. La sensación ya la había tenido un par de veces y era horrible. No sabía si fingir que estaba dormido o mejor dejar los ojos abiertos por si algo pasaba. Estaba sudando y sentía que no estaba en realidad en su cuarto, sino en otro sitio. Si moría esa noche, en veinticuatro horas ya habría empezado el proceso de putrefacción de su cuerpo. El mismo que ahora se movía gracias a un delicado sistema de latidos, arterias y contactos neuronales. Barrabás sentía la sangre yendo a su cerebro y le dolía la cabeza. No supo en qué momento había amanecido. Tomó un poco de agua y se estrujó los ojos para comprobar que seguía vivo. Le ardían ligeramente como si le hubieran acabado de nacer.

No sabía qué iba a hacer con las cosas de la casa. Guardaba piedras, enciclopedias, instrumentos de medición, artesanías aborígenes, tiendas de campaña, cajas de fotografías. Las piedras y las artesanías aborígenes podía donarlas a un museo, las enciclopedias a una biblioteca, los instrumentos y las tiendas de campaña a un instituto, pero las fotografías no tenían un destino obvio. Le preguntó a Selena si las iba a conservar después de que él muriera. Puedo escanearlas todas si quieres, contestó, las guardaré en la computadora. Eso está bien, dijo el padre, pero te pregunto si vas a conservar las fotografías en formato físico. La muchacha quedó callada por unos segundos con la mirada ausente. Sus hermosas mandíbulas mascaban chicle con un pragmatismo descerebrado y herbívoro. Ocupan mucho espacio, dijo por fin, no te lo puedo prometer. Quizás algunas.

Barrabás pidió que se las llevara a la cama para él seleccionar cuáles eran imprescindibles. A los nueve años ya había presenciado el asunto de botar la mayoría de las fotos y las pertenencias de su abuelo, y luego de adulto se había encargado él mismo de las de su padre. Cada persona no puede dedicar tres cuartos de la casa a guardar los tesoros inútiles de los antepasados. Pero ahora el proceso se aplicaba a sus pertenencias, él era su propio hijo y su propio nieto. Seleccionó aquellas fotos que le ofrecían memorias más felices. Muchas de ellas ni siquiera parecerían gran cosa a un desconocido, un perro visto a través de una cerca, una familia numerosa en un brindis de fin de año. En su levedad las fotos escondían grandes historias. Con las fotos deberían guardarse las historias, pero esas nunca se capturan, pensó el viejo, y si se capturan en un diario luego salen adulteradas y deshonestas. Selena se detuvo ante una foto de sí misma de niña. Se había pintoreteado con el maquillaje de su madre, y sus ojos traviesos miraban con susto la cámara que la había atrapado. No había visto esta, dijo. Sí, respondió Barrabás queriendo sonar gracioso. La viste cuando estabas ahí.

Por la noche la amenaza regresaba. Al principio ni siquiera constituía la de un sujeto abstracto. La presencia carecía de sujeto. Barrabás sentía que era percibido, aunque en ese momento no fuera percibido por alguien en particular. Sabía que esa etapa no iba a durar para siempre. Pensaba, para distraerse, en los recuerdos de su juventud, en las mujeres que lo sedujeron y cuyos nombres olvidó, en sus profesores, los buenos y los malos, en sus colegas naturalistas, que eran capaces de emprender expediciones de semanas y de publicar ensayos llenos de erudición como los que él nunca iba a conseguir. Todos ellos ya estaban muertos, y existían porque él los recordaba. Mientras la hija dormía en el otro cuarto intentó masturbarse por última vez, pero no lo consiguió.

Su estado físico y mental fue empeorando. El consuelo había sido que en medio del terror al menos Selena había estado siempre al lado suyo, pero eso cambió aquella noche. Él la escuchó hablar por teléfono con su otro hijo, le reprochaba no haber ayudado en nada, y ahora le exigía que se quedara con él por esa noche, porque ella tenía algo importante que hacer. Barrabás perdía trozos de conversación, pero se llevó la idea. Selena había forzado a su hermano a llegar a las ocho para que lo acompañara y que ella pudiera salir. Sin embargo el carro pasó a buscar a Selena a las siete y media y ella no tuvo opción. Espera a mi hermano, le dijo al padre, él va a venir, incluso le mandé una copia de las llaves de la casa. No, él no va a venir, por favor no me dejes solo, respondió el viejo. Selena le dio un beso rojo y húmedo en la frente y se fue. Barrabás escuchó el ruido de la puerta de la casa al cerrarse y el de la puerta del carro y el del carro al acelerar y desaparecer.

A las ocho no llegó el hijo, ni a las nueve, ni a las diez. Pero alguien más estaba en la casa, eso él lo sabía.

Cuando niño Barrabás había sentido aquella misma presencia en su cuarto durante otra enfermedad que lo había dejado al borde de la muerte. Sentía que un ser lo observaba, pero no era ninguno de sus padres, no era un ser humano siquiera. Apareció el primer par de ojos redondos, insinuados en la oscuridad, y luego el segundo par, y luego el tercero. Los ojos terminaron por ocupar todo el cuarto. El niño no sintió el tacto de los lémures hasta que la fiebre ya había empeorado. Decenas de manos diminutas lo agarraban, cuando más débil se sentía. Una noche llegó a ver cómo levantaban su cuerpo y se lo llevaban. Comprendió que era el fin. De repente ya no estaba en su cuarto, sino en una llanura tenebrosa que resultaba ser la de su ciudad antes de que los humanos aparecieran o mucho después de que hubieran desaparecido. No había yerba en la llanura, solo una piedra dura y prehistórica. Los lémures querían llevarlo a una zanja de color rojo que se abría en la piedra, una puerta a un mundo de fuego. Y cuando lo dejaron allí el fuego se apagó y él se vio envuelto en la más absoluta y definitiva oscuridad. No hay nada después, pensó, no hay cielo ni infierno, pero tampoco hay lo que antes había, no hay mundo. Una grieta de luz blanca se agrandó sobre él para liberarlo y se despertó y vio que su madre corría las cortinas.

Aquello había sido, supuso, lo más cercano posible a la experiencia de estar muerto. Luego de recuperarse de la enfermedad contó el sueño y sus padres rápidamente lo decodificaron. Noches atrás había estado leyendo un libro que trataba sobre las eras geológicas del planeta, y además ellos le habían dicho el origen del nombre de los exóticos primates, que asustaban a los europeos y que fueron llamados como ciertos espectros mitológicos paganos, asociados a la muerte. No debes preocuparte, concluyó la madre mientras le acariciaba la cabeza, fue solo un sueño, aquello no se parece a estar muerto. Barrabás se secó las lágrimas y preguntó a qué se parecía estar muerto. A dormir sin soñar con nada, respondió la madre. Por años el niño le tuvo miedo entonces a dormir sin soñar con nada.

Ahora quedaba abandonado a su suerte. El viejo observó cómo de nuevo los lémures lo rodeaban y lo cargaban a través de la llanura. Las manos peludas que lo agarraban eran como de niños pequeños, niños peludos. Aunque los párpados se le caían intentaba no perder el conocimiento. Estrellas fugaces saltarinas atravesaban la noche con celestial indiferencia. El aire helado y cósmico, hecho para soplar sobre las piedras ancestrales de aquel sitio, resultaba demasiado áspero para su piel. Las zanjas al rojo vivo se apagaban ante su llegada. Esta vez los lémures lo enterraron en un agujero más profundo para que no hubiera posibilidad de escapar. Barrabás recordó a su madre y aguantó un deseo profundo de llorar. La  tierra infértil cayó sobre él, y poco a poco comenzó a sentir el peso de los huesos de todos los seres humanos que habían andado antes que él y todos los que habían andado después, centenas de miles de millones. Uno más. Se estaba yendo, podía sentir que una corriente se lo llevaba del mundo. Su vida y su nombre habían sido el sueño, y aquella tumba anónima había sido siempre la realidad. Barrabás ya no soñaba y por tanto no temía, no recordaba, no sentía esperanzas.

Selena llegó al amanecer y se aseguró de que el padre no la viera borracha. Hizo café y fue al baño a darse una ducha, y solo entonces entró al cuarto del viejo, y al ver que no se había levantado por su cuenta prefirió no apurarlo ella.

Repasó con la vista las colecciones de piedras, en las que habían ámbares dorados, sedimentarias duras y brillantes como placas de carbón, cristales de un verde claro y fantasmal, fósiles de conchas diminutas. En una mesa junto a unos instrumentos quedaba inconclusa otra serie, piedras de las distintas eras geológicas, la cenozoica, la mesozoica, la paleozoica, que tenían placas artesanales de aluminio con una breve descripción, y por último una roca precámbrica, con una nota manuscrita que decía que tal vez fuera de antes del surgimiento de la vida. Un rato después sonó el teléfono de la casa. Era la madre. No te preocupes, dijo Selena, el viejo está bien, desayunó y todo, pero debes hablar con mi hermano, no se presentó como habíamos acordado. Después de colgar volvió a entrar sigilosa al cuarto del viejo Barrabás. No se había despertado el muy dormilón, así que ella se sentó mientras en una esquina a andar en su teléfono, como siempre lo había hecho. No sospechó nada.

“Nadie”: Un viaje a la desolación senil

“Nadie”: Un viaje a la desolación senil

Leer el relato “Nadie”, del joven narrador, poeta y ensayista Carlos Ávila Villamar equivale a sumergirse en un diálogo en el que los recuerdos, los objetos y el silencio fungen de interlocutores. Ubicado en un espacio enclaustrado en el que el tiempo solo simboliza la llegada de lo irremediable, narra los días postreros de Barrabás, un geólogo aquejado de una enfermedad en fase terminal, así como las obcecadas atenciones que una hija casi desconocida le profesa. Con un cuidadoso manejo del decorado y un sagaz empleo de los recursos y estilos, Ávila confiere a su prosa un ritmo palpitante, en el que las frases se entrecortan como si el aliento faltara a medida que la historia avanza, todo ello sin incurrir en la desenfrenada renovación ansiada por muchos narradores de hoy.

En su cuento, Carlos  Ávila Villamar ofrece una reflexiva descripción de la soledad. Barrabás, de quien se infiere ha mantenido relaciones bien accidentadas con sus esposas e hijos, se refugia en sus cavilaciones sobre el pragmatismo desbocado de los jóvenes y los nuevos equipos, a la vez que realiza un silencioso diálogo con los objetos que simbolizan su trayecto por la vida, reliquias valiosas únicamente para él; al igual que su dueño, se desvanecerán en el olvido, como le sucedería a los hombres que, en opinión de Barrabás, morirían para siempre cuando él abandonara este mundo y dejase de recordarlos. El motivo de la desesperada introspección se materializa en los escuetos y banales diálogos con su hija Selena, ante la cual el viejo refleja una tolerancia resignada.

El brutal in crescendo se produce cuando, en medio de la noche, Barrabás intuye una presencia que lo observa cada vez con mayor insistencia. Es aquí donde la narración libera su poder escalofriante y sugestivo, con pasajes donde se escenifica el viaje final del anciano hacia la muerte; primero, con el recuerdo de una ocasión en la cual, siendo un niño, estuvo a punto de fenecer; luego, con una escena implacable en la que no hay vuelta atrás y se desvanece únicamente para sí mismo, dado que su hija (quien había salido esa noche y llega al amanecer(, atribuye su dormitar al sopor originado por la enfermedad y nunca sospecha lo ocurrido. La descripción espacial del descenso de Barrabás hacia la nada es tan vívida que al lector le es inevitable permanecer fuera de la diégesis.

En el prólogo a su libro Fabulario, Ávila nos advierte de su dificultad para escribir narraciones breves, con lo que intenta disuadir a aquellos que buscan relatos para leer en simples recesos; de ahí que el cuento analizado llame la atención por el efecto que origina en quien lo lee, no obstante su brevedad. Al hallarse este relato fuera del antes citado libro, me parece una suerte de iniciación dirigida a los que, como yo, decidan acercarse a la joven y prometedora pluma; su lectura hará que lo dicho en el Fabulario sirva no ya para disuadir, sino para incitarlos a cruzar el umbral.

Fragmentos de No quiero llanto, de Dolores Labarcena

Fragmentos de No quiero llanto, de Dolores Labarcena

No quiero llanto, cuarta novela de la escritora santiaguera Dolores Labarcena, recién ha sido publicada por la Editorial Betania. Disponible de forma gratuita en Internet, en Miradas Desde Adentro reproducimos unos fragmentos de esta narración de nuestra compatriotas, a fin de animarle a descargarla y leerla. Le aseguramos que no se arrepentirá.

LINO BOZA 66

Solo después de lo del Mar de la China se enteró. Y se enteró por casualidad. Mariela, Mariana, o tal vez Matilda, un nombre de esos. Le dijo a Píriz que su mujer había sido juzgada por un tribunal popular. ¡¿Cómo?! Explíquese, compañera. Debe ser un error, dijo atónito. Le iban a otorgar la medalla Conmemorativa XX Aniversario de la Revolución Cubana. Y la más mínima tacha podría truncar semejante condecoración. De tal manera prosiguió el interrogatorio:

–Compañero Germán, esta información que recabamos fue corroborada por la jefa de vigilancia y el presidente del CDR donde se ubica su actual domicilio. ¿No vive desde principios de los setenta en Santiago de Cuba, calle Lino Boza 66?

–Correcto, compañera. Correcto. Ahí vivo con mis hijos, mi mujer y mis suegros.

–No se alarme, Compañero Germán. Tenemos en conocimiento su trayectoria de lucha. Aquí está su expediente, vea– dijo extendiéndoselo–. Confiamos plenamente en su lealtad, en su compromiso con la Revolución. La Revolución, compañero Germán, todavía le reserva numerosísimas tareas. Según nos informan, y ya sabe que contrastamos cualquier información que nos llega, su sacrificio y entrega sirven de ejemplo para los nuevos cuadros, para aquellos que se acaban de incorporar a nuestras filas. Pero fíjese, su mujer y la hermana fueron acusadas en el sesenta y siete. No se alarme, eh. Cumplieron. La hermana se arrepintió públicamente de ser hippie, Adventista del Séptimo Día y lesbiana. Su mujer no. ¡Cuánto daño hizo a nuestra juventud semejante lacra! Nueve meses, compañero Germán. Su mujer cumplió nueve meses en una granja avícola. No se alarme, eh. Reformada. Incluso tenemos en conocimiento que se deshicieron de todo aquello que les recordaba su vida anterior: piano, biblias, tocadiscos, minifaldas, pelucas…

–No dudo de la investigación, compañera. Estamos en el mismo bando. Pero deduzco que fue juzgada por una, no por las tres acusaciones. Creo que es incompatible ser hippie y Adventista del Séptimo Día, o Adventista del Séptimo Día y lesbiana, o lesbiana y… Bueno, no sé, quizás me equivoque.

–Lo fueron, compañero Germán, lo fueron. La Revolución es grande. Mire el ejemplo ahí. ¿No se casaron? Veo que tiene unos hijos muy graciosos –dijo enseñándole una fotografía que se encontraba en el expediente.

Eran los hijos de Píriz en brazos de una señora mayor. Y continuó:

–Cuídelos, y cuide también a su mujer, compañero Germán.

Ahí cerró el expediente a cal y canto.

–Gracias por su desvelo, compañera. Pero dígame algo, ¿esta información, la cual no manejaba con anterioridad, puede impedir que me condecoren?

–En lo absoluto, compañero Germán. En lo absoluto. ¿Acaso nosotros como revolucionarios no estamos a favor de la rehabilitación, de la reinserción? De eso se trata, de no darles cabida en nuestra sociedad a tales degeneraciones. Recuerde que uno de los mayores vicios es la ignorancia. Y precisamente la ignorancia es la mayor aliada del Imperialismo. Sábado a las nueve antemeridiano en el Teatro Karl Marx para el ensayo.

–Muchas gracias, compañera.

Solo después de lo del Mar de la China se enteró. Y se enteró por casualidad. Mariela, Mariana, o tal vez Matilda, un nombre de esos. Era la coordinadora a nivel nacional de la Casa de los Combatientes.

Al poner punto final al episodio de los juicios públicos en los cuales se vieron enredadas la mujer y la cuñada, Píriz le dijo a Magdalena:

Imagina, hippie, Adventista del Séptimo Día y lesbiana, como los equipos que traía de Japón, un tres en uno.

¡Qué horror! ¿Se lo dijiste a Lola?, preguntó Magdalena. Para qué. ¿Acaso todas las verdades no son medias verdades? ¿Dónde empieza el calor y dónde termina el frío?, ¿eh? De no ser por ese tribunal popular no hubiese conocido a tu tía en La Habana.

Nuevo libro de Dolores Labarcena

Nuevo libro de Dolores Labarcena

Recién se ha puesto en circulación la novela No quiero llanto, escrita por la cubana  Dolores Labarcena y publicada por la Editorial Betania. Es esta una obra donde el humor es la clave del discurso textual.

En la nota de contracubierta se afirma: “Novela del antihéroe a punto de morir, No quiero llanto se despliega como un relato dentro de otro.” Aquí, nuevamente la autora vuelve a contarnos un relato donde la historia resulta algo delirante, que irremediablemente nos atrapa de principio a fin, procedimiento ya empleado en anteriores trabajos suyos.

Nacida en Santiago de Cuba en 1972 y en la actualidad residente en Barcelona, España, , Dolores Labarcena se dio a conocer en el mundo literario cubano cuando en 2004 publicó a través del sello de la Casa Editora Abril el cuaderno de poesía Las puertas dialogadas. Tras su salida de Cuba, sus seguidores han podido leer las novelas Kruschov (Editorial Verbum, Madrid, 2015), Cachemir (Aduana Vieja, Valencia, 2016) y Diario de un Tuátara (Baile del Sol, Islas Canarias, 2018), así como el cuaderno de poesía Tundra (Casa Vacía, Richmond, Virginia, 2018).

En relación con Betania, editorial que da a la luz la cuarta novela de la santiaguera Dolores Labarcena, la misma es un proyecto ideado por el güinero Felipe Lázaro y que materializa en 1987, con el objetivo de estar al servicio de la cultura cubana desde España. El libro fundacional de Betania fue Conversación con Gastón Baquero, que ha tenido varias ediciones.

En el presente, esta editorial cuenta con 11 colecciones: Poesía, Narrativa, Ensayo, Teatro, Palabra Viva, Documentos, Arte, Literatura Infantil, Estudios Poéticos Hispánicos, Ciencias Sociales y Antologías.

Entre quienes han confiado en el quehacer del poeta y editor Felipe Lázaro para entregarle obras suyas a fin de que saliesen al mercado literario a través de Betania están Carlota Caulfield, Gustavo Pérez Firmat, Lourdes Gil, Rafael Bordao, Roberto Valero, Maya Islas, Elías Miguel Muñoz, Magali Alabau, Alina Galliano, Iraida Iturralde, David Lago González, Robert Lima, Elena Clavijo Pérez y Mercedes Limón

Igualmente, como parte de la  colección de narrativa de Betania pueden mencionarse los libros Al otro lado de la zarza ardiendo, de Graciela García Marruz; La hija del cazador, de Daniel Iglesias Kennedy; Juego de intenciones(Cuentos), de Jorge Luis Llópiz; Poniendo los sueños de penitencia (Encantada de conocerme), de Nidia Fajardo Ledea; La semana más larga, de León de la Hoz; Inscrita bajo sospecha, de Mabel Cuesta; y Nostalgias, ironías y otras alucinaciones (Cuentos escogidos), de Amir Valle.

Uno de los grandes méritos de Betania está dado por el hecho de que desde 2011 con la creación de su Colección Digital (ebook), sus libros están disponibles libre y gratuitamente para quienes estén interesados tanto dentro como fuera de Cuba (algo que no estaría mal que imitasen todas las editoriales cubanas de la Isla y la diáspora), por lo cual una novela como No quiero llanto, de Dolores Labarcena, es accesible para cualquier amante de nuestra actual narrativa, sin importar el sitio donde se encuentre residiendo

Al reencuentro de Celestino antes del alba

Al reencuentro de Celestino antes del alba

“Pocos libros se han publicado en nuestro país, donde las viejas angustias del hombre de campo se nos acerquen tan conmovedoramente, haciendo casi de su simple exposición una denuncia mucho más terrible que cualquier protesta deliberada. Y junto con las angustias, el propio espacio en que se vive, la tierra, las plantas y sus nombres, el habla campesina, hasta las malas palabras, todo significado en el trajín de su agonía con la visión empeñada en transfigurarlo, y frente a la cual, para resistirle, debe todo apelar a su raíz, a su necesidad última.”

Las anteriores son palabras del gran poeta  Eliseo Diego, a propósito de la aparición en 1967 del libro Celestino antes del alba, debut en el mundo de las letras por parte de  Reinaldo Arenas y una obra de culto en el devenir de la literatura cubana.

Un jurado presidido por  Alejo Carpentier había galardonado la aludida narración en 1965, con una primera mención en un concurso convocado por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Dicen que aquella edición cubana (la única obra de Arenas publicada en su país natal) se agotó en una semana. La novela es una defensa de la libertad y de la imaginación en un mundo conminado por la barbarie, la persecución y la ignorancia. 

Celestino antes del alba inicia el ciclo de una pentagonía integrada por esta novela, así como por las narraciones El palacio de las blanquísimas mofetasOtra vez el marEl color del verano y El asalto. Lamentablemente, la producción creativa de Arenas, quien salió de La Habana vía Mariel hacia Miami en 1980, es desconocida por el que debiera ser su público natural.

Como ha escrito el prestigioso investigador Carlos Espinosa Domínguez al referirse a Celestino antes del alba:

“El protagonista de la novela es un niño campesino que, para sobrevivir a la ignorancia del medio, se inventa un primo imaginario, Celestino. Este viene a ser su alter ego, el otro, el cómplice, el poeta que escribe en las hojas de los árboles y una de las personas que forman su personalidad. Su ingenua fantasía infantil se opone a una realidad vulgar y lo rescata del entorno inmediato, llevándolo a otro ámbito, la gran realidad, la verdadera realidad. Se va formando así un mundo de filiación mágica, hecho a la medida de sus anhelos y necesidades, y en el cual las cosas suceden y no suceden, las personas mueren y no mueren, el mundo es objetivo y no lo es. Alguien sugirió el rótulo de surrealismo tropical para definir esta sucesión de anécdotas fantásticas que mantienen una atmósfera poética, y donde las fronteras entre realidad y ficción no se distinguen”.

Obra debut de alguien nacido para escribir (al decir de José Lezama Lima) y cuyo valor emblemático no deja de aumentar, hoy en Miradas Desde Adentro publicamos un fragmento de esta novela, caracterizada en conjunto por ser una lectura sugestiva y al mismo tiempo inquietante

Celestino antes del alba (fragmentos)

Reinaldo Arenas

Mi madre acaba de salir corriendo de la casa. Y como una loca iba gritando que se tiraría al pozo. Veo a mi madre en el fondo del pozo. La veo flotar sobre las aguas verdosas y llenas de hojarasca. Y salgo corriendo hacia el patio, donde se encuentra el pozo, con su brocal casi cayéndose, hecho de palos de almácigo. 

Corriendo llego y me asomo. Pero, como siempre: solamente estoy yo allá abajo. Yo desde abajo, reflejándome arriba. Yo, que desaparezco con sólo tirarle un escupitajo a las aguas verduscas. 

Madre mía, ésta no es la primera vez que me engañas: todos los días dices que te vas a tirar de cabeza al pozo, y nada. Nunca lo haces. Crees que me vas a tener como un loco, dando carreras de la casa al pozo y del pozo a la casa. No. Ya estoy cansado. No te tires si no quieres. Pero tampoco digas que lo vas a hacer si no lo harás.

Lloramos detrás del mayal viejo. Mi madre y yo, lloramos. Las lagartijas son muy grandes en este mayal. ¡Si tú las vieras! Las lagartijas tienen aquí distintas formas. Yo acabo de ver una con dos cabezas. Dos cabezas tiene esa lagartija que se arrastra. La mayoría de estas lagartijas me conocen y me odian. Yo sé que me odian, y que esperan el día… «¡Cabronas!», les digo, y me seco los ojos. Entonces cojo un palo y las caigo atrás. Pero ellas saben más de la cuenta, y enseguida que me ven dejan de llorar, se meten entre las mayas, y desaparecen. La rabia que a mí me da es que yo sé que ellas me están mirando mientras yo no las puedo ver y las busco sin encontrarlas. A lo mejor se están riendo de mí. 

Al fin doy con una. Le descargo el palo, y la trozo en dos. Pero se queda viva, y una mitad sale corriendo y la otra empieza a dar brincos delante de mí, como diciéndome: no creas, verraco, que a mí se me mata tan fácil. 

«¡Animal!», me dice mi madre, y me tira una piedra en la cabeza. «¡Deja a las pobres lagartijas que vivan en paz!» Mi cabeza se ha abierto en dos mitades, y una ha salido corriendo. La otra se queda frente a mi madre. Bailando. Bailando. Bailando. 

Bailando estamos todos ahora sobre el techo de la casa. ¡Qué de gente sobre el techo! A mí me encanta encaramarme en las pencas de guano, y siempre encuentro algún que otro nido de totises acá arriba. Yo no me como los huevos de los totises, porque dicen que siempre están podridos, y entonces lo que hago es que se los tiro a la cabeza a mi abuelo, que siempre que me ve arriba de la casa, coge la vara larga de desmochar palmas y empieza a juzgarme como si yo fuera un racimo de palmiches. Uno de los huevos se le ha reventado a mi abuelo en un ojo, y yo no sé por qué, pero a mí me parece que se ha quedado tuerto.

Pero no: a ese viejo hay que sacarle los ojos con una garrocha, porque lo que tiene ahí es más duro que el fondo de una caneca. 

Bailando yo solo sobre el techo. A mis primos ya los he hecho bajar y están durmiendo entre los pinos. Dentro del cercado de ladrillos blancos. Y cruces. Y cruces. Y cruces.

«Para qué tantas cruces», le pregunté a mamá el día que fuimos a ver a mis primos. 

«Es para que descansen en paz y vayan al cielo», me dijo mi madre, mientras lloraba a lágrima viva y se robaba una corona fresca de una cruz más lejana.

Yo arranqué entonces siete cruces y cargué con ellas bajo el brazo. Y las guardé en mi cama, para así poder descansar cuando me acostara y no sentir siquiera a los mosquitos, que aquí tienen unas digas peores que las de los alacranes. 

«Estas cruces son para poder descansar», le dije a mi abuela, cuando entró en el cuarto. Mi abuela es una mujer muy vieja, pensé, mientras me agachaba bajo la cama. «Toma estas dos cruces para ti», le dije a abuela, dándole las cruces. Y ella cargó con todas. «Hoy hay escasez de leña», dijo. Y cuando llegó al fogón las hizo astillas y las echó en la candela. 

«¡Qué has hecho con mis cruces, desgraciada!», le dije yo, y, cogiendo un pedazo de cruz encendida, le fui arriba para sacarle los ojos. Pero con esta vieja no se puede jugar, y cuando yo tomé el palo encendido, ella cogió la olla de agua hirviendo que estaba en el fogón y me la tiró arriba. Que si no me aparto ahora estuviera en carne viva. «Conmigo no juegues», dijo abuela, y luego me dio un boniato asado para que me lo comiera. Yo salí para el guaninas, con el boniato a medio comer, y allí hice un hoyo y lo enterré. Luego inventé una cruz con una mata de guanina seca, y también la enterré junto al boniato muerto. 

Pero ahora debo dejar de pensar en esas cosas y ver cómo me bajo del techo sin que abuelo me ensarte con el palo. Ya sé: iré por entre las canales de zinc como si fuera un gato, y cuando él menos se lo piense, me tiro de una canal y salgo corriendo. ¡Ah, si pudiera caerle encima a mi abuelo y aplastarlo!

Él es el único culpable. Él. Por eso nos reunimos aquí yo y todos mis primos. Aquí, en el techo de la casa, como lo hemos hecho ya tantas veces: tenemos que planear la forma de que abuelo se muera antes de que le llegue la hora. 

Esta casa siempre ha sido un infierno. Antes de que todo el mundo se muriera ya aquí solamente se hablaba de muertos y más muertos. Y abuela era la primera en estar haciendo cruces en todos los rincones. Pero cuando las cosas se pusieron malas de verdad fue cuando a Celestino le dio por hacer poesías. ¡Pobre Celestino! Yo lo veo ahora, sentado sobre el quicio de la sala y arrancándose los brazos. 

¡Pobre Celestino! Escribiendo. Escribiendo sin cesar, hasta en los respaldos de las libretas donde el abuelo anota las fechas en que salieron preñadas las vacas. En las hojas de maguey y hasta en los lomos de las yaguas, que los caballos no llegaron a tiempo para comérselas. 

Escribiendo. Escribiendo. Y cuando no queda ni una hoja de maguey por enmarañar. Ni el lomo de una yagua. Ni las libretas de anotaciones del abuelo: Celestino comienza a escribir entonces en los troncos de las matas. 

«Eso es mariconería», dijo mi madre cuando se enteró de la escribidera de Celestino. Y ésa fue la primera vez que se tiró al pozo. 

«Antes de tener un hijo así, prefiero la muerte.» Y el agua del pozo subió de nivel. 

¡Qué gorda era entonces mamá! Sí que era gorda. Y el agua, al ella zambullirse, subía y subía. ¡Si tú hubieras visto!: yo fui corriendo al pozo y pude lavarme las manos en el agua, y, sin inclinarme casi, bebí, estirando un poco el cuello. Y luego empecé a beber utilizando las manos como si fueran jarros.

¡Qué fresca y qué clara estaba el agua! A mí me encanta mojarme las manos y beber en ellas. Igual que hacen los pájaros. Aunque claro, como los pájaros no tienen manos, se la toman con el pico… ¿Y si tuvieran manos y fuéramos nosotros los equivocados?… Yo no sé ni qué decir. Como las cosas en esta casa andan tan mal: yo no sé, a la verdad, ni en qué pensar. Pero, de todos modos, pienso. Pienso. Pienso… Y ya Celestino se me acerca de nuevo, con todas las yaguas escritas bajo el brazo, y los lápices de carpintería clavados en mitad del estómago. 

-¡Celestino! ¡Celestino! -¡El hijo de Carmelina se ha vuelto loco! 

-¡Se ha vuelto loco! ¡Se ha vuelto loco! -Está haciendo garabatos en los troncos de las matas. -¡Está loco de remate! -¡Qué vergüenza! ¡Dios mío! ¡A mí nada más me pasan estas cosas! -¡Qué vergüenza! 

Fuimos al río. Las voces de los muchachos se fueron haciendo cada vez más gritonas. A él lo sacaron del agua y le dijeron que se fuera a bañar con las mujeres. Yo salí también detrás de Celestino y entonces los muchachos me cogieron y me dieron ocho patadas contadas: cuatro en cada nalga. Yo tenía deseos de llorar. Pero él lloró también por mí. 

Y nos cogió la noche en mitad del potrero. Así, de pronto, llega la noche en estos lugares. Cuando menos uno se lo imagina, nos sorprende. Nos envuelve, y luego no se va. Casi nunca aquí amanece. Aunque, desde luego, mucha gente dice que sale el sol. Yo también lo digo de vez en cuando. De vez en cuando. De vez en cuando. De… 

«Que en la casa no se enteren de lo que han hecho los muchachos», me dijo Celestino, y se secó los ojos con una hoja de guayaba. Pero al llegar a la casa, ya ellos nos estaban esperando en la puerta. Nadie dijo nada. Ni media palabra. Llegamos. Entramos en el comedor y ella salió por la puerta de la cocina. Dio un grito detrás del fogón y echó a correr por todo el patio, lanzándose de nuevo al pozo… Cuando yo era más chiquito, abuela me dio una gallina y me dijo: «Síguela hasta que encuentres su nido, y no vuelvas a la casa si no traes los bolsillos llenos de huevos». Yo solté la gallina en mitad del patio. Salió corriendo. Dio tres revoloteos en el aire. Y desapareció, cacareando por entre las mayas y las espinas. -Se me ha perdido la gallina, abuela. -¡Desgraciado! ¡Mejor sería que te murieras! 

Celestino se me acercó y me puso la mano en la cabeza. Yo estaba triste. Era la primera vez que me habían echado una maldición. Yo estaba triste y empecé a llorar. Celestino me levantó en alto, y me dijo: «Qué tontería…, debes ir acostumbrándote». Yo miré entonces a Celestino y me di cuenta que él también estaba llorando, aunque trataba de disimularlo. Y entonces comprendí que él todavía no se había acostumbrado. Por un momento yo dejé de llorar. Y los dos salimos al patio. 

Todavía era de día.

Había caído un aguacero. Y los relámpagos, que no se habían satisfecho con el agua, pestañeaban y volvían a pestañear detrás de las nubes y entre las hojas altas de las matas de cañafístulas. Qué olor tan agradable queda después de un aguacero… Yo nunca antes me había dado cuenta de esas cosas. Me di entonces. Y tragué aire con la nariz y con la boca. Y volví a llenarme la barriga de olor y de aire. Ya el sol no saldría, porque había demasiadas nubes. Pero aún todo estaba claro. Caminamos por debajo de las matas de anones y yo sentía el fango mezclado con las hojas, traspasando los huecos de mis zapatos. El fango estaba frío, y a mí se me ocurrió pensar que estaba caminando por entre la nieve y que las matas de anones eran pinos de Navidad, y que toda la familia estaba en la casa, entre un no sé qué tipo de abejeo y bulla, que hasta entonces no había yo oído. «Qué lástima que en este lugar no haya nieve», le dije a Celestino. Pero ya él no estaba conmigo. «¡Celestino! ¡Celestino!», grité yo, muy bajo, como si no quisiera despertarme y encontrarme en mitad de un fanguero.

¡Celestino! ¡Celestino!…

Nos regresan al silencio

Nos regresan al silencio

Creo que podemos aprehender un libro, y mucho más si se trata del libro de un amigo, no cuando seguimos sus instrucciones en el prólogo y buscamos en cada palabra una esencia oculta, una pista o un vestigio para descifrar ese absurdo camino de regreso al autor, sino cuando, en el rapto estético, es el libro quien hace el trabajo. 

Cuando Carlos Ávila Villamar nos pide que leamos sus fábulas de noche y con paciencia, no quiere realmente – esté o no consciente de eso – que nos sentemos a leer con calma, después del baño y las vorágines del día, para que en un estado de sosiego podamos equipararnos a ciertos ritmos y experiencias contenidas en el relato y de ese modo podamos comprenderlo y disfrutarlo. 

Detrás de la interpelación se esconde el anhelo de que sea el texto mismo quien opere el cambio: el lector no ha de leer con paciencia, el texto, si está logrado, volverá las cosas todas, y por tanto la lectura, en noche y paciencia. 

Y en efecto, los relatos de Fabulario nos regresan al silencio. Nos vuelven un otro olvidado que ha exiliado de repente ese ruido de fondo, ese zumbar aberrante de ciudad que indefectiblemente reverbera hoy en cada objeto y en cada imagen. 

He leído el texto con voz ajena, seguramente la de un padre o una madre fabulados, y lo he hecho desde un pasado probablemente inexistente. A falta de palabras mejores, quizás se trate de un regreso nostálgico al momento de la infancia en que la experiencia estética no solo era la obertura por excelencia a la comprensión del mundo, sino que era la única obertura posible. 

La ciencia, la ética, la política, la justicia, todas las complejas construcciones que hoy en día sobreviven pensadas al límite, se encuentran cuestionadas en Fabulario precisamente a partir de la experiencia estética, que por supuesto se entiende en sentido amplio y se vincula a lo fantástico, lo místico, lo demoníaco. 

Fabulario puede ser el detonante para largos debates literarios y filosóficos. Tributan a ello en gran medida la selección de los espacios, lejanos y húmedos – quizás menos en el último cuento –; las actitudes, las ideas y los cambios de los personajes, y en especial las cualidades de la prosa, clara y depurada. 

CAV es consciente de que la narración no precisa de alardes innecesarios o enrevesadas acrobacias conceptuales, sino de ritmos sabiamente controlados, de vívidas sinestesias y de la fuerza que existe en el cuerpo mismo de las palabras, en el goce de decirlas internamente o en voz alta.

Este volumen I no es un libro perfecto. “Asimétrico” le ha llamado su autor en el prólogo, con la astucia de quien escoge la palabra asociada a la imparcialidad del número. No quiere decir esto que hayan malos cuentos. Todos fueron hilados, de hecho, con minuciosa religiosidad, y en mayor o menor medida, todos devienen una suerte de secuestro ineluctable. 

Sin embargo, dos de ellos, “Cola de zorro” y “Sol de medianoche”, resultan en mi opinión infinitamente superiores al resto. Algunos pasajes son tan poderosos que permanecen en la retina durante toda la noche, capaces incluso de violentar nuestros sueños y de turbarnos por completo al despertar. Sabrá el lector a cuáles me refiero. En cualquier caso se trata de un proyecto que comienza, de los primeros pasos de un escritor joven, pero que ya da signos evidentes de un futuro movimiento in crescendo.  

En recuerdo de Guillermo Rosales

En recuerdo de Guillermo Rosales

Cuando me preguntan si en estos días estoy muy aburrido por la reclusión a la que nos ha obligado el coronavirus, tengo que decir que no. Ello responde a que en las semanas transcurridas desde que comenzó la epidemia en Cuba, he podido acceder a una cantidad de libros que durante años había buscado infructuosamente y que ahora, por obra y gracia de la pandemia, han sido liberados para su descarga en incontables sitios de la red. 

Entre los autores que más he disfrutado por los días que corren está Guillermo Rosales, de quien por ejemplo, de una sentada mi novia y yo nos leímos su novela Boarding home (La casa de los náufragos), todo un clásico de la literatura cubana y que estoy convencido de que en el futuro será parte de los programas docentes de nuestras letras, más allá de las diferencias del autor con el sistema sociopolítico imperante en Cuba. 

Mientras tengo en cola para leer su novela El juego de la viola y que bajo otro título fue finalista del Premio Casa de las Américas en 1968, reproduzco en Miradas Desde Adentro una excelente investigación llevada a cabo por la periodista Ivette Leyva Martínez y que ojalá sirva para motivar el interés por la obra de Guillermo Rosales, un grande de nuestra cultura.

Guillermo Rosales o la cólera intelectual[1] 

Pocos escritores cubanos encarnan, como Guillermo Rosales, el 

paradigma de la frustración, el fulgor del genio, el tormento de la 

insatisfacción y la locura. Murió a los 47 años, pobre, solo y olvidado; 

destruyó la mayor parte de su obra y en vida solamente publicó una novela 

de corte autobiográfico, Boarding home [La casa de los náufragos] (1987), 

premiada con el voto de Octavio Paz en un concurso literario local. Mas su 

éxito se apagó con los flashes de las cámaras. Hoy su novela es considerada 

por muchos un clásico de la literatura cubana, pero sigue siendo 

desconocida para la mayoría de los lectores. 

Boarding home[

2] 

cubre una dimensión dantesca de la vida. Es un viaje 

a los rincones más sombríos de la condición humana, y pocos son los que 

permanecen indiferentes ante esta visión. Humillaciones, suciedad, hedor y 

abusos físicos conforman el escenario donde pasa sus días el protagonista. 

Apenas hay un momento de piedad para el lector, un hálito de esperanza 

en las 100 páginas que narran, con descarnada precisión, los días del 

escritor William Figueras, enfermo de los nervios, en la atmósfera 

asfixiante de este refugio de indigentes, basurero de la sociedad miamense. 

El home no es hogar sino infierno, un círculo demencial donde los 

infortunados están condenados a reproducir a perpetuidad los estadios del 

ciclo de vida animal. Son «seres de ojos vacíos, mejillas secas, bocas 

desdentadas, cuerpos sucios»

[3]. 

Boarding home es una novela única dentro de la literatura cubana del 

exilio en los últimos cuarenta años. El protagonista habla desde la certeza 

de la derrota y la inestabilidad de la alienación. Define, desde el inicio, lo 

particular de su situación: «No soy un exilado político. Soy un exilado total.

A veces pienso que si hubiera nacido en Brasil, España, Venezuela o 

Escandinavia, hubiera salido huyendo también de sus calles, puertos y 

praderas»

[4]. 

No hay en esta obra, como tampoco en el último y aún inédito 

libro de Rosales, El alambique mágico, un atisbo de nostalgia, una palabra, 

una frase que denote añoranza por Cuba. 

El novelista Carlos Victoria, la persona más cercana a Rosales en los 

últimos años de su vida, cree que la falta de nostalgia de Rosales por Cuba 

se debía a un odio visceral. «Estaba alimentado por el odio, era su principal 

motor. Un odio contra la naturaleza humana. No perdonaba a nadie ningún 

defecto, ninguna debilidad, empezando con él mismo», recordó Victoria en 

una entrevista para Encuentro. 

El propio Rosales admitió que Boarding home era «una novela escrita 

con odio»

[5] 

y legitimó su visión apocalíptica de la realidad y su vocación 

nihilista: «Creo que la experiencia de quien vivió en el comunismo y el 

capitalismo y no encontró valores sustanciales en ninguna de ambas 

sociedades (sic), merece ser expuesta. Mi mensaje ha de ser pesimista, 

porque lo que veo y vi siempre a mi alrededor no da para más. No creo en 

Dios. No creo en el Hombre. No creo en ideologías»

[6]. 

Muchos de quienes lo conocieron en Miami lo recuerdan hoy con 

especial angustia. Era tremendamente irascible, mordaz hasta el sarcasmo, 

susceptible, agresivo hasta golpear, en ocasiones, a la gente más cercana a 

él. Al día siguiente volvía a tocar las mismas puertas, arrepentido. Sufría, 

pero no estaba en sus manos remediarlo: cada cierto tiempo padecía crisis 

de esquizofrenia; tenía visiones, oía voces, creía ver más allá de las paredes. 

Conservaba, a pesar de todo, un buen sentido del humor y, cuando estaba de 

ánimo, le gustaba hacer bromas. Su capacidad de fabulación era inagotable: 

durante una conversación era capaz de improvisar los relatos más 

increíbles, que luego iba desarrollando por espacio de algunos días. 

En la única entrevista que se le hizo en vida para la prensa, Rosales dice 

que sus personajes «casi todos son cubanos afectados por el totalitarismo 

castrista, guiñapos humanos»

[7]. 

En la novela, aunque el pasado levita sobre los personajes, su presencia 

es breve y tangencial: una loca se lamenta de las propiedades que le 

confiscaron en Cuba, otro chilla contra los comunistas, a los que ve en todas

partes. La voz del autor se desplaza en un presente tortuoso, infinito, con 

pocas referencias al pasado en Cuba y sin mostrar conflictos de identidad. 

La mayoría de las alusiones a la situación cubana develan el subconsciente, 

el universo onírico del protagonista. En sueños William Figueras regresa a 

Cuba y se enfrenta a Fidel Castro. Irónicamente, estas obsesiones de los 

exiliados, que en otras obras son reflejadas con amargura, se convierten en 

el único oasis de humor dentro de una narración seca y desgarradora: 

(…) soñé que estaba de nuevo en La Habana, en el salón de una 

funeraria de la calle veintitrés (…). De pronto se abrió una puerta blanca y 

entró un ataúd enorme cargado por una docena de viejas plañideras. Un 

amigo me dio un codazo en las costillas y me dijo: 

—Ahí traen a Fidel Castro. 

(…) Entonces el ataúd se abrió. Fidel sacó primero una mano. Luego la 

mitad del cuerpo. Finalmente salió por completo de la caja. Se arregló el 

traje de gala, y se acercó sonriente hasta nosotros. 

—¿No hay café para mí? —preguntó[

8]. 

Otras referencias a la posición de William Figueras con respecto a Cuba 

tienen un toque de amargor y sarcasmo: 

Es El Puma, uno de los hombres que hacen temblar a las mujeres de 

Miami (…). Jamás abrazará desesperadamente una ideología y luego se 

sentirá traicionado por ella. Nunca su corazón hará crack ante una idea en la 

que se creyó firme, desesperadamente (…). Nunca experimentará el júbilo 

de ser miembro de una revolución, y luego la angustia de ser devorado por 

ella[

9]. 

Las relaciones entre los indigentes que habitan el asilo se trazan sobre la 

rutina más primitiva: comer, dormir, hacer las necesidades fisiológicas, 

fornicar. William Figueras observa a los demás con frialdad, e interactúa 

con ellos bajo el signo de la crueldad que rige la vida del antro. La novela 

exhala violencia, que es uno de los rasgos distintivos de la obra de Rosales, 

como lo fue de su personalidad. Esa agresividad se expresa también en la

prosa bruñida, en la precisión de los verbos y los adjetivos, en el estilo 

tajante, como un golpeteo en el oído. 

Voy hasta Reyes y lo cojo fuertemente por el cuello. Le doy una patada 

en los testículos. Estallo su cabeza contra la pared. 

—Perdón… perdón… —dice Reyes. 

Lo miro con asco. Sangra por la frente. Siento, al verlo, un extraño 

placer. Cojo la toalla, la tuerzo, y doy un latigazo con ella en su pecho 

esquelético[

10]. 

A pesar de ser partícipe, el protagonista evalúa los acontecimientos con 

la más pasmosa lucidez y distanciamiento: 

Fue una burguesa, allá en Cuba, en los años en que yo era un joven 

comunista. Ahora el comunista y la burguesa están en el mismo lugar (…) 

que les asignó la historia: el boarding home[

11]. 

Tan pronto Rosales llegó a Miami, se le declaró incapacitado por 

problemas mentales y nunca trabajó. Boarding home, escrita unos cinco 

años después, es el testimonio de su vida en Estados Unidos, que 

transcurrió sobre todo en boarding homes, con intervalos en hospitales 

psiquiátricos, en algún que otro hotelucho y en un pobre apartamento. 

Fueron siete años de desamparo, pobreza y corrosión. No gustaba de los 

grupos sociales y tenía pocos, pero fieles amigos. Entre los más cercanos 

estaban, además de Carlos Victoria, Reinaldo Arenas, el poeta Esteban Luis 

Cárdenas —el Negro de Boarding home, hoy también pobre y olvidado en 

uno de esos asilos—, Carlos Quintela, Rosa Berre y el escritor colombiano 

Luis Zalamea. 

Las relaciones con la parte de la familia que ya residía en la ciudad 

fueron difíciles y no contribuyeron a detener su descalabro emocional: 

Creyeron que llegaría un futuro triunfador (…); y lo que apareció en el 

aeropuerto (…) fue un tipo enloquecido, casi sin dientes, flaco y asustado, 

al que hubo que ingresar ese mismo día en una sala psiquiátrica porque

miraba con recelo a toda la familia y en vez de abrazarlos y besarlos los 

insultó (…). Una mancha terrible en esta buena familia de pequeños 

burgueses cubanos (…). La única que se mantuvo fiel a los lazos familiares 

fue esta tía Clotilde (…). Hasta el día en que, aconsejada por otros 

familiares y amigos, decidió meterme en el boarding home; la casa de los 

escombros humanos[

12]. 

Había salido de La Habana rumbo a Madrid a los 33 años, en julio de 

1979, y pudo llegar a Miami en enero de 1980. Estaba dispuesto a hacer su 

obra fuera de la isla. 

En Cuba se había sumado al entusiasmo inicial de la Revolución; fue 

uno de los primeros en subir a la Sierra Maestra para alfabetizar. Luego 

obtuvo una beca para estudiar derecho diplomático y consular en la Escuela 

Especial del Servicio Exterior. De uniforme verde olivo, camisa gris y botas 

de media caña, se le apareció un día a Carlos Quintela, quien entonces 

dirigía el semanario juvenil Mella, órgano de la Asociación de Jóvenes 

Rebeldes y luego de la Unión de Jóvenes Comunistas. Tendría 14 o 15 años. 

«Quería dejar la escuela de relaciones exteriores, y trabajar para Mella, 

pero eso no se podía hacer sin contar con Fidel [Castro]. Allí ganaba 300 

pesos mensuales, y Mella pagaba 60 o 70. No hubo modo de convencerlo 

de lo contrario; al cabo del tiempo Aníbal Escalante le resolvió la liberación 

de la escuela», rememoró Quiniela[

13]. 

Trabajó para esa revista entre 1961 y 1963. Cuando se sentaba a la 

máquina de escribir era capaz de redactar los reportajes en un dos por tres. 

Tras publicar «Hondo», un fascinante relato sobre espeleología, Mella 

recibió una llamada de la Academia de Ciencias: Rosales había inventado 

14 nombres de formaciones geológicas, dijeron no sin cierta admiración los 

científicos. 

Era un fabulador incansable. Un jodedor con dotes histriónicas al que le 

encantaba hacer bromas y hablar con contraseñas. Obsesivo con los temas 

que le interesaban, impredecible, agresivo: así lo recuerdan sus amigos de 

entonces. Esa luminosidad se tomó en trágica opacidad hacia el final de su 

vida; con tal cúmulo de disonancias entre sus años juveniles y su adultez

que la imagen del joven Rosales tiene visos de irrealidad para quienes lo 

conocieron en Miami. 

En los sesenta, años de fogosidad creativa para los jóvenes periodistas 

de publicaciones como Mella, en la casa de Guillermito —como le decían 

los amigos—, en el Vedado, se reunían Silvio Rodríguez, Norberto Fuentes, 

Antonio Conte, Víctor Casáus y Eliseo Altunaga, entre otros, para oír 

música y hablar, insaciablemente, de todos los temas de este mundo. 

Leen y dibujan mucho sobre papel ahumado. Rosales duerme frente a 

un monstruo que ha pintado Silvio, inspirado en algún cuento de Poe. Le 

teme pero se regodea con la presencia de la imagen: lo feo, lo brutal, lo 

siniestro, lo acosarían noches y días, en angustiosa osmosis entre imaginería 

y realidad. 

Muchos de sus amigos ya conocen por esa época la novela Sábado de 

Gloria, Domingo de Resurrección, que él recita de memoria. Poco después, 

en 1968, quedó finalista del premio Casa de las Américas y obtuvo, por 

unanimidad, la recomendación de ser publicada, pero nunca lo fue. 

Todo lo que dice La Gaceta de Cuba en la breve reseña introductoria a 

dos capítulos, es que: «El protagonista es un niño influido por la lectura de 

los muñequitos [tiras cómicas] de la época anterior al triunfo de la 

Revolución»

[14]. 

Aparentemente, se trataba de una obra inofensiva, a salvo 

de la guillotina editorial. 

Pero sólo llegó a las librerías en 1994, y en Miami, donde se publicó 

postumamente bajo el título de El juego de la viola. La versión publicada 

diverge muy poco de la que apareció en La Gaceta de Cuba: el capítulo «A 

las dos mi reloj» pasa a ser «A la una mi mula», y «A las once campana de 

bronce» es «A las siete mi machete» en la versión definitiva. Un par de 

párrafos fueron suprimidos y hay cambios en los signos de puntuación; se 

añadieron onomatopeyas, y las oraciones son más concisas y cortantes; el 

sello personal de Rosales asoma desde esta primera novela: el estilo, un 

estilete, y la estructura narrativa, ágil, vertiginosa. 

La historia, en efecto, se sitúa antes de 1959, y narra escenas de la vida 

diaria de Agar, un niño fantasioso e infeliz que está en el umbral de la 

adolescencia. Las 95 páginas de la historia, contadas en tiempo pasado, 

están agrupadas en capítulos titulados con los versos del juego infantil de la

viola, que se convierte en una diversión maligna de los Chicos Malos, 

vecinitos del protagonista: 

—¿Criaturas…? ¿Por qué se odian? 

—¡Si estamos jugando! —exclamaron todos[

15]. 

El juego de la viola no es una lectura agradable. Agar vive en un medio 

hostil, donde los personajes de los cómics son sus únicos aliados, y su 

conducta fluye desde una tremenda agresividad y soledad interior. La 

imagen de la niñez es amarga y despiadada: 

¿Han visto ustedes un ser más diabólico que un niño? Los niños del 

trópico son engendros de la delincuencia[

16]. 

Es sintomático que Rosales no intentara seducir al jurado del premio 

Casa de las Américas con la historia de alguna epopeya guerrillera, tan de 

moda en esos momentos en América Latina. En cambio, hay en su novela 

un desasimiento total de las circunstancias políticas y del entusiasmo 

revolucionario de la época. Su osadía —o su ingenuidad— lo llevó también 

a presentar un texto que podría haberse convertido en buena tela para el 

corte de los censores oficiales: 

No. Definitivamente no le gustaban los comunistas. El Halcón, el 

Sargento York y todos los demás eran lindos, y los comunistas calvos y sin 

dientes. 

—Todos con el culo remendado —decía Abuela Agata—. Todos con 

olor a taller de bicicletas[

17]. 

Por si fuera poco, el padre de Agar, Papá Lorenzo, es un comunista 

fervoroso pero poco coherente: 

—Tu padre es un comunista muy extraño —dijo Abuela Ágata—. 

Primero recogía votos y organizaba huelgas y hasta me hizo votar por la 

Candidatura Popular. Y ahora se hizo contador público, y te quiere meter en

un colegio de ricos, y al carajo las huelgas, y los votos, y yo sigo afiliada a 

esa Candidatura Popular, ¿eh? ¡Ahora resulta que es rotario! Comunista y 

Rotario Internacional. No entiendo. «Es una cuestión de táctica», dice. 

»¿Táctica? Yo no entiendo nada de táctica. ¡Que me devuelvan mi 

carnet electoral! 

»¡Eso es lo que quiero![

18] 

El jurado de ese año del premio Casa de las Américas, integrado por 

Julio Cortázar y Noé Jitrik, entre otros, prefirió premiar La canción de la 

crisálida, de Renato Prada Oropesa, una novela sobre las guerrillas 

bolivianas. 

De haber sido publicada, la novela de iniciación de Rosales sería 

reconocida como precursora de una narrativa enraizada en las tradiciones 

populares de la cultura pop, que tuvo en Manuel Puig a uno de sus mejores 

cultores en América Latina. «Hubiera sido fundadora de un camino nuevo 

en la narrativa latinoamericana por su novedoso acercamiento al mundo de 

los cómics», opina el crítico Carlos Espinosa, quien considera que, al haber 

sido publicada después de tantos años, «es ahora una novela extemporánea, 

y uno hace de ella una lectura injusta». 

Tras salir del semanario Mella, en 1963, Rosales fue llamado al Servicio 

Militar Obligatorio, de donde fue dado de baja tras ingresar en el hospital 

de Mazorra, en La Habana, por problemas psiquiátricos. Aunque sus 

trastornos mentales ya se hacían notar, quienes lo conocían de cerca sabían 

que jugaba con ellos de tal modo que para algunos no era posible 

diferenciar una crisis real de una ficticia. Quizás como en Agar, el personaje 

de su primer libro, las fantasías se entronizaban en la vida real. «Me hice el 

loco», le contó a su buen amigo Quíntela, refiriéndose a su salida del 

servicio militar. 

«Odiaba la dictadura, no creía en la autoridad, era rebelde, todo lo ponía 

en duda.» 

En 1965 se unió a su familia en Checoslovaquia, donde el padre era 

embajador. Allí sufrió una larga crisis nerviosa. Más tarde viajó a la Unión 

Soviética, donde fue ingresado en un hospital psiquiátrico y le 

diagnosticaron esquizofrenia. De regreso a Cuba, entre 1966 y 1967,

también recibió tratamiento psiquiátrico, pero a diferencia de los soviéticos, 

los médicos cubanos creían que sólo tenía trastornos de personalidad. 

En los años siguientes transitó por varios puestos de trabajo, pero en 

ninguno estuvo más tiempo que en Mella. Fue maestro, constructor, 

oficinista, guionista de radio y televisión, colaborador de varias revistas. 

Sólo quería escribir. Su hermana Leyma cuenta que hizo una novela, 

Sócrates, tras leer la Paideia griega. «Sócrates lo enloqueció», rememora 

ella. «Para escribirla, se encerró en la casa durante un mes, sin salir a la 

calle. Más tarde la quemó. No he conocido otra persona con tanta capacidad 

de autodestrucción. Era como un esplendor que en cualquier momento se 

iba a apagar, sólo que no sabíamos cuándo.» 

No hacía versiones de sus obras; escribía y rompía papeles a la misma 

velocidad. La madre guardaba sus escritos bajo llave en el armario, pero él 

venía y desfondaba el mueble por detrás, y luego los destruía. En Cuba 

también destruyó otra novela sobre la Guerra de los Diez Años —que 

recordaron sus amigos Quintela y Rosa Berre—, y que recogía, entre otros 

temas, el papel de los hacendados ricos en la independencia, y la historia 

del ron cubano. 

Ya en Estados Unidos intentó reconstruirla, y lo hizo, en forma de 

noveleta, que también desapareció más tarde. Todo lo que ha quedado de 

ésta son dos o tres hojas manuscritas. En ellas trazó el boceto de una novela 

que «tratara de demostrar que la guerra del 68 sirvió grandemente para 

eliminar los regionalismos y crear un concepto de Cuba, psicológica, 

territorial y culturalmente»

[19]. 

Prefirió por aquel entonces escribir una 

narración histórica, eludiendo la realidad inmediata. 

Dado su estilo de trabajo, resulta sorprendente que conservara y sacara 

de Cuba una de las copias de lo que sería El juego de la viola. Escribió 

Boarding home en unos dos años. La novela refleja sobre todo el panorama 

de Happy Home, uno de los muchos asilos donde vivió. Allí, durante una de 

sus visitas, Carlos Victoria leyó las primeras páginas y comprendió que 

tenía en las manos algo especial. 

Fue Victoria quien llevó el libro a la primera edición del concurso 

Letras de Oro. «Guillermo era muy inseguro con respecto a lo que escribía,

siempre estaba muy insatisfecho. Me daba a revisar sus escritos, y luego me 

los pedía y los destruía. Así se perdieron muchos», relata el novelista. 

Octavio Paz, quien presidió la sección de novela del concurso, le 

concedió el premio a Rosales en enero de 1987. Debió de haber sido el 

momento más feliz de su vida. Muchos lo recuerdan en la noche de 

premios; estaba eufórico. Por primera vez, a los cuarenta años, alcanzaba un 

verdadero reconocimiento para su obra. En las fotos, con un smoking negro 

alquilado que le sobra en su cuerpo reseco, posa al lado de las 

personalidades del mundillo intelectual de Miami. Esboza una sonrisa 

tenue. 

«Unicamente en un país tan grande y libre como éste es posible que una 

minoría se exprese en su lengua nativa»

[20], 

declaró a la prensa, al tiempo 

que lamentaba que hubiera en Miami «tremenda pobreza en el mundo 

cultural cubano»

[21]. 

Ese raquitismo cultural del Miami de entonces determinó la decisión de 

poner fin a sus días. Tras su único instante de gloria, vivió los últimos seis 

años en el forzoso ostracismo del olvido. Letras de Oro no cumplió su 

objetivo de editar en inglés las obras de los autores ganadores. Al cerrarse 

el concurso y con éste los almacenes donde se guardaban las colecciones de 

los libros premiados, alguien decidió deshacerse de ellos mediante el fuego. 

El escritor colombiano Luis Zalamea, quien fuera consultor literario del 

Letras de Oro, quedó tan impresionado con la novela de Rosales que la 

tradujo al inglés. «Se la envié a un par de agentes literarios de Nueva York, 

quienes contestaron que el tema no tenía “mercado” en Estados Unidos.»

[22] 

Rosales estaba desesperado por publicar y le pedía a Zalamea que lo 

ayudara. Pero la perspectiva no podía ser más desalentadora: la mayoría de 

los escritores de Miami tenían y, aún hoy, tienen que costear las ediciones 

de sus obras. Como si tanta adversidad fuera poca, también se han visto 

obligados a lidiar con el estigma de Miami, por cuenta del cual la mayoría 

de las universidades, los círculos intelectuales y las editoriales europeas, 

estadounidenses y latinoamericanas han aislado durante décadas a los 

escritores cubanos del exilio, eludiendo reconocer y difundir sus obras. Los 

escritores cubanos de Miami han sido vistos, quizás, como las turbas de

exiliados enardecidos que en ocasiones han colocado a la ciudad en primera 

plana de la prensa mundial. 

Ahora, tras el desmoronamiento de la «alternativa social cubana» y la 

reevaluación crítica de la diáspora por parte de ciertos sectores, antes 

hostiles, el futuro se perfila algo más promisorio para ellos. 

Pero Rosales no pudo esperar. Marginal y marginado, por su carácter y 

su enfermedad, no tenía capacidad ni dinero para intentar abrir las puertas 

de las editoriales. Alcanzó a publicar fragmentos de El juego de la viola y 

de Boarding home en la revista Mariel[

23], 

y dos cuentos del volumen 

inédito El alambique mágico: «El diablo y la monja» y «A puertas 

cerradas», en Linden Lane Magazine[

24]. 

Entre 1988 y 1990 escribió El alambique mágico, del cual han 

sobrevivido dos copias casi idénticas. «El estaba insatisfecho con ese libro. 

Sabía que la calidad de los cuentos era muy irregular», recuerda Victoria. A 

pesar de que los doce relatos tienen distinta calidad literaria, en todos está el 

inconfundible estilo narrativo de Rosales. Los defectos de algunos, más que 

en la costura, parecen estar en la elección de los temas. El alambique 

mágico tiene además el interés de ser el único libro donde el hilo conductor 

narrativo no es autobiográfico. Es también el de mayor carga erótica, en 

momentos en que el escritor era consciente de que pocas mujeres se habrían 

acercado a él. 

Estaba muy delgado, había perdido todos los dientes y apenas se 

alimentaba. Si lo hubiéramos visto, enrumbando por la calle Flagler hacia el 

downtown, absorbiendo con fruición el humo del cigarrillo, el olor agrio de 

la ropa vagando sobre el cuerpo enteco, lo habríamos confundido con un 

indigente más. De sus años juveniles sólo parecían quedar el hábito de 

fumar constantemente y su sentido del humor. No oía la radio, no iba al cine 

ni veía la televisión, quizás en un intento por mantener su escritura 

incontaminada. 

En su último libro hay resonancias del convencimiento del autor de que 

«a la injusticia de la vida hay que responder con la violencia y la cólera 

intelectual, que es la que más daño hace (…). Mi mente sólo tiene cabida 

para lo que tengo que escribir, que espero sea mucho»

[25].

No escribió más, aunque su capacidad para crear historias permaneció 

casi intacta. El deterioro físico y mental en los últimos tres años de su vida 

fue vertiginoso. Siguió de asilo en asilo, y por último habitó un modesto 

apartamento del noroeste de Miami, con tan pocas pertenencias que parecía 

una celda monacal. Pocos lo visitaban ya: Victoria, Cárdenas, Zalamea y 

algún que otro más. Cuando Victoria lo iba a ver le llevaba un poco de 

dinero, cigarros, libros. «Tenía variaciones fuertes y rápidas de su estado de 

ánimo, propias de una persona con su padecimiento», dice. En los últimos 

tiempos, Rosales prefería leer a sus amigos cartas que él mismo les había 

escrito, antes que decir las cosas verbalmente[

26]; 

un proceso de sustitución 

progresiva de la expresión oral por la escrita. 

«Parecía una vela que flaquea»

[27], 

escribió a su muerte el periodista 

Orlando Alomá, recordando los últimos días de Rosales. La muerte de su 

amigo Reinaldo Arenas también lo afectó mucho. Durante meses, recuerda 

Victoria, lo llamaba todos los días, siempre cerca de las once de la mañana, 

para anunciarle que se iba a matar. «No creía que lo llegara a hacer», cuenta 

el amigo. 

Ni siquiera después de muerto el escritor, la obra ha gozado de 

reconocimiento. El único fragmento de Boarding home publicado en Cuba, 

bajo el título de «El refugio», se agrupó bajo el tema general de «Erotismo 

y humor en la novela cubana de la diáspora», que de por sí desvirtúa la 

esencia de la novela. Si bien hay en ella elementos de erotismo y humor, 

éstos se diluyen, se contraen, adquieren otra significación en el contexto 

terrible del boarding home. 

La mayoría de los críticos que se ocupan de la literatura cubana han 

desconocido o incomprendido la obra de Rosales. Se le menciona, a veces, 

en el contexto de estudios sobre la llamada «Generación del Mariel». 

«Cojo una pistola imaginaria y me la llevo a la sien. Disparo», escribió 

en Boarding home. La mañana del martes 6 de julio de 1993 el gatillo ya no 

era ficticio. Las cenizas de Guillermo Rosales descansan en el regazo cálido 

de Miami, la ciudad «indiferente y superficial donde también el ojo de Dios 

penetra hondo, y juzga, y castiga, y perdona»

[28]. 

Ivette Leyva Martínez

Miami, marzo de 2000 – septiembre de 2002

Notas

[1] Mi agradecimiento al poeta Néstor Díaz de Villegas, quien me sugirió esta investigación; a Delia Quintana y Leyma Rosales, madre y hermana del escritor, y al novelista Carlos Victoria, quienes colaboraron de forma indispensable. También al escritor Norberto Fuentes, que facilitó una de las copias de El alambique mágico. 

 [2] Los boarding homes son asilos privados de Estados Unidos donde se interna a personas discapacitadas física o mentalmente. 

 [3] La casa de los náufragos (Boarding home), Siruela, Madrid 2005, pág. 12. 

 [4] Idem, págs. 11 − 12. 

 [5] Entrevista en la revista Mariel (EE UU), año I, vol. 3, 1986. 

 [6] Idem. 

 [7] Idem. 

 [8] La casa de los náufragos (Boarding home), op. cit., págs. 84 − 85. 

 [9] Idem, págs. 27 − 28. 

 [10] Idem, pág. 37. 

 [11] Idem, pág. 33. 

 [12] Idem, págs. 14 − 15. 

 [13] Carlos Quintela meses después de conceder esta entrevista para Encuentro

 [14] La Gaceta de Cuba, n.º 74, junio de 1969, pág. 2. 

 [15] El juego de la viola, Ediciones Universal, Miami 1994, pág. 64. 

 [16] El juego de la viola, Ediciones Universal, Miami 1994, pág. 64. 

 [17] Idem, pág. 89. 

 [18] Idem, págs. 87 − 88. 

 [19] Papeles personales de Rosales facilitados por su familia. 

 [20] «Escritor miamense entre siete laureados con Letras de Oro», El Nuevo Herald (Miami), 23 de enero de 1987, pág. 2. 

 [21] «Certamen literario revela diversidad», El Nuevo Herald, 27 de enero de 1987, pág. 8. 

 [22] Luis Zalamea, «Elegía para Guillermo Rosales», El Nuevo Herald, 19 de julio de 1983, pág. 8-A. 

 [23] Aparecidos, respectivamente, en Mariel, año I, vol. 2,1986; año I, vol. 3, 1986. 

 [24] «Dos cuentos de Guillermo Rosales», en Linden Lane Magazine, vol. XI, n.º 2, junio. 

 [25] Entrevista en la revista Mariel, idem. 

 [26] En el cuento «La estrella fugaz», incluido en El resbaloso y otros cuentos (Ediciones Universal, Miami 1997), Victoria narra estos encuentros y las relaciones entre él, Rosales y Reinaldo Arenas. 

 [27] Orlando Alomá, «La breve infelicidad de Rosales», El Nuevo Herald, 27 de julio de 1993, pág. 17-A. 

 [28] El alambique mágico (copia mecanografiada).

Nuevos libros de Enrique del Risco y Francisco García

Nuevos libros de Enrique del Risco y Francisco García

Para aquellos que en Cuba todavía se crean que el humorismo no es cosa seria, yo les recomendaría leerse los libros de escritores como Eduardo del Llano, Enrique del Risco y Francisco García, por mencionar una triada de nombres que con su quehacer, gústenos o no, hoy son parte de lo más importante que acontece en el ámbito de la literatura cubana contemporánea. Enrique del Risco y Francisco García tienen nuevos títulos en el mercado: ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? Y Asesino en serio. La muy laureada Legna Rodríguez Iglesias escribe para la Revista el Estornudo a propósito de ambos libros un trabajo que por su interés reproduzco hoy para los lectores de miradas Desde Adentro.

¡Qué sucede cuando una mujer lee dos libros al mismo tiempo?

Por Legna Rodríguez Iglesias

Por varios años fui modelo de varias escuelas de arte

en Kingston, Ontario y Montreal.

Un trabajo muy fácil y aceptablemente bien pagado.

Siempre y cuando pudieras estar desnudo y quieto

por casi una hora en la misma posición.

Francisco García

Cada vez que un autor me pide que presente su libro en tal o mascual evento yo acepto sin pensarlo, con todo el respeto y la amabilidad que merece su persona, por el solo hecho de haber escrito un libro y haber pensado en mí para que yo lo lea en mis términos y en mis condiciones, de una manera que ese autor desconoce y con una dilatación de la pupila que jamás se imaginará. Ese autor, por así decirlo, se me entrega mansito y se queda expuesto, desnudo, ante mí. Pero eso, a partir de hoy, no volverá a pasar. No estoy dispuesta, de nuevo, a ser yo la que se entregue, mansita, quedando expuesta, desnuda, ante nadie. A partir de hoy lo pensaré dos veces, ya no quiero aceptar semejante reading.

Es importante acotar que los libros llegaron a mi casa con dos días de diferencia, por correo postal. Uno fue depositado en el friso de la puerta por el cartero negro que me cae tan bien y el otro fue echado en el buzón número cinco que corresponde al apartamento. Ambos libros los recogí descalza, en short y pulóver, alterada por la tensión de interactuar varias horas con un bebé. Ambos libros los dejé sobre la mesa, después de abrir envolturas, y no supe que había dedicatorias hasta que empecé a leerlos, hace poquísimos días. Las dedicatorias me afectaron tanto como el contenido.

Por la mañana siempre hay olor a caca en la casa. Si no es a causa del bebé, que se ensucia después de despertarse, es a causa de la pequeña Schnauzer llamada Uva, que hace la gracia donde mejor le parece, así sea sobre un juguete del bebé, sobre la tapa del cajón de los juguetes o sobre un libro que ella misma sacara del librero. El olor a caca se queda en mi nariz casi hasta mediodía, después de limpiar lo mismo reiteradamente. Así, con ese olor rondando en el ambiente, yo leí esos libros. Debía leerlos para examinarlos y no leerlos para disfrutarlos. Pero una cosa no decanta la otra y por supuesto que disfruté. Tensa, alterada, en short y pulóver, yo disfruté.

Conozco a Enrique Del Risco personalmente pero no conozco a Francisco García. Lo conoceré el día de la presentación y estaré nerviosa durante hora y media. Yo también votaría por Enrique para presidente, sobre todo porque creo en él como narrador y no creo en ningún presidente, así que me parece muy atractivo votar por un narrador para presidente, alguien que me hará el cuento con más acierto y más verosimilitud que cualquiera que venga a hacérmelo. De hecho, después de leer Asesino en serio, el libro libérrimo, zoofílico y sexual de Francisco García, votaría igual por Francisco para el cargo que Francisco quiera en la asamblea que Francisco diga.

De hecho, Asesino en serio no debería llamarse así. La editorial Sudaquia Editores debió darse cuenta de que el nombre del libro no podía ser ese nombre. La editorial Sudaquia Editores debió comprender que el tamaño de lo que tenía delante se llamaba, ni más ni menos: ¿Qué sucede cuando un hombre pisa una mina?

La mina que piso al decir esto explota mientras la piso y no me importa. Exploto yo misma como cafunga y no me importa. Esa pregunta en la portada del libro, con la ilustración de Armando Tejuca de fondo y el nombre del autor debajo, hubiera sido un mandarriazo en mis trapecios, llenos de nudos y montañitas. Un mandarriazo en los trapecios de cualquiera.

Tiempo atrás, caminando como un perro por Lincoln Road, entré a una librería y vi un libro de Sudaquia Editores firmado por Osdany Morales. Un tiempo después, trabajando en otra librería en Coral Gables, me toca organizar la narrativa y sígome encontrando a cubanos publicados por Sudaquia Editores. Se trataba de Enrique del Risco y Jorge Enrique Lage. Entre paréntesis: ¿Sudaquia Editores tendrá una idea precisa de lo que ha reunido en su catálogo? Seguramente sí. Seguramente sabe que ha reunido a unos tipos de un valor narrativo extraordinario. Porque si algo tienen en común estos autores es precisamente lo narrativo, lo textual como relato.

Rogelio Orizondo y yo hablábamos ayer de eso: del relato. La construcción que uno se hace como individuo y que nadie tiene el derecho de hacer por uno. Puedo leerlo y entenderlo perfectamente en este par de libros de cuentos. Casas, edificios, condominios con cimientos bien profundos. Dicho a la manera de cierto boxeador cubano: el relato es el relato y sin relato no hay relato. Para colmo, en medio de la lectura, me dio por ver la última de Bong Joon Ho, el coreano que ha construido, marcando la diferencia de género, un tipo de narrativa cinematográfica basada en el relato de la imagen. Dicho a mi manera: estoy cansada, agotada, exhausta, destruida, inmóvil, analfabeta. Estoy parada frente a un condominio en Kendall viéndome a mí misma asomada a cien ventanas.

Al final, Rogelio Orizondo se fue a ver la última de Tarantino, que ya yo vi y no me gustó, porque hace meses no duermo o porque no me gustó en realidad, y yo me quedé en el sofá escribiendo sobre dos tipos que han hecho con sus vidas lo que han querido y han escrito los relatos que han tenido el deseo de escribir. Querría parecérmeles. Querría relatar.

Las portadas de ambos libros son en sí mismas relatos incomprensibles, naturalezas muertas. Al terminar de leer cada texto volteo el libro y observo la portada, explicándome cosas inexplicables, ahorcándome con un collar de perlas, ahogándome con una banana. Tengo el cerebro salpicado de puré de tomate o de vitanova. En Cuba le echábamos vitanova a todo, yo me acuerdo. No sé qué libro estoy leyendo. No sé en qué ciudad del mundo estoy. Geandy Pavón y Armando Tejuca también saben relatar.

Entre tanto, la pequeña Schnauzer negra llamada Uva se hace caca de nuevo frente a mí. Cierro el libro en cualquier página. Limpio la caca. Regreso al libro. Lo abro en una página que no fue la que cerré. Mientras limpio la caca con el papel toalla empiezo a menstruar y me pregunto cómo habría sido el cuento de Enrique Del Risco sobre el indio yaqui y el antropólogo si el antropólogo hubiera sido un asesino en serio o, vaya ocurrencia, una mujer.

Concuerdo con Alexis Romay sobre la dualidad de estructuras que Enrique Del Risco crea en ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? A través de siete cuentos que son también, y sobre todo, siete lugares, siete huecos en la tierra, siete islas, siete cuerpos, siete mapas, siete metidas de pata, siete viajes, siete canciones viejas, siete campos de batalla, siete muertes, siete mitologías, Enrique Del Risco crea pares que se atraen y se repelen, que se enfrentan y aparean. Y en esa paridad lo dispar es una ley.

Los personajes de Enrique Del Risco están como yo, habitando un orden y un espacio que de cierto modo los excluye, los extraña y enrarece. La lectura que hago de su libro es como mi perra Schnauzer y su caca junto a mis chancletas, solo me atañe a mí. Lo único terrible de todo eso es que leo intercalando un cuento de Enrique Del Risco y uno de Francisco García González. Los intercalo y mi cabeza, de cierto modo, explota.

No son autores difíciles porque no pretenden nada. Justifico pretenden en cursiva porque un escritor siempre pretende algo. Un escritor es un asesino. Escribo pretensión como un acto fallido de escritura. En mis propios poemas y relatos siempre hallo pretensiones que no logro concretar. A veces me conformo con terminar de leer o terminar de escribir, llegar al último párrafo y a la última palabra. Es horrible darse cuenta de que eso que estás leyendo no está terminado, de que a eso que estás escribiendo le falta lo más importante.

El discurso narrativo (lo nítido y lo transparente, casi táctil) tanto de Enrique Del Risco como de Francisco García no tiene nada que ver con maquillajes ni esfuerzos (recuerdo lo que dicen los melómanos de Nina Simone, que la voz le sale sola). Leo mucha acción y mucha transversalidad. Me quedo en las atmósferas creadas por autores que han gozado (tal vez sufrido) el relato en cuero cabelludo propio. Ni analizo ni examino a consciencia. Lo más probable es que en un par de semanas vuelva a ellos de una manera más fría y calculadora. Tal vez hasta intente comunicarme con los autores por WhatsApp, por email, por cualquier vía. Todo me afecta. Se me quita el sueño.

Las realidades enfermas, políticas, aberrantes de Francisco García son solo los relatos de la enfermedad, la política y la aberración. La distancia física que toma el autor de Asesino en serio entre su realidad y la realidad textual se lee como otro relato a pie de página. El hombre tiene una forma de escribir la cosa en perspectiva que a mí, una emigrante insomne como él, empieza a parecerme sospechosa: un asesino que expresa vulnerabilidad en la mirada.

No sabría poner a Francisco García en el estante nacional de la literatura cubana. Equivocada o no, no sabría ponerlo. Empiezo a sentirme presa, incluso, de la paranoia. Me pregunto por qué estoy leyendo estos libros precisamente hoy en Miami (afuera llueve, los mosquitos dan al pecho) después de cinco años de haberme ido de una isla en la que me pasaba el tiempo leyendo. Pero ahora en mi sofá vuelvo al principio, al relato de una mujer que quiere más a su perro que a su esposo.

Tal vez Francisco García trabaja para Twitter o Instagram o Google y detectó en mis actividades virtuales cierta disposición para amar a los perros de cualquier tamaño o raza. (Menos pequinés, chihuahua o yorkie. Sobre todo, repulsión hacia los moñitos con lazos rosados que sus dueños les ponen a las perras de raza yorkie). Tal vez Francisco García es un agente encubierto detectando antropofobias.

¿De eso se trata todo? Tal vez se trata de otra cosa pero yo, mientras lo leo, me juro a mí misma que jamás le pondré un lazo rosado a la pequeña Schnauzer negra llamada Uva que duerme sobre mis chancletas. Me juro a mí misma que la ansiedad y la taquicardia que desde hace un rato siento son solo síntomas o consecuencias del primer día de menstruación. No los libros. Jamás los libros. Mucho menos sus autores.

Tomado de Revista El Estornudo,

¿Qué sucede cuando una mujer lee dos libros al mismo tiempo?

Acercándonos a Jamila Medina

Acercándonos a Jamila Medina

Excepto por los amigos que quiero a toda costa y otros congéneres cuya obra admiro, no tengo ninguna sensación particular de “pertenencia”, orgullo generacional ni bandera estética que alzar en este punto.

Por Joaquín Borges-Triana

Una de las escritoras cubanas que más admiro en la actualidad es la holguinera Jamila Medina. Disfruto de su escritura porque me pone a pensar. No siempre estoy de acuerdo con lo que dice, pero me mueve las ideas y eso me parece fundamental. Hoy reproduzco en Miradas Desde Adentro una entrevista que le hiciera hace algún tiempo la ensayista y profesora universitaria Yailuma Vázquez. Espero que disfruten el material tanto como lo hice yo cuando lo leí en las páginas virtuales de Hypermedia Magazine.

 

Habitando el país de la siguaraya

Por Yailuma Vázquez

Cuando hace más de quince años conocí a Jamila Medina Ríos en un aula de la Facultad de Letras donde ambas éramos estudiantes, no podía imaginar la amistad que nos iba a unir desde entonces. Tampoco imaginé, mientras esperábamos formar parte de algo más grande que nosotras mismas, que esa chica rara —me refiero a la categoría descrita por la escritora española Carmen Martín Gaite: la chica rara entra dentro de una tipología de personaje femenino que rompe de a lleno con la tradición literaria anterior—, siempre caminante, siempre espacios afuera, iba a conseguir cavar un hueco de araña en la cultura de este espacio movible, en la arenilla de esta isla desaparecida a ratos. Sin embargo, lo ha hecho.

Las largas amistades también son viajes; es difícil comenzar a preguntar lo que ya sabemos o intuimos que sabemos. Por eso esta entrevista se siente también como un monólogo interior, una conversación que entre las dos construimos sin que se deslinde claramente quién tiene el deber de preguntar o de responder.

A menudo los escritores se jactan de su enorme capacidad de trabajo y de su disciplina. Para muchos, escribir es una labor que lleva tiempo, ejercicio, entrenamiento. Yo jamás he visto a Jamila teclear una oración o un verso. Solo veo noticas suyas por todas partes, talladas en letra minúscula —patas de araña—: recibos, papelitos de colores… Dentro de algunos años, es posible que se establezca una polémica sobre la autoría en su obra. Para evitar el malentendido es que hago esta primera pregunta:

¿Cuándo escribes? ¿Qué necesitas para hacerlo?

Me impresionan quienes esgrimen una rutina ante preguntas así. Aunque soy fan de las madrugadas, no tengo sistema. Puedo escribir o leer en una guagua andando, y apostada en cualquier sitio no necesariamente bucólico ni apacible (ser anónima es la armadura perfecta, como si estuviera debajo de un mosquitero).

En la casa zafo el teléfono fijo, apago el celular y prefiero estar sola. Si hay alguien rondando, no quiero que me mire ni que me hable y mucho menos que lea por encima de mi hombro (casi nunca enseño lo que aún no tiene punto final). Tampoco resisto la televisión encendida o tener algo por hacer (aunque justo entre “tareas urgentes” la escritura puede presentarse, como la mueca del estudiante que se sienta al final del aula en el repaso para el examen extraordinario, y prefiere leer un libro cualquiera mientras finge resumirlo todo en una hojita suelta. Es como decidir masturbarse cuando se nos está haciendo tarde para llegar al trabajo. Una pataleta de autoafirmación).

La Jamila manuscrita no es la única. Tengo un montón de libretas comenzadas o repletas de jeroglíficos y tachaduras, y agenditas y papelitos que voy guardando entre sus páginas o en el libro que estoy leyendo. También gloso los bordes de lo que leo y utilizo las páginas de cortesía de cualquier volumen para anotar datos curiosos o escribir poemas completos.

Paralelos a esa maraña, pululan en mi teléfono noticas, versos o ideas sueltas; y en el disco duro hay una batería de words y txts, a veces solo abiertos para escribir un título, un índice, o las secciones de un libro probable. Cuentos y ensayos (muchos plagados de notas al pie) son hijos naturales de la PC, como casi todos mis poemas en prosa.

Con mi poesía tengo un pensamiento atávico: cuando la releo, recuerdo si la escribí a mano (pasando el texto de una hoja a otra, tachando y cogiéndole el ritmo) o si fue tecleada en la laptop, o pensada a partir de intertextos. Ahí donde predomina el intelecto o en los que tecleé desde su origen, siento mucha menos vibración emocional, como si su cerebralidad dejara fuera una alta nota que busco y solo a veces creo alcanzar. (Majaderías, rezagos de la edad analógica).

Tu obra recorre un amplio espectro. Aunque es fundamentalmente poética, has abarcado la narrativa de ficción —Ratas en la alta noche (Malpaís, México, 2011)— y también el ensayo —Diseminaciones de Calvert Casey (Letras Cubanas, 2012)—. ¿Piensas el ensayo como un modo de expresión personal? 

Ensayar es como remontar un puente (o mejor, una montaña rusa con todo y el salto en el estómago). Cohabito (copulo) con esx que elijo rescribir, y sobre todo con sus obsesiones, donde pesco o proyecto las mías (así: muerte, eros, política, liberación…).

En la (pos)crítica de cine, arte o literatura —lo que más practico, al paso y compelida por revistas o amigos—, pespunteo un discurso que enhebra y asume la voz/faz de su objeto de deseo, como encarnándolo o dejándome montar por su espíritu. Estos hábitos suelen hallar resonancia en el sujeto autoral del que se quedan prendidos o prendados (¿maniatados?), pero pueden ser menos productivos en relación con aquellxs en quienes debieran avivar el antojo de un acercamiento.

Lo confieso: no me importa; mi ensayística busca ser, ante todo, un coloquio de tú a tú con el pensamiento y el discurso de quien interpelo, apropiándome de sus máscaras (en una especie de puesta teatral). Mis textos se sustentan en una mirada cómplice, porque los hago primero para mí y en segundo lugar para esx que halagó mi inteligencia (o viceversa); si de paso abro también el apetito de tercerxs, pues qué suerte, pero no me impongo la crítica como virtud o servicio, sino más egoístamente, como creación y gozo, una performance.

La emprendo —para qué mentir— como una alquimista golosa y coqueta: por gula, por morbo, por seducir al objeto de estudio que me sedujo, por empatía, por el regusto de desencriptar (craquear, religar asociando) las fuentes que se entremezclaron en un texto…. De ahí que no cultive tintes acérrimos, ya porque siempre me cautiva algo hasta en la creación más “funesta”, o ya porque, si voy a escribir, prefiero hacerlo de lo que me guste mucho (eso que me hala la lengua).

¿Por qué has dejado a un lado la ficción?

Narrar —como ensayar— me exige más dedicación, un esfuerzo de método y estructura. Entre el magisterio y la edición llevo una década deseando mudarme a Castalia para no hacer más que investigar.

Durante ese tiempo, presa en los matorrales de lo que se espera de una (en la academia, en sociedad, en el mundillo intelectual) me he obligado a parir (sin obviar el disfrute que hayan significado) dos tesis, un montoncito de reseñas o ensayos, algunos paneos por los Años Cero y un policiaco por encargo. A los poemas los he tenido que enlazar a veces (cosa que siento cuando los remiro), pero habitualmente (a)fluyen.

Tengo por ahí (entre libretas y txts) dos proyectos de libros de cuentos y un par de bocetos de novela. ¿Miedo a un género en que no me he ejercitado? ¿Falta de tiempo y disciplina o simplemente que no he estado de ánimo para volver a narrar? Todo a la vez.

Justo hace poco he estado resucitando uno de esos monstruos durmientes. A ver si lo escribo, a ver qué pasa.

Cada libro de poesía de los que hasta el momento has publicado tiene una concepción que lo diferencia de los anteriores. Es posible delimitar temáticas y búsquedas, experimentaciones distintas en cada caso. Por ejemplo, en tu primer volumen,Huecos de araña (Unión, 2008), es fácil intuir que se trata un poemario que juega ampliamente con lo intertextual, sobre todo con referencias grecolatinas. 

Los Huecos… son una sombrilla que enmarca ocho años y dos lugares de enunciación (Holguín y LaVana), dos inicios de carrera y una travesía completa (de Socioculturales a Letras pasando por Teología), junto al bregar por amores y amoríos.

La intertextualidad explícita y tales referentes vienen convoyados con los contextos de vida y estudio en que me movía en los 2000 (los libros que leí por placer u obligación; mis deslumbres de entonces; el regusto por las etimologías, la filosofía y los mitos, acendrado en la Facultad de Artes y Letras). Creo que es una especie de empacho que muchos de los escritores-filólogos traslucen en sus óperas primas y más allá.

Curiosamente —si lo pienso mejor— ese no es el primer libro que armé; aunque publicado luego, puede que Ratas en la alta nocheestuviera terminado antes que Huecos de araña; y ambos son bien polifónicos. También puede que mi modo de conducirme respecto a las fuentes que entremezclaba fuera —visto así— más inocente (en el sentido de menos malicioso) y más ostentoso; o sea, menos macerado o digerido.

En cualquier caso, seguí trabajando con y sobre la intertextualidad —porque de eso van (desde la lingüística o la literatura) mis repasos de Calvert Casey y Nara Mansur.

Primaveras cortadas asume la voz de mujeres suicidas y heroínas míticas, a la par que abunda en revoluciones abortadas por doquier; mientras, Del corazón de la col y otras mentiras entra en lo suyo lo mismo a través de conquistadores o poetas místicos que de diosas, princesas o asesinas; y Anémona se hace eco de la crítica feminista y se emparienta con los manuales de botánica o de especies marinas.

Uno de mis textos preferidos de Huecos de araña (probablemente el más publicado), sobre cuya hechura y sentido tuve que volverme hace poco —obligada por el inquisitivo escritor y traductor austriaco Udo Kawasser—, se opone in situ al paradigma escritural del libro: dinamita —o eso quiere— el abrazo del autor con la multivocidad, propone salir al ruedo con “una cabeza por fin descoronada” de lo ajeno.

Sin embargo, (est)ética o autosuficiencia aparte, ¿es posible cancelar así “Langustia” de las influencias? ¿Es posible hablar/pensar sin ser herederx de nada ni nadie? ¿Con qué símbolos?

Más que defender una especie de ascetismo o un estilo solipsista, este texto nació en cuarto año de Letras, de uno de esos exámenes en que debíamos leernos un sinfín de ensayos para opinar citando a los críticos; en el trasfondo (pasados aquellos semestres felices de asignaturas convalidadas, en los que tecleé unas cuantas Ratas…), yacía mi sordo rencor contra los deberes que no me habían dejado —creía yo— escribir de o desde mí (una avanzadilla de lo que me pasa hoy, cuando edito y lo disfruto pero sufro a mi vez, impedida de llegar, entre la selva de pendientes, a mis propios libros).

Cuando gané el David y me preguntaron de qué iba aquello, elucubré que los Huecos… no eran solo los habitáculos del patio de casa de mi abuela, sino esos agujeros negros sobre los que bailamos como en una telaraña, intentando ser nosotros mismos, sin que nos abduzcan la familia, los amores, nuestros escritores favoritos o el país, el sexo y la herencia que nos tocaron en suerte.

Con el tiempo, mi negativa (mi actitud defensiva) ante esos boquetes de los que salían voces que no deseaba escuchar, dice más de mí que lo que habría imaginado, pues una de las dominantes de mi literatura ha venido a ser la intertextualidad, la apelación a lo(s) otro(s), gozando por suerte de la potestad de elegir mis compañeros de asiento.

Como has mencionado, en Primaveras cortadas (Proyecto Literal, México, 2011) hay un tema central que tiene que ver con intentos abortados. ¿Propones que las revoluciones fallidas y las pérdidas, en sentido general, son una metáfora de la existencia?

Lo pensé como un libro enfocado en la fuerza (imantación, seducción) que ejercen las vidas y los procesos políticos/filiales/amorosos que no se agotaron en su devenir, sino que sufrieron una interrupción y, por tanto, no desgastaron su simbolismo, más bien lo dejaron en una especie de fermento concentrado del que muchos han bebido y aún van a beber hoy, con devoción y empalago.

Jóvenes mujeres suicidas, revoluciones abortadas, despedidas que congelaron e idealizaron un amor o un lazo familiar… No me atraía la idea de la pérdida o de lo fallido en que estuvieron implicados, sino más bien el frenesí de lapsus intensamente vividos, llenos de significado (y vitalidad, y belleza, y juventud y, por qué no, utopía).

Todavía me pregunto si es el corte mismo (en retrospectiva o como sombra que acechara y empujara a los actores a ser de cierto modo) lo que los hace tan vibrantes; o si es su carácter cerrado en medio de su esplendor lo que nos/me hace interpretarlos así; o el idilio (el morbo, la nostalgia) del espectador por el pasado y los muertos… lo que los dota de ese inquietante poder simbólico.

No es que escribiéndolo encontrara una respuesta; en Primaveras…, además de mi incomprensión sobre las dinámicas que matan el amor, viven mi fervor/pavor por ese engranaje desgastado (desemantizado) que todavía hoy se hace llamar Revolución cubana y pervive (ya para siempre incumplido) mi viejo y romántico deseo de morir joven. Son perspectivas. No niego lo que ves allí; sin embargo, siendo que entre mis frustraciones está la no aceptación de los finales, el no saber despedirme, Primaveras… dibuja para mí la ilusión (ese géiser) de los primeros años, del primer escalofrío, del último grito de guerra.

En Anémona (Sed de Belleza, 2013; Polibea, Madrid, 2016) se funden tres grandes temas: sexo, muerte y liberación femenina. Lo que Julia Kristeva ha definido como la “irrepresentabilidad” (es decir, el afán posmoderno de definir de un modo nuevo, a través de la exacerbación de lo obsceno, lo pornográfico y lo escatológico) encuentra un espacio privilegiado en este libro. ¿Con esos recursos germina un discurso de la liberación?

Saliendo del bosque de Primaveras cortadas (donde muerte y caída tienen el protagónico) quise probar algo más suave (léase menos dolido), entrar en una especie de discurso líquido que congeniara con las mareas oceánicas como con los fluidos femeninos y fuera menos ríspido o frontal o chillón o plañidero, menos quejoso y furibundo.

En principio, no me dispuse a un libro contestatario ni feminista, sino a algo más embebido en y pagado de sí, como una galaxia flotando en pleno cosmos, como un archipiélago happy paseando sin prisa a la deriva, sin amarras o rencores, sin medias tintas.

El libro reposó un par de años, fue mencionado en el Premio Calendario, la poeta y editora Isaily Pérez lo quiso para Sed de Belleza y fue así que pulí, restructuré, sumé y resté, al tiempo que me convencí de subrayar su veta militante. De ahí quizás que no pocxs lo vean como un poemario disparejo, atonal; mientras otrxs lo prefieran por sus sobresaltos.

Entre caminos y veredas, el subalterno (sin disquisiciones sobre lo que la libertad es o sobre si finalmente es) puede hallar su liberación excavando en el espejo, dinamitando los discursos que le devuelven/endilgan un retrato-jaula de sí. La representabilidad (aunque vaya corriendo sus márgenes) pasa por el canon (blanco, occidental, heteronormativo) incluso en el ámbito de lo pornográfico: donde entre la diversidad hay una producción mayoritaria destinada y pensada desde el hombre y para él.

A estas alturas puede parecer demodé articular un desmontaje de los estereotipos genéricos poniéndonos en guardia sobre la planificación familiar y las prácticas sexuales o de acicalado; sin embargo, las categorías de lo bello, lo vulgar, lo moral, lo sofisticado, lo natural siguen rigiendo al valorar/modelar la imagen y los imaginarios de las mujeres contemporáneas.

Creo que la otra corriente que atraviesa el libro (su intención primigenia) es más liberadora, porque no se identifica por oposición a,no se defiende; más bien explora su cuerpo de nanadora y nadadora (incluidos los menstruos y la gelatina vaginal), entrando a especular en los intersticios de lo que cree que es (armadillo, anémona), de lo que le han dicho que es (hueco de araña, corazón de la col), de lo que pretende ser (liquen, sargazo, hongo).

¿Muy metafórico como para ser instrumentalizado, convertido en lema o bandera? Mejor así.

No me parece que Del corazón de la col y otras mentiras (Sureditores, 2013) haya sido muy atendido por la crítica… Sin embargo, hay lectores que lo prefieren. ¿Qué significa para ti ese poemario?

Como La gran arquitecta (Legna Rodríguez, 2014) que pertenece a Hilo + hilo (2015) o Balada del buen muñeco (Oscar Cruz, 2013), que es parte de La maestranza (2013), Del corazón de la col y otras mentiras es un poemario incompleto (más específicamente, un libro de amor incompleto, que pensé acompañar de una camarilla de hombres suicidas). La culpa la tuvo el concurso Wolsan, que premiaba solo 30 cuartillas.

Son un puñado de textos expurgados de algo que nunca he terminado de escribir o publicar y que, siendo una monografía de tema tan resbaladizo, ha tenido sus nombres cursis: “Novios del mediodía”, “La casa de los novios”, “El arte carnal…”, como un poema que extraje del cuaderno premiado y que solo consta en una revista Amnios y en mi antología Para empinar un papalote (Casa de Poesía, San José, 2015).

La mención probablemente me salvó del desastre de publicar un libro más voluminoso y únicamente de amor, para (con suerte) terminar copiada y recopiada en aquellas libretas adolescentes entre los románticos que sabemos y otros anónimos conocidos (¡qué lástima!, y, ¿existirán todavía esas libretas?). Como todo lo que no tuvo punto final (o linda con lo biográfico), ese libro todavía me persigue, y ahora mismo estoy en peligro de mostrar un poco (pero no muchas mentiras) más de ese pastel, tentada por la editorial Amagord.

Con Del corazón… (que tiene hasta dedicatoria) me siento como en uno de esos sueños en que vamos desnudos por la calle sin hallar dónde meternos ni con qué taparnos. Hay un juego de espadas pasión vs. razón, feminismo vs. feminidad, abandono vs. posesión/rebelión, corporalidad fáctica y contemporánea vs. tradición, que resuena entre los propios textos, y más al enfrentarlo a laAnémona militante (donde hay asimismo zonas contradictorias).

De la recepción, tanto sé de quienes lo han devorado y marcado como de otrxs que no quisieran verlo ni en pintura. Es un libro sobre lo difícil ya no solo de amar o de escribir de amor, sino de hacerlo en tiempos tan mordaces, sin inocencia, con tanto machismo y feminismo pesando sobre los hombros (y tantos referentes shakespeareanos, corintelladescos, hollywoodenses, y sus respectivas deconstrucciones y más, hablándonos al oído).

La voz hace equilibrios sobre esos acantilados, demuele unas estructuras del amor tradicional y refuerza otras, mientras busca resonar en ese al que iban dirigidos los poemas… Como sin querer queriendo. En todo el poemario late tal contradicción (que se parece a la incertidumbre de los que aman).

La nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, en su ensayo Todos deberíamos ser feministas, se refiere a la necesidad de que se hable del tema a pesar de las etiquetas, porque lo que se necesita es cambiar, a través de la educación, cómo entendemos y vivenciamos el género. Escribe esta autora: “¿Por qué usar la palabra ‘feminista’? ¿Por qué no decir simplemente que crees en los derechos humanos o algo parecido? Pues porque no sería honesto. Está claro que el feminismo forma parte de los derechos humanos en general, pero elegir usar la expresión genérica ‘derechos humanos’ supone negar el problema específico y particular del género. Es una forma de fingir que no han sido las mujeres quienes se han visto excluidas durante siglos. Es una forma de negar que el problema del género pone a las mujeres en el punto de mira. Que tradicionalmente el problema no era ser humano, sino concretamente ser una humana de sexo femenino”. ¿Qué piensas de este asunto?

Quiero creer que reacciono ante todo o ante casi cualquier tipo de discriminación, estando incluso en guardia contra la que puede provenir de mi intolerancia frente a hábitos o actitudes X.

Al feminismo, no lo he paneado como tú, teóricamente, y me he negado a veces a que me encuadren en él, al igual que rehúso que me peguen otras etiquetas, siempre queriendo creer que soy más un proceso que una persona “hecha y derecha”.

Pero está claro que las cosas deben ser llamadas por su nombre cuando se trata de derechos transgredidos, vivencias y marginaciones históricas concretas, con siglos de conductas estereotipadas y normadas de acumulación, todo lo que a su vez (co)varía en contexto, al sumarse a los hechos otros rasgos de esas “humanas de sexo femenino” que nos preocupan (muchos compartidos con los “humanos de sexo masculino”, si bien vistos con otros prismas en ellos).

Me refiero, por ejemplo, a pasar de los 35 años sin haberse casado ni parido, a ser o no madre soltera, a asumirse o no hetero, a estar gorda o flaca, a lucir o no “buen cuerpo”, a ser habanera o “palestina”, a tener de congo y de carabalí, a escribir narrativa o poesía, a “gozar” o no de horario abierto, de doble jornada y poco jornal, a teñirse o dejarse (ver) las canas, y a ser, por añadido una mujer “susceptible”, “idealista”, “intelectual” y “feminista”… ya en la Conchinchina o en la Cuba de hoy.

Cada rasgo complejiza el entramado (sin entrar en las dinámicas familiares ni en meollos como los de tener o no —más que cuarto— casa propia, los padres vivos pero enfermos, ser hija única o la única hembra entre varios hermanos, etc., etc.).

En Anémona bojeé, junto a otros asuntos espinosos, esa malla o nata vital de quien lleva el rol de “cuidadora”: “Nanadora. Acunadora. Sanadora. Vaina”; “[l]a madre del hijo, la madre del padre, la madre del esposo, la esposa de la madre. La pareja. La emparejada en la pareja. La de orejas cortadas”; sin ser concluyente ni objetiva, fui del “Déjate hacer. Dejarse hacer. Dejarse ser” a la invitación a transmutarse en hongo, para diseminarse por doquier “que existan otras formas de vida”.

No es por caricaturizarlo, porque es mi propia agonía, pero lo mejor es reírse un poco de ello. Vivir el feminismo dentro de la pareja puede ser una labor como de espía verdaderamente agotadora, más si se crece queriendo ser una eterna chiquilla a la par que comportándose como una madre retadora, o soñando ser deseada a la vez que admirada. Se está en vilo, en una continua suspicacia sobre qué y cómo te lo dicen, sobre si te dan la mano al bajar de la guagua o si dar un saltico atlético al tirarte, sobre quién friega cuando es más divertido pintar las paredes, sobre quién para o paga el taxi (y todo lo demás); nos debatimos entre odiar cocinar y querer que te elogien la comida, entre desear que te regalen una florecita y el vade retro a los ramos de los actos públicos, entre poder con todo y no querer hacer nada sola (entre liberalismo e incertidumbre, entre independencia y susceptibilidad).

Bajarse de ese tren y amoldarse a los estereotipos podría parecer más llevadero, pero no es lo mío. Lo esencial sería conducirnos con agudeza para devenir dueñas de nuestro tiempo y de nuestros cuerpos, actos, palabras, sentimientos, sin vivir permanentemente furibundas ni parapetadas como guerrilleras.

Fluir (dejarse ser e incluso dejarse hacer…): reaprender el recibir; el ser bellas, frágiles o sensuales (si cabe, si nos late); y entrelazarlo con el batiburrillo de rasgos que más nos plazca.

Tan normativo puede ser el machismo como el feminismo, si nos pauta no permitir nunca que un hombre invite, cargar estoicamente con nuestros bártulos (y hasta con los de él), evitar que nos cedan el asiento, trabajar más que nadie (en los frentes “masculino” y “femenino”) o educar a los hijos en la reticencia al padre.

Una de las razones de mi feminismo (y de mi rechazo a otras discriminaciones) es que me saca de las casillas que nos encasillen. De ser en cuerpo de mujer, me gusta, por ejemplo, lo inclusivo, lo abierto a la exploración; cuando se ha peleado tanto porque se expandan y liberen las posibilidades de elección, sería de locas constreñirlas.

Habría acaso que hallar una utópica tercera vía… Porque (como en la sexualidad o en el arte) al definirnos por oposición, entre lo blanco y lo negro, nos perdemos demasiadas gamas de color.

Tu último libro, País de la siguaraya (Letras Cubanas, 2018) recientemente presentado en la Feria del Libro de La Habana, es un libro de viajes estructurado mediante poemas en prosa altamente narrativos. Creo que es además un libro de amor, de uno que no está frustrado o fallido: de un amor feliz que se extrapola a la vida. Es un libro muy reflexivo también, desde el punto de vista existencial.

Como Huecos…, País de la siguaraya me ocurrió en un arco temporal: 2012-2016. Al comienzo me seducía su aire agreste, de reflexión y observación contenidas (constatable en la tríada de textos que publicó La Gaceta de Cuba en 2012). Luego ese tono se mistificó, y la intención de juntar poemas que recorrieran la Isla de cabo a rabo se parcializó con mis estancias entre LaVana y Matanzas, justo porque sobrevino (como espacio-tiempo de cruce inevitable) ese amor que dices (permeando todo al paso, reabriendo el libro a la tempestuosa emotividad acostumbrada).

Los textos sí dibujan allí una lucha: viajes de ida y huida buscando un centro (o asidero) en ese amor, todavía animados por exploraciones en compañía, camino del país o al rencuentro de fragmentos de paisajes vitales interiores.

El primer texto que escribí (“Almendares-Mariel”) era una larga remembranza o mise en abyme que formaba parte de un cuento todavía inédito. Es decir, que me hallaba escribiendo algo de ficción y la realidad (de un paseo con mi padre) irrumpió de tal modo (en un tono tan discerniblemente distinto) que tuve que desgajar aquello y darle cuerpo aparte.

¿Espiga madura, madurada? ¿Anuncio del peso de la edad? Primordialmente, contumacia: ganas de vagabundear, de (ad)mirarlo y devorarlo todo; de auscultar el cuerpo moral y geográfico del país, como quien lo prepara para una inhumación: un bojeo morboso por sus pústulas y llagas (de niña que toquetea con un palo a un animal caído, con ínfulas de que se pare y luche).

Y ganas también de repasar mi historia (husmeando entre fotos de la infancia); necesidad de detenerse y observar lo desandado, sopesar el propio cuerpo (físico, espiritual) que nos trajo hasta aquí (sus blanduras y callosidades, sus cegueras, fobias y malformaciones: sus “mentiras favoritas”, como dice Sandra Ramy), para entender dónde pisamos entre las galerías o carrileras del yo (si es que todavía pueden pronunciarse, tenerse, dubitaciones del tipo “quién soy” o “adónde voy”).

El país es el pretexto: el país soy yo que viajo a través mío, y a través del otro intentando llegar a mí; aunque todo puerto se aleje como en un mal sueño, aunque sean búsquedas carentes de sentido si se emprenden creyendo en el origen y no en la travesía, sin entender que lo que queda es saborear el paseo…

Para finalizar, quiero preguntarte qué constantes o prácticas escriturales recurrentes crees que son propias de tu generación. Y cómo se siente pertenecer a ella. 

De tan trillado en conferencias, revistas, entrevistas, ensayos y antologías, no veo qué podría añadirse sobre esa que Aram Vidal llamó una vez “de-generación”. Por complacerte, seré enumerativa, contrastiva y anafórica (para de paso usar algunos procedimientos que los marcan a nivel formal): ¿des-territorializados?, des-naturalizados, ¿des-memoriados?; des-cubanizados y cubiches al punto de actualizar las mambisadas y des-automatizar la retórica revolucionaria; velociraptores: consumidores intertextuales e intermediales natos; cultores de jergas (g)locales; arqueólogos testarudos de lo que sea; hijos y padres de medios y espacios alternativos; amargos y lúdicos, escatológicos y des-dramatizados, anticanónicos y antiépicos, dis-tópicos y aun utópicos; transgenéricos, performáticos, paródicos, epigramáticos, fragmentarios; observadores sarcásticos y filosóficos, actores libidinosos, lectores exhibicionistas, (falsos) escritores autobiográficos, panlingüísticos y palimpsestuosos… como la web.

Excepto por los amigos que quiero a toda costa y otros congéneres cuya obra admiro, no tengo ninguna sensación particular de “pertenencia”, orgullo generacional ni bandera estética que alzar en este punto. Llegamos después de unos y otros ya están en camino de diferenciarse de esa sombrilla bajo la que nos reúnen.

Existieron Espacio Polaroid y su “liberatura”, La caja de la china, 33 y 1/3, TREP, Desliz; sigue en pie La Noria y andan por ahí El Estornudo y El Oficio… pero no hemos hecho por tener sostenida ni monocromamente lo que antes definía a generaciones y movimientos artísticos: líder o manifiesto, estética ni publicación señeras.

Aunque para ser exactos sí ha habido voluntad —más bien postrera, posterior a la de compiladores extranjeros y extemporáneos, casi siempre nacida de un pedido que busca visibilizar algo más que los hallazgos literarios de los Años Cero— de juntar en volúmenes y dossiers, acá o acullá, lo más “granado”, la “flor y nata” de la hornada.

Pienso en antologías orquestadas por Lizabel Mónica, Orlando Luis Pardo Lazo, Oscar Cruz, Jorge Enrique Lage, Gilberto Padilla, Duanel Díaz, Anisley Negrín, José Ramón Sánchez, Ángel Pérez, Javier L. Mora y hasta por mí, varias de las cuales hacen declaraciones prescriptivas sobre la escritura cubana hoy.

No es por miedo al qué dirán (siquiera por terror a lo que queda inscrito, aunque también), pero me gustaba más cuando estábamos en lo nuestro, sin atacar a nadie ni predicar sobre ética o estilo, y sin sed de empoderamientos simbólicos o de otra laya. Espero que esas páginas preceptivas no digan la última palabra sobre lo que somos o hemos sido, ni sean lo más cacareado por las historias de la literatura cuando de “nosotros” se trate.

Tengo mis favoritxs de todas las épocas entre lxs escritorxs de la Isla, claro está; sé qué me gusta y por qué, como sé lo que quiero o sobre todo de lo que no quiero escribir (hasta hoy). Sin embargo, no me interesa embarcarme en la aventura de pautar la creación de los demás ni de trazar políticas culturales. Quiero ser lo más libre posible al escribir lo que me dé la gana. ¿Cómo normar en otros lo que no toleraré conmigo?

Como en la práctica del feminismo, si hubiera un rasgo distintivo por el que apostar, me gustaría pensarnos anti-dictados, sin uniforme, llevados por aquel promisorio retintín que decía: “somos pioneros exploradores…”, o lo que es lo mismo: caminando al ritmo del primer pasito de baile de Neil Armstrong en la luna (bamboleantes al probar a ser fuera del cerco de la gravedad); desprejuiciados, en fin, para asumir cualesquiera de las “forma[s] de las cosas que vendrán” —a la manera jacarandosa del Wichy.

Tomado de Hypermedia Magazine,

https://www.hypermediamagazine.com/entrevistas/habitando-el-pais-de-la-siguaraya/

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