Categoría: Pop

Los Barba: voces de la nostalgia

Los Barba: voces de la nostalgia

A propósito de un encargo reciente que me han realizado, por estos días reviso la producción cubana de pop y pop rock del período comprendido entre fines de los 60 e inicios de los 80 del pasado siglo. Confieso que al escuchar varios de esos viejos temas, me he llevado toda una sorpresa. Aunque en la actualidad semejante tipo de música solo permanece en el recuerdo de quienes fueron sus hacedores y como parte de las nostalgias personales de algunos de los que vivieron la época, hay mucho de bueno en dicha creación sonora, comparable con lo mejor que se venía haciendo en el ámbito hispano de aquel entonces.

Entre las añosas grabaciones que he descubierto o redescubierto, las que más han captado mi atención son las llevadas a cabo por Los Barba, banda fundada por el teclista, compositor y orquestador José Luis Pérez Cartaya. A partir del interés que la propuesta de la agrupación me motivase, he buscado información y apenas he hallado material acerca de la nómina de sus integrantes, las diferentes etapas del ensamble, el repertorio que interpretaban y en fin, un elemental estudio en relación con el período de auge y el de decadencia de un colectivo que fue muy popular en Cuba.

Procedentes de una institución docente de la que tampoco uno halla casi información, la Escuela de Música Moderna, Los Barba nacen hacia fines de 1967 y entre sus fundadores, además del aludido Pérez Cartaya, estuvieron el guitarrista líder Alfonso Fleitas, «Kikutis»; Mario Moro en el bajo y el vocalista y guitarra acompañante Miguel Velazco (en algunos sitios de internet dan como apellido de Miguelito el de Díaz). Es interesante comprobar que algunos de estos músicos si bien laboraban profesionalmente en Los Barba, canalizaban sus intereses más roqueros como integrantes de Los Kents, de los primeros que por acá en un momento dado endurecieron el sonido.

Me llama la atención que en el primer repertorio de Los Barba, compuesto en lo fundamental por Fleitas, Pérez Cartaya y Moro, también incluían versiones de nombres en apariencia tan distantes como Silvio Rodríguez (contagiosa la interpretación que hacen de «Viven muy felices») o The Rolling Stones, de quienes realizaron un cover renombrado «Es tiempo de terminar». De esa etapa inicial, disfruto en especial oír «Porque no estás», «Mi Mercy Cha» y sobre todo «Si de verdad» (temas originales de Kikutis), esta última pieza con un cautivante sonido de guitarra procesada por el Wah. Claro que el gran éxito de Los Barba en esos años fue «O bem bem o bam bam», una de las tres composiciones de la escena cubana de rock que de verdad han trascendido al gran público nacional (en mi opinión, «La soga», de Raúl Gómez con Los Bucaneros, y «Ese hombre está loco», de Fernando Rodríguez en voz de su hermana Tanya).

En la periodización que a priori he armado para la historia de este grupo (no he mencionado que en él debutó como cantante Beatriz Márquez), según las grabaciones encontradas por mí, en una segunda etapa la agrupación amplía la nómina de integrantes al incorporar una cuerda de metales, con lo que el sonido se acerca al que por los tempranos 70 poseían bandas como Chicago.

De ese momento sobresalen cortes como «Dany» (excelente el pasaje de los metales), «Eres» (las dos firmadas por José Luis) y «Como aquella canción», perteneciente al dueto de Kikutis y Pérez Cartaya, una maravilla por el derroche técnico que se aprecia en la intro de batería, así como por los calientes solos de organeta y guitarra.

La etapa también está signada por el arribo al grupo de la vocalista Mireya Escalante y del bajista, compositor y luego destacado productor discográfico Juan Carlos González. De este son piezas como «El cristal», «Debe ser», «Las tardes» y «Al sonar la hora», obras que me sorprenden por el nivel de orquestaciones que poseen y lo contemporáneo que muchos años después siguen sonando.

Tristemente, el 24 de febrero de 1975, cuando la agrupación estaba en pleno apogeo, sus integrantes sufrieron un accidente al retornar de una actuación en la provincia de Pinar del Río, ocasión en que tres de ellos murieron (incluido el director y fundador José Luis Pérez Cartaya).

Pese a lo duro del suceso, la banda prosigue adelante y se establece lo que sería una tercera etapa, en la que predomina el repertorio escrito por Juan Carlos González (fallecido hace algún tiempo en Miami) e interpretado por Mireya Escalante y un nuevo cantante, José Armando.

Es el momento de temas como el instrumental «Ciento once compases de ritmo», «Para quien sé que está pensando en mí», «Es lo nuevo» y «La felicidad de cada día». Si bien hay garra y buen hacer en cortes como «Algo al fin», del desaparecido José Luis, «Al pasar del tiempo» (de Oreste Piñal) o en la versión que hacen de «Mr. Duke», de Stevie Wonder, ya nada era igual.

Aunque con cambios de alineación y de estilos musicales como grupo, Los Barba se mantuvo creo que hasta los 90, su legado está en lo hecho entre los 60 y los 70, con trabajos que deberían ser estudiados por quienes hoy se interesan en cultivar el pop y el pop rock entre nosotros.

Los Barba: voces de la nostalgia

Los Barba: voces de la nostalgia

A propósito de un encargo reciente que me han realizado, por estos días reviso la producción cubana de pop y pop rock del período comprendido entre fines de los 60 e inicios de los 80. Confieso que al escuchar varios de esos viejos temas, me he llevado toda una sorpresa. Aunque en la actualidad semejante tipo de música solo permanece en el recuerdo de quienes fueron sus hacedores y como parte de las nostalgias personales de algunos de los que vivieron la época, hay mucho de bueno en dicha creación sonora, comparable a lo mejor que se venía haciendo en el ámbito hispano de aquel entonces.

Entre las añosas grabaciones que he descubierto o redescubierto, unas de las que más han captado mi atención son las llevadas a cabo por el grupo Los Barba, banda fundada por el teclista, compositor y orquestador José Luis Pérez Cartaya. A partir del interés que la propuesta de la agrupación me motivase, he buscado información sobre ellos y apenas he encontrado material acerca de la nómina de sus integrantes, las diferentes etapas vividas por el ensamble, el repertorio que interpretaban y en fin, un elemental estudio en relación con el período de auge y el de decadencia de un colectivo que en una etapa fue muy popular en Cuba.

Procedentes de una institución docente de la que tampoco uno halla casi información, la Escuela de Música Moderna, Los Barba nacen hacia fines de 1967 y entre sus fundadores, además del aludido Pérez Cartaya, estuvieron el guitarrista líder Alfonso Fleitas («Kikutis»), Mario Moro en el bajo y el vocalista y guitarra acompañante Miguel Velazco (en algunos sitios de Internet dan como apellido de Miguelito el de Díaz). Es interesante comprobar que algunos de estos músicos si bien laboraban profesionalmente en Los Barba, canalizaban sus intereses más rockeros como integrantes de Los Kents, de los primeros que por acá en un momento dado endurecieron el sonido.

De acuerdo con lo que he escuchado por estos días, me llama la atención que en el primer repertorio de Los Barba, compuesto en lo fundamental por Fleitas, Pérez Cartaya y Moro, también incluían versiones de nombres en apariencia tan distantes como Silvio Rodríguez (contagiosa la interpretación que hacen de «Viven muy felices») o The Rolling Stones, de quienes realizaron un cover renombrado «Es tiempo de terminar». De esa etapa inicial, disfruto en especial oír «Porque no estás», «Mi Mercy Cha» y sobre todo «Si de verdad» (temas originales de «Kikutis»), esta última pieza con un cautivante sonido de guitarra procesada por el Wah. Claro que el gran éxito de Los Barba en esos años fue «O bem bem o bam bam», una de las tres composiciones de la escena cubana de rock que de verdad han trascendido al gran público nacional (las otras serían, en mi opinión, «La soga», de Raúl Gómez con Los Bucaneros, y «Ese hombre está loco», de Fernando Rodríguez en voz de su hermana Tanya).

En la periodización que a priori he armado para la historia de este grupo (no he mencionado que en él debutó como cantante Beatriz Márquez), según las grabaciones encontradas por mí, en una segunda etapa la agrupación amplía la nómina de integrantes al incorporar una cuerda de metales, con lo que el sonido se acerca al que por los tempranos 70 poseían bandas como Chicago. De ese momento sobresalen cortes como «Dany» (excelente el pasaje de los metales), «Eres» (las dos firmadas por José Luis), y «Como aquella canción», perteneciente al dueto de «Kikutis» y Pérez Cartaya, una maravilla por el derroche técnico que se aprecia en la intro de batería, así como por los calientes solos de organeta y guitarra.

La etapa también está signada por el arribo al grupo de la vocalista Mireya Escalante y del bajista, compositor y luego destacado productor discográfico Juan Carlos González. De este son piezas como «El cristal», «Debe ser», «Las tardes» y «Al sonar la hora», obras que me sorprenden por el nivel de orquestaciones que poseen y lo contemporáneo que muchos años después siguen sonando.

Tristemente, el 24 de febrero de 1975, cuando la agrupación estaba en pleno apogeo, sus integrantes sufrieron un accidente al retornar de una actuación en Pinar del Río, ocasión en que tres de ellos fallecieron (incluido el director y fundador Pérez Cartaya). Pese a lo duro del suceso, la banda prosigue adelante y se establece lo que sería una tercera etapa, en la que predomina el repertorio escrito por Juan Carlos González e interpretado por Mireya Escalante y un nuevo cantante, José Armando.

Es el momento de temas como el instrumental «Ciento once compases de ritmo», «Para quien sé que está pensando en mí», «Es lo nuevo» y «La felicidad de cada día». Si bien hay garra y buen hacer en cortes como «Algo al fin», del desaparecido José Luis, «Al pasar del tiempo» (de Oreste Piñal) o en la versión que hacen de «Mr. Duke», de Stevie Wonder, ya nada era igual.

Aunque con cambios de alineación y de estilos musicales como grupo Los Barba se mantuvieron creo que hasta los 90, su legado está en lo hecho entre los 60 y los 70, con trabajos que deberían ser estudiados por quienes hoy se interesan en cultivar el pop y el pop rock entre nosotros.

A propósito del gusto masivo por el pop

A propósito del gusto masivo por el pop

Si bien es cierto que los intérpretes afiliados al pop en Cuba han gozado de plena aceptación social, también resulta verdad que durante mucho tiempo dicha corriente fue menospreciada por la crítica cultural en el país. Así, el género  se veía vinculado por lo general con el comercialismo excesivo y con lo más pedestre desde la óptica artística. Aunque hoy la perspectiva de análisis ha cambiado en relación con lo que sucedía hasta hace poco en el contexto cubano, un texto como el que a continuación se reproduce (original del destacadísimo investigador Simon Frith) y que persigue explicar las razones del gusto masivo por el pop, a pesar de haber sido escrito hace varios años, continúa con plena vigencia, no solo en relación con la predilección por dicha manifestación sonora sino también para comprender lo que sucede a propósito de la atracción mayoritaria por otras expresiones de la música popular.

¿Por Qué Nos Gusta El Pop?: 4 Tesis
Simon Frith

La primera razón por la cual disfrutamos de la música popular se debe a su uso como respuesta a cuestiones de identidad: usamos las canciones del pop para crearnos a nosotros mismos una especie de autodefinición particular, para darnos un lugar en el seno de la sociedad. El placer que provoca la música pop es un placer de identificación con la música que nos gusta, con los intérpretes de esa música, con otras personas a las que también les gusta-. Y es importante señalar que la producción de identidad es también una producción de no-identidad, en un proceso de inclusión y de exclusión. Éste es uno de los aspectos más sorprendentes del gusto musical. No sólo sabemos qué es lo que nos gusta; también tenemos una idea muy clara de qué es lo que no nos gusta y llegamos a referirnos a la música que aborrecemos en términos muy agresivos. Como han mostrado todos los estudios sociológicos sobre los consumidores de pop, los fans se definen a sí mismos de manera muy precisa a partir de sus preferencias musicales. Éstos se identifican con determinados géneros o ídolos, y estas elecciones en el plano musical revisten mucha más trascendencia que el hecho de que les guste o no una determinada película o un programa de televisión.

La segunda función social de la música es proporcionarnos una vía para administrar la relación entre nuestra vida emocional pública y la privada. A menudo se señala -aunque pocas veces se analiza- el hecho de que el grueso de las canciones populares sean canciones de amor. Esto es evidente en la música occidental de la segunda mitad del siglo XX, pero también para la música popular no-occidental, la cual está compuesta en su mayoría por románticas canciones de amor, generalmente heterosexual. Este dato es algo más que el resultado de una interesante estadística: nos revela un aspecto fundamental de los usos de la música. ¿Por qué son tan importantes las canciones de amor? Porque la gente necesita darle forma y voz a las emociones, que de otra manera no podrían expresarse sin resultar incómodas o incoherentes. Las canciones de amor son un modo de dar intensidad emocional al tipo de cosas íntimas que nos decimos entre nosotros (o a nosotros mismos) en términos que son de por sí muy poco expresivos. Es típico del lenguaje cotidiano el hecho de que nuestras declaraciones de sentimientos más intensas y reveladoras deban usar frases -«Te quiero/te amo», «¡Ayúdame!», «Tengo miedo», «Estoy enfadado»- que son de lo más aburrido y banal. Por eso nuestra cultura tiene una provisión de un millón de canciones en las cuales se dice por nosotros eso mismo, pero de un modo mucho más interesante y emotivo. Estas canciones no reemplazan nuestras conversaciones – los cantantes no van a ligar por nosotros – pero logran que nuestros sentimientos parezcan más ricos y más convincentes, incluso para nosotros mismos, que si los expresáramos en nuestras propias palabras.

La tercera función de la música popular es la de dar forma a la memoria colectiva, la de organizar nuestro sentido del tiempo. Sin duda uno de los efectos de cualquier música, no solamente la popular, es el de conseguir intensificar nuestra experiencia del presente. Por decirlo de otra manera: lo que nos da una medida de la calidad de la música es su «presencia», su capacidad para «detener» el tiempo, para hacernos sentir que estamos viviendo en otro momento, sin memoria o ansiedad alguna sobre lo que ocurrió anteriormente o sobre lo que acontecerá después. Ahí es donde entra el impacto físico de la música -la organización del ritmo y de la pulsación que la música controla-. De ahí proviene el placer que proporciona la música dance y disco: los clubes y las fiestas proveen de un contexto, de un entorno social que parecen definidos únicamente por la medida del tiempo que proporciona la música (las pulsaciones por minuto), el cual escapa al tiempo real que transcurre ahí afuera.

Una de las consecuencias más obvias de la organización musical de nuestro sentido del tiempo es el hecho de que las canciones y las melodías son a menudo la clave para recordar cosas que sucedieron en el pasado. No me refiero simplemente a que los sonidos como las imágenes y los olores- desencadenen recuerdos asociados a ellos, sino más bien que la música en si misma dota a nuestras experiencias vitales más intensas de un tiempo en el que transcurrir. La música centra nuestra atención en la sensación del tiempo: las canciones se organizan y ello forma parte de su disfrute en torno a la anticipación y a la repetición, en torno a cadencias esperadas y estribillos que se desvanecen. La música popular del siglo XX ha tenido en su conjunto un sesgo nostálgico. Los Beatles por ejemplo, hicieron música nostálgica desde sus comienzos, que es lo que en realidad los convirtió en un grupo célebre. Incluso al escuchar un tema de los Beatles por primera vez había una sensación de los recuerdos por venir, una conciencia de algo que puede ser efímero pero que seguramente será muy grato de recordar.

La última función de la música popular a la que quiero hacer referencia tiene que ver con una cuestión más abstracta que las discutidas hasta el momento, pero resulta una consecuencia de todas ellas: la música popular es algo que se posee. Una de las primeras cosas que aprendí viendo cómo se saturaba mi buzón- en mis primeros años como crítico musical fue que los fans del rock «poseían» su música favorita de un modo absolutamente intenso y trascendente. En realidad, la noción de propiedad musical no es exclusiva del rock en el cine de Hollywood se ha repetido hasta la saciedad la frase «están tocando nuestra canción» sino que revela algo reconocible para todos los amantes de la música; es un aspecto fundamental de la manera en que cada uno piensa y habla sobre “su” música (la radio británica tiene programas de todo tipo basados en las explicaciones de personas que cuentan por qué ciertas músicas les «pertenecen”). Obviamente es la característica de mercancía de la música la que permite articular ese sentido de posesión, pero uno no cree poseer únicamente ese disco en tanto que objeto: sentimos que poseemos la canción misma, la particular forma de interpretarla que contiene esa grabación, e incluso al intérprete que la ejecuta.

Al «poseer» una determinada música, la convertimos en una parte de nuestra propia identidad y la incorporamos a la percepción de nosotros mismos. Como apunté antes, escribir crítica de rock implica convertirse en un imán para cartas de odio; y en ese tipo de misivas no se encuentran tanto réplicas a la crítica de un intérprete o de un concierto como réplicas en defensa del fan remitente: crítica a uno de sus ídolos y los fans te responderán como si les hubieras criticado a ellos mismos. El mayor alud de correo que jamás he recibido me llegó después de haber redactado una crónica criticando a Phil Collins. Llegaron centenares de cartas (no sólo de críos y de torpes adolescentes sino también de jóvenes establecidos), pulcramente mecanografiadas y algunas en papel timbrado, con una misma premisa: argumentaban que al haber descrito a Collins como un tipo desagradable y a Genesis como un grupo tétrico, lo que yo estaba haciendo en realidad era ridiculizar el modo de vida de sus fans y menospreciar su identidad. La intensidad con que se establece la relación entre los gustos personales y la definición de uno mismo, parece un elemento específico de la música popular: ésta es «poseíble» de un modo en que ninguna otra forma de cultura popular (excepto quizás un equipo deportivo) puede serlo.

Resumiendo lo argumentado hasta el momento: las funciones sociales de la música popular están relacionadas con la creación de la identidad, con el manejo de los sentimientos y con la organización del tiempo. Cada una de estas funciones depende, a su vez, de nuestra concepción de la música como algo que puede ser poseído. Desde esta base sociológica, podemos abordar ya las cuestiones estéticas, podemos entender los juicios de los oyentes y concretar algo más la cuestión del valor de la música popular. La cuestión que planteábamos al principio era: ¿cómo es posible afirmar con tanta rotundidad que una determinada música es mejor que otra? Ahora podemos relacionar la respuesta con la cuestión del mayor (o menor) acierto con que unas canciones e interpretaciones cumplen, para un determinado oyente, esas funciones a las que me he referido. Pero antes debemos aclarar una cuestión previa. Datemos por sentado a partir de aquí que la música que escuchamos constituye algo muy especial para nosotros: no, como en el caso de un crítico de rock ortodoxo, porque esa música sea más «auténtica» que otra (aunque podamos describirla así), sino porque de un modo mucho más intuitivo nos provee de una experiencia que trasciende la cotidianeidad y que nos permite «salirnos de nosotros mismos». La consideramos especial no necesariamente en referencia a otras músicas sino al resto de nuestra vida. Esta intuición de la música como elemento de auto-reconocimiento nos libera de las rutinas y de las expectativas de la vida cotidiana que pesan sobre nuestras identidades sociales; forma parte del modo en que experimentamos y valoramos la música: si bien llegamos a creer que poseemos nuestra música, no tardaremos en darnos cuenta de que estamos poseídos por ella. La idea de trascendencia, por tanto, juega un papel tan importante en la estética de la música popular como en la estética de la música seria; pero, como espero haber dejado claro, aquí trascendencia no significa la libertad de la música respecto a las fuerzas sociales, sino el hecho de estar organizada por ellas (por supuesto, en último término esta afirmación es igualmente válida para la música culta)

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