Categoría: Literatura

Dos cuentos de Hugo Luis Sánchez

Dos cuentos de Hugo Luis Sánchez

En la feria del libro correspondiente a 2019, se presentó un volumen que recoge las narraciones galardonadas en la edición décimo séptima del Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar. En la obra, entre otros textos, aparece el titulado “En el lugar de las sombras”, original del cubano Hugo Luis Sánchez, autor que ha sido galardonado en varios certámenes literarios, tanto en Cuba como en el extranjero. Hoy publicamos en Miradas Desde Adentro dos cuentos de alguien que en lo personal valoro como un amigo y que a los amantes de la buena literatura nos ha entregado obras que, como por ejemplo, las novelas Doble jueves y El puente de coral, figuran entre lo más novedoso del ámbito de las letras cubanas contemporáneas.

Cuentos de Hugo Luis Sánchez

NOTA DE PRENSA

Se informa a la ciudadanía que el horizonte ha desaparecido. Valiéndose de la noche, el enemigo ha obrado de manera pérfida, como nos tiene acostumbrados, y al amanecer nuestras fuerzas han podido constatar a todo lo largo de la Isla que ya no existe la línea del horizonte. Si aquellos que nos quieren destruir piensan que con ello van a mellar nuestra fe en el porvenir, deberían tener por sabido que a nosotros nada nos asusta, que el futuro nos pertenece por entero, que nuestros principios son indoblegables y que, ante todo, estamos consagrados y somos inmortales. A quienes creyeron que veíamos en el horizonte un símbolo de esperanza, también debemos recordarles que la fe va dentro de nosotros mismos, que nos acompaña como la gloria eterna, que la historia así lo ha confirmado y que ningún espejismo, por real que parezca, nos va a engañar. Y aun más, si pudieron en solo unas horas borrar el horizonte, con ello no han hecho más que demostrar que el horizonte fue un invento, una patraña para tratar de engatusarnos y confundirnos. Lo que verdaderamente ha ocurrido es que el horizonte jamás existió, fue una quimera que nos inocularon con la finalidad de alocar nuestra brújula y hacernos adictos a las ilusiones. Nosotros permaneceremos firmes, inclaudicables dentro de las trincheras que hemos cavado en el suelo de la Patria y que, por tanto, son sagradas. Si ya no hay horizonte, son ellos quienes se lo pierden.

EN EL LUGAR DE LAS SOMBRAS

“…solo una transición entre la sombra y el rostro.”

Elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki.

Las aves, es decir, sus sombras, se deslizaron dóciles, como cada mañana en que el viento les permitía planear y había luz, después de que ocurriera lo que ocurrió, aquel resplandor tan blanco, en exceso puro, un día que debió parecerse a tantos otros días.

El macho, quizá el macho, iba delante abriendo camino. Le evitaba esfuerzos a su compañera, la consentía. Su cabeza mostraba forma de lanza, pico puntiagudo; la cola estrecha, semejando una cuña y, luego, aquellas alas enormes, de alcatraz, insertadas muy delante del cuerpo. Era hábil en utilizar las corrientes secretas del aire y en modular sus transparencias. Se le sentía flotar; nada o casi nada de esfuerzo, flotar: el puro placer de flotar.

Ella, puede que la hembra, igual aunque a escala menor y con, digamos, una fuerza sutil, propia de quien se hace llevar sobre un vientecillo, apenas una insinuación, casi una promesa. Eso es algo que se siente, aunque de sombras se trate, y observarla arrastra cierto encanto que calma extrañamente los sentidos y crea adicción ante la suavidad de la brisa, su imaginable textura.

Ambos, macho y hembra, estarían hechos de viento cubierto de plumaje. Es decir, no sería propiamente viento, o sí.

Es ese viento y su profunda y autista transparencia, que no necesita nada, ni dependen de nadie, ni quiere nada como no sea el goce de su propia transparencia y ser cada vez más transparente aunque ya no le es posible: disfruta de toda la invisibilidad.

Buscaban, acaso macho y hembra, el hilo de aire y se entregaban al movimiento bordeando la línea costera, unas veces deslizándose sobre el mar y otras entre piedras y areniscas.

Las sombras no se mojan, tampoco se empolvan; están patinadas con unturas de tiempo y por ese aceite resbala, eso mismo, la intuición del tiempo, el más horrendo de los inventos humanos después de la realidad. El tiempo que se dilata y se contrae, no importa que no exista, le da lo mismo, se dilata y se contrae, sístole y diástole.

Y como las sombras no están hechas para verse de una sola vez, sino con la finalidad de ser presentidas; son anteriores a ese tiempo y a cuanto hay, antecedieron a Dios, no tienen edad y lo van a sobrevivir. Hágase la luz, dijo, y la luz se hizo y con ellas las ilusiones que les son propias y las que no, y cada cuerpo fue presuroso a ocupar su sombra, que ya lo esperaba. El Señor también su tenía sombra, no la mejor, solo sombra, no existen unas mejores que otras, son iguales a secas y fueron las mismas en cualquier caso, con un número limitado, foliadas, similares a la población de las almas, ni una más, ni una menos.

Al clarear, el hombre que miraba las sombras de las aves, de pie bajo el dintel de la terraza, no se atrevía a dar un paso más hacia fuera. Tampoco le ves juntas, empujando el amanecer con sus picos: el día por delante. Eran las primeras sombras. Las sombras que despertaban a las sombra.

Siempre, si era muy necesario, desde donde se situaba podía observar perfectamente a las que damos por sentado duermen o que algunas sombras, algún tipo de sombra, duerme aunque ya se dijo que son iguales. El sueño no establece diferencias, si de sombras se trata.

En su caso no era tan así, a lo sumo su sombra de hombre llegaba al estupor de la vigilia, esa soñolencia vaga entre estar despierto o no estarlo. Las sombras tienen su parentesco con los sueños y sus delirios. Por más que se diga, los sueños, las sombras y también los silencios son ciudadanos de la nada, no existen otros, tampoco hacen falta más. Hay, en abundancia, más nada que todo.

Las sombras, ser sombra da cierto derecho a hablar con propiedad sobre sombras, absorben silencio, eficaz nutriente, y se enriquece de cuanto no se dice. El poder secuestró a los alquimistas para que lograran la fórmula del silencio. Tuvieron éxito en su empeño y aun así continúan batallando. Es su razón de ser.

Con tal piedra filosofal, el amo de la fórmula del silencio, de su espesura, de las tinieblas y opacidades, tendría la eternidad del poder y sería quien determinaría el uso de las palabras jamás, eterno, inmortal… Los amos partían del criterio de que el silencio era neutro o, preferentemente, de que quien calla, otorga.

Por aquel entonces, el hombre sospechaba que el silencio corroía: lo callado, termina por desaparecer y luego pasa a la categoría inmediata y última de nunca haber existido, que es el estado ideal: el silencio, en su cualidad de aniquilador. Lo primero que hizo el silencio fue abolir las fronteras y así facilitar que las sombras se esparcieran a su gusto, con entera impunidad.

Pero estaba equivocado, era todo lo contrario: el silencio añejaba, concentraba mostos, convertía en esencia cuanta cosa enmudecía. El silencio grita, es su única forma de expresión oral, y el grito pasa a eco de su propio eco, se autoengendra, hace pensar en cuando una sombra se mira en un espejo frente a otro espejo y la silueta se repite hasta el infinito, hasta el eco tartamudo del eco.

Y, además del grito, el silencio deja un testimonio. La sombra escribe en Braille, el silencio lee, tiene en la punta de los dedos las yemas de la noche y conoce el idioma de las ausencias, dueña del más vasto diccionario de cuantos se conocieron antes de que ocurriera lo que ocurrió y un soplido licuara el interior de todo lo vivo, quebrara el aire un día que debió parecerse a tantos otros días de siempre.

Respecto al silencio, es preciso saber que era rotundo y no se debía a que las sombras, sobre las que se había sedimentado, fueran insonoras, o sí lo eran: sucede que en el presente no había nada que sonara, ni siquiera ese rap rap rap de cuando estas aves pescaban. Luego del gran resplandor, el flash inmisericorde, el viento hirviendo… no hubo nada más que emitiera sonido alguno.

Y no había nada que sonara excepto el viento, el estremecimiento sobre el mar, ese silbido, su travesía; la persistencia cansina de las olas, llegan, van, murmuran… y las pulsaciones de la noche. Lo demás es lo que se escucha del propio silencio, su callada resonancia.

Pero da igual, lo importante consistía ahora dar vueltas a la noria de los días y es ahí, justo al hombre ver aparecer las aves, que surgía la sombra aplastada de lo que debió ser el techo de la terraza de su hogar. Solo lo compartía consigo mismo, la soledad es su fuerte, su avaricia, su lingote de oro. Entonces estiraba una mano, cualquiera, y asomaba una sombra alargada, cinco dedos chinescos, una palma; luego la muñeca, el antebrazo, aparentando trazos de Modigliani, y la detenía ahí.

Si llovía, se apresuraba a extenderlas, una primero, otra después, fuera de la casa. Las gotas caían en la sombra y hacían check marks, muchos. Era un deleite, aunque las sombras, está dicho, son impermeables incluso a esta lluvia ácida que cae desde que ocurriera lo que ocurrió, un estallido de sol.

Desde entonces, sabemos que alguien existió porque dejó su sombra impresa donde antes se hallaba, sentado en los peldaños de una escalera, en una pared que le quedaba de fondo… aunque algunas, las menos inconsistentes, se ha ido borrado con los años quizá porque nunca llegaron a ser sombras del todo o fueran las sombras de lo innombrable.

Antes, el hombre que observaba las aves tuvo otro goce, ya no. Le fascinaba ir a Distopía, la fábrica a él asignada.

Uno miraba al Ojo que registra el código del iris y luego de ello, si todo estaba bien, porque todo como es costumbre tenía que estar extremadamente bien, escuchaba una voz mecánica que indicaba “Pase” y el portón se abría, él ingresaba, seleccionaba de las taquillas su overol personal, con el número 6079, y con ello adquiría el derecho a trabajar una jornada de ocho horas, que se interrumpían cada dos para escuchar el lema “Arbeit macht Frei” y repetir el lema “Arbeit macht Frei” .

Se podían añadir dos más. La solicitud se hacía a la hora laboral 7. Al Ojo, ubicado frente a cada obrero se le anunciaba: “Necesito trabajar horas adicionales”. Si se le concedía, era posible entonces permanecer más tiempo en la fábrica. La jornada extra no incluía lemas y esa era la única desventaja.

Ingresar a la fábrica lo autorizaba a ser un algo, adoraba ser un algo, el infinito placer de ser una obsolescencia programada, que nadie pareciera advertir su presencia gracias a que habrían más, muchísimos más para su reemplazo y, sobre todo, ¡eso sí!, idolatraba su Máquina de Tiempos Modernos.

Al pensar en ello, en ocasiones se decía que ser un algo era lo que todos y cada uno habían sido: iguales en una estera de la máquina. Una vez y otra vez y otra vez, que nada cambiara, que nada perturbara la perfección de la sociedad y pensar únicamente en la repetición de lo mismo con lo mismo: la gloria en una estera.

En cuanto a él, vale aclarar que prefería inventarse a sí mismo, no implicaba riesgo alguno. El procedimiento era idéntico: como un algo, todos y cada uno, más cada uno, habían sido imágenes de ellos, semejantes los unos a los otros: no amaos, semejantes.

Además creía parecerse a un algo afín a los polinesios, lo que vendría a ser un algo más. Pensó en llamarse a sí mismo “gente” y es que como ellos mismos, por creerse gentes de islas, no sabían de la existencia de alguien más, solo ellos en sus universos. No, no existían, era “gente”. Igual que en el pasado, antes del día que debió parecerse a tantos otros días de siempre, él también fue gente y lo desconocía.

Se sentaba erguido delante de la Máquina de Tiempos Modernos y apretaba el botón del encendido. Por la estera, pasaban las igualdades en fila, de una en fondo, un ejército ordenado y anónimo, las cosas anónimas pierden su veneno connatural. Desfilaban delante de sus ojos y solo el cansancio era capaz de hacerle levantarse de ahí. La seductora impresión de repetir lo mismo, el placer del que Sísifo, indiscreto, codicioso y falso, no quiso reconocer su complacencia y calló para no salirse del mito.

Después de la máquina de igualdades, fueran las que fueran, sentía una predilección especial por las columnas de la fábrica. Esta columnata era su mayor predilección inconfesable. En fila infinita, una detrás de otra, estaban hechas del humo de la propia fábrica y se expandían y expandían hacia el cielo hasta el momento en que lo tocaran, fueran sus pilares, y siguieran más allá y llegaran a su destino, más allá del color, desde donde vino lo negro.

Pero había algo más que podían merecer quienes trabajaran en la fábrica y lo hicieran excepcionalmente bien. Se trataba de la Píldora del Día Final. En un acto solemne, el escogido en esa ocasión, se colocaba un guante blanco en la mano izquierda y ahí se situaba, cuidadosamente, la píldora. Luego vendrían los aplausos.

El hombre había merecido la suya. La llevó a casa, pero cree que llegado el momento, el día en que ocurrió lo que debió ocurrir y los rastros de una inmensa luz se filtraran por todos lados, no le dio tiempo a tomarla y ese viento caliente que lo desapareció todo, también se llevó su píldora, que era su medalla, su diploma, su gallardete… Solo cree que quizá fue así y seguro que así no fue.

Distopía puede que ha dejado de existir, ya no está más; la sombra de la fábrica sí, debe. En caso de que algún día se atreviera a salir de la casa, iría únicamente a ver a la fábrica. Como quiera que sea, a él ya no le es dado esperar algo mejor y, bueno, también es cierto que un hombre no puede saltar fuera de su sombra, tanto es así que tampoco dentro. Es ley y se acata que viene de ese verbo tan hermoso que es acatar: Yo acato.

Si se atreviera a salir fuera de casa, lo haría, ya lo ha pensado muchas muchas veces, caminando con extremo cuidado no fuera ser que en una distracción pisara alguno de los limpios abismos de sombras dentro de las sombras y fuera absorbido por ese remolino, que gira contrario a las manecillas del reloj –es que contradice el tiempo y hace que el futuro determine al pasado– y fuera a parar ya mareado de tanto girar, a lo más profundo de la nada.

En este momento resulta obligatorio no ignorar que en el estadio de las sombras es innecesario presuponer. El cuerpo precisa presuponer, lo requiere para continuar, así fue concebido. Al vacío se lanza el suicida presuponiendo que no le brotarán enormes alas de alcatraces y podrá cumplir con su propósito de dejar los sesos esparcidos en el pavimento. Como es de presuponer, no se puede subvertir ese pensamiento, el cuerpo no entendería siquiera su propia existencia ni el hallazgo de la muerte. Los hallazgos.

Pero la vida, esta después del fogonazo que dio lugar a una inmensa nube y no aquella anterior, resultaría más fácil en caso de que los humanos se hubieran ocupado de hacer un catálogo de sombras.

Uno veía las sombras de las aves, buscaba su correspondencia, digamos en un libro o lo que fuera, y sabría, en su caso, con qué pájaro se identificaba. Para el plumaje, escogería el ocelado, se inventaría que fuera de gorguera roja o amarilla; fantasearía sobre la forma de los ojos, los festones, el barreteado de las alas; sus distintos volúmenes y no exclusivamente esa negrura aplanada que asemeja a todas las sombras, a excepción de la forma, esa es distinta, aplanada y distinta.

La sombra implica profundidad y su naturaleza resulta de por sí densa, en cambio no pesa. En este punto, es bueno dejarlo en claro.

Ese libro de sombras, o lo que fuera, seguro nunca existió. Antes no hacían falta estudios de las sombras. Como quiera que sea, si el libro hubiera existido, hoy sería sombra.

Los únicos colores que quedaban, además de los propios de las sombras, de los claroscuros por el valor de los contrastes y la pereza de sus pausas y del lapso que va de una sombra a la otra, eran todos los del cielo, el mar y los astros y, a modo de memo, los del camino del arco iris al paso por polvo de agua. Así fueron los rojos, naranjas, amarillos, verdes, azules y violetas, tres primarios, tres secundarios, al sellar el convenio de lo divino con la tierra.

La forma y su forma. Las sombras sí saben de compenetración, la fusión es su don. El hombre pensaba mucho en ello. Una sombra se une a otra, adopta su forma o entre ambas crean una nueva figura. En cuanto se separan, en caso de que lo hagan, cada una vuelve a ser lo que era, sin nada de la otra sombra, ni un resquicio de aquella unión, así jamás hubiera sucedido.

Lo que ocurrió debió venir de arriba, como una máquina que aplastó las imágenes sobre sus sombras, finamente. Se acepta el que las sombras carezcan de volumen, su reflejo interior no lo requiere. Aplastó, no, es más correcto decir que impregnó de imágenes las sombras en una superficie tersa, como aquella de la silueta en los peldaños, formada por la superposición de estratos de oscuridad estancada. El hombre que observaba las aves guardaría hoy para sí esta expresión: impregnó de imágenes las sombras.

Además de recordar a la fábrica, la estera y ser un algo, él tenía otra pasión: volvía, por una cosa o por la otra, sobre el recuerdo de su película predilecta, una en que sobrevivieron muy pocos y por un corto tiempo corto. On the beach. El capitán Dwight Towers, jefe del submarino nuclear Sawfish, 623, recibe una señal de telégrafo y va en su búsqueda. Sigue el indicio, parte de Melbourne y llega a San Francisco, en California. Es enero de 1964.

El comandante de la nave observa por el periscopio. Ningún vehículo por el Golden Gate, en la Cuesta de las Hortensias, en el Barrio Chino; ni bajando o subiendo de un vagón en Powell Street. Lo pasa a sus subalternos. Las esperanzas tocan a su fin.

Se vuelve a sumergir y sigue la señal, esta vez rumbo a San Diego. No logran decodificar la letanía del cifrado Morse, transmitido a un mundo untándose aceleradamente de sombras. Se entiende a secas “agua” y “conectar”, a lo sumo.

Un tripulante desciende en misión de reconocimiento con escafandra radiológica y dos tanques de oxígeno. Recorre la ciudad hasta dar con la oficina de una refinería desde donde se emiten las claves. Halla una botella casi vacía enredada en el tirante de una persiana, que el viento mueve y la hace golpear la tecla del telégrafo. Es cuanto queda de la vida. Apaga el marinero el generador de la planta y retorna al sumergible. La nave emprende el camino de vuelta a su base en Australia. Eso era todo. Así de singular su filme predilecto.

Ser sombra no es malo. Las sombras no sienten, es decir, no sufren ni padecen; no comen ni son comestibles. Pero sí tienen temperatura. Las del día, templadas; las de la noche, frías y de alguna manera guardan el calor del momento del gran impacto. El sol alto, más cálidas; la Luna llena, más frescas.

Y, si uno mira una sombra desde la comprensión que solo puede tener una sombra de otra, nota con facilidad que reverbera, sobre la sombra flota una nata de temblor umbrío, casi inmaterial, como de algo que estamos a un paso de entender.

Además, tienen olor, un olor que no acepta medias tintas: o se siente o no se siente. Si no se siente, es peor, es un olor invisible: está y no está y tan así que se hubiera podido tocar, de saber hacerlo.

También es sabido del juego de la luz y la sombra y que en días de Luna negra existe un tipo de sombra sin luz, solo que no se deja ver y, por comportarse de esa manera, resulta imprudente mantener tratos con ella. El hombre la evitaba, por esa misma razón.

En cuanto a la de las estrellas, dan una sombra muy peculiar. Es la memoria de una luz tan antigua que ya sabe cuándo habrá de ocurrir el resplandor que debió caer aplomado desde el cielo. Nos pudieron haber advertido, han descrito que el centelleo es su lenguaje, y no lo hicieron. Total, de nada hubiera servido.

Nadie recuerda el momento en que descubrió por primera vez una sombra, la suya o la de alguien, y si lo hubiera recordado entonces comprendería enseguida que antes ya la había visto, una y otra vez, aquí y allá, en las parcelas de la memoria, en sus estancos.

Por lo demás, con las sombras nada anda mal y, mientras exista luz y aun cuando no exista, sombras habrá y si la oscuridad llegara a ser perpetua, permanecería el recuerdo errante de lo que fueron las sombras, como ahora de lo que fueron los cuerpos, en caso de que subsista alguien para acordarse o ellas se reserven para cuando vuelva a ver alguien para recordar y las sombras sean una sola sombra, la sombra de las sombras y de esa forma se tenga finalmente una opinión favorable de la que no se ve.

Terminado el ejercicio de imaginarse lo que fue su jornada laboral en Distopía, le quedaba a él esperar al atardecer, seguir su costumbre de detenerse en el vano de la terraza para ver el regreso de las aves, esta vez batiendo enérgicas las alas, extendidas, imitando pardelas, y es que la brisa de por las tardes les iba en contra y aun así se las agenciaban para planear utilizando el viento que hacen las olas con su parte anterior. Debían regresan con el buche lleno de sombras de eglefinos y anchoas.

Antes, él se la pasaría andando por la casa. Lo que más le regocijaba era caminar sobre las cruces cambiantes que en el piso proyectaban los marcos de los vidrios de donde estuvieron los ventanales. Y lo prefería porque le facilitaba pensar que si las sombras de las aves estaban completas y las de su casa por igual, la suya propia también debería estarlo.

Mejor lo inventaba, no implicaba riesgo alguno. El hombre que observaba las aves, veía la sombra de sus pies, es curioso hasta qué punto los pies son tan personales como lo fueron las huellas dactilares o el rastro del iris, y seguro que en algún lugar debía aparecer su tronco, su cabeza, el resto del pesado y perfecto equipaje del cuerpo… solo que en cuanto suponía dónde debían asomar, de inmediato miraba hacia otro lado.

Los que pudieran haber sobrevivido, de seguro aprendieron a adiestrar sus sombras antes de que todo y ellos mismos fueran sombras nada más.

Ese debió ser el origen de todo, antes de que fuéramos solo sombras y las dudas estuvieran prohibidas: elegimos, eso mismo, mirar hacia otro lado y esperar, sin impaciencia, a que el olvido no demore.

A Winston Smith, por obvio.

Poesía de Anne Sexton

Poesía de Anne Sexton

Anne Sexton (1928-1974), de nombre real Anne Gray Harvey, es una figura fundamental en la historia de la poesía estadounidense. Nacida en Massachusetts, pasó la mayor parte de su vida en los alrededores de Boston, aunque vivió también en San Francisco y Baltimore. Un repaso breve por su biografía nos permite conocer que en 1945, estudió en un colegio-pensión, la Rogers Hall School, en Lowell, Massachusetts.

Ya para 1954 comenzarían sus problemas existenciales pues se le diagnosticó depresión postparto, sufrió su primer colapso nervioso, y fue admitida en el hospital Westwood Lodge. En 1955, después del nacimiento de su segunda hija, Sexton volvió a padecer otra crisis y fue hospitalizada de nuevo. En ese propio año, en su cumpleaños intentó suicidarse. Fue entonces que su médico, el doctor Martin Orne, la alentó a escribir poesía y en 1957 se unió a un taller de poesía animada por John Holmes. Poco después los poemas de Anne experimentaron cierto reconocimiento.

En el atelier de John Holmes, Sexton conoció a la poeta Maxine Kumin, de quien no se separó hasta el final de su vida y con quien escribió 4 libros infantiles. En otro taller estableció vínculo con Sylvia Plath, animada por Robert Lowell. A partir de tales experiencias, más tarde dirigirá sus propios talleres en el Boston College, el Oberlin College y la Colgate University.

En una rápida valoración sobre su obra, puede asegurarse que Anne Sexton ofrece al lector una visión íntima de la angustia emocional que caracterizó su vida. Convirtió la experiencia de ser mujer en el tema central en su poesía y soportó críticas por tratar asuntos tales como la menstruación, el aborto y la drogadicción.

Una fecha fundamental para esta importantísima poeta es la de 1970. En ese año Anne Sexton recibió una noticia de la que no logró recuperarse nunca. Un amigo íntimo de sus padres, Azel Mack, le confesó que él y su madre Mary, habían sido amantes y que él era en realidad su padre. Ese mismo verano escribió una serie de seis poemas bajo el título: La muerte de los padres, Que han sido traducidos al español por la poeta chilena Verónica Zondek, quien es autora de títulos como El Libro de los Valles (2003), Entre Lagartas (1999), Membranza (1995), Peregrina de mí (1993), Vagido (1991), El Hueso de la Memoria (1988), La Sombra tras el Muro (1985) y Entrecielo y Entrelinea (1984)

En 1974 Anne Sexton no pudo más con la carga depresiva que tenía en el cerebro. Así, un día volvió a intentar ponerle fin a su existencia, esta vez con éxito. A tono con su decisión, verificó que todas las puertas del garaje de su vivienda estaban bien cerradas, se sentó en el asiento del conductor de su Cougar rojo modelo 67, que adquiriera al ganar el Premio Pulitzer de poesía de aquel año gracias a su libro Live or Die, y arrancó el motor. Encendió también la radio y siguió tomando vodka mientras aspiraba con tranquilidad el inodoro veneno del monóxido de carbono. Era la tarde del viernes 4 de octubre de 1974.

LA MUERTE DE LOS PADRES

  1. OSTRAS

Ostras comimos

dulces bebés azules,

doce ojos me clavaron la mirada,

mojados en limón y Tabasco.

Tenía miedo de comer este alimento paterno

y Padre rió

y tragó su Martini

prístino como las lágrimas.

Era un remedio suave

que venía del mar hasta mi boca

húmedo y blando.

Tragué.

Descendió como un gran flan.

Luego comí a la una y a las dos.

Luego me reí y luego nos reímos

y déjenme tomar nota

tubo una muerte,

la muerte de la infancia

ahí en Union Oyster House

porque yo tenía quince años y estaba comiendo ostras

y la niña fue derrotada.

Venció la mujer.

  1. CÓMO BAILÁBAMOS

La noche del casamiento de mi prima

vestí de azul.

Tenía diecinueve años

y bailamos, Padre, giramos.

Nos movimos como ángeles que se lavan a sí mismos.

Nos movimos como dos pájaros en llamas.

Después nos movimos como el mar en un frasco

más y más lentamente.

La orquesta tocaba

“Oh cómo danzamos la noche aquella en que nos casamos».

Y tú me hiciste bailar vals como si fuera un plato giratorio en la mesa

y nos queríamos,

mucho.

Ahora que estás fuera de combate

inútil como un perro ciego,

ahora que ya no estás al acecho,

la canción resuena en mi cabeza.

Puro oxígeno era la champaña que bebimos

y chocamos nuestros vasos, uno contra el otro.

La champaña respiraba como un buzo

y los vasos eran cristal y la novia

y el novio se agarraban uno al otro mientras dormían

cual bailarines maratónicos de 1930.

Madre era una belleza y bailó con veinte hombres.

Tú bailaste conmigo sin pronunciar palabra.

En cambio habló la serpiente mientras tú apretabas.

La serpiente, esa burlona, se despertó y presionó contra mí

como una gran diosa y nos inclinamos juntos

como dos cisnes solitarios.

  1. EL BOTE

Padre

(que se autoapoda“viejo lobo de mar»),

con su gorra marina

al timón del Chris-Craft,

un veloz bote de caoba

llamado Go Too III

acelera más allá de Cuckold’s Light

sobre el oscuro azul profundo.

Yo en la parte posterior

con un salvavidas de color naranja.

Yo en el asiento de los osados.

Madre adelante.

Su pañuelo aleteando.

Las olas profundas como ballenas.

(De hecho, se ha avistado ballenas.

Una escuela a dos millas de Booth Bay Harbor.)

Está agitado y avanzamos demasiado rápido.

Las olas son rocas sobre las que cabalgamos.

Tengo siete años y nos dirigimos hacia

Pemaquid o España.

Ahora las olas están más altas;

son edificios redondos.

Comenzamos a atravesarlas y el bote tiembla.

Padre va más rápido.

Estoy mojada.

Doy tumbos en mi asiento

como una blanda naranjita china.

Repentinamente

una ola que nos traga.

Traga. Traga. Traga.

Estamos desafiando al mar.

Lo hemos partido.

Somos tijeras.

Aquí en el cuarto verde

los muertos están muy cerca.

Aquí en el verde despiadado

donde no hay recuerdos

o catedrales un ángel habló:

A ustedes no les incumbe. Nada aquí les incumbe.

Dame una señal,

Padre grita,

y el cielo se quiebra sobre nosotros.

Hay aire para tener.

Hay gaviotas que besan el bote.

Hay un sol tan grande como una nariz.

Y aquí estamos los tres

dividiendo nuestras muertes,

desaguando el bote

y liquidando

el ala fría que se cerró sobre nosotros

este brillante día de agosto.

  1. SANTA

Padre

el traje de Santa Claus

que compraste en Wolff Fonding Theatrical Supplies

mucho antes de que yo naciera,

está muerto.

La barba blanca con la que me engañabas

y el pelo como el de Moisés,

la lana gruesa y crespa

que solía susurrarme en el cuello,

está muerta.

Sí, mi rozagante Santa

haciendo sonar tu cencerro de bronce.

Con hollín de verdad sobre tu nariz

y nieve (a veces sacada del refrigerador)

sobre tus grandes hombros.

La habitación era como Florida.

Sacaste tantas naranjas de tu saco

y las esparciste en el salón,

riendo todo el tiempo con esa risa de Polo Norte.

Mamá te besaba

para ella esa era la altura.

Mamá podía abrazarte

porque no tenía miedo.

Los renos golpeaban sobre el techo

(Era mi Nana con un mazo en el altillo.

Para mis hijos era mi esposo

rompiendo cosas con una palanca).

El año que dejé de creer en ti

es el año en que estabas ebrio.

Mi hombre rojo y borrachín,

tu voz pastosa como el jabón,

estabas muy lejos de ser San Nico

con ese olor a coctel de papá.

Lloré y salí corriendo del cuarto

y tú dijiste, «¡Bien, gracias a Dios esto terminó!»

Y así fue, hasta que llegaron los nietos.

Entonces te amarré las almohadas

a las 5:00 A.M. de la mañana de Cristo

y te ajusté la barba,

toda amarillenta con el tiempo,

y puse rouge sobre tus mejillas

y Blanco Tiza en tus cejas.

Éramos conspiradores,

actores secretos,y te besé

porque era lo suficientemente alta.

Pero eso ya pasó.

La era se acaba

y hay niños grandes que cuelgan sus calcetas

y construyen un negro monumento a tu memoria.

Y tú, tú te esfumas

como un guardavías perdido

moviendo su linterna

ante el tren que ya no llega.

  1. AMIGOS

Padre,

¿quiénes eran todos esos amigos,

especialmente aquel,

un engendro seboso,

que guardaba mi foto en su billetera

y me la mostraba en secreto

como si fuera algo indecente?

Solía cantarme

yo vi una mosquita

y me zumbaba sobre la mejilla.

Me gustaría ver a esa mosquita

besar a nuestra Annie cada día.

Y luego me zumbaba

sobre la mejilla

sobre las nalgas.

O si no tomaba un auto

y me lo pasaba por la espalda.

O sino me soplaba un poco de whisky

a la boca, oscura y gamuzada.

¿Quién era, Padre?

¿Qué derecho tenía, Padre?

¿Para tomarme en sus brazos como Charlie Mc Carthy

y ponerme sobre sus rodillas?

Era calvo como una joroba.

Sus orejas sobresalían como tazas de té

y su lengua, Dios mío, su lengua,

como una lombriz roja y cuando besaba

reptaba hacia adentro.

Oh Padre, Padre,

¿quién era ese extraño

que conocía a Madre demasiado bien?

Y me hacía saltar la cuerda

quinientas veces

gritando,

Pequeña, más alto, salta más alto,

subiendo y bajándome

cuando Padre, eras tú,

el que tenía derecho

y deber.

Me golpeaba en las nalgas

con una cuerda de saltar.

Yo tenía las marcas de sus dedos rojos

y gritaba por ti

y Madre dijo que estabas de viaje.

Te habías hundido como el gato en la nieve,

ni una pata de qué agarrarse para la suerte.

Mi corazón se trizó como un plato de muñecas,

mi corazón se encogió como picado por abeja

mis ojos se llenaron como los de una lechuza

y mis piernas se cruzaron como las de Cristo.

Era un extraño, Padre.

Oh Dios,

era un extraño

¿no es cierto?

  1. CONCEBIDA

No te hagas el padre conmigo

porque no eres mi padre.

Hoy existe esa duda.

Hoy existe ese monstruo entre nosotros,

el monstruo de la duda.

Hoy es otro el que acecha en las alas

con tus líneas amadas en su boca

y tu corona en la cabeza.

Oh Padre, Padre ―dolor,

¿a dónde nos ha llevado el tiempo?

Hoy llamó alguien.

“Feliz Navidad», dijo el extraño.

“Yo soy tu verdadero padre».

Eso fue un cuchillo.

Eso fue una sepultura.

Eso fue un barco surcando mi corazón.

Desde las galeras escuchaba a los esclavos

gritar, húndete, húndete.

Y nuevamente escuché al desconocido

“Yo soy tu verdadero padre».

¿Fui trasplantada?

Padre, Padre,

¿dónde está tu esqueje?

¿Donde estaba la tierra?

¿Quién era la abeja?

¿Dónde fue el momento?

Un tío postizo llamó ―ese extraño―

y vino por mí en mi cumpleaños número cuarenta y dos.

Ahora soy una melancólica verdadera,

tan segura como un búfalo

y tan loca como un salmón.

Ilegítima al fin.

Padre,

adorado cada noche menos una,

cornudo esa única vez,

la noche de mi concepción

con ese modo frívolo,

dime, vejestorio inerte,

¿dónde estabas tú cuando Madre

me tragó entera?

¿Dónde estabas, viejo zorro

dos ojos pardos, dos infiltrados,

escondiéndose tras tu licor

blando como el aceite?

¿Dónde fui concebida?

¿En qué habitación

fluyeron esos jugos definitivos?

¿En un hotel en Boston

dorado y lúgubre?

¿Fue acaso una noche de febrero

toda envuelta en pieles

que no supo de mí?

Lo pregunto. Me da asco.

Padre,

te moriste una vez,

conservado en sal a los cincuenta y nueve,

comprimido como un gran ángel de nieve,

¿acaso eso no fue suficiente?

Aparecer de nuevo y morírteme.

Llevarte ese hablar maníaco

esas piernas de palo de escoba, todas

esas familiaridades que compartíamos.

Sacar tu tú de mi yo.

Enviarme a los genes

de este explorador.

Él me mantendrá apartada a punta de cuchillo

y cual filo de cuchillo le diré:

Extraño,

hueso a mi hueso hombre,

sigue tu camino.

Te digo que te guardes tu semen,

está viejo,

se ha convertido en ácido,

no te hará ningún bien.

Extraño,

extraño,

llévate tu acertijo.

Dáselo a una escuela de medicina

pues a mí me asquea.

Mi pérdida golpea.

Porque aquí está mi Padre,

un Santa Claus rosado

contándome el viejo cuento de Rumpelstilskin,

más grande que Dios o el Demonio.

Él es mi historia.

Lo veo de pie en el banco de nieve

la noche de Navidad

cantando “Good King Weceslas”

a las casas blancas y brillantes

o dándole a Madre rubíes para ponerse en los ojos,

roja, roja, Madre, estás roja como la sangre.

Él la levanta en sus brazos

todo escalofríos rojos y sedas.

Le grita:

¿cómo es que oso levantar a esta princesa?

¿Un hombre simple como yo

con una nariz de tiburón y diez dedos tiznados de alquitrán?

Princesa de las alcachofas,

pajarito mío

muñeca de trapo

juego de fichas

amor popular

¡dulce flancito!

Y se besaron hasta que me fui.

Hasta me aceptaban a veces en el cuadrilátero real

y en esas ocasiones él comía mi corazón partido en dos

y yo me ponía feliz.

En esas ocasiones olía el perfume del gel en su pijama.

En esas ocasiones desordenaba su rizado pelo negro

y tocaba sus diez dedos alquitranados

y me tragaba su aliento de whisky.

Rojo. Rojo. Padre, estás rojo de sangre.

Padre,somos dos pájaros en llamas.

Mario Benedetti: Confabulación de la memoria

Mario Benedetti: Confabulación de la memoria

Por Joaquín Borges-Triana

Por estos días de mayo se ha recordado en distintos puntos de la geografía internacional y especialmente en Uruguay a Mario Benedetti, pues se conmemora el décimo aniversario de su fallecimiento. Hace algo más de 20 años tuve la oportunidad de entrevistarlo. Dadas las características de aquella época, esa conversación con el sobresaliente escritor apenas circuló entonces en el medio de prensa donde fue publicada, así que he pensado que no viene mal reproducirla hoy en Miradas Desde Adentro.

El periodista más sabe por viejo que por periodista, fue lo que pensé luego de despedirme de Mario Benedetti, en un apartamento ubicado en pleno centro del Vedado. Para mi suerte y fortuna, habíamos coincidido ambos mientras visitábamos por separado a una amiga común, una mujer perteneciente a esa estirpe en extensión de féminas poseedoras de un donaire y una prestancia de dama antigua. El casual encuentro devino amena charla sobre tantos de los temas acerca de los cuales pueden hablar un par de impenitentes conversadores y que de paso, aprovechan la ocasión para brindar con algunas libaciones etílicas.

Mario estaba en La Habana para presidir el jurado de ficción del Festival de Cine Latinoamericano y en su apretada agenda de trabajo apartaba un par de horas para ir a ver a una amiga de los tiempos en que viviera por estos lares. El día en que el azar me puso en el camino a Benedetti, por mis funciones en el Secretariado Nacional de la Asociación Nacional del Ciego (ANCI) yo había asistido a un activo provincial de personas ciegas de la tercera edad. Quizás por eso, pensé, que un periodista más sabe por viejo… Creo que todo lo vivido en el mencionado evento me condicionó fuertemente. Sea como sea, por encima del periodista que soy me ayudó «el viejo». (“¿Cuál viejo?”, “¿el que comenzaba a ser a los 35 años y que se ponía de manifiesto en mi nostalgia por la década de los ochenta y lugares como la Casa del Joven Creador, el parque de 23 y G, el bar del restaurante El Conejito?”; “¿El que me traje del activo acerca de la tercera edad?” ­ Vaya uno a saberlo, sobre todo si es posible que uno mismo se dicotomice de esa forma)

Pero estoy seguro: fue «el viejo» el que me salvó. Sí, porque cuando encontré, a Benedetti tuve, primero, la alegría de conocer a alguien a quien admiro como escritor y respeto como ser humano. Pero, luego, me vino la bronca: no contaba a mano con una regleta y un punzón (lo mínimo que debe poseer un ciego para poder escribir); ni con mi desvencijada máquina braille, marca Erika (herencia del extinto campo socialista); ni con una grabadora, ni con mi muy moderno Braille’n Speak (una pequeña maravilla del reino de la informática), ni con nada para tomar notas… ­Y eso me salvó. Me volví, repentinamente un viejo sabio: la fluidez de las palabras de Mario no sería interrumpida por mis tomas de notas y si los recuerdos me ayudaban y no me fallaban las claves mnemotécnicas, iba, entonces, a tener material como para llenar varias cuartillas y entregar en la redacción de la publicación algo que no estuviese dedicado al tema de la música, asunto acerca del cual el editor de El Caimán Barbudo se niega a que se continúe escribiendo. Así pues, por obra y gracia de una confabulación de la memoria sale esta casi entrevista a Mario Benedetti (casi porque él ni se imaginó -creo yo- que en mí alternaban el simple individuo proclive a la charla y el periodista).

Teníamos un buen rato para dialogar y a partir de una afirmación de nuestra amiga común en torno a cómo ha cambiado el mundo desde que ella y Mario se conocieron, empezamos por la política: despacito, entre sorbo y sorbo, ellos de Champagne y yo de Havana Club, ron que de entrada me asustó al paladar acostumbrado por aquellas fechas al de pipa con sabor a alcohol de bodega que vendían en mi barrio. En el temita (¿temita?) se vinieron, por orden o por desorden de la conversación: la caída del muro de Berlín, el castillo de naipes de la Europa del Este, Nicaragua, la ola del neoliberalismo, el fenómeno de la globalización, el aumento del protagonismo femenino en Occidente y la creciente reclusión de la mujer en el Islam, la situación de la izquierda latinoamericana que no puede regresar al pasado ni sabe cómo alcanzar el futuro…

La voz de Benedeti se confunde con el zumbido del metrobús que transita por la avenida aledaña. Le comentamos que ahora los únicos medios de transporte para llegar a Alamar, zona en la que él habitara años atrás, son los tan infernales pero útiles camellos. Sin apenas darnos cuenta hemos comenzado a hablar de Cuba, de los cambios a los que ha debido someterse el país y el ciudadano de a pie para poder sobrevivir. Con algo de ironía le digo a Mario que a esas transformaciones él tiene que agradecer haberse hecho más popular entre los cubanos pues no resultan pocos los que se buscan la vida vendiendo maderas trabajadas artesanalmente con textos suyos o atribuidos a su autoría, «ediciones» por las cuales nunca cobrará  derecho de autor.

Sin hacer transición alguna pasamos a charlar en relación con otra Cuba: la de la retinosis. Benedetti me pregunta si el tratamiento inventado acá  contra tal padecimiento no me sirve a mí. Le explico por qué no. Mario, entonces, me cuenta que él había sido operado dos veces de la vista, una por desprendimiento de retina y otra por cataratas. Con pesar se lamenta de que existan miles de personas que padecen ceguera curable y que no pueden resolver su problema por la falta de recursos para pagar los servicios de un oftalmólogo que los opere. «Es un crimen», concluye.

Tras una pausa de breves segundos, Mario se zambulle en el Tercer Mundo: va hasta Irak. No está de acuerdo con Hussein, pero tampoco con que se hayan enterrado vivos en las arenas del desierto a tantos soldados irakíes ni con el bloqueo que ha hecho morir de hambre a cientos de inocentes de dicho pueblo. «Estamos en el tiempo de la hipocresía», me dice. «A nadie se le mueve un pelo por cosas así, apenas si tímidas justificaciones. Algunos se ocupan más de los niños que no nacen por el aborto, que de los millones de pequeños que se mueren por malnutrición, por carencia de atención médica»…

Me sacude su reflexión y le comento haber leído en el diario madrileño El País un artículo suyo a propósito del tema, titulado «La hipocresía terminal». Le cuento cómo durante un buen tiempo perseguí el mencionado periódico español para leer su columna y la de ese otro grande de las letras hispanas llamado Antonio Gala. Tras una pausa para que nuestra anfitriona nos vuelva a llenar las copas, Mario se remonta a tres décadas atrás, ¡qué lejano parece todo aquello…! «Un mexicano», me afirma Benedetti, «que no recuerdo cómo se llama, escribió que en Europa fue derrotado el socialismo pero en América Latina el derrotado fue el capitalismo». Sonreímos. Coincidimos en evocar nombres y citas de los años sesenta que pronosticaban el fin del Imperio (el norteamericano) y del capitalismo mundial para el decenio de los noventa. Queda hoy el consuelo, eso sí, de que a lo mejor las utopías no son posibilidades reales, pero al menos sirven para caminar.

La conversación asume un carácter más conceptual. A los tres nos preocupa que el mundo contemporáneo da cuenta de una especie de sensación trivial, donde lo material se ha impuesto vertiginosamente en la conformación de un individuo que ante los avances de la idea de «progreso» lo conlleva a lo que Marshall Mcluhan denomina implosión o era de la angustia. La premisa de la cosificación del sujeto, anunciada por Carlos Marx, y la del Malestar en la Cultura, expuesta en los escritos de Sigmund Freud, son los elementos para pensar aquello que estamos dejando de ser y que vamos siendo en este momento.

A Mario también le alarma el hecho de que en el presente sí hay ruptura generacional. Para él, desde mediados de los ochenta todo cambió. Los jóvenes tienen otro modo de ver la vida y en general, no comparten los ideales de la generación suya. Me alude a los artículos contra Eduardo Galeano, Idea Vilariño y su propia figura, escritos por jóvenes. «Algunos han llegado al colmo de decir, incluso, que en el Uruguay los que mandamos somos Galiano, el presidente de turno y yo».

«No entiendo cómo se han producido esos ataques contra su figura. Por lo menos, usted merece el respeto de alguien que se ha mantenido firme sin claudicaciones. Puede ser que el Benedetti escritor no guste; pero el Benedetti hombre se ganó la admiración por su conducta íntegra».

«¿Sabés lo que pasa? Me etiquetaron. Soy un escritor comprometido: eso es mala palabra hoy»…

«Tal vez…; sin embargo, sigue siendo muy leído. Tengo entendido que en un momento en que el diario uruguayo La República andaba mal en sus ventas, para capear el temporal decidieron incluir obras de usted en sus ediciones dominicales y por lo que he sabido, aumentó mucho el número de lectores».

«Es cierto, ascendió en un 60%. Pero hay quienes no toman en cuenta cosas así a la hora de vituperar y agredir».

Benedetti se detiene como para recordar y de inmediato vuelve a la carga: «Hasta atacaron a un recital que dimos en el teatro Bertol Brecht varios escritores, entre ellos Schinca, un tipo muy vinculado a la Fundación Braille del Uruguay. ¿Lo conocés vos?», me pregunta con el peculiar acento rioplatense.

«Sí», respondo. «A él, a Milton, a Enrique y a otros miembros de la FBU con los que mantengo correspondencia».

La imagen de Montevideo se hace corpórea y es imposible hablar de dicha ciudad sin referirse a Juan Carlos Onetti. Le digo a Mario que aunque aquí en Cuba él y Galeano son los dos escritores uruguayos de mayor renombre, en lo particular yo siento una especial devoción por el autor de El pozo, uno de mis textos latinoamericanos favoritos.

Benedetti comenta que cuando a Onetti le otorgaron el Premio Rodó, unos 8500 dólares, los donó a las bibliotecas municipales de la capital uruguaya y con fastidio afirma: «fijate que lo criticaron, dijeron que tiraba ese dinero con soberbia, con desprecio al Uruguay y qué se yo cuantas tonterías más. Aquello deprimió mucho a Juan Carlos porque en ese momento él estaba económicamente jodido y no obstante, adoptaba semejante decisión». «¡Qué pena!», replico, «alguien quiere ayudar a la cultura de su país y ya usted ve»… «Sí», dice Mario, «Onetti recordó su época de Director de las bibliotecas municipales y las penurias de las mismas, incluida la falta de libros»…

Después de ingerir un delicioso trago de mi Havana Club, indago por la manera que se conocieron. «Fue en una cervecería. Se tomó 18 jarras», confiesa Benedetti divertido, «y apenas si se le notaba un brillo en los ojos: siguió diciendo cosas interesantes mientras bebía jarra tras jarra».

Mario concuerda conmigo cuando expreso que Onetti tiene una proverbial facilidad para diseñar personajes femeninos sensacionales. Dado mi interés por este escritor, le pido a Benedetti que me cuente alguna anécdota acerca del Onetti como ser humano y así lo hace: «En cierta etapa se la pasaba todo el día metido en la cama, sin quererse levantar. Su mujer me pidió que le hablara, a ver si lo convencía. ¿Sabés lo que me contestó? Que en la cama ocurren las cosas más importantes del ser humano: nacimiento, muerte, hacer el amor, escribir»… Mario da la impresión de trasladarse al sitio donde sostuviera aquel diálogo con Juan Carlos. «Me dijo algo que nunca lo olvidaré, que había un cuento mío que odiaba y otro que amaba».

«¿Cuáles son?»

«El odiado, «Despedida de soltero», y el amado, «Los pocillos»».

«¡Ah!, «Los pocillos», si usted supiera cuánto dio y da que hablar ese cuento entre los ciegos aficionados a la lectura».

Mario queda sorprendido y tras comentar su total desconocimiento al respecto, pregunta: «¿Y qué dicen?»

«El asunto está en si el personaje es o no ciego. Le aseguro que como personaje invidente resulta creíble. Pero queda la duda cuando elige el pocillo por el color».

«Hace unos años Lautaro Morúa filmó ese cuento. Antes de hacerlo me llamó y me invitó a dar un paseo: mirá, quería saber si el personaje era o no ciego».

«¿Y usted qué le dijo?»

«Nada. Que lo resolviera él».

«Claro, pero a través de la imagen no se da la situación indefinida que usted logró por medio de la palabra».

«Lautaro decidió que era un personaje ciego»…

«¿Y usted?”

«Fue muy curioso. Ese cuento se originó en un apagón. Era el cumpleaños de mi madre. Le compré seis pocillos pero, para que no fuera un regalo común, los compré, de distintos colores. Al poco rato de llegar a casa de mamá, se vino el apagón. Entonces mi madre me pidió que abriera el paquete de mi regalo para no aburrirnos mientras volvía la luz. Abrí el paquete. Tuve los pocillos entre los dedos, los palpé. Me sentí ciego. Un ciego reconociendo por el tacto aquellos pocillos. Años más tarde escribí el cuento».

«Creo que con dicho relato usted ganó varios premios en el cine».

«Ganaron los actores, los cineastas».

No sé si porque en el rostro de alguno de nosotros han aparecido señales de hambre, como caída del cielo llega a la sala, procedente de la cocina del apartamento, una bandeja repleta de unos emparedados que a esta altura del día me saben a gloria. La energía renovada nos da bríos para pasar al apasionante tema de la informática. Mi entusiasmo por todo lo referido al mundo de los procesadores me hace afirmar que en mi criterio, para un escritor, la computadora acerca aquel sueño surrealista de  la escritura automática, en el sentido de que permite escribir a la velocidad del pensamiento.

Porque eran dos cosas las que detenían el pensamiento: una, la resistencia mecánica, o del lapicero o de la máquina de escribir. La otra, la atención que había que prestar para no cometer errores de ortografía pues, si no, después había que volver a hacer el trabajo de nuevo. Ahora, la resistencia no existe. Y no importa cometer faltas ya que luego se relee y corrige. Además, se escribe en la computadora como se toca el piano, o sea, siguiendo la inspiración. Para Benedetti, tanto el ordenador como la estilográfica y la máquina de escribir son instrumentos importantes y considera que lo adecuado es no fetichizarlos. La gente tiene ideas mágicas sobre la computadora; creen que la misma hace las cosas por uno, cuando sabemos que todo es «garbage in» o «garbage out». Por eso, a mi pregunta de si usa computadora para escribir, me responde:

«Tengo una en Madrid y otra en Montevideo. Empecé a hacer algunos artículos…, pero mi obra la he escrito a mano. Uso pequeños cuadernos, escribo sólo en la página de la derecha y dejo libre la de la izquierda para correcciones o agregados. Ahora bien, la computadora es fenomenal. Me estoy acostumbrando»…

«A propósito de su obra, lo último que he leído fueron unos poemas  dedicados al tema de las muy diferentes formas de la soledad que vivimos los humanos y me encantó el modo en que aborda el asunto. Por cierto, ¿puede dedicar todo su tiempo a escribir?»

«¡Qué va! Siempre hay compromisos, reportajes, conferencias, festivales, qué sé yo. Cuando me dejan tranquilo, dedico varias horas por la mañana y otras por la tarde, aunque interrumpo para tomar café o escuchar música».

«¿Y Pedro y el Capitán?«

«¡Ah, el teatro! Fue la única obra que tuvo aceptación. Las otras no funcionaron. Esa, incluso, la representaron en otros idiomas. Me resultó muy gracioso verla en Noruega. No entendí nada. Además, el Capitán tenía en su sombrero un escudo uruguayo. ¡Imaginate!, lo consiguieron en la embajada. Por supuesto que cuando fueron a la representación y encontraron el tema del torturado y el torturador, con el escudito en el que torturaba, los de la embajada se retiraron enojados… Fue lo mejor que hicieron».

Las campanadas del reloj de pared que cuelga en uno de los laterales de la sala me indican que va siendo hora para que me retire. Mi manía de no saber calcular el tiempo nuevamente me ha jugado una mala pasada y llegaré tarde a una cita, pero eso, ante lo mucho que me ha aportado este fortuito encuentro, poco o nada me importa. Aprovecho los instantes previos a la despedida formal para soltar una de esas preguntas que molestan. Interrogo a Mario acerca de si puede vivir de la literatura.

«Sobrevivir». Me contesta con la franqueza que transformó este diálogo en un relámpago que cesó fulgurante tras nuestro estrechón de manos y el beso en la mejilla a la amiga que me propició conocer a Benedetti, un personaje de una curiosidad voraz que lo convierte en un conversador cautivante y abarcador, un «todólogo» al modo del Guillermo de Baskerville de El nombre de la rosa.

Poesía de Heriberto Hernández Medina.

Poesía de Heriberto Hernández Medina.

Por Joaquín Borges-Triana

Heriberto Hernández Medina (Villa Clara, 1964 – Miami, 2012) formó parte del destacado grupo de poetas que se dio a conocer en el contexto cubano en la década de 1980. En 1987 se gradúa de arquitectura. En la nómina de sus libros publicados se incluyen:Poemas e Historia del caballero rojo y la dama en la casa de los espejos, Ediciones Matanzas, 1991; Discurso en la Montaña de los Muertos, Ediciones Unión, 1994 (este poemario fue Premio David 1989 compartido con María Elena Hernández, pero  no fue publicado por Ediciones Unión  hasta cinco años después); La Patria del Espejo, Ediciones Unión, 1994; Los Frutos del Vacío, Ediciones Matanzas, 1997, Linkgua Ediciones, 2006, Bluebird Editions, 2008; Verdades como templos, Iduna Ediciones, 2008; y Las sucesivas puertas, el frágil aire eterno, Bluebird Editions, 2009. Entre los galardones que se le concedieron, recibió el Premio Internacional de Poesía “Nicolás Guillén” 2006. Fue partícipe de Bluebird Editions, un proyecto personal del poeta George Riverón (además diseñador de todos los libros), al cual se unieron el poeta Carlos Pintado y Hernández Medina, con la intención de publicar libros de escritores cubanos en los Estados Unidos.

El nombre de Heriberto Hernández Medina inevitablemente ha de asociarse al movimiento poético que se dio en Santa Clara en la segunda mitad de los 80 y del que participaron escritores como Arístides Vega, Bertha Caluff, Joaquín Cabezas de León, Frank Abel Dopico y  Emma Artiles,  por solo mencionar algunas figuras. Desde que conocí su poesía, no recuerdo bien si gracias a la trovadora Tania Moreno o a Bladimir Zamora, pero que sí tengo claro fueron las primeras personas que me recomendaron leerlo, sentí que en el discurso poético de Heriberto Hernández Medina, pletórico en metáforas y largos versos, había una angustia siempre soterrada y que tal vez fue la que lo llevó a suicidarse en el 2012.

Hoy, al dedicar estas líneas de Miradas Desde Adentro a la memoria de Heriberto Hernández Medina y reproducir aquí algunos de sus poemas, lo hago sobre todo pensando en los más jóvenes y especialmente en una amiga que a tono con sus 26 años y desde su condición de hacedora de versos y narraciones, es arrogante y transgresora y me pregunta que si los poetas de la generación de los 80 que estoy sacando en este espacio son solo míos o dónde están ocultos, porque la promoción literaria a la que ella pertenece, muchachos y muchachas nacidos en los 90 y formados o deformados con las clases de videos, maestros emergentes y profesores generales integrales,  los desconoce. Me río ante la interrogante y le respondo con la consabida y antigua frase que sirviese de título a un viejo libro de Aldo Baroni: Cuba, país de poca memoria.

Poemas de Heriberto Hernández Medina

FÁBULA DEL DELFÍN Y LA SOMBRA DEL PÁJARO

Sentado entre dos muertos, la sombra del pájaro en vuelo convertida,

…………………./sombra sobre la sombra;

……como herida sentado entre dos muertos: la cerveza espuma oleada

…………………./sobre el pecho

……y a nuestro lado dos muertos punzando los rostros de la conversación.

La verdad no es el vuelo del pájaro, es el plumaje penetrando la

…………………./ambigüedad del canto,

……el canto como un pequeño ruido acuchillado en el vacío del pecho.

En la jarra de los bebedores, la espuma de la cerveza como la voz del

…………………./niño que entre dos muertes canta,

……es un ahuecamiento que va el doblez bordeando,

……un penetrar lento del plumaje en la oscura sordidez del sonido.

Viene el volatinero con las palabras del último golpearse,

……del último secreto impulso de estar ciego.

Todos alguna vez vimos su risa azul y el azul tras la risa del que sabe

…………………./que ha recibido la última noticia;

……es el pañuelo, la estrella plateada en el pañuelo que ha lanzado el delfín,

…………………./ahora busca en el agua la hendidura por la que ha de escapar,

……pero el niño ha dejado ya de abrirse el pecho, comienza a juntar

…………………./los fragmentos del salto,

……pero ha vuelto a saltar y la vidriera se quiebra, cae como una lluvia

…………………./de sal sobre los ojos.

Los bebedores alzan las jarras, beben largos sorbos de cerveza y de muerte,

……pero la canción ha cesado, el niño va guardando junto a su pecho

…………………./los vidrios de colores,

……pero el delfín ha vuelto a saltar: cruza el pájaro,

……la sombra del pájaro en vuelo convertida,

……pero el delfín ha vuelto a saltar

……y el niño está tendido junto al agua con el pecho cubierto de hojas secas.

Cruza el pájaro, la verdad no es su sombra.

LAS PAREDES DE VIDRIO

En este cuarto pesa demasiado la luz,

……las sombras son blanquísimas

……y no se pueden abrir las ventanas si aun no ha amanecido.

Una muchacha muy triste no podría sumergirse en las aguas,

……bordearlas,

……o decir que escucha una música transparente y muy húmeda.

Aquí no puede uno disfrazarse de ángel,

……no basta desnudarse.

A la mesa no pueden sentarse todos los que a veces no escuchan,

……no habrá comidas sobre manteles blancos,

……no vendrán juglares, ni citaristas, ni pájaros, ni peces.

La muchacha que estará tendida muy cerca de nosotros

……podrá estar desnuda, podrá estar dormida en la hierba

……o estar aun más desnuda si no se siente sola:

……pero nunca podría dividirse,

……pero no podría volar o ser una muchacha turbia,

……o tener nuestro pecho para decir que sueña;

……no podría soñar que habita un caracol y que a veces se pierde.

En este cuarto las sombras son muy blancas,

……algún día pudiesen pensar que son las nuestras y pedirles que canten,

……que se dejen caer.

Se pudiese pensar que a veces no dormimos,

……pero de hablar del insomnio,

……eso puede impulsarnos a decir que la noche es un borde estrechísimo

……en el que solo se puede estar de espaldas.

Aquí alguna vez se habló de ciervos y figuras que lanzaban unas flechas muy curvas;

……pero todos pensaban en la música,

……pero todos querían animales más dóciles, figuras más heladas.

Una mañana trajeron una piedra,

……la pusieron muy alto, tan alto que a veces se volvía;

……nunca más pensamos en estar muy solos, muy oscuros,

……en tener unas ganas terribles de morder,

……un árbol parecido a esa forma en que a veces callábamos.

Entonces pensamos vender nuestra sonrisa,

……pero quién puede comprar algo que se deshace,

……pero quién puede morirse de tristeza con la sombra tan blanca.

En este cuarto pesa demasiado la luz,

……basta volverse,

……puede ser fácil soñar que estamos solos,

……que abrimos la ventana y nadie nos empuja, o nos recuerda

……lo dulce que fuera despeñarse.

Así, tan ebrios, pudiéramos pensar que somos los más desmemoriados

……y salir con el pecho del suicida, con la caja del músico;

……entonces estaríamos tranquilos

……aunque nadie contara que volvimos muy sucios,

……derribamos los muros, rompimos los pisos

……y gritamos a todos que la ventana fue una mentira

……muy dulce, muy azul;

……aunque nadie contara que tuvimos un poco de miedo,

……que el espejo

……empezaba a mostrarnos las sombras más oscuras.

Poesía de Reynaldo García Blanco

Poesía de Reynaldo García Blanco

Por Joaquín Borges-Triana

Reynaldo García Blanco (Venegas, Sancti Spíritus, 1962) es uno de los principales protagonistas de la poesía cubana contemporánea. En el presente escribe para la radio y coordina el taller literario Aula de Poesía. Ha publicado, entre otros libros de poemas: Casa del fabulador, Larguísimo Elogio y Abaixar las velas. En 2017 ganó el Premio Casa de las Américas con el título Esto es un disco de vinilo donde hay canciones rusas para escuchar en inglés y viceversa. Para Miradas Desde Adentro es un privilegio publicar algunos poemas de este sobresaliente autor.

Lenin y Lennon

Vivimos bajo el signo de Lenin

Afirmaba Gerard Walter.

Vivimos bajo el signo de John Lennon

Decía mi padre.

A las puertas del Dakota

Han dejado un ramo de mirto

Y un guardia parecido al sargento Pimienta

Barre con desgano los residuos despojos del día

Y se va con su salario mínimo

A un cine de barrio

Donde ponen películas de los años sesenta.

Cuando la Gestapo quemó la biblioteca de Lou Andreas Salomé

Dicen que no salía humo.

Que las palabras se precipitaban al cielo

Como pájaros libertos y azules.

Cuando la Gestapo en el pueblote Gottingen

Quemó la biblioteca de Lou Andreas Salomé.

Un hombre

Llegado de las sombras

Y llamado Rainer María Rilke

Dibujaba a contraluz un lirio.

Un lirio de aire

Para Lou Andreas Salomé.

 

EJERCICIOS PARA NO PERDER LA PACIENCIA

Me gustaría hacer algunos ejercicios para ver mejor la realidad. Digamos abrir la ventana y quedarme extasiado con el basural del frente. Bajar cuatro pisos en pos de un pan y que el vecino se interese por mi salud. Dejar que el teléfono suene unas cinco veces y que al contestar una voz medio dormida indague por Moisés. Me gustaría hacer algunos ejercicios para no tener que escribir de la realidad. Digamos ir por aceite al mercado y descubrir que han cerrado los estanquillos de periódicos. Soportar al comprador de oro con su voz de ferretero sin trabajo. Me gustaría hacer algunos ejercicios para no perder la paciencia. Digamos abrir la ventana y quedarme extasiado con el basural del frente.

LECTURANCIAS

Lee esto de Paul Eluard, me dice… ella se sumerge en mi sombra/como una piedra en el cielo. Y voy al traspatio donde la piedra porosa permanece en su pedestal. Aún quedan restos del maíz de la pasada cosecha. Estas piedras circulares se compraban a los moros. Ellos mismos las fabricaban, cortaban, adulteraban el brillo. En la noche insular –ya los jardines eran visibles – se ponían a dar vueltas y vueltas. El trompo de la harina cansaba como caminar en un cuarto cerrado y estrecho. Yo era la sombra pero también era la piedra. No tenía idea de qué era el cielo. Lee esto me dice y como un ciervo me sumerjo en ella. Poco a poco me convierto en piedra. Poco a poco me convierto en cielo.

TRISTES COMO UN SÁBADO HEBREO

Y sobre la mesa la flor crepé restallaba. A veces, confundida con el humo se tornaba interesante. Nos habituamos al arte de desaprender a tenor de los acontecimientos. Eran esos lunes, tristes como un sábado hebreo en que no teníamos nada serio qué hacer. El tiempo fluía y nos creímos budistas en el Caribe. De cuando en cuando los vecinos del frente venían por sal o fósforos. Y nosotros ahí, como guardianes de una rosa mitad origami mitad artesanía de ocasión. Es la decadencia quise decir pero mi voz fue acallada por el vocerío de las victorias que una vez fueron grandiosas y ahora suenan pírricas.

SEGUNDO DESASTRE

No suena el invierno

no veremos pasar muchachas con bufandas

pájaros grises volando al sur

Hoy se van a volar los techos

se van a partir en dos las bicicletas

te van a asaltar los toros de la memoria

Hoy no vas a poder con tanta podredumbre

con tanta algarabía

Hoy te vas a reventar o te pones a escribir que no suena el invierno, que no veremos pasar muchachas con bufandas, que no veremos pájaros grises volando al sur. A la casa que te has inventado se le volarán los techos y has preferido desandar la ciudad por el temor a que los toros de la memoria o el auto de tu vecino te aplasten para siempre.

Hoy no vas a poder con tanta podredumbre. Ya son muchos los que no pueden con tanta algarabía, con tantas vidrieras relucientes, con tantos carlitos sin trabajo, con tantas economías que suben una escalera que solo Dios sabe si lleva al cielo.

Hoy te vas a reventar o te pones a escribir, a inventarte un invierno, una sonata, un ábrego, un poema en el que bajas una calle, al cuello una bufanda y te pones a decir adiós a unos pájaros que vuelan al sur, pues el invierno se llevó el techo de tu casa y los toros de la memoria pastan en el jardín y no es posible soportar tanta algarabía.

Otro logro para Rialta Ediciones

Otro logro para Rialta Ediciones

Por Joaquín Borges-Triana

Alguna vez habrá que escribir la historia de lo que en materia de ediciones se ha hecho en la diáspora cubana durante los últimos años del pasado siglo y lo que va de la presente centuria. En ese texto, de seguro un capítulo harto interesante ha de ser el dedicado a Rialta Ediciones, proyecto que se desarrolla desde Santiago de Qerétaro, en México, y que persigue como objetivo “gestionar, difundir y compartir contenidos y documentos relacionados con la literatura, el arte, el pensamiento y la crítica cultural en general.”. Además del magazine cultural que nos entregan de forma sistemática, para mi gusto personal una de las mejores publicaciones en el actual abigarrado universo de las revistas artístico literarias hechas por los cubanos dentro y fuera de Cuba, ya han puesto en el mercado una atractiva colección de libros.

Entre los títulos que han visto la luz gracias al quehacer de Rialta Ediciones podría mencionar Los años de Orígenes, de Lorenzo García Vega; Rumbos sin Telos. Residuos de la nación después del Estado, de Román de la Campa; El libro perdido de los origenistas, de Antonio José Ponte; Moleskine Sergio Pitol, de Gerardo Fernánde Fe y con prólogo de Reina María Rodríguez; Últimos días, de Roberto Brodsky; y Cartas de Hallandale, de José Kozer; Casa no sitiada por la luz, una antología de la obra poética de Roberto Friol seleccionada por Ibrahim Hernández Oramas.

El libro más reciente que Rialta Ediciones ha puesto a la consideración de los amantes de la literatura es Quince cuentos, del autor Ryūnosuke Akutagawa, con traducción, prólogo y notas de nuestro compatriota, el poeta José Kozer. Contentivo de 184 páginas y perteneciente a la Serie Convivio, en la nota promocional que ya circula por la red de redes y escrita por el aludido José Kozer se afirma:

“En Akutagawa, la necesidad del aislamiento se vuelve lectura y esta, escritura. Aislarse para leer y escribir; leer y escribir para aislarse y amparar así un sistema nervioso que lo desbarata. Una escritura, en última instancia, percibida como imposibilidad, sufrimiento y fracaso («Cuando escribo voy punto por punto, momento a momento. Si salto una etapa, me trabo. Y no puedo seguir. Si me fuerzo, algo sale mal. He de permanecer alerta. Pero por muy alerta que esté, ocurre que a menudo lo que quiero decir se me escapa. Ese es mi problema.») Una escritura en que ficción es mentira y esta un intento último, sobrecogedor, de acercarse a la verdad. ¿Cuál es la verdad? En una nota manuscrita que dejó Akutagawa al margen del original de su Juventud de Daidoji Shinsuke, dice: «Mi tragedia fue intentar la grandeza y encontrar mi pequeñez.» Tal vez Akutagawa vio cuando se moría que aquello no era trágico sino más bien algo cuyos términos sencillamente había que invertir.”

Así pues, con la publicación de Quince cuentos, original de Ryūnosuke Akutagawa y con traducción de José Kozer, Rialta Ediciones se anota otro logro en el camino de promocionar siempre algo bueno en relación con la literatura, el arte, el pensamiento y la crítica cultural en general.

Plagio: Entre la copia burda y la imitación creativa

Plagio: Entre la copia burda y la imitación creativa

Por Joaquín Borges-Triana
Desde hace años, una oleada de denuncias de plagio inunda los medios
de comunicación: periodistas de gran fama, novelistas de éxito y hasta
galardonados con premios de suma valía como el mismísimo Nobel han
sido acusados de copiar frases, párrafos o páginas completas de libros
ajenos. La polémica en relación con los límites o fronteras de la
autoría artística y la legitimidad para utilizar las ideas de los
demás está sobre el tapete y las opiniones son en extremo divergentes.
El debate pone de actualidad un fenómeno que hay que catalogar de
inmemorial, porque la presencia de impostores en la historia de la
literatura se remonta a la noche de los tiempos. Incluso, en opinión
de estudiosos del tema, como Anthony Grafton, autor del libro
Falsarios y críticos, la falsificación literaria, revestida de varias
formas, resulta una de las más antiguas tradiciones culturales de
Occidente. Obviamente, la clase de impostura que se practicase con
mayor asiduidad en la antigüedad, poco o nada tiene que ver con el
plagio tal y como se concibe en el siglo XXI.
Los falsificadores primitivos no sólo no copiaban textos ajenos con el
fin de firmarlos como propios, sino que otorgaban la autoría de los
que ellos escribían a otra persona. Era común que les empujase el
deseo de dar un carácter sagrado a su obra, como hicieron algunos
autores de textos religiosos egipcios al atribuirlos a personajes
divinos. Por ejemplo, decían que habían hallado cierto documento –de
creación propia- bajo los pies de la estatua de Anubis u otra
divinidad. Así, lograban dotar de legitimidad a un texto que, de ser
presentado como propio, habría carecido de credibilidad. Claro está
que no siempre los falsarios tuvieron una motivación de corte
religioso. En ocasiones les movía el afán de despistar a los críticos
o de fastidiar a los verdaderos autores. Se sabe que en las
bibliotecas de Grecia convivían las auténticas tragedias de Esquilo y
Sófocles con textos imputados a ellos en teoría. El más famoso médico
de la antigüedad, el griego Galeno, encontró un día en una librería de
Roma un volumen titulado Galeno médico, supuestamente redactado por él
mismo. Ello le indujo a escribir un libro en el cual se distinguieran
sus obras auténticas de las apócrifas que circulaban bajo su nombre.
En la Edad Media, las falsificaciones versaron en lo fundamental con
respecto a textos legales que apoyaban determinados intereses, por lo
general eclesiásticos. Se considera que uno de los más afamados fue la
Donación de Constantino, que sirvió al papado para justificar su poder
político. Fechado en 323, el documento narra la leyenda de cómo el
emperador romano Constantino, curado de la lepra por el papa
Silvestre, mostró su gratitud entregando a la Iglesia todo el Imperio
de Occidente. En el siglo XV, estudios humanistas dieron a conocer que
el texto había sido inventado durante el siglo VIII. Hoy es sabido que
también en esa época, varias grandes figuras de la literatura
universal tuvieron sus falsarios. Cervantes, que publicó el Quijote en
1605, fue víctima de la impostura de Alonso Fernández de Avellaneda,
quien escribió una continuación –Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo
Don Quijote de La Mancha, de 1614- a espaldas del autor. Avellaneda no
sólo se apropió del personaje quijotesco sino, además, de secuencias
argumentales de la verdadera segunda parte que se encontraba
escribiendo Cervantes, el cual se vio obligado por la circunstancia a
cambiar varios episodios en la versión definitiva, de 1615, para que
no coincidiera con el apócrifo. Se estima que Avellaneda contaba con
información proporcionada por Lope de Vega, eterno y enconado rival de
Cervantes.
William Shakespeare, cuya vida real todavía sigue siendo un misterio,
ha contado con una legión de falsarios. Hay quien asegura que su
nombre no era sino el seudónimo bajo el que se escondía Edward De
Vere, conde de Oxford. Según criterio de Looney, autor de Shakespeare
identificado, el creador de Romeo y Julieta no pudo ser un hombre
común, oriundo  de Stratford y de escasa formación intelectual. En
opinión de este estudioso, para escribir obras como El mercader de
Venecia, se requería haber recibido una educación clásica, poseer
conocimientos de Italia y un punto de vista aristocrático,
características que sólo reunían en su tiempo ciertos nombres como el
conde de Oxford. Algunos expertos, como Manuel Ángel Conejero, quien
se ha desempeñado como presidente de la Fundación Shakespeare España,
piensan que bajo la firma del escritor inglés se ocultaba no uno sino
varios autores: “dudo de que una sola mente sea capaz de tanto.”
En tiempos recientes ha habido sonadas falsificaciones. Un caso que
alcanzó notoriedad hace apenas unos años fue el del novelista ruso
Andrei Makine. Nacido en 1957 y radicado en Francia desde la década de
los ochenta, cansado de que las editoriales parisinas le rechazaran el
original de su primera novela, titulada La hija de un héroe de la
Unión Soviética, escrita en francés, decidió hacerla pasar como una
traducción de la obra de un joven y prometedor autor moscovita. De
esta forma, en 1990 consiguió publicarla, con un rotundo éxito tanto
de crítica como de venta. Transcurrido cinco años de aquel episodio,
en 1995 Andrei Makine obtuvo el principal galardón de las letras
francesas, el premio Goncourt, y en la actualidad es una figura
consagrada en el universo de la novelística contemporánea.
Como se puede apreciar, la historia literaria está plagada de trampas,
aunque la mayoría no se pueden encuadrar dentro de la categoría de
plagio. Aunque para algunos sea sorprendente, lo cierto es que muchas
de estas imposturas honran a sus perpetradores, esforzados artistas
que sólo pretendían publicar su obra del modo que fuera. Por su parte,
el acto de plagiar, entendido como copiar en lo medular creaciones
ajenas, dándolas como propias, sí se considera en el presente como una
conducta censurable, cosa que no siempre ha sido de ese modo. Como
tal, este concepto comienza a cobrar sentido en el instante en que la
literatura pasa a ser un negocio, a partir de los siglos XVIII y XIX,
momento en que surge la idea de propiedad intelectual. Antes, copiar a
los demás no sólo no era delito alguno, sino que ni siquiera se
pensaba que estuviese mal o que no fuera ético. Así pues, ningún autor
se ofendía si le copiaban. En correspondencia con ello, el Arcipreste
de Hita invitaba a los lectores a continuar o mejorar su obra.
Mientras tanto, Fernando de Rojas reconoció que se había hallado ya
escrito el capítulo primero de La Celestina y que decidió apropiárselo
y darle continuación. Es más, de cierta manera estaba mal visto ser
original, un concepto que sólo comienza a reivindicarse a partir de la
exaltación individualista del Romanticismo, ya entrado el siglo XIX.
Justo en esa época es cuando empiezan a hacerse frecuentes los casos
de plagio. Desde entonces hasta nuestros días, el fenómeno ha ido
cobrando cada vez mayor proporción.
Puede afirmarse que el guión se repite. Generalmente, el acusado suele
escudarse en la “tradición” o en la “intertextualidad” para negar las
imputaciones que le formulan y justificar su actuación. A fin de
cuentas, en literatura todo está inventado y es lícito inspirarse en
otras fuentes. Pero sucede que el creador genuino, que saca de su
imaginación y esfuerzo la materia de sus obras, aunque se inspire en
la tradición, ha de sentirse cuando menos molesto al comprobar que sus
textos han sido usurpados para beneficio ajeno. Empero, la pregunta
acerca de la cual no existe consenso en las respuestas es: ¿cuál es el
límite entre la copia burda y la imitación creativa, entre el plagio y
la obra original? Hay casos que resulta fácil dirimir el entuerto
porque las evidencias no dejan espacio a la dubitación. Así aconteció
con el escritor neoyorquino Jacob Epstein, que se vio obligado a
reconocer que había saqueado El libro de Rachel, del novelista
británico Martin Amis, para escribir su novela Wild oats.
Muy sonado fue el caso de Ana rosa Quintana, cuando la revista
Interviú evidenció a finales de 2000 con numerosos ejemplos que había
incluido párrafos completos, apenas modificando los nombres de los
personajes, de los libros Álbum de familia, de Danielle Steel, y
Mujeres de ojos grandes, de Ángeles Mastretta, en su relato Sabor a
hiel. Después de achacar en un primer momento la sorprendente
coincidencia a un error informático, la periodista televisiva concluyó
admitiendo que para la confección de su libro había contado con un
“colaborador”, el cual la había traicionado. No obstante, ella no dejó
de reivindicar su autoría: “El libro está basado en una idea original
mía, como mía es la trama, la construcción y el perfil de los
personajes, así como la mayoría de los textos. Sin embargo, al ser mi
primera novela, tuve que recurrir a la ayuda de una persona de mi
entorno. Lamentablemente, la aportación de este colaborador se
extendió a la inclusión de algunos textos y párrafos tomados de la
obra de otros autores.” Por tanto, como es fácil comprender, en este
caso hubo doble impostura: por una parte, el plagio de la obra ajena,
y por otra, el uso de un “negro”, que es como se conoce en literatura
a la persona anónima que hace labores literarias que firma otro. Pese
al escándalo que se armó, el libro fue rentable, pues en el instante
en que Sabor a hiel fue retirado del mercado, ya había vendido la nada
despreciable cifra de 100 mil ejemplares.
Ciertamente, una de las falsificaciones más utilizadas por los
escritores consiste en contratar a otra persona que prepare textos que
luego firman ellos. En la tradición anglosajona, esto se conoce como
ghost writer (escritor fantasma). En español, el mismo fenómeno se ha
dado en llamar “negro” y que según la Academia, se define como el que
trabaja anónimamente para lucimiento y provecho de otro. Dicha figura
se tornó habitual cuando la literatura se transformó en un negocio
lucrativo y los autores de éxito (antecesores de los actuales
best-sellers) se vieron obligados a contratar colaboradores para poder
dar respuesta a las demandas del público y las editoriales. Se
considera que uno de los “negreros” más célebres entre los tantos que
han existido, fue el novelista francés Alejandro Dumas, autor de Los
tres mosqueteros y El conde de Montecristi. Tras convertirse en uno de
los escritores de mayor popularidad del siglo XIX, creó algo así como
un taller de producción industrial de literatura, lo que le posibilitó
publicar un aproximado de 300 obras. La leyenda que en tal sentido se
ha ido tejiendo, dice que llegó a desconocer quiénes trabajaban para
él y que se dio el caso de que cierta vez, alguien lo visitó en su
casa y se le presentó como “el negro de su negro”, porque éste había
fallecido.
Como expresé con anterioridad, una de las justificaciones a las que en
la actualidad se echa mano para intentar explicar el desaguisado
cuando el mismo se ve descubierto, es el de la utilización de la
intertextualidad. Vale acotar que ésta se trata de un recurso
literario, que ha sido practicado desde hace siglos. En breves
palabras, puede definirse como la inserción en el texto propio de
cortos fragmentos, citas, versos o frases pertenecientes a textos
ajenos, fácilmente reconocibles por el lector. Si bien es cierto que
este recurso posee ya larga data,  también resulta verdad que en el
pasado reciente su utilización ha experimentado un auge nunca antes
visto. Ello, unido a que los últimos vestigios de lo aurático en el
arte quedan reducidos a expresiones sublimadas de relaciones
económicas y lo original o la originalidad pierde de hecho toda
autoridad epistémica, política, o estética, tornan mucho más complejo
el asunto de dirimir qué cosa es o no plagio.
Por otra parte y aunque parezca increíble, no es absoluta la opinión
en cuanto a que el plagio sea punible. La novelista italiana Susanna
Tamaro, quien fuera denunciada por la también escritora Ippolita
Avalli, amiga suya hasta el momento en que se produce el diferendo,
aseguró tras ser absuelta que las acusaciones de plagio “se están
convirtiendo en una moda peligrosa, importada de Estados Unidos. Es un
modo fácil y rápido de hacerse publicidad.” A continuación, añadía una
idea sobre la cual muchos han fijado la atención: “Las causas de
plagio, a no ser que te encontraran páginas y páginas copiadas,
deberían estar prohibidas.”
En verdad, en Estados Unidos el fraude intelectual está más
perseguido, en comparación con lo que sucede en Europa. Y es que el
asunto se ha venido a complicar después de la aparición de Internet.
Existe conciencia de que con el surgimiento de la red de redes, el
plagio se ha disparado en magnitudes alarmantes, especialmente en el
ámbito científico y universitario. Por otra parte, hay que tener en
cuenta la aparición de textos publicados de forma colectiva y sin ser
rubricados por nadie, para desmembrar así el sentido clásico y/o
tradicional de autoría, como muestra de lo que se va englobando dentro
de los conceptos de plagio utópico, hipertextualidad, cultura
post-libro y Producción Cultural Electrónica. Porque lo cierto es que
numerosas concepciones que hasta hace poco han funcionado como
sacrosantas instituciones o suerte de mausoleos, hoy están llamadas a
replantearse sus criterios de movilidad jerárquica pues asistimos a un
modo de redistribución del poder, no sustentado ya únicamente en la
ley del valor sino de la operatividad y el funcionalismo.
En ese contexto, las concepciones que han prevalecido en cuanto a
asuntos como el derecho de autor y el plagio, comienzan a ser cuando
menos repensadas. Los partidarios del análisis y transformación de lo
que en estos terrenos está legislado argumentan que la irrupción del
ciberespacio ha traído consigo la imperiosa necesidad de liberalizar
el conocimiento y no suspenderlo en la hasta ahora su lectura
mediatizada y lineal, que afianza y sostiene sus doctrinas
esencialistas… Para quienes apuestan por semejantes criterios, un
texto es mejor cuando no se deifica y por ende, se vincula e
interacciona con otros textos, cuando defiende su sentido relacional
(ubicuidad, lectura cúbica que inducen las redes) Y por ello, los
EPISTEMAS de copy right, derecho de autor, original y copia, son
formas que en lugar de caducar lo que han dejado es  de funcionar. La
cada vez más creciente utilización de la tecnología y la información
sin distinción alguna, están creando una sensibilidad a favor de la
participación tecnológica activa. Puede afirmarse, pues, que nos
encontramos ante un desafío al paradigma estancado de la cultura
privatizada y exclusivista alrededor de la que están estructuradas las
antes mencionadas instituciones.
El grave y hasta el presente no solucionado problema está en el hecho
de que en literatura no ocurre como en música, que se considera plagio
y por ende, delito, cuando se reproduce una cierta cifra de compases
de otra composición. En el reino de las palabras, poner en práctica
una cosa semejante resulta más difícil, pues una acusación de tal
índole quedaría hallada sin lugar, tan solo con cambiar de cuando en
vez una que otra palabra por un sinónimo, para así copiar con absoluta
impunidad, sin que se corra el riesgo de ser acusado de falsario. Todo
parece indicar que, por ahora y quizás durante unos cuantos años más,
cada creador tendrá que ser el detective privado para la protección de
su propia obra, permanentemente a la caza de tramposos. A no ser que
poco o nada le importe que le copien. En fin, autores que atribuyen
textos apócrifos a escritores famosos, escritores famosos que copian a
otros o que emplean a “negros” para realizar su obra… La literatura es
un camino de trampas donde no siempre está clara la frontera que
separa lo propio de lo ajeno y las circunstancias apuntan a vaticinar
que cada día será más difícil responder a la pregunta: ¿plagias o te
inspiras?

Poemas de Raúl Hernández Novás

Poemas de Raúl Hernández Novás

Por Joaquín Borges-Triana

Raúl Hernández Novás (1948-1993) es sin discusión alguna uno de los nombres de obligatoria consulta en la historia de la poesía cubana de todos los tiempos. Libros suyos como Da capo, Embajador en el horizonte, Animal civil, Al más cercano amigo o Sonetos a Gelsomina, por solo mencionar algunos, son títulos a los que cualquier amante de la buena poesía debería volver de cuando en vez. Representante de la tradición suicida en nuestra cultura, cuando en La Habana de 1993 con un disparo decidió poner punto final a su existencia, ya tenía asegurado su paso al panteón de los grandes creadores de este país. Por ello y pensando especialmente en las nuevas generaciones de lectores cubiches, que en la mayoría de los casos desconocen la obra de este inmenso escritor, a continuación se reproducen algunos de sus textos para incentivar la búsqueda en el enorme legado de su quehacer poético.

 

Raúl Hernández Novás

 

ANTE UN POETA

Veo a un niño jugar en la sonriente calzada de la luz, la provisoria. Veo a un joven andando en la memoria la temblorosa piedra, lentamente.

Veo un hombre maduro que camina llevando un niño de la firme mano. Junto a un joven filial veo un anciano leve como la lumbre que declina.

Tiemblo al verlo pasar los urbanos dédalos con su paso ya rendido

y de pensar que esas sencillas manos

que tantas cosas bellas han reunido

acaben por ser polvo en otras manos… —Las de la muerte, no las del olvido.

EXPLICACIONES DEL EQUILIBRISTA

No por amor al riesgo se aventura mi pie por este hilo tenso y leve. Ni por eterno ser mi ser se atreve a jugarse la vida o la ventura.

No es la gloria o la fama o la aventura

el fértil viento que mis alas mueve.

No por arte ni amor mi paso llueve sobre la absorta muchedumbre oscura.

Si huraño huyo a mi rincón de cielo y si el hilo una cumbre me parece donde primero brilla la mañana,

no es el amor ni el arte ni el desvelo

de la gloria: es que a veces —tantas veces—

siento el terror de la presencia humana.

 

MIRA ESTOS OJOS

Mira estos ojos donde el sol declina, desvistiendo el temblor de los hermanos: toma los gestos mudos de estas manos

que ya no han de aplaudirte, Gelsomina.

No escucharás mi corazón que trina

pues estarás tocando un son lejano en la trompeta cuyo ruido anciano

es hijo del claror que te ilumina.

No volverás al páramo del frío

que tiembla huérfano de amor y de arte

con sus helados astros de rocío.

Ni el río astuto robará tu parte. Acepta sólo el hosco temblor mio. Y mi piel sin caricia ha de abrigarte.

NO VENGAS

«)Te preocupan tus hijos?» (Bergman: Fanny y Alexander)

No vengas ya en el sueño, con tu anhelo de hacer mi cama y de poner mi mesa.

Comprende que el lugar donde estás presa

es un oculto inabordable cielo.

Sé que aún estoy vivo en tu desvelo y que tu ansia de servir no cesa, que te preocupa mi animada huesa

y estás herida por mi desconsuelo.

Pero comprende que la sombra triste que te aprisiona, única y desierta,

no da acceso al lugar donde viviste.

Tú no puedes franquear la inútil puerta
donde tu amor fecundo aún insiste. Tú no puedes cuidarme. Tú estás muerta.

JUNTO AL LAGUITO EXIGUO

Junto al laguito exiguo, entre la sombra, voy recordando trabajosamente las húmedas miradas inocentes

y una inscripción frutal que nadie nombra.

Como el mar borra de la arena un día la leyenda y deshace los castillos, borró el tiempo en los reinos amarillos

de la memoria aquella melodía.

No vuelve el agua que pasó en el río con flor y el barquito indiferente que son agua en el agua laboriosa.

Oscurece. Tengo hambre. Siento frío. Ya no he de ver tu planta transparente andar sobre las aguas silenciosas.

 

QUIÉN SERÉ SINO EL TONTO…

But the fool on the hill sees the sun going down and the eyes in his head see the world spinning round Lennon y McCartney

Quién seré sino el tonto que en la agria colina

miraba el sol poniente como viejo achacoso, miraba el sol muriente como un rey destronado,

el tonto que miraba girar el mundo,

guardando en su rostro las huellas de la noche. Quién seré sino el tonto de siempre atraído por el mar,

aquel que en el mar feroz dejó su nombre. Quién sino el tonto que lloraba

y lloraba por el mar, las flores, las muchachas, la esbelta luna sonriendo.

Sobre la colina está solo and nobody seems to like him, pero él ve el mundo moverse a su alrededor, el sol rebotar como una pelota roja en el horizonte.

El sol tragado por el mar, frío entre los peces.

Quién seré sino aquel que ya no mira,

no oye, no palpa, absorto, esas tierras astrales, esos frutos, las viñas de la realidad, airoso manto.

El que ve la noche descender como un cuerpo inapresable, el que siente la luna caer sobre sus hombros como una tela delicada, aquel que en la marisma

jugaba a rey, a payaso, a rey, a oscuro caballo. Absorto, solo, en la colina, gritando

como loco, bajo los pájaros que emigran

señalando un carcomido rumbo. Yo,

el loco, el tonto que siempre he sido, girando en la burla, torpe bufón de florida, pirueta, riendo,

con dientes podridos, la realidad inapresable como implacable cuerpo, a nuestro lado, descansando en las hierbas

brotadas de los muertos, entre sonrisas de nocturnas flores.

Quién seré, Dios mío, sino el loco tonto, el oso bronco, el jorobado torpe,

bufón bailando, reuniendo rumbos entre sus brazos, flores para una mujer que no existe, quien mira al sol dormirse cual tembloroso

viejo y al mundo girar en burla alrededor de sus hombros destronados.

 

(HAY ALGUIEN QUE CUENTA MIS PASOS…)

(Hay alguien que cuenta mis pasos, en su casa de hielo

repasa lentamente los gestos, las olas del corazón.

En su moneda, el rostro familiar del sol. Alguien, ay, su corazón atado al mio por un hilo. En su casa de hielo piensa en mí, guardando bajo llave las

huellas de mis manos. Nada le debo, nada puedo darle

con que pagarle, hay alguien, piensa

en mí, cuenta mis pisadas. ¿Qué entre mí y su vida

a la cual llegué después de un parque?

¿Qué entre mí y su corazón de hule,
y sus manos frías que guardaron las huellas de mis manos?

Ocupo su memoria como un monstruo, como un animal profundo. Nada. Cuando me vaya, nada podré dejarle. Nadie sabrá cómo han pensado,

sus canas que comienzan, en mi cabeza de niño, en las manos que tuve bajo árboles gigantes,

como ya no se encuentran. Hay alguien: despacio despacio voy penetrando en su aliento trabajoso,

descendiendo profundo por mis ojos, y al final del camino

me está esperando mi madre.)

ELLA MIRÓ LOS ALTOS FLAMBOYANES INCENDIARSE

A Alelí

Ella miró los altos flamboyanes incendiarse.

Ella nombró los fuegos de la guerra. Ella camina dentro de un ojo abierto como el día. Suspira, y se mueven sus manos sobre una tela oscura como la noche.

En la noche está cosiendo una bandera, siempre la cose, aunque los muertos hayan extendido sus raíces al corazón de la tierra, porque siempre es la esperanza que se abre con sus ojos. Ella, sencilla, prolóngase en palomas porque la tarde es leve cuando cae sobre sus hombros. Ella crece frente al hombre que la mira y la celebra con su voz. Árbol frente a árbol bienandante.

Ella vio partir los hombres a la guerra, se sumergía en la guerra como la primera madrugada en el recuerdo. Madrugada de la campana y los grillos rotos.

 

Su corazón hundiéndose en el bosque.

Como un planeta sus destellos, ella envió sus hijos a la guerra. Aún su mirada puede distinguirse, mientras haya una estrella solitaria, una palma. De sus manos salían desnudos uniformes, camisas y secretas luces de bandera. Ella nació para el amor, arde en el amor presintiendo los frutos, para el amor su talle ha crecido como márgenes del mundo, y una profunda paz brota de su pelo y su vestido pero si siente de la patria el grito pero si siente de la patria el grito

EMBAJADOR EN EL HORIZONTE

Si tu alma venía como el buey soñador de la tarde penetrabas en la aguda nostalgia cuidabas los mares guardando el horizonte entre tus manos Nadie se robe el mar. Nadie penetre en ese oscuro templo donde el horizonte y los sueños están guardados

Allí octubre gobierna las habitaciones de los hombres y el crepúsculo es como un puñal hundido

Las flores son lunas amarillas para los que han nacido en un huerto de amor con la espada del aire entre los huesos vegetales mecidos en el ritmo de la tierra empapados atrapados en los hilos de la savia

Es un dulce castillo el mar para los que han nacido en un huerto de amor y han encontrado la luna perdida en sus cabellos

Allí las llanuras tienen olas como la noche la noche tiene las estrellas del vientre de la madre rumor de tienda plantada en el desierto La tierra es semejanteal mar y el mar da frutos para los que saben alzar sus manos en un gesto de danzante que nadie comprende y desoyen a los que dicen que están muy altas las estrellas

Hacia allí querías volver como el viento que sólo sabe arrastrar su alma sobre el polvo y cegar los ojos de aquellos que dicen que el polvo no pesa en sus espaldas

Hacia allí querías volver como la ciega luz lanzada por un diestro guerrero desde
su castillo de sombras Mira allí la luz y la noche tienen un solo rostro de madre que viene a acariciarnos en el último instante en que abrimos los ojos sobre la tierra hecha de cuerpos de guerreros y comprendemos

──demasiado tarde Así ella vendrá sobre el país que se alimenta de tus huesos donde hallarás la estrella como fruto la ola y el juguete perdido

Allí está el país que un dedo de niño te señala

Martha Luisa Hernández Cadenas y sus metáforas de las hormigas

Martha Luisa Hernández Cadenas y sus metáforas de las hormigas

Por Joaquín Borges-Triana

Martha Luisa Hernández Cadenas, también conocida como  Martica Minipunto o Malú, es una joven y destacada Teatróloga, poeta y performer cubana. Según la crítica especializada, en sus ensayos, poemas y performances investiga la posibilidad de crear experiencias reales frente al otro. Coordinadora del Laboratorio Escénico de Experimentación Social, LEES, una plataforma que apoya el arte joven y experimental en Cuba, Martha ha dirigido las puestas en escena de La que nunca conocí (a partir de Ansia y Psicosis 4.48 de Sarah Kane), Charlotte Corday y el animal (a partir de Charlotte Corday. Poema dramático, de Nara Mansur), en coautoría con Rogelio Orizondo, El poeta azul y Nueve (work in progress), en colaboración con su madre, Ileana Cadenas. También ha colaborado como performer en La última cena, de El Ciervo Encantado, Cartas a Peer Gynt, de Teatro El Público, [∑ n²] Ensayo de duración, de William Ruiz Morales y Gabriela Burdsall y Para qué Andy Warhol si yo estoy aquí, de Rogelio Orizondo. Con su proyecto Castillos en el aire ha generado espacios de encuentro, exhibición, interacción y discusión en torno a colectivos, experiencias, espacios y emprendimientos alternativos. Muy importante en su quehacer es el desempeño como Coordinadora general de Espacios Ibsen. Jornadas de teatro cubano-noruego (2015-2017), ser fundadora de ediciones sinsentido, una editorial independiente que visibiliza escrituras poéticas para el cuerpo, la escena y todas sus deformaciones, así como haber sido la Coordinadora de la Residencia de Creación Zona Ibsen (2015-2016) e Inservi. Residencia de Creación (2017-2018). Su poemario Días de hormigas (puesta en escena)fue reconocido con el Premio David de Poesía 2017. Pezuñas (trilogía del nacimiento), obtuvo mención en el Premio Pinos Nuevos 2018. En ese propio año, también recibió el Premio La Selva Oscura, otorgado por la Editorial Tablas-Alarcos y la Asociación Hermanos Saíz. En la actualidad, labora como dramaturga de Teatro El Público, agrupación fundada en 1992 por Carlos Díaz.

Poemas de Martha Luisa Hernández Cadenas

DÍAS DE HORMIGAS

Leo el cuaderno de mi madre,

escribió para mí: «Mi hija, demasiado perdida en observarlo todo, tiene los rizos llenos de luz».

Y con mi dedo dibujo la página,

pienso en mi madre joven y radiante,

pienso en mi madre viviendo en esta casa todavía,

pienso en mi madre con todo el tiempo para verme crecer.

Tal vez no sea tarde para volver a vivirlo todo,

como aprender a dar pasos,

a mirar,

a decir,

como aprender a ser nuevamente una,

a dibujar el primer gesto.

Tal vez este dedo y esta página sean mi teatro,

esa especie de fe escénica que siempre transmiten las hormigas.

DÍAS DE HORMIGAS

Otra recaída,

aullido que se enciende.

Despertar con saliva en la cara,

porque también heredé de mi madre la epilepsia.

Qué suerte contar con una plaga,

una marcha de huellas tóxicas y asesinas,

proletarias del jengibre frío derramado antes de la convulsión.

Y qué suerte vivir en una ciudad tan quemada,

y qué suerte estos meses de padecimiento y encierro,

y qué suerte mi teatro de obsesiones,

y qué suerte la buena insolación,

y qué suerte el faltante de analgésicos,

y qué suerte la función número cien,

y qué suerte encontrar el cuaderno de mi madre en una caja,

y qué suerte conocer a la muchacha,

la muchacha que mi amigo dramaturgo llamó desde mi casa,

querer a mi amiga suicida,

quererla mucho.

En este día de suerte saberlo: heredé toda la felicidad de mi abuela y mi madre.

Extraviarme en la persecución,

suena antioxidante el limón que mancha y ahuyenta a la plaga,

y encontrarme conmigo en la recaída,

porque una poeta escribió Rehab —valioso aporte para mis vencimientos—,

y otra poeta escribió Sin tierra común.

Otra vez en el mismo suelo,

el de la misma casa,

donde cupo casi todo.

Convulsión/recuperación.

Distinguir esos puntos de fuga luminosos al abrir los ojos,

ellos, travestidos de hormigas y de amor,

idénticos a las muestras revisadas en los laboratorios de mis medias.

Salir esta noche al bar,

tropezarme con todos los hombres amados,

incluso, aquellos escritores a los que amé y les escribí una tesis.

Una recaída natural por ser tan joven y estar tan sola,

es todo lo que quise para mi escenario:

ver impactos de hormigas en los rayos ultravioletas,

hormigas muriendo en mi cerebro tras la convulsión,

hormigas muriendo tras la recaída,

hormigas en la punta del cigarro,

hormigas en el clítoris,

hormigas en la espuma,

hormigas en el ano,

hormigas en el corazón,

un hormigueo permanente en el corazón.

Convulsión/recuperación.

Ahora que empiezo a recuperarme estoy lista para nuevos diálogos, nuevos teatros,

y escucharlos decir con mi misma suerte: «Días de hormigas».

Madre, otra vez no lo logro, otra vez sé que nada volverá a repetirse, y me cuesta mirar a la muchacha perderse, y me cuesta verte morir, y me cuesta estar tan enferma, es hora de no pensar en la escena, el escenario está dentro de mí. Madre, quemo el cuaderno, quemo nuestro cuaderno.

GUANABO BEACH

En el suelo pegajoso

arena y sal

arena y sal del mediodía.

En la mesita de la sala

dos pies y dos manos

dos pies y dos manos de arena y sal.

He visto cumplir su ciclo de vida a una mosca:

el huevo

la larva

pupa

imago.

He visto gozar su muerte a una perra moribunda:

la sangre

las patas

hocico

gime.

Sobre el cadáver

dos manos y dos pies

la mosca y la perra se anidan

mi hermana empieza a decir sus primeras palabras

doce perros conté con mi hermana

doce moscas conté con mi hermana

mi hermana quiere nadar sus primeras braceadas

bocinas e insectos

familias y humedad

casas sin terminar o sin empezar

huecos y manchas de peces

doce casas conté con mi hermana

mi hermana atardece

un oleaje de moscas supervivientes

un oleaje de perras sin hijos

mi hermana anochece

en la mesita de la sala

doce moscas repiten el ciclo:

el huevo

la larva

pupa

imago.

 

Una postal de Guanabo al mediodía:

En el suelo pegajoso

arena y sal

heces y espuma

quemaduras y cangrejos

moscas

sobre todo moscas

mi hermana y yo mirando a una perra moribunda.

Poemas de Emilio García Montiel

Poemas de Emilio García Montiel

Por Joaquín Borges-Triana

Como estudiante universitario puedo asegurar que tuve una vida privilegiada. Mi tránsito por la actual Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana en la etapa comprendida entre 1981 y 1986 para cursar la carrera de periodismo nunca lo olvidaré. Fue por entonces que conocí los primeros poemas de Emilio García Montiel, quien estudiaba Historia del Arte. Aún recuerdo la favorable impresión que me dio la lectura de su libro Squeeze Play, publicado allá por 1987. Hace mucho tiempo que no he vuelto a saber de él ni de si continúa escribiendo poesía, pero hoy quiero evocar algunos textos de aquellos iniciales que me impactaron cuando trabé contacto con la obra de una de las voces fundamentales de mi generación, es decir, la de los ochenta.

Emilio García Montiel

LOS STADIUMS

A veces voy a los stadiums sólo por tomar aire. El stadium es un gran respiradero en la ciudad podrida. En la ciudad de las columnas sórdidas, de los lentos

portales oscuros.

Entre el cansancio de un hombre que no puede llegar y el letargo de un mundo que no quiere salir.

Entre el polvo, el calor y la sed como en una película de guerra Entre las calles enfangadas como en una película de corrupción moral. Desde las casas,

el cielo es

dulcemente azul.

Desde los barcos, una nube grisosa que se enreda en el aire.

Bajo esa nube somos demasiado felices. Bajo esa nube pensamos: la ciudad.

Pero al final decimos: parque, polvorín, iglesia, ayuntamiento.

Ya no hay frescor posible. A veces voy a los stadiums sólo para tomar aire. En un stadium no se juega el destino del país, pero sí su nostalgia. O más

bien la nostalgia de esta ciudad podrida.

Remendada con boleros y con tristes anuncios que ya no significan nada.

LOS GOLPES

Hace ya mucho tiempo ──ahora es muy difícil precisarlo──

yo descubría el mundo bajo el mismo cristal usado y transparente con

que se ve la gloria. Nada pretendía y nada sucedió que no estuviera definido entre el bien y el mal. Yo imitaba a los héroes con la vieja confianza que

da la mansedumbre,

con su oscura prudencia. No conocía aún la insensatez de las muchachas: si alguna imaginé o entendí algo, fue apenas un rubor. Yo tenía un pupitre, una

voz agradable, una ciudad dispuesta. Los maestros tocaban mis espaldas y decían: muy bien. Todo era hermoso: desde el primer ministro hasta la muerte de

mi padre. Y perfecto, como debía ser los hombres y la Patria.

Pero eso fue hace tiempo ──hace ya mucho tiempo── y ahora me es

difícil precisarlo.

CONVERSACIONES APACIBLES

Yo temo de la muerte como el niño que teme de su madre. Y es un temor tan simple que ninguna palabra podría definir.

No lo aprendí en la guerra ni en la noche, sino en la asencia de la mujer

que amaba.

Yo era un muchacho de oro: era todas las cosas y en todas existía con el mismo delirio. Después no lo fui más.

Nada de lo que tuve dejó de ser hermoso ni dejé de tenerlo.

Pero ahora, cuando toco los cristales o cuando estrecho la mano a los amigos puedo sentir la distancia de la muerte.

¿Dónde están? ¿Dónde estarán después de que la noche haya pasado? Esa infinita noche o esta pequeña noche insular y ridícula?

Las palabras podrán salvarme de otra muerte, pero no del temor y menos de la muerte verdadera. Nada me ata a la gloria ni al olvido, sino la devoción de

una mujer.

UN DIA DE INOCENCIA

Yo recuerdo a los hombres en el momento mejor de su caída. Cerca ya de la noche. Cuando apenas se advierte una sombra, una nostalgia, un temblor hacia el fin.

Yo los recuerdo en días apacibles: hechos sobre un pasado de extraña lucidez.

Graves por la confianza o por la fama, o tal vez por el tiempo.

Pero nunca en la gloria.

La gloria es vanidad para creer que somos fieles, que alguna vez lo

fuimos. Tampoco en la tristeza.

Porque nada es peor que la tristeza para engañar a un hombre.

Yo los recuerdo en días apacibles: loados o innombrables bajo tanta blasfemia.

Doce o treinta y seis: )a qué dios pertenecen las jugadas? ¿A qué dios suplicar no ser ni héroes ni traidores?

Alguna vez estos silencios ya no tendrán sentido. Alguna vez sobre mis ojos el temor se hará inútil.

Sé que habrá un día ──un día de inocencia── en que no me será dado

decir más.

Yo lo bendigo, igual que a esas mujeres que tendrán mis palabras.

Que sabrán susurrar: «ha hablado de los hombres en días apacibles».

Igual, a los amigos, que cubrirán mis versos con su rostro. Para bien ──para mal── mucho les pertenece.

Yo recuerdo a los hombres en el momento mejor de mi caída. En el momento de llamarme con simpleza Juan o Rey.

De ni sentirnos héroes ni traidores. De no llegar al fin.

LAS COSTAS DE FRANCIA

Bajo el gustado fresquecillo del amanecer, bajo su fría niebla, yo ví pasar

las costas de Francia. Las luces fugadas de los autos iluminaban brevemente el mar, el

reposado perfil de algunos botes, cierto oro interior. Yo me dije: he aquí el mediodía de Francia, he aquí su Provenza

bucólica, ligera en torridez. Nunca más, nunca más la glorieta de mi pueblo será el centro del mundo. Nunca más el boticario o el fotógrafo contarán las

mejores historias.

El Ródano, que acude tras los sueves dorados, pasa también por mi. Las mansardas caprichosas donde se quiebra el aire. Los dragones, los caballos de nervio fino sobre el polvo de Arlés. Toda la

verdad desconocida pasa también por mí.

Una muchacha que abre las puertas de un granero y queda a contraluz.

Eso me dije y ya no estuve sólo. La gente se agolpaba en la cubierta, sobre las barandillas. Yo les oí decir: ¡Es Francia, es Francia! Y así los vi inclinarse.

Con la misma inocencia.

Con la misma seriedad de quien escoge un papel de regalo o una revista

de modas.

 

ALBA

Yo imagino una casa y un hogar y unos libros y una mujer sentada en mis rodillas.

Imagino lo que tuve y nadie sabe si volveré a tener: el invierno y las

noches luminosas la infancia con mi padre y el antiguo esplendor de una ciudad.

Mi belleza no es más que la belleza de esos días y acaso, de algún modo,

la belleza de Dios.

Yo los espero con toda la inocencia con que se espera el alba, jubiloso y

terrible como si nada hubiera sucedido aún.

LA SOMBRA DE TOLSTOI

En el camino que sale de Yasnaya Poliana nos despide la guía.

Al volverse, un viento imprevisto levanta su capote inclina hacia ella las ramas de los árboles.

El lago, la casa, las hierbas brevísimas que crecen en la tumba:

todo se torna en un momento demasiado gris. Apenas hay testigos.

Mi asombro sigue al infinito a esa mujer que no se inmuta que camina despacio y hace girar las hojas sobre el polvo.

No la vi más allá del horizonte. Pero casi al instante cesó el polvo, el viento, la grisura del día. Las cosas regresaron a su sitio, a su antigua claridad.

Supe entonces que había estado en la Frontera.

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