Categoría: Literatura Cubana

Nuevos libros de Enrique del Risco y Francisco García

Nuevos libros de Enrique del Risco y Francisco García

Para aquellos que en Cuba todavía se crean que el humorismo no es cosa seria, yo les recomendaría leerse los libros de escritores como Eduardo del Llano, Enrique del Risco y Francisco García, por mencionar una triada de nombres que con su quehacer, gústenos o no, hoy son parte de lo más importante que acontece en el ámbito de la literatura cubana contemporánea. Enrique del Risco y Francisco García tienen nuevos títulos en el mercado: ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? Y Asesino en serio. La muy laureada Legna Rodríguez Iglesias escribe para la Revista el Estornudo a propósito de ambos libros un trabajo que por su interés reproduzco hoy para los lectores de miradas Desde Adentro.

¡Qué sucede cuando una mujer lee dos libros al mismo tiempo?

Por Legna Rodríguez Iglesias

Por varios años fui modelo de varias escuelas de arte

en Kingston, Ontario y Montreal.

Un trabajo muy fácil y aceptablemente bien pagado.

Siempre y cuando pudieras estar desnudo y quieto

por casi una hora en la misma posición.

Francisco García

Cada vez que un autor me pide que presente su libro en tal o mascual evento yo acepto sin pensarlo, con todo el respeto y la amabilidad que merece su persona, por el solo hecho de haber escrito un libro y haber pensado en mí para que yo lo lea en mis términos y en mis condiciones, de una manera que ese autor desconoce y con una dilatación de la pupila que jamás se imaginará. Ese autor, por así decirlo, se me entrega mansito y se queda expuesto, desnudo, ante mí. Pero eso, a partir de hoy, no volverá a pasar. No estoy dispuesta, de nuevo, a ser yo la que se entregue, mansita, quedando expuesta, desnuda, ante nadie. A partir de hoy lo pensaré dos veces, ya no quiero aceptar semejante reading.

Es importante acotar que los libros llegaron a mi casa con dos días de diferencia, por correo postal. Uno fue depositado en el friso de la puerta por el cartero negro que me cae tan bien y el otro fue echado en el buzón número cinco que corresponde al apartamento. Ambos libros los recogí descalza, en short y pulóver, alterada por la tensión de interactuar varias horas con un bebé. Ambos libros los dejé sobre la mesa, después de abrir envolturas, y no supe que había dedicatorias hasta que empecé a leerlos, hace poquísimos días. Las dedicatorias me afectaron tanto como el contenido.

Por la mañana siempre hay olor a caca en la casa. Si no es a causa del bebé, que se ensucia después de despertarse, es a causa de la pequeña Schnauzer llamada Uva, que hace la gracia donde mejor le parece, así sea sobre un juguete del bebé, sobre la tapa del cajón de los juguetes o sobre un libro que ella misma sacara del librero. El olor a caca se queda en mi nariz casi hasta mediodía, después de limpiar lo mismo reiteradamente. Así, con ese olor rondando en el ambiente, yo leí esos libros. Debía leerlos para examinarlos y no leerlos para disfrutarlos. Pero una cosa no decanta la otra y por supuesto que disfruté. Tensa, alterada, en short y pulóver, yo disfruté.

Conozco a Enrique Del Risco personalmente pero no conozco a Francisco García. Lo conoceré el día de la presentación y estaré nerviosa durante hora y media. Yo también votaría por Enrique para presidente, sobre todo porque creo en él como narrador y no creo en ningún presidente, así que me parece muy atractivo votar por un narrador para presidente, alguien que me hará el cuento con más acierto y más verosimilitud que cualquiera que venga a hacérmelo. De hecho, después de leer Asesino en serio, el libro libérrimo, zoofílico y sexual de Francisco García, votaría igual por Francisco para el cargo que Francisco quiera en la asamblea que Francisco diga.

De hecho, Asesino en serio no debería llamarse así. La editorial Sudaquia Editores debió darse cuenta de que el nombre del libro no podía ser ese nombre. La editorial Sudaquia Editores debió comprender que el tamaño de lo que tenía delante se llamaba, ni más ni menos: ¿Qué sucede cuando un hombre pisa una mina?

La mina que piso al decir esto explota mientras la piso y no me importa. Exploto yo misma como cafunga y no me importa. Esa pregunta en la portada del libro, con la ilustración de Armando Tejuca de fondo y el nombre del autor debajo, hubiera sido un mandarriazo en mis trapecios, llenos de nudos y montañitas. Un mandarriazo en los trapecios de cualquiera.

Tiempo atrás, caminando como un perro por Lincoln Road, entré a una librería y vi un libro de Sudaquia Editores firmado por Osdany Morales. Un tiempo después, trabajando en otra librería en Coral Gables, me toca organizar la narrativa y sígome encontrando a cubanos publicados por Sudaquia Editores. Se trataba de Enrique del Risco y Jorge Enrique Lage. Entre paréntesis: ¿Sudaquia Editores tendrá una idea precisa de lo que ha reunido en su catálogo? Seguramente sí. Seguramente sabe que ha reunido a unos tipos de un valor narrativo extraordinario. Porque si algo tienen en común estos autores es precisamente lo narrativo, lo textual como relato.

Rogelio Orizondo y yo hablábamos ayer de eso: del relato. La construcción que uno se hace como individuo y que nadie tiene el derecho de hacer por uno. Puedo leerlo y entenderlo perfectamente en este par de libros de cuentos. Casas, edificios, condominios con cimientos bien profundos. Dicho a la manera de cierto boxeador cubano: el relato es el relato y sin relato no hay relato. Para colmo, en medio de la lectura, me dio por ver la última de Bong Joon Ho, el coreano que ha construido, marcando la diferencia de género, un tipo de narrativa cinematográfica basada en el relato de la imagen. Dicho a mi manera: estoy cansada, agotada, exhausta, destruida, inmóvil, analfabeta. Estoy parada frente a un condominio en Kendall viéndome a mí misma asomada a cien ventanas.

Al final, Rogelio Orizondo se fue a ver la última de Tarantino, que ya yo vi y no me gustó, porque hace meses no duermo o porque no me gustó en realidad, y yo me quedé en el sofá escribiendo sobre dos tipos que han hecho con sus vidas lo que han querido y han escrito los relatos que han tenido el deseo de escribir. Querría parecérmeles. Querría relatar.

Las portadas de ambos libros son en sí mismas relatos incomprensibles, naturalezas muertas. Al terminar de leer cada texto volteo el libro y observo la portada, explicándome cosas inexplicables, ahorcándome con un collar de perlas, ahogándome con una banana. Tengo el cerebro salpicado de puré de tomate o de vitanova. En Cuba le echábamos vitanova a todo, yo me acuerdo. No sé qué libro estoy leyendo. No sé en qué ciudad del mundo estoy. Geandy Pavón y Armando Tejuca también saben relatar.

Entre tanto, la pequeña Schnauzer negra llamada Uva se hace caca de nuevo frente a mí. Cierro el libro en cualquier página. Limpio la caca. Regreso al libro. Lo abro en una página que no fue la que cerré. Mientras limpio la caca con el papel toalla empiezo a menstruar y me pregunto cómo habría sido el cuento de Enrique Del Risco sobre el indio yaqui y el antropólogo si el antropólogo hubiera sido un asesino en serio o, vaya ocurrencia, una mujer.

Concuerdo con Alexis Romay sobre la dualidad de estructuras que Enrique Del Risco crea en ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? A través de siete cuentos que son también, y sobre todo, siete lugares, siete huecos en la tierra, siete islas, siete cuerpos, siete mapas, siete metidas de pata, siete viajes, siete canciones viejas, siete campos de batalla, siete muertes, siete mitologías, Enrique Del Risco crea pares que se atraen y se repelen, que se enfrentan y aparean. Y en esa paridad lo dispar es una ley.

Los personajes de Enrique Del Risco están como yo, habitando un orden y un espacio que de cierto modo los excluye, los extraña y enrarece. La lectura que hago de su libro es como mi perra Schnauzer y su caca junto a mis chancletas, solo me atañe a mí. Lo único terrible de todo eso es que leo intercalando un cuento de Enrique Del Risco y uno de Francisco García González. Los intercalo y mi cabeza, de cierto modo, explota.

No son autores difíciles porque no pretenden nada. Justifico pretenden en cursiva porque un escritor siempre pretende algo. Un escritor es un asesino. Escribo pretensión como un acto fallido de escritura. En mis propios poemas y relatos siempre hallo pretensiones que no logro concretar. A veces me conformo con terminar de leer o terminar de escribir, llegar al último párrafo y a la última palabra. Es horrible darse cuenta de que eso que estás leyendo no está terminado, de que a eso que estás escribiendo le falta lo más importante.

El discurso narrativo (lo nítido y lo transparente, casi táctil) tanto de Enrique Del Risco como de Francisco García no tiene nada que ver con maquillajes ni esfuerzos (recuerdo lo que dicen los melómanos de Nina Simone, que la voz le sale sola). Leo mucha acción y mucha transversalidad. Me quedo en las atmósferas creadas por autores que han gozado (tal vez sufrido) el relato en cuero cabelludo propio. Ni analizo ni examino a consciencia. Lo más probable es que en un par de semanas vuelva a ellos de una manera más fría y calculadora. Tal vez hasta intente comunicarme con los autores por WhatsApp, por email, por cualquier vía. Todo me afecta. Se me quita el sueño.

Las realidades enfermas, políticas, aberrantes de Francisco García son solo los relatos de la enfermedad, la política y la aberración. La distancia física que toma el autor de Asesino en serio entre su realidad y la realidad textual se lee como otro relato a pie de página. El hombre tiene una forma de escribir la cosa en perspectiva que a mí, una emigrante insomne como él, empieza a parecerme sospechosa: un asesino que expresa vulnerabilidad en la mirada.

No sabría poner a Francisco García en el estante nacional de la literatura cubana. Equivocada o no, no sabría ponerlo. Empiezo a sentirme presa, incluso, de la paranoia. Me pregunto por qué estoy leyendo estos libros precisamente hoy en Miami (afuera llueve, los mosquitos dan al pecho) después de cinco años de haberme ido de una isla en la que me pasaba el tiempo leyendo. Pero ahora en mi sofá vuelvo al principio, al relato de una mujer que quiere más a su perro que a su esposo.

Tal vez Francisco García trabaja para Twitter o Instagram o Google y detectó en mis actividades virtuales cierta disposición para amar a los perros de cualquier tamaño o raza. (Menos pequinés, chihuahua o yorkie. Sobre todo, repulsión hacia los moñitos con lazos rosados que sus dueños les ponen a las perras de raza yorkie). Tal vez Francisco García es un agente encubierto detectando antropofobias.

¿De eso se trata todo? Tal vez se trata de otra cosa pero yo, mientras lo leo, me juro a mí misma que jamás le pondré un lazo rosado a la pequeña Schnauzer negra llamada Uva que duerme sobre mis chancletas. Me juro a mí misma que la ansiedad y la taquicardia que desde hace un rato siento son solo síntomas o consecuencias del primer día de menstruación. No los libros. Jamás los libros. Mucho menos sus autores.

Tomado de Revista El Estornudo,

¿Qué sucede cuando una mujer lee dos libros al mismo tiempo?

Fragmentos de una novela de Carlos Victoria

Fragmentos de una novela de Carlos Victoria

Uno de los narradores cubanos de mayor importancia en la literatura hecha por nuestros compatriotas en las últimas décadas del pasado siglo XX es sin la menor discusión el camagüeyano Carlos Victoria. Su obra se caracteriza por transitar los senderos de lo que vendría a ser una suerte de realismo atormentado. Él pertenece a la llamada Generación Mariel, grupo de creadores que aún está por estudiar en conjunto (sobre todo en Cuba) y en el que sobresalen figuras como los escritores Reinaldo Arenas y Guillermo Rosales, los músicos Alfredo Triff y Ricardo Eddy Martínez (Edito), el artista plástico Carlos Alfonzo o el teatrista René Ariza, por solo mencionar unos pocos ejemplos.

Una reciente iniciativa para ir rompiendo las tinieblas que aún rodean a todo ese puñado de creadores, en especial en el ámbito de la literatura, la ha puesto en marcha la editorial Hypermedia, con la publicación en 2018 de la Colección Mariel, la cual  recoge 11 títulos emblemáticos de dicha generación, un grupo en el  que se incluyen, además del propio Carlos Victoria,  figuras como Roberto Valero, Eddy Campa, Héctor Santiago, Miguel Correa, Guillermo Rosales, los hermanos Abreu, o sea, Nicolás, Juan y  José, y el más conocido de todos ellos, Reinaldo Arenas.

Como una modesta contribución en pro de divulgar el quehacer de estos importantes escritores, por encima de que sean o no reconocidos como se merecen en el ámbito de las letras cubanas, Miradas Desde Adentro reproduce fragmentos de un capítulo de la novela titulada La travesía secreta, original de Carlos Victoria y perteneciente a la aludida Colección Mariel, de la editorial Hypermedia.

“Nosotros, igual que esas botellas, también llevamos un mensaje”

Por Carlos Victoria

Pues bien, querido, como dirías tú, levantando el vaso y guiñando un ojo… Pues bien, querido: el tren acaba de atravesar el río Jatibonico, lo que significa que estoy al fin en la Tierra Prometida. Compré una botella de ron en Santa Clara, y ahora, al entrar en mi provincia, me doy cuenta que entre trago y trago la he reducido a la mitad. Primero la destapé con los dientes y escupí el corcho, como tú solías hacerlo, y después de derramar para los muertos las primicias del licor (acción que aprendí de los espiritistas), dije en voz baja: Salud. En ese instante pasábamos por un puente, y el fragor se encargó de apagar mis palabras. No importa: desde el principio decidí dedicarte esta botella y este viaje. Nada podrá impedirlo.

Salí de La Habana por la madrugada, cuando todavía no había amanecido. Elías me acompañó hasta que el tren se puso en marcha. Luego lloré un poco, un poquito, pero a la larga me sentí aliviado al dejar atrás ese laberinto de elevados, de vías y túneles embarrados de hollín. Una niebla impertinente envolvía los campos. Más tarde la salida del sol nos encontró cerca del pueblo de Aguacate: apenas un caserío que dormitaba inerme entre montes de un dudoso verdor. Recordé que un amigo, a quien conocí durante mi primer viaje a La Habana, pasó allí su servicio militar. Mucho ha llovido desde entonces… Y hablando de lluvia, hace no sé qué tiempo que esta provincia mía no ve una gota de agua.

Te escribo a retazos. El calor es abominable. Cruzamos potreros, cañaverales, sabanas gigantescas; el terreno, cuarteado por la intensa sequía, parece a punto de arder. La hierba crece amarilla y rala; los arroyos culebrean como cintas de lodo. Este paisaje me recuerda el Valle de los Huesos del profeta Ezequiel. Los huesos estaban secos, calcinados (¿no era así?), y de repente ocurrió el milagro. Quién sabe, querido, si todavía estamos a tiempo… Pero por ahora lo seco sigue siendo seco. Falta vida, espíritu, humedad. Tal vez tengamos que esperar hasta el próximo milenio para que las cosechas reverdezcan. Pero sé que unas décadas más no te van a quitar el sueño, y menos ahora, cuando la eternidad te debe parecer una mera travesura infantil.

No soportaba ya el interior del vagón, con su gente aglomerada, su carga de aliento y de sudor, su promiscuidad innecesaria. Innecesaria, quiero decir, a esta hora del mediodía (la noche es otra historia), en pleno agosto, cuando el cuerpo prefiere mantenerse solo y fresco. A empujones logré llegar hasta la escalerilla, defendiendo mi botella, mi mochila, mi libreta y mi lápiz, y me senté en el escalón de abajo, con los pies colgando en el vacío. Aquí puedo escribir en paz. Ahora la sombra del tren corre sobre la hierba, oscurece matojos y guijarros, y el silbato de la locomotora acaba de ahuyentar una bandada de garzas. Unos niños en la puerta de un bohío me dicen adiós con la mano, y les he contestado con un leve gesto, incapaz de compartir su inocente entusiasmo. Escribo dos o tres líneas, tomo un trago de ron, y luego miro el paisaje encandilado: una llanura chata, unos árboles raquíticos, un ganado cabizbajo, unos charcos donde pulula la miasma, unos marabuzales pétreos, unas vallas con consignas rastreras, unos sembrados que parecen condenados a disolverse en la tierra estéril. Estamos entrando ahora a Ciego de Ávila.

¡Qué rápido se pasa por estos pueblos! Sin embargo, cada una de esas casas oculta una historia, y la vida no alcanza para escribir una docena de ellas. A lo lejos se ven las chimeneas de un ingenio. Por suerte ya la zafra terminó, y ahora volvemos al tiempo muerto; hasta el próximo año. Un año tras otro, un año tras otro… Revuelvo mi mochila buscando un lápiz, este ya tiene la punta gastada. Regreso a mi ciudad con un bulto de papeles, dos pares de zapatos y tres mudas de ropa, que Elías me hizo el favor de buscar en tu casa ayer por la tarde, Yo no quería volver a ver esas fachadas sucias de tu barrio, ni tu sala desordenada, ni tus cuartos con sus fotos de gente que un día se despidió bruscamente, sin la más elemental cortesía. Por cierto, una de las camisas que me trajo Elías tiene unas manchas oscuras a la altura del bolsillo, y yo he logrado identificar el origen de esas manchas: una vez ayudé a levantar del piso a un muchacho que se desangraba, y desde entonces esas motas oscuras se prendieron para siempre a la tela. Dionisio estaba conmigo esa noche. Su juventud me hizo olvidar la muerte.

Dionisio y Ricardito siempre serán jóvenes. Estoy seguro que la cárcel no les quitará la pasión por la música, ni cambiará esa bendita banalidad de la que ambos disfrutan. Me alegra saber que al menos se tienen el uno al otro. Pensándolo bien, cada uno de nosotros ha quedado en buena compañía: Dionisio tiene a Ricardito, Elías a Nora, José Luis a Gloria, Carrasco a Amarilis, Eloy a Oscarito, el chino Diego a su pintura, Fonticiella a sus creencias, Alejandro a sus viejos, y yo a ti. Yo quizás sea el más afortunado, ya que a los muertos uno les da la forma que uno quiere: los muertos son dóciles, se dejan moldear.

Este cielo sin nubes fatiga la vista. Pero pronto la tarde irá cayendo. El tren acelera, trepidando sobre los rieles. En el vagón los pasajeros cabecean: soldados, campesinos, estudiantes, madres con niños de teta, ancianas que a pesar del calor se empeñan en vestirse de negro, en honor a la memoria de alguien que posiblemente solo ellas recuerdan. El polvo les cubre la ropa, y un hilo de saliva resbala por algunas barbillas. Acabo de regresar del baño, donde tuve que orinar frente a un viejo resabioso que se tapaba parte del rostro con un pañuelo. Ahora un recluta me ha pedido un trago, y después de dárselo estuve a punto de preguntarle si conocía a un tal Eusebio González, que pasaba su servicio militar en el pueblo de Aguacate. Pero luego pensé que de eso ha pasado mucho tiempo, y que Eusebio debe haber concluido su etapa de soldado, a no ser que haya jurado en el ejército unos años más, para seguir sirviendo a la Patria, la Patria por la que morir es vivir… Pero ya sé que el Himno Nacional no estaba entre tus melodías favoritas. Peor para ti.

Un abrigo de cuadros rojos, un actor maquillado cojeando en el proscenio, un traje de dril y un sombrero de pajilla (un sombrero que protegía una cabeza rapada), un declamador de textos de Chéjov, un bebedor tenaz, una visión de un viejo que se arrastra, de una ventana por la que desfilaban espíritus; todo eso me viene a la memoria junto con la letra del danzón que dice: al esqueleto rígido abrazado. Las letras de las canciones nos persiguen. Pero es mejor a que nos persigan las personas, ¿no es cierto? Solo lamento que Judas quedara sin desenmascarar. Sin embargo, es posible que tengas razón: es posible que Judas el traidor y Juan el amado sean solamente máscaras intercambiables.

El traqueteo del tren me obliga a levantarme a cada rato. Unos jóvenes en el otro extremo del vagón se reaniman bebiendo a escondidas, pero no he querido acercarme a su grupo; nada tengo yo que ver con sus cantos, sus risas, ni mucho menos con su imprudente candor, que ojalá no les cause la ruina.

No volveré a viajar en mucho tiempo. Dentro de unos años iré a Santiago de Cuba, para pedirle perdón a Alejandro y decirle a la vez que ya lo he perdonado. Me hará feliz pasear por el trillo detrás de su casa, una serventía que atraviesa el monte y llega a una poceta. Pero ahora me toca encarar lo que alguien (hoy no te diré quién) bautizó como el pueblo de los demonios. Quiero enfrentar esa batalla como lo hizo el Valentín del Fausto: como un soldado y como un valiente.

Y aquí está mi ciudad. Debo haberme quedado dormido. Primero son esas casuchas de los alrededores, esos vecindarios con nombres de insectos: La Mosca, El Comején, La Cucaracha. Las ropas tendidas en los patios flotan como banderas, insignias de un reino individual que poco a poco se va desintegrando, sin que nadie pueda remediarlo. Ya es casi de noche, y las luces acaban de prenderse en los postes. Calles de adoquines, techos de tejas francesas, cercas de leña, patios con tinajones, riachuelos esmirriados… tierra llana.

Acabo de tomarme el último trago, pero no voy a botar esta botella: quiero guardarla como un recuerdo. Quizás un día meta esta carta dentro de ella, la lleve a la playa, nade hasta lo profundo, y la deje allí para que las olas la arrastren. Será mi último desvarío de poeta romántico. Siempre me gustaron las historias donde aparece una botella con un mensaje. O a lo mejor espere una madrugada con neblina y la rompa contra un banco del Casino Campestre, como hizo Elías una vez, después de haberte insultado y golpeado. Yo presencié la escena escondido detrás de un árbol. Con ese gesto Elías probablemente se libró de tus garras. Pero me gusta más la idea de echarla al mar. Quizás se quiebre contra las rocas de la costa, pero quizás prosiga su travesía secreta hasta llegar a su destino. Nosotros, igual que esas botellas, también llevamos un mensaje, solo que casi siempre resulta indescifrable. Hay tantas frases ilegibles, tantos párrafos tachados… Pero olvido que mis esfuerzos por hacerme entender siempre te parecieron risibles. No importa, mi querido Eulogio: mis afanes, mi sentimentalismo, esos rezagos de siglos pasados, al menos sirvieron —y aún espero que sirvan— para hacerte reír.

Capítulo de la novela titulada La travesía secreta. Colección Mariel, Hypermedia, 2018.

Nuevo libro de Ena Columbié

Nuevo libro de Ena Columbié

Sin la menor discusión, la guantanamera Ena Columbié es una de las escritoras cubanas más activas en las últimas décadas. Licenciada en Filología, ella ha conseguido con su quehacer numerosos premios en crítica literaria y artística, cuento y poesía.

Entre otros títulos, Ena ha publicado los libros Dos cuentosEl exégetaRipios y epigramasLas horasSolitarIslaLucesLa luz que conduce a los poetas y Sepia.  Lo interesante del caso de esta guantanamera es que ella no se ha limitado a la escritura en su condición de narradora, poeta y ensayista, sino que también se ha proyectado como fotógrafa y pintora, con exposiciones en varios países.

Radicada actualmente en Estados Unidos, su más reciente obra es la novela Confesiones de un idiota, presentada el sábado 17 de noviembre de 2018 en el Wolfson Campus del Miami Dade College, como parte del programa de la Feria del Libro de Miami. A propósito de esta narración, de temática inusual en el panorama de la literatura cubana, Miradas Desde Adentro reproduce una reseña escrita por nuestra compatriota María Cristina Fernández y aparecida en El Nuevo herald.

Ena Columbié entre la crudeza y la ternura de las ‘Confesiones de un idiota’

por María Cristina Fernández

El libro más reciente de la escritora cubana Ena Columbié, Confesiones de un idiota, publicado por la editorial Silueta, es una novela que nos acerca a un mundo inusual. En algún lugar de California, una mujer cuyo nombre se desconocerá y quien será nombrada solamente como Ella, responde a un anuncio de trabajo para asistir con el cuidado de cinco jóvenes “especiales”; hombres que nunca crecerán, niños eternos, idiotas para gran parte de la humanidad.

Para los antiguos griegos, un idiota era aquel al que se le segregaba e impedía participar activamente del proceso político (legos). En una sociedad donde los afanes de la democracia eran prioritarios, los ciudadanos ideales eran a quienes se les otorgaba el privilegio del quehacer cívico, dádiva vedada a las mujeres, los esclavos o los forasteros. Por supuesto que desde entonces hasta la actualidad, las connotaciones de esta palabra han cambiado, aunque hoy en día un idiota, ya sea porque carezca de los atributos del entendimiento o porque sea un rezagado competitivamente hablando, sigue siendo un ser menoscabado.

A estos seres “especiales” sobre los que narra la autora, no los visita casi nadie, cuando más un pariente o un amigo en algún momento del año. En su conjunto, aunaremos un buen mosaico de síndromes y síntomas: síndrome de Down o el llamado X Frágil, retraso mental, autismo, mosaicismo, entre otros. Alguno puede tener cataratas congénitas o crecimiento anormal de los testículos o pueden ser agresivos consigo mismos o con los demás; a otro le supuran los oídos, o tendrán en mayor o menor medida, incapacidad para la expresión verbal, para vestirse o mantenerse en pie; también consumen una buena dosis de fármacos y se quejan con sonidos guturales, se babean, se divierten caóticamente o se masturban hasta el cansancio.

Vittorio, Bryan, Bill, Brad y Paul conviven sin tener ningún parentesco entre ellos, como los personajes de Boarding Home, una novela de Guillermo Rosales sobre sus vivencias en un asilo, pero tratados con dedicación mientras están bién atendidos, cumplen sus rutinas, no carecen de lo elemental, aunque la dueña de la casa, Julia, pueda tener un “aburrimiento infinito y la mirada ausente”, casi como una idiota más. Pero para alegrarles y cambiarles un poco la vida, está el personaje de Ella, quien pareciera haber llegado a esa casa para suplir las carencias de afecto y atención de los jóvenes.

En particular, quien capta más la atención de la cuidadora es Brad, “un convidado de piedra”, como lo define Ella al conocerlo. Tal vez sea él por quien la novela lleve este título; es a este idiota (adoptando la acepción del vocablo no peyorativamente) en quien la autora se detiene más a exponer su mundo privado, casi inaccesible. “Lagunas profundas y reflexivas son las horas de Brad”, es una imagen que describe con belleza y exactitud el mundo de silencio donde se sumerge este muchacho con trisomía 21, una lengua enorme que se sale de su boca y una aparente sordera. “Si de su silencio dependiera la seguridad del mundo, estoy dispuesta a apostar que nunca nada por pequeño que fuera nos podría suceder”.

Entre Ella y Brad surge una delicada y dedicada complicidad que va socavando incluso las limitaciones físicas e intenta librarlo de un inherente sentimiento de culpa. La sagacidad de la mujer le permite intuir que hay mucho más por descubrir dentro de estos seres raros y que no hay mejor ciencia para ello que la paciencia. “Ella me enseñó a oír con la mirada”, confiesa el muchacho, quien queda fascinado por las historias de su mundo que la mujer le cuenta, y donde habitan los chichiricús, los jigües y los elewas. La mujer le brinda, además de los cuidados elementales de alimento, limpieza, medicación y orden, un regalo muy especial y que quizás nadie antes le ha procurado. Estos son los recursos imaginativos contra la tristeza. No es que de cierto modo él no los tenga, pero con Ella los refuerza, reconoce su valor, se los entrega enriquecidos y más eficaces. Lo mismo ocurre con el baño, que más que un tiempo de aseo, se volverá la fiesta del agua. “Algo duele siempre cuando la gente se va”, pero la vida sigue y al irse Ella, presionada por sus propias urgencias personales, Brad ya no será el mismo.

Aunque las convenciones sociales todavía apuntan al desinterés o la falta de fe en estas personas cuya diferencia se asienta en trastornos genéticos, la novela apuesta por una posición contraria a lo sobreentendido. No recuerdo en la literatura cubana un precedente semejante, aunque sí en el filme Suite Havana del director Fernando Pérez donde se expone silentemente la cotidianidad de un niño con trisomía 21. Este libro tal vez permita al lector, como a la propia Ella en la novela, evocar sus propios seres especiales, esos que no asoman mucho a la vida pública pero que están cerca y sienten, padecen, añoran como los demás.

No puedo dejar de mencionar que la ilustración de portada es de Misleidys Castillo, creadora con impedimentos autistas y de audición. Desde hace un tiempo, organizaciones como NAEMI y la muestra llamada Outsiders que organiza el CCE en Miami, tratan de romper esos aislamientos forzosos para que entre sus vidas y las nuestras, la distancia sea un poco más corta.

Tomado de El Nuevo Heraldwww.elnuevoherald.com

Yenys Laura Prieto Velazco ¿Una poeta periodista o una periodista poeta?

Yenys Laura Prieto Velazco ¿Una poeta periodista o una periodista poeta?

Si yo tuviese que presentar en público a Yenys Laura Prieto Velazco, confieso que no  sabría lo más apropiado que decir. A lo mejor lo correcto sería introducirla como una periodista devenida poeta o tal vez lo adecuado sería identificarla como una poeta convertida en periodista. Esa interrogante y otras tantas se las formulé en un cuestionario que le envié hace meses y que hasta el día de hoy no me ha respondido, a fin de entrevistarla tras coincidir en una presentación de un número de la revista El Caimán Barbudo, ocasión en que me enteré de que esta encantadora fémina, que gusta de cantar y hasta de rapear con tremenda guapería, había sido galardonada con el Premio David del presente 2018.

Es casi seguro que la inmensa mayoría de quienes la ven frecuentemente en la sección cultural de los informativos televisivos cubanos, no saben que esta hija de Sancti Spíritus y que vino al mundo en 1989, es también una voz importante en el núcleo de vanguardia de la joven poesía cubana. Sobre toda esa producción escrita por mujeres nacidas en la década de los ochenta de la anterior centuria (Yanelys Encinosa Cabrera, Legna Rodríguez Iglesias, Gelsys Ma. García Lorenzo, Jamila Medina Ríos, Lizabel Mónica, Anisley Negrín), la propia Yenys Laura ha escrito:

«La necesidad de convertir el espacio poético en bitácora de encuentro con el entorno político y ético –pero desde caminos que pueden ser visto como “disidentes”- cada vez se trasluce con mayor frecuencia en la obra de jóvenes poetas cubanas. Más allá de haber nacido en los 80, las une la imposibilidad de asumir una sola verdad, un discurso absoluto o generalizador. Resulta complicado por tanto establecer jerarquías o códigos diferenciadores. No las anima una intención de grupo, ni una estética compacta al interior de la cual construir su escritura. Esa diversidad es su signo, su gesto irreverente, su necesidad de ser.»

Haber ganado el Premio David en poesía, le asegura a Yenys Laura que su libro será publicado por la editorial Unión, con lo cual ella entra a una editorial a la que no muchos jóvenes cubanos pueden acceder fácilmente. De sobra es sabido que por las sempiternas crisis (financieras, de papel, poligráficas, presupuestarias), las vías para que un autor publique literatura con las editoriales nacionales en Cuba son tortuosas.

Por lo anterior, cuando entre nosotros alguien participa en un concurso literario, en orden de prioridad, a ciencia cierta uno no puede imaginar si lo hace porque: 1. El libro sea publicado. 2. Vea la luz de manera expedita. 3. Reciba mayor promoción. 4. Le interesa y/o hace falta el monto del premio. 5. Desea disfrutar de los diez minutos de fama que concede el hecho de recibir el galardón.

En la poesía de Yenys Laura que he podido leer o que ella me ha leído, por lo general de signo muy heavy (admito que no es toda la que yo desearía haber conocido), noto un especial interés por hablar de Cuba y de las preocupaciones sociales que muchos tenemos. Si Prieto Velazco me hubiese contestado el cuestionario que le envié (a estas alturas me pregunto si alguna vez lo hará), yo sabría de dónde le viene ese afán por lo dialógico con el contexto social. ¿Acaso será para soltar los demonios que no pueden salir a través del periodismo?

Y es que para algunos estudiosos (ejemplo, Rafael Rojas), al analizar líricas como la de Yenys Laura, a diferencia de lo que sucedía con los integrantes de la generación de los ochenta, ella no se asume como un sujeto posterior a la Revolución o el Socialismo, sino como sujeto posterior al siglo XX, en asociación con  la idea que afirma que el nuevo siglo XXI, con toda su agresiva globalidad, resulta un personaje inquietante en obras poéticas como la de esta espirituana.

Asimismo, en su obra poética ella trata de desarmar manifestaciones de sesgos sexistas y fórmulas estéticas desde las que se concibe el poema. En tal sentido, me habría encantado que Yenys Laura me explicase si considera que su escritura  es al margen o desde el margen, pero ello queda pendiente.

En otro orden, vale señalar que Yenys Laura Prieto Velazco también es la hacedora del blog nombrado La muerte del pájaro profeta. Al comparar lo que ella escribe ahí  con su poesía, siento que hay una mayor exploración de la proyección más convencional de lo femenino o feminidad, incluso de la coquetería natural de las cubanas o sana putería (dicho en pocas palabras, son textos concebidos como para ligar jevitos). La dicotomía que yo aprecio entre el blog y la poesía de la escritora pudiera ser a exprofeso, por establecer distingo entre feminidad y feminismo o por simple azar, algo que también se me queda pendiente de las posibles respuestas de la periodista poeta o poeta periodista.

Concluyo este acercamiento al quehacer de Yenys Laura con uno de sus poemas que más disfruto en el conjunto de lo que conozco de su obra literaria y que da idea de por dónde van sus motivaciones:

«El dolor por este siglo
no entiende de cenas ni de colas.
Cabecea por los parques y en cada sucursal
canjea sus antiguos bienes por nerones travestidos,
y tintes baratos con olor a mefasma.
Observa en los cines filmes sucios que comienzan a dolernos.
Una bocanada de humo sobre la nariz de un siglo.
La Habana resiste sus alergias y decorada a lo garçon
hace una hoguera con la historia.
Las páginas cada vez dan menos fuego.
A través de la puerta se ve al siglo retenerla,
con pretensiones caucásicas, lozanas, postmodernas.
Un agujero con forma de beso recorta el espacio.
La ciudad sonríe mientras cree ver a la luna
reflejada sobre un plato vacío.
Duele esta ciudad cuarto menguante,
pero más este siglo que no sabe besar sin close-up

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