Categoría: Literatura

“Ciento cinco escalones”: un cuento de Sergio Cevedo

“Ciento cinco escalones”: un cuento de Sergio Cevedo

La segunda mitad de los ochenta fue un momento propicio para el
florecimiento de maneras renovadoras de expresión artística en Cuba.
Así, después de casi veinte años, el importante pintor Umberto Peña
regresa a un salón del Museo Nacional de Bellas Artes con una gran
retrospectiva de su obra. La literatura ofrece muestras ya estudiadas
de las transgresiones temáticas y formales que tienen lugar en ese
contexto.
Fue por aquellos ya lejanos años cuando por primera vez escuché hablar
del por entonces joven escritor Sergio Cevedo Sosa. El Premio de
narrativa del tabloide El Caimán Barbudo en 1988 se le concede a él,
por su libro Rapsodia bohemia, una cuentística sobre los llamados
freakies en la isla caribeña.
Han transcurrido 33 años desde aquel galardón que recibiese en El
Caimán Barbudo y en ese período, Sergio Cevedo ha publicado libros
como La noche de un día difícil (Premio David), editorial Unión, 1989;
Anglóstica (Premio Fernando González), Editorial IPC, Colombia, 1997;
El envés de la trama y otros relatos (Ed. Letras Cubanas, 1996); El
mundo es nuestro y otros relatos (Ed. Letras Cubanas, 2014) y  La gran
ola de Kanagawa (Ed. Letras Cubanas, 2015), obra con la que obtuvo el
Premio Alejo Carpentier de cuento.
En Miradas Desde Adentro reproducimos un cuento de este narrador y que
en la actualidad se desempeña como profesor del Centro de Formación
Literaria Onelio Jorge Cardoso.

Ciento cinco escalones

Sergio Cevedo

A Romi, porque de alguna forma
tendría que ver con ella.
A José Félix León,
por su poema de la rose, Afasia.

—¿Y qué?
— Nada, pasaba por aquí.
     Abre la puerta un poco más, espera a que entre y luego de
cerrada, adelanta unos pasos en dirección al pasillo.
—  Así que casualmente pasabas por aquí, pero te molestaste en
detenerte y en contar escalones hasta el quinto piso.
    No los conté. Son ciento cinco, exactamente ciento cinco: un
número de buena suerte. El pasillo es estrecho, largo, oscuro, y ella
espaldas anchotas, short raído de mezclilla y unos muslos flaquísimos.
Arribamos al cuarto. Hay una gran maleta abierta.
— ¿Dónde me siento?
— Dondequiera.
     Hace espacio en la cama, apartando revistas, ropas, libros de un
tirón. Tomo un libro de esos de los que se han caído al suelo y lo
hojeo: poemas. Pone la grabadora.
—  Oí decir que te ibas pronto.
—  ¿Sí? ¿Y quién te lo dijo?
—  Aileen, pero lo sabe toda la farándula.
—  ¿La de G o la del Bom?
—  Me imagino que ambas.
       Paso una página del libro. Continúa sacando cosas del
escaparate amontonándolas arriba de la cama. Le queda bien el pelo
corto, le da un aspecto de varón.
—  ¿Los vecinos de abajo siguen vendiendo su brebaje?
—  Mira allí, una botella.
—  Eres un ángel de polietileno.
—  Soy simplemente un ángel.
      Bebo directo desde el borde y continúo con los poemas.
—  ¿Has leído este libro?
      Mira y dice que no.
—  Probemos suerte como los viajeros. Algo al azar, como La Biblia. A
ver, a ver, escucha:
Queríamos saber qué es una rose.
No podía soportarlo. Para empezar decía: una
rose es una rose es una rose. ¿Es una rosa?

—  ¿Sigo?
—  Échame un poco en este vaso.
      Alzo la vista hasta su voz, le escancio la bebida. Después de
darse un grueso trago se sienta al borde de la cama, no al lado mío
sino contra la luz que entra por la ventana. Quedamos con los rostros
frente a frente.
—  Dime qué es una rose.
No me lo dice se desata la blusa. Sus tetas son tan diminutas, casi es
un pecho masculino.
—  Chúpamelas.
Bebo un trago angustioso.
—  Me voy y no regreso —afirma—  No nos vemos más —afirma.
     Otro trago angustioso.
     Tomo el pezón entre mis labios: una tetilla de varón. Luego me
besa, nos besamos: suaves.
     Se deja ir hacia atrás, contra el bazar maometano que es el caos
de su cama. Una onda Yani, Tomita o Vangelis en la grabadora; pero
cierro los ojos, cierro los ojos, displicente, para poderme
concentrar.
      En medio de la oscuridad siento que me despojan del pulóver, me
acarician la nuca, el nacimiento de las nalgas.
—  Tienes la piel de una muchacha —opina.
      Abro los ojos otra vez: ahora estamos desnudos. Ella expectante
boca arriba y las piernas dobladas. Con el dedo registra el interior
de su vagina. Lentos los movimientos, rítmicos, acariciadores. Pero
después vertiginosos, enfáticos y virulentos, rostro de estatua ojos
en blanco. Vuelvo a ampararme en mis tinieblas y adquiero un universo
de respiraciones: jadeos, resuellos, gimoteos, me especifican que se
va.
—  Isabel, Isabel —exclama desfavorecida.
      Con una fuerza inesperada me precipita sobre sí. La siento
rígida y vibrátil, olor a enjuagues de marismas. Como no he conseguido
despertar la erección, mi sexo blando, acojinado, resulta almeja
contra almeja, pero eso incluso, me figuro, puede que la complazca
más.
       Alcanzo a tientas la botella y bebo como si fuera a morirme.
Ella ya debe estar cruzando por frente a su segundo orgasmo. Pensarlo
me hace un infeliz. Al tacto voy considerando sus flacos muslos, sus
espaldas, y de un envión la hago voltear, la estratifico bocabajo y
restriego mi fleje contra su grupa poco generosa, su magro culo de
muchacho.
    Por ahí no, se horroriza en cuanto se da cuenta de lo que me
propongo: su magro culo de muchacho. Me imagino el de Alexis: piel de
pollo, lampiño, sin una pluma y erizado. No, no, clama, suplica,
agita, mientras le espanto un dedo por el ano, pero la tengo bien
atrabancada, lo tengo bien atrabancado, poco puedes hacer.
    Desdibujo su clítoris y lo convierto en otra cosa. En cuanto lo
hago sí la tranca se me pone durísima. De tungsteno, de cuarzo, se me
quiere partir.
    Cojones, chilla cuando se la encentro y con las uñas enristradas
trata de acuchillarme los riñones. Cojones, pinga, escandalizo y se la
clavo más. Soy el gran bugarrón, el lujurioso bugarrón de los efebos
culitiernos: te estoy echando un palo, Alexis, te estoy pariendo el
culo estrecho, tu culo de pollo erizado.
    Siento una mano que se zafa, que consigue meterme un par de dedos
dentro del inán y la estimulo, bugarrona, mete todos los dedos, todos
los dedos juntos, coño, méteme el puño, bugarrona, mete el puño
completo.
    Me vengo estrepitosamente porque una rose es una rose. Ya para
entonces, certifico, ella sincronizó el tercer orgasmo. Cuando
emergemos a la luz, un turbio riff de heavy metal resuena en el
cansancio de la habitación. Queda un poquito del brebaje y nos lo
repartimos.
—  ¿Qué, cómo te sentiste?
—  Como si la revista estuviera al revés. ¿Y tú?
—  Distinto de antes, muy distinto. Entonces éramos dos niños y no
sabíamos nada, siquiera de nosotros mismos. Pero qué clase de locura
coño, ni me acordé de los condones. ¿Tú no estarás ponchado, pájaro,
porque eso de irse con el SIDA?
—  Mira, mejor dejamos eso y regálame el libro.
Antes de retirarme le pregunto quién era la tal Isabel.
—  La estomatóloga del policlínico. ¿No te templaste tú a algún tipo?
—  Por supuesto que sí
—  ¿Quién?
—  ¿Quién va a ser tuerca, quién va a ser? A mi amor imposible.
     Comienza a recoger las cosas de su cama y a acotejarlas en
desorden en el escaparate. Ordena en cambio las que pone dentro de la
maleta.
—  Bon voyage, bon voyage y desde luego escribe.
    Me marcho entonces sin mirarla o esperar su mirada porque una rose
es una rose, el ciento cinco un número de suerte y esta es una
historia con final de música de discoteca.

Variación sobre un tema de Superville y otros poemas de Atilio Caballero

Variación sobre un tema de Superville y otros poemas de Atilio Caballero

Una síntesis biográfica fría de Atilio Jorge Caballero (Cienfuegos, 5
de abril de 1959) diría que él es Licenciado en dramaturgia, narrador,
ensayista  y poeta. También incluiría que, entre otros libros, ha
publicado Las canciones recuerdan lo mismo (1989), El sabor del agua
(1991), El azar y la cuerda (1995), la novela Naturaleza muerta con
abejas (OLALLA Ediciones, Madrid, 1997 y Letras Cubanas, 1999), La
arena de las plazas (Casa Editora Abril, 1998), Tarántula (2000), La
máquina de Bukowski (2009), Escribir el teatro. Notas sobre
dramaturgia contemporánea (ensayo, 2010), Rosso Lombardo (Premio de
Cuento Alejo Carpentier, 2013). En esa supuesta síntesis no podría
faltar que en el año 1998 se alzó con el premio Uneac de novela con La
última playa (Premio Ópera Prima, Madrid, 2001, Akal Ediciones) y que
textos suyos han aparecido en diversas antologías de narrativa y
poesía, tanto en Cuba como en España, México, Nicaragua, Chile y otros
países.
Por supuesto que todo ello es cierto e importante, pero nada nos dice
del Atilio Jorge Caballero que, cual una rara avis, sigue viviendo y
haciendo cultura desde su terruño cienfueguero, como para desmentir a
los que creen en el fatalismo geográfico; o del conversador
impenitente, capaz de dialogar con igual pasión sobre lo humano y lo
divino; o del fan a la música que en los años ochenta de la anterior
centuria era famoso en los corrillos habaneros por su colección de
grupos ¿raros?, acerca de los que mucha gente se enteraba de su
existencia gracias a él.
Para Miradas Desde Adentro es un honor reproducir una breve selección
de la obra poética de este compatriota, que entre sus últimos lauros
tiene haber sido galardonado en el concurso de reportajes de la
revista Hypermedia Magazine.

(Variación sobre un tema de Superville)

Delante de ti se levanta un espacio
que se anticipa y esconde
privando de luz algunos grabados
que tu memoria evoca o reconstruye.

Los miras sabiendo que no hay nada
te resistes a ignorarlos sin embargo
suponiendo que eso sirva de algo.

La madrugada desciende hasta la mañana
con la serena claridad de una madre
que asiste a la graduación de su hijo mayor.
Y tú tiemblas ante la voz
que huye al acercarse el día.

Mi vecino

Mi vecino deja crecer la hierba de su jardín mientras se preocupa por
la altura de la mía. Cada mañana, con la puntualidad de un guardavía
berlinés afila las cuchillas de su podadora, virgen siempre y
reluciente al pie de la maleza.
Y así todos los días.
Entre la hierba de mi vergel y la del suyo no hay ninguna diferencia.
Pero la otra al lado crece en paz. Sin reproches.

Vitrales en Venecia. Periscopio

Al salir de la Plaza San Marco se sube por la Mercerie
hasta cruzar un puente pequeño.
De allí hasta Campo San Salvador
donde está la Scuola Grande San Teodoro, los vitrales expuestos
de Marc Chagall, son dos pasos, bien atento siempre
al rumbo, a los vicoli que un segundo
te envían a otra dimensión. No hay anuncios,
nadie da voces; uno debe guiarse con la seguridad
del que asiste a un entierro; sólo hay un trayecto y una vía para el regreso.
Pero dentro no están ni el vivo ni el color
que esperaba. Solo cristales. Proyectos de cristales;
peor.
Salgo. Acostado sobre el cemento de una escalera
que nadie sube, mi gorra azul de intersticios
sobre los ojos, mi gorra de almirante
fracciona el sol
en tantos pedazos como lo permite la amplitud del ojo.

Entonces veo el color. La combinación y el secreto.
Aquí me voy s quedar. Intentaré conservarlos hasta tanto
mis amigos, aún en San Teodoro, me lo permitan.

Fosfenos

Comienza a escapar las cosas que ya no puedo detener.
Golpes o caricias, da lo mismo: sombras en una estancia vacía. La
tonta prisa de los
otros comienza a ser mi prisa regresiva.

Cada vez es más difícil evitar los espejos, los rostros conocidos como
calendarios
Furiosos.

Los hijos pródigos que ahora regresa se empeñan en hacerte entender la
refracción
en los charcos de los parques públicos, en la soledad de las vidrieras
donde solo
contemplo la cara ya palpada —presiones sobre el globo ocular, excitación de la
retina—, cómplice del sueño que de un tiempo a esta parte se repite tercamente.

Debajo de mí existe otra dimensión donde fumarse un cigarro puede ser
la tarea de
todo un día. Es decir, el tedioso misterio de amanecer con la misma
ventana se vuelve
ahora un viaje sin confines… tiempo como azar o destino como elección:
yo intento
hacerme sustancial como un parte de guardia.

La tristeza de los niños se parece a la de los animales. La misma
tristeza de todas las vidas involuntarias.

De pequeño aplastaba la nariz contra los cristales como todos los niños. Ahora
mantengo cierta dignidad y una distancia. Pero sigo deseando lo mismo.

Mi madre fue una mujer joven hasta que se casó el último de sus hijos.
Luego se resignó a ser la abuela de sus nietos, que ya para entonces
hacían preguntas inquietantes. La noche anterior a la boda de mi
hermano hice una llamada, de larga distancia, hasta mi casa junto al
mar. Se resignó a que no fuera. Dijo noooooooh, que no me preocupara,
podía quedarme pues de todas formas nada sucedería; solo la formalidad
del acontecimiento, así llamado con el único propósito de que no
pasara como un día más, sin pastel de ceremonia, sin nada de beber,
sin nada realmente. Solo el desatino de un fotógrafo, pues si no
estaba toda la familia, “¿para qué las fotos?” Mi madre a todo
respondía: no importa, no importa, despejando sus dedos, regalando los
anillos. Tuvo cuatro hijos varones porque la hembra no llegaba; luego
la excusa simple: “es más divertida la mesa poblada”. Con seguridad,
ella seguirá yendo a nadar al fondo de casa. Mis hermanos y yo
sabemos. Tal vez alguno camine por la arena, vagando en el patio, y
recogerá las algas. Tal vez no.

Bonsai

Imagínate que eres un estanque
con peces que nadan hacia atrás
ignorando el alcance del ojo;
suponte en la rama de un ciruelo
alegrando diminuta la terraza
de alguien que no floreció;
mírate tendida en una nube
pronta a asumir la figura caprichosa
que instiga un viento autoritario.

Entonces sueña que una vez soñaste
ser un pez, un árbol o una forma indefinida:
he ahí tu contento.

El mensaje y otros poemas de Reinaldo García Ramos

El mensaje y otros poemas de Reinaldo García Ramos

El poeta, narrador, ensayista y traductor Reinaldo García Ramos nació en Cienfuegos, en 1944. Fue partícipe de Ediciones El Puente. También trabajó en Casa de las Américas, en la Editorial Arte y Literatura y en el Instituto Cubano del Libro. Salió de Cuba por el puente del Mariel, en 1980. Ya en USA, fue integrante del equipo de la Revista Mariel durante sus ocho números. Posteriormente laboró como  editor latinoamericano de la agencia Associated Press y en la sede de las Naciones Unidas. 

Entre los libros publicados por él está Cuerpos al borde de una isla. Mi salida de Cuba por el Mariel (Editorial Silueta, Miami, 2011). Su obra poética escrita entre 1969 y 2012 fue recogida en el volumen Rondas y presagios (Silueta, Miami, 2012). En fecha reciente publicó Espacio circular. Quince nuevos poemas y veintidós respuestas a Gerardo Fernández Fe (Ediciones La Mirada, Las Cruces, Nuevo México, 2017).

En Miradas Desde Adentro se reproduce una breve selección de la obra de este compatriota, desconocido para muchos hoy en Cuba, al margen de  que también tiene ganado su espacio en la historia de nuestra literatura.

Águila y liebre

Al sol, sobre la hierba seca,

un águila desciende

y fija su mirada en esa liebre

que ya escapa.

Las patas del ave se abalanzan

una y otra vez, pero la presa corre más.

Con sus alas inmensas

el ave agita el aire y se retira,

pero muy pronto gira y vuelve a aproximarse

con sus ojos hambrientos.

La bella liebre salta y se estremece,

se revuelca en el aire,

se aleja temblorosa,

pero no encuentra el agujero

de la cueva en su huida.

Ambas criaturas se revuelcan

y el asalto es perfecto,

la lucha se repite,

no encuentra pronto su final.

¿Cuál de los contrincantes

muestra más claro su torpeza?

¿Cuál va a ganar, cuál gana,

cuál es mejor que permanezca?

A solas en el aire

A Brad Gobright,  in memoriam

Hacia arriba el espacio,

hacia abajo la muerte.

Subir hasta encontrarse con sí mismo,

hasta sentir la pequeñez, su peso.

Elevarse hasta que el aire falte,

hasta que el tiempo se disuelva.

Perderse en las alturas,

como un ave espectral,

abandonando la memoria

y la razón de estar en el espacio,

entregando a la salvaje roca

la fuerza absoluta de tus sueños.

En el preciso instante en que mirabas

de frente el vacío y el triunfo,

se quebró la cuerda de tu mundo,

apareció el azar y te salvaste:

de un golpe supiste tu destino.

Ahora en el viento

soplan tus últimos deseos,

se escucha arder tu nombre en la distancia.

Cartas de A. M. S.

Cuando se dobla el papel que usas en tus cartas,

las letras quedan del otro lado de la vida,

se vuelven oscuros relieves,

desplazan una respiración temerosa,

y el negro de la tinta comienza a detenerse

en las regiones donde se esconde el lila,

se enturbian los violetas,

y hay reflejos verdosos, metales vivos, rojos.

Del otro lado del papel me pones que te escriba,

y el laberinto de las líneas me aleja

los jardines de plantas, los museos no vistos,

las túnicas hindúes, los juguetes,

las fuentes un tanto rumorosas,

las palabras.

El mensaje

La respuesta no estaba dibujada

sobre la cal de la pared, sino encerrada en ella,

a salvo de la luz,

de la erosión, del frío.

No se podía leer;

nadie había visto nunca sus palabras o signos.

Pero en la piedra había quedado una señal.

En la callada superficie se abría paso una grieta,

          como un antiguo río,

y esa sinuosa línea conducía

al sitio exacto en que el mensaje descansaba.

Para saber lo que el secreto nos decía

era preciso derribar la casa.

En qué lugar…

Pensando en el escondite, metí en la cartera

las cosas más estúpidas, pero no me arrepiento

Ana Frank, Diarios, 8 de julio de 1942

¿Y en qué lugar ahora te puedes ocultar,

muchacha alucinada,

que todo lo comprendes y lo sabes,

si ya no quedan escondites como el tuyo,

si la ciudad no guarda tu desván,

tu gato, tu ventana para ver la noche,

si todos los caminos arden desde entonces,

siguen ardiendo aún,

aunque ya no podemos vislumbrar

ni siquiera las llamas, ni el humo,

ni nos llega el olor a cosas chamuscadas,

y los perseguidores son ahora

los nuevos perseguidos,

y los perseguidos ya no tienen rostro,

o lo tienen y se lo cubren con la luna,

y sus contornos se confunden

y se borran con la bruma azulosa

y se disuelven como las gotas de rocío

en cada amanecer, antes de que estalle

el explosivo y los cuerpos entreguen

su misma sangre sin razón,

si todos viven convencidos

de que ahora sí tienen la verdad,

que la han tenido siempre,

y los guía el derecho absoluto

a triturar tu voz, tus esperanzas?

Otro discurso al odiador

a la memoria de Reinaldo Arenas

Estos, mi amigo, siguen siendo tus días;

no te molestes en contarlos, son poquísimos.

Esta es la sombra y el resplandor de tu presencia,

aquí se aquietan y enardecen tu salvaje parodia

y tu retiro de las cosas;

esta, no cabe duda, es la precaria

y sucia mano del abismo

apresando tu sangre.

(Si miras con fijeza desde ahora,

podrás ir descubriendo

desordenados filamentos que naufragan sin ruido

en esa lluvia fría y gris dentro del cuerpo)

Enormes y escasos son tus días.

Y es comprensible, digamos, y hasta justo,

que una imprecisa ira te ennegrezca las horas

               (tanta inmundicia y pequeñez

               se expanden y te ahogan);

Pero esos aullidos temporales

no convierten a nadie en un demonio,

bien lo sabes.

Son escasos tus días,

y sin la menor duda suficientes

para dejar en claro que,

dando en limpio la cara

al brutal incendio de las ruinas,

manoteando serenos en la piedra sin fondo,

respirando en la masa siniestra,

sin consuelo de árboles perdidos ni flores exclusivas

ni almas devoradas ni venganzas,

hemos sabido disfrutar esta visita

              con paciencia y coraje.

Evocación de Carlos Victoria

Evocación de Carlos Victoria

La noche que la televisión cubana transmitió el filme Chico & Rita por uno de sus canales, sentado en la sala de mi vieja casa en Centro Habana y mientras seguía la narración cinematográfica acerca de los personajes ideados por Trueba y Mariscal, me preguntaba cuántas historias de vida como las de los protagonistas de esta película, en realidad no se habrán extraviado por ahí, transformadas tan solo en polvo de sueños que nunca se podrán recuperar. Y justo me refiero a eso: “historias de vida”, no hablo ya de la historia en conjunto de los miles de artistas e intelectuales cubanos que un día decidieron marcharse de nuestro país para probar suerte en otros lares sino de las vivencias personales de cada uno de ellos, a veces coronadas con el éxito, a veces coronadas con el fracaso.

De numerosas lecturas de los textos del camagüeyano Juan Antonio García Borrero –en mi opinión–, alguien que es mucho más que un excelente crítico de cine para devenir uno de los pensadores de nuestra cultura de mayor relevancia en la actualidad, he aprendido que entre nosotros, lo que conocemos “es la historia de una utopía, y utopía al fin, se prioriza al sujeto colectivo, su lado más fotogénico.” A tono con semejante proceder, las desgarraduras individuales, o las deserciones del sueño, no cuentan. Estas últimas, desde el punto de vista historiográfico y siguiendo también las ideas de García Borrero en el artículo “Gone with the wind”, publicado en su bitácora personal Cine cubano, la pupila insomne, en otros tiempos solían despacharse con una lacónica línea: “Abandonó el país”, frase cuya lectura despierta la impresión de que se establece el fin de una vida o, para decirlo con Juan Antonio: “Como si el rebasar lo geográfico hubiese implicado el no da más de una existencia”.

Por lo anterior, me resulta en extremo penoso que en Cuba apenas se conozca la obra de un escritor como el desaparecido Carlos Victoria, un nombre imprescindible en el devenir de las letras cubanas de los últimos cincuenta años y que con su ingente quehacer, no solo honró nuestra narrativa sino en general la cultura desarrollada por los nacidos en esta tierra.

La primera vez que tuve noticia de que había un escritor cubano llamado Carlos Victoria fue a fines de la década de los ochenta. Supe de su existencia mientras yo participaba en un curso para guionista de series de televisión. Mi gran amiga Tania Chappi y yo habíamos ganado un concurso de guiones convocado por el ICRT, con una propuesta de serie sobre un grupo universitario y que dicho sea de paso, a pesar de que nos la pagaron, nunca se llevó a la pequeña pantalla. Como parte de los premios que nos entregaron, estaba recibir el aludido curso. Una de las que también asistía como alumna fue Olga Consuegra (luego muy conocida por escribir en los noventa varias series televisivas), una de las dos  hermanas De Carlos Victoria por parte de padre y que fue quien me habló de él.

Con el transcurrir del tiempo tuve conciencia de que en la literatura hecha por nuestros compatriotas en las últimas décadas del pasado siglo XX, uno de los narradores cubanos de mayor importancia es sin la menor discusión el camagüeyano Carlos Victoria. Su obra, profundamente autobiográfica,  se caracteriza por transitar los senderos de lo que vendría a ser una suerte de realismo atormentado, pletórico en personajes marginales. Él pertenece a la llamada Generación Mariel, grupo de creadores que aún está por estudiar en conjunto (sobre todo en Cuba) y en el que sobresalen figuras como los escritores Reinaldo Arenas y Guillermo Rosales, los músicos Alfredo Triff y Ricardo Eddy Martínez (Edito), el artista plástico Carlos Alfonzo o el teatrista René Ariza, por solo mencionar unos pocos ejemplos.

Nacido en la ciudad de Camagüey en 1950 y fallecido el 12 de octubre de 2007 en el Hospital Palmetto de Hialeah tras permanecer varios días allí por consumir una sobredosis de analgésicos, desesperado por los fuertes dolores que padecía después de una operación de cáncer, Victoria se identificó desde muy joven con el mundo de los libros, la lectura y el cine.

Un repaso por su biografía nos hace saber que cuando él era un adolescente, empezó a escribir poemas, narraciones y obras teatrales. Por dicho camino, apenas cuando tenía poco más de 15 años de edad, en la primera emisión de un concurso literario convocado por el entonces naciente mensuario cultural El Caimán barbudo, Carlos se alzó con el premio de cuento con un texto influenciado por Julio Cortázar y los surrealistas, que le deslumbraban por esa época.

Lector impenitente de autores como Dickens, Joyce, Verne, Dostoievski, Flaubert,  Camus, Dashiell Hammett, los cubanos Antonio Benítez Rojo, Lino Novás Calvo y Lorenzo García Vega y, por otra parte,  amante empedernido del rock, género del que fue un profundo conocedor, todo apuntaba a que tendría un porvenir brillante en las artes y letras. Empero, sus gustos estéticos y el estilo de vida por el que optó para su proyección personal (el excesivo disfrute de la bebida lo convirtió en alcohólico, adicción de la que en la diáspora logró curarse), pronto entraron en contradicción con el dogmatismo que reinó en Cuba durante un demasiado largo período de tiempo.

Así, como parte de los acontecimientos suscitados en aquella época de la barbarie de los años setenta cubanos, mientras cursaba la Licenciatura en Lengua y Literatura Inglesas en la Universidad de La Habana, en 1971 fue expulsado de dicha carrera por el sacrosanto San Benito de “diversionismo ideológico”. Como es lógico deducir, a partir de entonces se vio socialmente marginado, sin posibilidad para llevar adelante su vocación literaria  y en 1980, opta por ser una de las 125 mil personas que emigran a Estados Unidos por el puente marítimo del Mariel.

Al llegar a Miami, para ganar el pan de cada día, Carlos Victoria se desempeña en distintos oficios, como el de almacenero, pero no renuncia a su amor por la escritura. De tal suerte, junto a su gran amigo Reinaldo Arenas, aparece entre los fundadores de la revista Mariel en 1983, publicación que se mantuvo activa hasta 1985.

Por ese entonces, la traductora y ensayista Liliane Hasson, alguien a la que hay que agradecerle lo mucho y bueno que ha hecho por promover la literatura cubana en francés, lleva a dicho idioma un cuento de Carlos Victoria Y el relato es incluido en 1985 en la selección anual del importante diario parisino Le Monde.

En 1992, por iniciativa de Juan Manuel Salvat, Ediciones Universal, en Miami, le publica a Carlos Victoria su primer libro, el titulado Las sombras en la playa, colección de cuentos que lo lanza al mercado literario en América Latina, Europa y el ámbito hispano de Estados Unidos.

Tras el exitoso debut, da a conocer la novela Puente en la oscuridad, ganadora del premio Letras de Oro de Miami. Esta narración rinde homenaje explícito al poeta británico John Keats y también, de algún modo, a autores románticos como Percy Bysshe Shelley, Samuel Taylor Coleridge, Víctor Hugo, Mijaíl Yúrievich Lérmontov, François-René de Chateaubriand, Alphonse de Lamartine, José de Espronceda y Friedrich Holderlin, a partir de reflexionar sobre la historia de muchos exiliados como el propio Carlos Victoria y en relación con tanta gente solitaria que busca un refugio, un asidero.

Vendrían después las novelas  La travesía secreta y La ruta del Mago, así como los libros de relatos El resbaloso y otros cuentos  y El salón del ciego. Al fallecer en octubre de 2007, ya los libros de Carlos Victoria habían sido traducidos al inglés y al francés.

Para ese instante, entre sus logros como escritor habría que mencionar el hecho de haber ganado la importante Beca Cintas para creación literaria y que su novela La travesía secreta, llevada al francés por Liliane Hasson bajo el título de La traversée secrète, resultó seleccionada en el 2001 como el Mejor Libro Extranjero del Año en Francia, donde también aparecieron publicados El resbaloso y La ruta del Mago.

En el 2004, la editorial Aduana Vieja publicó en España una compilación de sus dos libros de relatos bajo el título Cuentos (1992-2004), y organizó en Cádiz un homenaje a Carlos Victoria por su trayectoria literaria. Pude leerme ese libro, un material que tenía un excelente prólogo realizado por la hoy profesora universitaria Madeline Cámara y mi amigo, el  admirado periodista y escritor Luis Manuel García, quien define a este camagüeyano como un «saqueador de vidas ajenas».

Aunque Carlos Victoria no ha gozado entre nosotros del reconocimiento que se merece ni de la porción de patria literaria a la que tiene total derecho, él disfruta de sumo prestigio entre los más afamados estudiosos nacionales y foráneos de la literatura cubana contemporánea, dada su capacidad para describir el desarraigo, la inadaptación, la intolerancia, la incertidumbre de la soledad, el dolor de la diáspora, el alcoholismo y la abstinencia de todo. De ahí que Luis Manuel García haya escrito lo siguiente:

“Junto con Guillermo Rosales, dotó al exilio, a Miami, de una literatura: artefactos de precisión que uno puede recorrer como una guía desolada del alma humana, de la ciudad, como un mapa de esa soledad que sólo abandonaba para frecuentar la amistad de un grupo sólido y fiel: su anclaje para sobrevivir, incluso en temporadas de ciclones.”

En un texto preparado para un volumen que publicará o tal vez ya ha sacado la Editorial Silueta en homenaje a Carlos Victoria, su amigo, el poeta, narrador, ensayista y traductor Reinaldo García Ramos afirma:

“Su obra nos entrega un paisaje sumido en una serena soledad, un universo atravesado por estallidos de espanto y bruscos intentos de lograr alguna forma de consuelo, pero no se regodea en las abyecciones ni en la depravación. Carlos buscaba otra cosa: quería dejarnos un desfile de personajes hermosos, convincentes, palpables en su ilusión y en su derrota, unos seres humanos que a pesar de todo, a pesar de haber perdido en gran medida su alegría y hasta sus mayores esperanzas, nunca llegaron a perder su dignidad.”

Una reciente iniciativa para ir rompiendo las tinieblas que aún rodean a todo el puñado de creadores aglutinados en la llamada Generación Mariel, en especial en el ámbito de la literatura, la ha puesto en marcha la editorial Hypermedia, con la publicación en 2018 de la Colección Mariel, la cual  recoge 11 títulos emblemáticos de dicho grupo de escritores y en la que se incluyen, además del propio Carlos Victoria con su novela La travesía secreta,  los títulos Este viento de Cuaresma (novela), de Roberto Valero ; Curso para estafar y otras historias (cuento), de Leandro Eduardo (Eddy) Campa; Dile adiós a la Virgen (novela), de José Abreu Felipe; Al norte del infierno (novela), de Miguel Correa; Miami en brumas (novela), de Nicolás Abreu Felipe; Boarding Home (novela), de Guillermo Rosales; Impresiones en el viento (cuento), de Rolando Morelli;  El gen de Dios (novela), de Juan Abreu Felipe; Del lado de la memoria (cuento), de Luis de la Paz; y La loma del Ángel (novela), de Reinaldo Arenas.

En relación con la novela de Carlos Victoria titulada  La travesía secreta, perteneciente a la aludida Colección Mariel, de la editorial Hypermedia, puede asegurarse que resulta una narración compleja y con abundante presencia de la intertextualidad, y que tiene en la obra teatral La gaviota, de Antón Chéjov, un referente obligatorio. El libro, signado por un corrosivo escepticismo, relata la vida de un grupo de artistas a finales de la década de los sesenta y comienzos de los setenta de la anterior centuria, con énfasis en el destino de Marcos Manuel Velasco, un joven poeta, y Eulogio Cabada, director de teatro de enorme erudición, que se suicida pero antes se convierte en una suerte de mentor espiritual para el novel hacedor de versos, para quien, como asegura Ubaldo León Barreto en su artículo “Carlos Victoria y Chéjov: un conocimiento de desolación”, publicado en Rialta Magazine:

“el pesimismo sin paliativos no es la última palabra de esta singular novela: tras el suicidio de su mentor algo subsiste en el discípulo que trasciende la desesperación y todos los fastos del aborrecimiento: una fe casi beckettiana en la literatura y sus posibilidades, la terquedad del poeta que ha decidido perseverar en su vocación, «fracasar otra vez, fracasar mejor».”

Como una modesta contribución en pro de divulgar el quehacer de Carlos Victoria, por encima de que sea o no reconocido como se merece en el ámbito de las letras cubanas, en el espacio de Miradas Desde Adentro hoy he evocado a este camagüeyano de talla universal y así, rindo mi personal tributo a uno de nuestros grandes narradores.

Acercándonos a la poesía de Rita Martín

Acercándonos a la poesía de Rita Martín

La habanera Rita Martín es alguien que por igual se mueve en el reino de la poesía, como en el de la narrativa o en el de la investigación literaria. Como académica graduada de un doctorado en Filosofía y Lenguas Romances, ha realizado investigaciones acerca de figuras como Eugenio Florit, Emilio Ballagas y Virgilio Piñera. Entre sus libros de poesía pueden mencionarse El cuerpo de su ausencia (Letras Cubanas, 1991), Estación en el mar (Ediciones Extramuros, 1992) y Tocada por el astro (La Torre de Papel, 2006).

Para Miradas Desde Adentro es un placer reproducir los siguientes poemas de esta compatriota, graduada de Filología en la Universidad de La Habana en 1986 y que en Estados Unidos es profesora de lengua española, cultura y literatura latinoamericanas.

TODO ESTÁ escrito

Pero todo transcurre

De otro modo.

Y siempre ha sido

De modo donde la Escritura

Es del Todo Inexistente.

Si al menos creyera en el desastre

De la escritura. Si al menos

En la escritura.

Si al menos en el desastre,

Hijo mío, si al menos

En el hijo

Yo, la madre.

NADA como el papel

Sin escritura ni memoria.

Nada como las líneas

Trazadas para no decir nada.

Todo hacia un fondo

Donde la lluvia clama

Por el origen

De su natura descompuesta.

Ella tan transparente

Tan prístina virgen

Sobre nuestras cabezas.

Relámpagos que traza

Burlándose

Táctil de podredumbre.

Pobrecita la lluvia, pobrecita.

MOTIVOS PERSONALES

Para que no se pudrieran los versos

Como se pudre el ser

Escribí sobre el amor. Sobre el amor

De nuevo. Esa palabra, extraña

A los sentidos de lo humano, esa palabra

Ceniza, escarcha, mito.

Pero el poeta nunca es previsible:

Los versos se pudren sin remedio.

PALABRA DE ESTE TIEMPO

Estos versos

Que nada significan

Han sido escritos

Dentro de una época

Donde la palabra

Adquiere

Sus dúctiles formas

Dentro de la Nada.

Escritos de una tarde

Testificante

Sólo del ojo que no ve.

Otra tarde

De similar

Juego escribe otra palabra.

Pero este lenguaje

Que ahora se ofrece

No fue ni tan siquiera

La provocación de la tarde

Sino del sueño

Y del juego exorcizante

De mi amante. O de una tarde,

Es decir, de otra tarde.

MANDRÁGORA (y otros poemas) de Pedro Marqués de Armas

MANDRÁGORA (y otros poemas) de Pedro Marqués de Armas

Pedro Marqués de Armas tiene un título como siquiatra, pero más allá de su formación profesional, antes que otra cosa es poeta.  Nacido en La Habana en 1965, él resulta uno de los pocos estudiosos que entre los cubanos se ha dedicado a investigar y a escribir acerca de la apenas comentada pero importante tradición del suicidio entre nosotros. 

Como hacedor de versos, obtuvo el Premio de Poesía Julián del Casal, de la UNEAC, y el Premio de la Crítica. Fue de los integrantes del mítico grupo Diáspora(s). Entre otros títulos ha publicado: Fondo de ojo (1988), Los altos manicomios (1993), Fascículos sobre Lezama (1994), Cabezas (2002) y Óbitos (2015). Actualmente reside en Barcelona.

Mandrágora

En el borde interior de la frontera, que otros prefieren llamar callejón sin salida, —B. se mató.

Claro que todas las fronteras son mentales, y en el caso de B. mejor sería hablar de dos.

De modo que B. se mató entre el borde interior y la cresta de un pensamiento que ya no se le desviaba.

Para catapultarse, tomó aquellas raicillas de un alcaloide que había clasificado, y, echándose sobre el camastro de trozos fusiformes, al fin encontró lo que buscaba: calle de una sola dirección en la que todos los números están borrados, y los blancos pedúnculos mentales se desvanecen en una materia de sueño.

CLARO DE BOSQUE (semiescrito)

las puertas se abren hacia

dentro y

con horror infinito

hacia fuera los pensamientos

pienso

en una escritura intensidad

pero no es escritura la palabra exacta

(exacto es claro de bosque)

ni siquiera la que más se aproxima

ya que

ninguna palabra es tan intensa

para ser escrita

en el horror infinito de unos caracteres de tierra

el cerebro desenterrado

de esas tierras al margen y

sin embargo

en algún punto o claro de bosque

calculado

(en la cabeza)

aunque el término punto también inexacto

y aún, todavía las rayas excavan

cada uno de esos puntos dispersos

(pilar de lengua viva)

los caracteres se desprenden

al simple roce de las manos

así también la tierra

al borde de ciertos farallones o mantos de pizarra

ininterrumpidamente hacia

dentro y

con horror infinito

con (más) horror infinito hacia fuera luego

campos

cabezas

molinillos organillos en Mandelstam,

Nietzsche (¡que crujen!)

y ahora

en la nunca espectral y absorbente cabeza de este Bernhard

con intensidad cada vez más creciente

más sin salida

hacia dentro y

fuera

lo mismo hacia la intersección

entre una idea, clara

de suicidio (sostenida a lo largo

de una existencia todo ella entregada al suicidio)

y el acto

al abrirse la puerta en la sima

—sismática

con fondo de hueso gris y libre

de todo resto de tejido humano

«allende los humanos»

así en las minas al aire libre de Serra Pelada

400 kms al sur de Belén

donde los humanos

(moléculas rientes de negror corredizo)

han sustraído

en un corte sagital

la órbita de un ojo infinitamente horrible

semiescritos

emergen de la mina y

la tierra (pilar de lengua)

escala los bordes

reproducen el movimiento (ardoroso)

de la masa (de tierra)

que no va a ninguna parte

ningún pájaro atraviesa el aire libre

de estos yacimientos

el cielo ha perdido su convexidad característica

y, además

su oficioso —y noble— speculum

como si en estas minas de oro

400 kms al sur de Belén

se hubiera operado ya

en la intersección

el corte sagital del cerebro

de manera

que

la cabeza y el ojo

el ojo y la cabeza y

así los campus (de ojos) y los campus (de cabezas)

expresen la superficie

(ya,

exclusivamente

extirpada)

o sólo es,

exclusivamente,

el fondo de la mina

en uno y otro sentido no debemos ceder

en la intensidad

así Bernhard

con horror infinito

ante el claro.

AUNQUE DISIMULADO

aunque disimulado

por esa flor blanca

(plumeria)

que rendía su sombra

aunque disimulado

viste

en la techumbre de la nave

un hueco

y, alrededor

como dormida

la misma gente

(gente de 1844)

abriendo la tierra

con mandíbulas

reciamente

con el ángulo facial de Camper

y pensaste

un hueco

un hueco

un hueco

cuán profundo

aunque disimulado

SEPTIEMBRE, 1957

¿Estabas o no de fuga del hospital? ¿Y qué hicieron contigo en las Ánimas, a tu regreso? Cambió de aspecto el cine y la vasca del Parque Zayas devino el proscenio de un barco excéntrico. Desde entonces, la densidad del aire alcanza cuotas insoportables. Pero ese día eché mano del calendario que me regalaste, para no ver tu cara. Eloy, Errol Flynn, Turtós. Ya nadie se llama así. Cuarenta años y solo hoy entiendo (¡) qué querías decir cuando decías pañuelito embebido en alcohol. Una derrota aplastante, la nuestra. Todavía es y no se sacian. Agua y ceniza. Fue lo que puse sobre tu vieja radio.

NOCIONES DE PATERNIDAD

Ya está bien que no quieras opinar, ni permanecer en la cerca, ni mucho menos subir con la circunstancia. Pero que no veas ese aspecto sombrío que han cobrado las cosas, y a todo digas sí sin sombra de entusiasmo…

Te lo dijo el encargado antes de marcharse, y esos pobres decentes, ahora ancianos de mandíbulas giratorias. Por cierto, ninguno acampa ya en La Maravilla: uno tras otro fueron llamados y resulta que no hay sobrevivientes.

Primero retiraron los camiones de mudanzas, luego las máquinas de hacer música (aun cuando no habían dejado de sonar). Hasta que se vino pedazos el Hotel Roma.

Pero eso es el derrumbe y podría devenir Metáfora de Todo.

En realidad, hablo de otra cosa. Por ejemplo, del padre de Kafka, tendido sobre un mapa, intentando sofocar las naciones.

Un cuento de Manuel Cofiño López

Un cuento de Manuel Cofiño López

Manuel Cofiño López es un nombre que hoy no se menciona y que para los jóvenes lectores cubanos resulta un perfecto desconocido. Representante del llamado realismo socialista en la literatura cubana, él fue un escritor que en una época gozó de gran popularidad.

Nacido en La Habana, el 16 de febrero de 1936, falleció el 8 de abril de 1987. Premio de novela Casa de las Américas 1971 con La Última mujer y el próximo combate. En el Concurso UNEAC 1975 obtuvo mención por su novela  Cuando la sangre se parece al fuego. Entre otros  títulos publicó los libros Borrasca (poemas), 1962; Un informe adventicio (cuento), 1969; Tiempo de cambio (cuentos), 1969 y Los besos duermen en la piedra (cuento), 1971.

Tiempo de cambio

Lo cuento ahora porque todo ha cambiado y hoy, cuando la vi, me di cuenta de que no se acordaba de mí, o por lo menos de aquello. Y que no se acordara de mí está bien, pero de aquello, que no se acordara de aquello que fue tantas veces. Pero puede ser, porque no se parecía, y aunque uno supiera que era ella, se daba cuenta de que no era la misma.

Me sorprendió cuando estaba sentado, porque aunque estuve un rato esperando que se desocupara la banqueta, tenía apetito y los ojos se me iban para los perros calientes, los batidos, los helados de chocolate y los bocaditos especiales. El caso es que me senté y casi choqué con su cara, pero una cara diferente, sin aquel enfermizo matiz verdoso, preguntándome:

¿Qué desea?

Quedé mudo. No sé si se dio cuenta, porque siguió como si nada preguntando a los demás, anotando las órdenes en el talonario. Iba y venía, disponiendo platos y cubiertos. Sonriendo. Haciéndole gracias al niñito que pedía más pastel. Se echó hacia atrás un mechón de pelo y volvió a preguntarme:

¿Qué desea?

Y no tuve dudas, porque era la misma voz de:

¡Oye, ven acá!

¿Oye, ven!

¡Oye!… ¡Oye!… ¡Oye!, que para ella en aquel tiempo no debió representar mucho, pero que yo no he podido olvidar. Y por eso lo cuento ahora, porque a ella no la he olvidado nunca, pero lo que pasó sí, porque me di cuenta de que no me acordaba de todo hasta ahora que la he vuelto a ver. Y de pronto, me ha dado miedo que se me olvidara esta historia, que a muchos les habrá pasado, pero quizás no quieran contarla, y es necesario que alguien la recuerde, porque todo ha cambiado y puede ser que la gente se olvide. Porque si de algo estoy seguro, es de que la gente tiene mala memoria. Hay que oírlos hablar nada más y uno se da cuenta.

Quién me iba a decir que la encontraría en la fuente de soda, trabajando sonriente, hasta bonita con su uniforme de poplín blanco y con esa banderita que dice: Muerte al invasor, prendida en el pecho, y no parece la misma y está como más joven; aunque han pasado doce años de cuando ella empezó, después de yo dar más de seis vueltas a la manzana, temeroso y desesperado, con aquellas llamadas a mi espalda:

¡Oye, pollo, mi vida!… ¡Ven acá!

¡Oye, ven acá!

¡Ven, entra!

Y parece que notó que no me atrevía y entonces entreabrió la puerta y me agarró por la mano y me hizo entrar en aquel cuartico reducido, dividido por cajas de cerveza, casi en sombras, alumbrado por un bombillo paliducho y desnudo.

Y, ¿cómo estará el niño? Por eso, porque después que la reconocí sentí deseos de preguntarle, pero no me atreví. No podía hacerlo, porque no es la misma, y estoy seguro de que no se acuerda de aquello, o no quiere acordarse, que es suficiente. O si se acuerda, seguro que ahora, que parece feliz, no quiere que le recuerden aquellas noches, porque no debió sucederle conmigo solo, sino con otros también. Y más de una vez debió ponerse la toalla alrededor de la cintura y separar las cajas para llegar al niño. Y quizás no todos hayan sido como yo, que cuando me dijo: Lo hago por el niño, para que no se muera de hambre. No tengo trabajo. No creas que me gusta esto, pero, qué voy a hacer, me ablandé y antes de irme le dejé todo el dinero que llevaba. Quizás algunos la hayan hasta obligado a quitarse los ajustadores, porque a mí, cuando todavía no había oído el llanto del niño, ni los toquecitos en las cajas de cerveza, y estábamos tirados en aquella cama vieja de hierro, que chirriaba cada vez que nos movíamos, ella me dijo: No, chino, los ajustadores no, y me callé y no dije nada, aunque todavía no sabía que el niño se iba a poner a llorar y a dar golpecitos en las cajas y no íbamos a poder seguir haciendo aquello, porque después, cuando ella volvió, yo ya estaba vestido. Porque cuando ella me dijo que esperara, me asomé y vi al niño pegado a sus senos. Y ya sabía que no podría hacer eso, porque de repente me aflojé.

La verdad es que uno es ingenuo cuando tiene quince años. Me acuerdo que le pregunté por el papá. Ella encogió los hombros y me dijo: Qué sé yo. Me preñó, se fue, y si te vi no me acuerdo. Quería que me quedara. Se había dado cuenta de que era la primera vez que me acostaba con una mujer, y me dijo: Vamos, quédate. Ya él está dormido. Si casi no molesta. Para ser la primera vez no quiero que te lleves esta impresión, porque la primera vez nunca se olvida. Yo no sé lo que le pasó hoy, porque nunca molesta. Quería que me quedara. Empezó a desnudarme, y decía que no había hecho la cruz, que la noche había sido mala, que no tenía para la leche, que me quedara, que me iba a hacer gozar mucho. Lo que tú quieras. Me quito los ajustadores si quieres, pero no te vayas. Sabía que no iba a poder, y le dejé la plata. Y ella me dio un beso y me dijo: Vuelve cuando quieras. Él casi nunca molesta.

Y nunca la olvidé, porque fue la primera mujer desnuda que tuve debajo de mí, y esa mujer nunca se olvida. Ella tenía razón. Lo otro sí, lo que pasó; hoy, cuando la vi de nuevo, fue cuando me acordé de todo. Porque uno se olvida de algunas cosas, como ella que seguro ya no se acuerda de aquello, o no quiere acordarse, que es suficiente. Por eso, para que no se me olvide a mí tampoco, no ella, sino lo que pasó, es que cuando salí de allí y dejé en su mano, de propina, mucho menos de lo que le dejé aquella noche, he venido aquí a pedir un trago, sin tener ganas, con el sabor del chocolate todavía en la boca, para contar esto que no quiero que se olvide, porque todo ha cambiado y de las cosas de aquellos tiempos hay gente que se olvida. Hay que oírlas hablar nada más y uno se da cuenta.

«Nadie», un cuento de Carlos Ávila Villamar

«Nadie», un cuento de Carlos Ávila Villamar

Nacido en Holguín en 1995, el narrador, poeta, ensayista y editor Carlos Ávila Villamar Es graduado de Filología hispánica en la Universidad de La Habana. Ha publicado cuentos, poemas y ensayos en revistas como LiteralEl Papel Literario de El NacionalOnCuba y El Caimán Barbudo.

De manera independiente en 2020 se editó el primer volumen de su libro Fabulario. El relato que hoy reproducimos en Miradas Desde Adentro, “Nadie”, vio la luz inicialmente en la Revista Marabunta, localizable en:

https://revistamarabunta.net/nadie/

Nadie

Barrabás había tenido tres esposas, pero actualmente no hablaba con ninguna. Solo la última le había dado hijos, un varón que ahora estaba a punto de cumplir veinte años y una muchacha llamada Selena, cuya edad él nunca recordaba. La muchacha, que lo había visto tres o cuatro veces en su vida, fue la única persona que aceptó acompañarlo durante la fase terminal de la enfermedad. Lo bañaba, lo alimentaba y le cambiaba las sábanas, pero la mayor parte del tiempo se quedaba en un sillón entretenida con el teléfono. Cuando Barrabás necesitaba ayuda gritaba y ella acudía con una resignación proletaria.

Al llegar por primera vez a la casa de su padre Selena descubrió que las ventanas permanecían cerradas durante todo el día para que no entrara la luz. Se respiraba un aire rancio. Los vasos y platos yacían en la cocina con restos fosilizados que ya no eran del interés de las cucarachas. El viejo lavaba el vaso o el plato que iba a usar en el momento. Selena echó agua hirviendo a los platos y a los vasos y le dio una barrida al piso y anunció una política de ventanas abiertas hasta por la tarde e inciensos durante la noche. Barrabás veía desde la cama cómo la hija, que tenía edad para ser su nieta, arreglaba la casa y lo cuidaba y luego se sentaba en un rincón para andar en su teléfono móvil hasta altas horas de la madrugada. Su rostro se iluminaba en la oscuridad por el brillo del teléfono. Usaba un solo audífono para tener una oreja libre en caso de que la llamara. La música secreta e involuntaria del otro audífono, el colgante, en medio de la quietud nocturna, fue lo último parecido a una escena feliz que vivió el viejo antes de que las cosas empeoraran de verdad.

Selena resultaba una cocinera pésima, pero el viejo no se quejaba. Tragar ya le costaba suficiente trabajo como para preocuparse por el sabor de la comida. La enfermedad le producía un gusto desagradable y constante en la boca, como si su aliento supiera a muerte. En cualquier caso la comida ya no parecía alimentarlo. La piel seca y grisácea se le hacía más y más delgada y por tanto enseñaba los huesos que había debajo, los pómulos, las rodillas, las falanges. Los músculos se quedaban sin fuerzas. Levantar un brazo le costaba. Del malestar solía escapar durmiendo, aunque no le gustaba la idea de dormir mucho. Me voy a morir, dijo Barrabás. No, te vas a poner bien, contestó la hija, y aunque el viejo primero pensó que se lo decía como consuelo, después se dio cuenta de que la pequeña mocosa en verdad lo creía.

El cuarto donde reposaba Barrabás estaba lleno de estantes de libros, hasta el punto en el que no había lugar en las paredes para una pintura o una fotografía. Solo una foto ostentaba el privilegio de notarse en la mesa de noche, la imagen de él joven durante una expedición a unas cordilleras, junto a otros geólogos. Barrabás miró sus manos translúcidas y sus uñas largas y amarillas y miró al tipo extraño de la foto, el joven que había sido él mismo. Selena hablaba por teléfono con su hermano y le decía que ya había hecho más de lo que le tocaba, que también debía ayudar, que ya bastante grande estaba él, que ella no era hija única. Barrabás miraba débilmente el techo lleno de humedad y cuarteaduras, el planisferio de un mundo perdido. Lo había visto surgir a lo largo de toda su vida, sin saberlo. Selena insistía en que ella no se iba a pasar seis meses cuidando al padre y que había que decretar un sistema de turnos. El viejo sonrió. En todo caso iban a ser unas pocas semanas, unos pocos días.

El tiempo solía pasar despacio. Un reloj digital marcaba la hora con sus números pragmáticos y silenciosos, tan distintos de las rayas pintorescas de los relojes mecánicos. Le gustaba cuando en la quietud se escuchaba el recorrido intermitente de una aguja. Cuando Barrabás era joven los relojes no medían el tiempo. Al contrario, daban la impresión de fabricarlo. El tiempo corría porque disímiles aparatos a lo largo y ancho del mundo hacían que corriera. Si un reloj en una isla desierta se detenía a medianoche la madrugada podía durar para siempre, por eso el cuidado de la gente con los relojes. Mi hermano va a venir a cuidarte, dijo Selena, ya verás. Cuando lo vea lo voy a creer, respondió el viejo y siguió en sus pensamientos aberrados, su único modo de entretenerse.

Una noche ocurrió lo que tanto temía. Estaba despierto y Selena dormía en el otro cuarto y él podía percibir una presencia en la oscuridad, algo lo estaba observando. La sensación ya la había tenido un par de veces y era horrible. No sabía si fingir que estaba dormido o mejor dejar los ojos abiertos por si algo pasaba. Estaba sudando y sentía que no estaba en realidad en su cuarto, sino en otro sitio. Si moría esa noche, en veinticuatro horas ya habría empezado el proceso de putrefacción de su cuerpo. El mismo que ahora se movía gracias a un delicado sistema de latidos, arterias y contactos neuronales. Barrabás sentía la sangre yendo a su cerebro y le dolía la cabeza. No supo en qué momento había amanecido. Tomó un poco de agua y se estrujó los ojos para comprobar que seguía vivo. Le ardían ligeramente como si le hubieran acabado de nacer.

No sabía qué iba a hacer con las cosas de la casa. Guardaba piedras, enciclopedias, instrumentos de medición, artesanías aborígenes, tiendas de campaña, cajas de fotografías. Las piedras y las artesanías aborígenes podía donarlas a un museo, las enciclopedias a una biblioteca, los instrumentos y las tiendas de campaña a un instituto, pero las fotografías no tenían un destino obvio. Le preguntó a Selena si las iba a conservar después de que él muriera. Puedo escanearlas todas si quieres, contestó, las guardaré en la computadora. Eso está bien, dijo el padre, pero te pregunto si vas a conservar las fotografías en formato físico. La muchacha quedó callada por unos segundos con la mirada ausente. Sus hermosas mandíbulas mascaban chicle con un pragmatismo descerebrado y herbívoro. Ocupan mucho espacio, dijo por fin, no te lo puedo prometer. Quizás algunas.

Barrabás pidió que se las llevara a la cama para él seleccionar cuáles eran imprescindibles. A los nueve años ya había presenciado el asunto de botar la mayoría de las fotos y las pertenencias de su abuelo, y luego de adulto se había encargado él mismo de las de su padre. Cada persona no puede dedicar tres cuartos de la casa a guardar los tesoros inútiles de los antepasados. Pero ahora el proceso se aplicaba a sus pertenencias, él era su propio hijo y su propio nieto. Seleccionó aquellas fotos que le ofrecían memorias más felices. Muchas de ellas ni siquiera parecerían gran cosa a un desconocido, un perro visto a través de una cerca, una familia numerosa en un brindis de fin de año. En su levedad las fotos escondían grandes historias. Con las fotos deberían guardarse las historias, pero esas nunca se capturan, pensó el viejo, y si se capturan en un diario luego salen adulteradas y deshonestas. Selena se detuvo ante una foto de sí misma de niña. Se había pintoreteado con el maquillaje de su madre, y sus ojos traviesos miraban con susto la cámara que la había atrapado. No había visto esta, dijo. Sí, respondió Barrabás queriendo sonar gracioso. La viste cuando estabas ahí.

Por la noche la amenaza regresaba. Al principio ni siquiera constituía la de un sujeto abstracto. La presencia carecía de sujeto. Barrabás sentía que era percibido, aunque en ese momento no fuera percibido por alguien en particular. Sabía que esa etapa no iba a durar para siempre. Pensaba, para distraerse, en los recuerdos de su juventud, en las mujeres que lo sedujeron y cuyos nombres olvidó, en sus profesores, los buenos y los malos, en sus colegas naturalistas, que eran capaces de emprender expediciones de semanas y de publicar ensayos llenos de erudición como los que él nunca iba a conseguir. Todos ellos ya estaban muertos, y existían porque él los recordaba. Mientras la hija dormía en el otro cuarto intentó masturbarse por última vez, pero no lo consiguió.

Su estado físico y mental fue empeorando. El consuelo había sido que en medio del terror al menos Selena había estado siempre al lado suyo, pero eso cambió aquella noche. Él la escuchó hablar por teléfono con su otro hijo, le reprochaba no haber ayudado en nada, y ahora le exigía que se quedara con él por esa noche, porque ella tenía algo importante que hacer. Barrabás perdía trozos de conversación, pero se llevó la idea. Selena había forzado a su hermano a llegar a las ocho para que lo acompañara y que ella pudiera salir. Sin embargo el carro pasó a buscar a Selena a las siete y media y ella no tuvo opción. Espera a mi hermano, le dijo al padre, él va a venir, incluso le mandé una copia de las llaves de la casa. No, él no va a venir, por favor no me dejes solo, respondió el viejo. Selena le dio un beso rojo y húmedo en la frente y se fue. Barrabás escuchó el ruido de la puerta de la casa al cerrarse y el de la puerta del carro y el del carro al acelerar y desaparecer.

A las ocho no llegó el hijo, ni a las nueve, ni a las diez. Pero alguien más estaba en la casa, eso él lo sabía.

Cuando niño Barrabás había sentido aquella misma presencia en su cuarto durante otra enfermedad que lo había dejado al borde de la muerte. Sentía que un ser lo observaba, pero no era ninguno de sus padres, no era un ser humano siquiera. Apareció el primer par de ojos redondos, insinuados en la oscuridad, y luego el segundo par, y luego el tercero. Los ojos terminaron por ocupar todo el cuarto. El niño no sintió el tacto de los lémures hasta que la fiebre ya había empeorado. Decenas de manos diminutas lo agarraban, cuando más débil se sentía. Una noche llegó a ver cómo levantaban su cuerpo y se lo llevaban. Comprendió que era el fin. De repente ya no estaba en su cuarto, sino en una llanura tenebrosa que resultaba ser la de su ciudad antes de que los humanos aparecieran o mucho después de que hubieran desaparecido. No había yerba en la llanura, solo una piedra dura y prehistórica. Los lémures querían llevarlo a una zanja de color rojo que se abría en la piedra, una puerta a un mundo de fuego. Y cuando lo dejaron allí el fuego se apagó y él se vio envuelto en la más absoluta y definitiva oscuridad. No hay nada después, pensó, no hay cielo ni infierno, pero tampoco hay lo que antes había, no hay mundo. Una grieta de luz blanca se agrandó sobre él para liberarlo y se despertó y vio que su madre corría las cortinas.

Aquello había sido, supuso, lo más cercano posible a la experiencia de estar muerto. Luego de recuperarse de la enfermedad contó el sueño y sus padres rápidamente lo decodificaron. Noches atrás había estado leyendo un libro que trataba sobre las eras geológicas del planeta, y además ellos le habían dicho el origen del nombre de los exóticos primates, que asustaban a los europeos y que fueron llamados como ciertos espectros mitológicos paganos, asociados a la muerte. No debes preocuparte, concluyó la madre mientras le acariciaba la cabeza, fue solo un sueño, aquello no se parece a estar muerto. Barrabás se secó las lágrimas y preguntó a qué se parecía estar muerto. A dormir sin soñar con nada, respondió la madre. Por años el niño le tuvo miedo entonces a dormir sin soñar con nada.

Ahora quedaba abandonado a su suerte. El viejo observó cómo de nuevo los lémures lo rodeaban y lo cargaban a través de la llanura. Las manos peludas que lo agarraban eran como de niños pequeños, niños peludos. Aunque los párpados se le caían intentaba no perder el conocimiento. Estrellas fugaces saltarinas atravesaban la noche con celestial indiferencia. El aire helado y cósmico, hecho para soplar sobre las piedras ancestrales de aquel sitio, resultaba demasiado áspero para su piel. Las zanjas al rojo vivo se apagaban ante su llegada. Esta vez los lémures lo enterraron en un agujero más profundo para que no hubiera posibilidad de escapar. Barrabás recordó a su madre y aguantó un deseo profundo de llorar. La  tierra infértil cayó sobre él, y poco a poco comenzó a sentir el peso de los huesos de todos los seres humanos que habían andado antes que él y todos los que habían andado después, centenas de miles de millones. Uno más. Se estaba yendo, podía sentir que una corriente se lo llevaba del mundo. Su vida y su nombre habían sido el sueño, y aquella tumba anónima había sido siempre la realidad. Barrabás ya no soñaba y por tanto no temía, no recordaba, no sentía esperanzas.

Selena llegó al amanecer y se aseguró de que el padre no la viera borracha. Hizo café y fue al baño a darse una ducha, y solo entonces entró al cuarto del viejo, y al ver que no se había levantado por su cuenta prefirió no apurarlo ella.

Repasó con la vista las colecciones de piedras, en las que habían ámbares dorados, sedimentarias duras y brillantes como placas de carbón, cristales de un verde claro y fantasmal, fósiles de conchas diminutas. En una mesa junto a unos instrumentos quedaba inconclusa otra serie, piedras de las distintas eras geológicas, la cenozoica, la mesozoica, la paleozoica, que tenían placas artesanales de aluminio con una breve descripción, y por último una roca precámbrica, con una nota manuscrita que decía que tal vez fuera de antes del surgimiento de la vida. Un rato después sonó el teléfono de la casa. Era la madre. No te preocupes, dijo Selena, el viejo está bien, desayunó y todo, pero debes hablar con mi hermano, no se presentó como habíamos acordado. Después de colgar volvió a entrar sigilosa al cuarto del viejo Barrabás. No se había despertado el muy dormilón, así que ella se sentó mientras en una esquina a andar en su teléfono, como siempre lo había hecho. No sospechó nada.

“Nadie”: Un viaje a la desolación senil

“Nadie”: Un viaje a la desolación senil

Leer el relato “Nadie”, del joven narrador, poeta y ensayista Carlos Ávila Villamar equivale a sumergirse en un diálogo en el que los recuerdos, los objetos y el silencio fungen de interlocutores. Ubicado en un espacio enclaustrado en el que el tiempo solo simboliza la llegada de lo irremediable, narra los días postreros de Barrabás, un geólogo aquejado de una enfermedad en fase terminal, así como las obcecadas atenciones que una hija casi desconocida le profesa. Con un cuidadoso manejo del decorado y un sagaz empleo de los recursos y estilos, Ávila confiere a su prosa un ritmo palpitante, en el que las frases se entrecortan como si el aliento faltara a medida que la historia avanza, todo ello sin incurrir en la desenfrenada renovación ansiada por muchos narradores de hoy.

En su cuento, Carlos  Ávila Villamar ofrece una reflexiva descripción de la soledad. Barrabás, de quien se infiere ha mantenido relaciones bien accidentadas con sus esposas e hijos, se refugia en sus cavilaciones sobre el pragmatismo desbocado de los jóvenes y los nuevos equipos, a la vez que realiza un silencioso diálogo con los objetos que simbolizan su trayecto por la vida, reliquias valiosas únicamente para él; al igual que su dueño, se desvanecerán en el olvido, como le sucedería a los hombres que, en opinión de Barrabás, morirían para siempre cuando él abandonara este mundo y dejase de recordarlos. El motivo de la desesperada introspección se materializa en los escuetos y banales diálogos con su hija Selena, ante la cual el viejo refleja una tolerancia resignada.

El brutal in crescendo se produce cuando, en medio de la noche, Barrabás intuye una presencia que lo observa cada vez con mayor insistencia. Es aquí donde la narración libera su poder escalofriante y sugestivo, con pasajes donde se escenifica el viaje final del anciano hacia la muerte; primero, con el recuerdo de una ocasión en la cual, siendo un niño, estuvo a punto de fenecer; luego, con una escena implacable en la que no hay vuelta atrás y se desvanece únicamente para sí mismo, dado que su hija (quien había salido esa noche y llega al amanecer(, atribuye su dormitar al sopor originado por la enfermedad y nunca sospecha lo ocurrido. La descripción espacial del descenso de Barrabás hacia la nada es tan vívida que al lector le es inevitable permanecer fuera de la diégesis.

En el prólogo a su libro Fabulario, Ávila nos advierte de su dificultad para escribir narraciones breves, con lo que intenta disuadir a aquellos que buscan relatos para leer en simples recesos; de ahí que el cuento analizado llame la atención por el efecto que origina en quien lo lee, no obstante su brevedad. Al hallarse este relato fuera del antes citado libro, me parece una suerte de iniciación dirigida a los que, como yo, decidan acercarse a la joven y prometedora pluma; su lectura hará que lo dicho en el Fabulario sirva no ya para disuadir, sino para incitarlos a cruzar el umbral.

Con la poesía de Juan Carlos Valls

Con la poesía de Juan Carlos Valls

2021 ha comenzado durísimo para la vida de los residentes en Cuba. Entre el rebrote del coronavirus y el ordenamiento monetario y cambiario, hay una frase popular que puede expresarse como nunca antes: “¡no es fácil!”. Empero, como también decimos los cubiches, “a mal tiempo buena cara”. Una de las formas para traer paz a nuestros cerebros es la lectura de poesía y por eso, tras unas bien ganadas vacaciones, en Miradas Desde Adentro retornamos con nuestra sistemática apelación al discurso poético, hoy con textos de Juan Carlos Valls.

Nacido en la localidad habanera de Güines en 1965, Juan Carlos Valls es uno de los poetas más importantes de su generación, gracias a libros suyos como De cómo en la estación de un pueblo el pretexto del viaje son las bestias, Los animales del corazónLos días de la pérdida,Conversaciones con la gloriaLa soberanía del deseo y La ventana doméstica.Poemas suyos han sido incluidos en varias antologías de poesía cubana, como por ejemplo: Llevados del brazo y La isla de los peces blancos. Actualmente reside en los Estados Unidos.

esta es la gloria

lugar de quieta agua en la mañana

sitio para el reposo

donde turbios pájaros van a aquietar su alma

y consolar su hambre

herida por la farsa de estos tiempos

la frialdad

la confesión temprana

el sueño de cartón podrido y desgajado por los cantos

qué despertares vivo

qué triste desayuno sobre mesa de almíbar

larga mesa de mármol donde brilla el arroz

la hierba suculenta

y las carnes ausentes en el festín diario de los niños

qué fríos los canales

donde flotan mis ramas de silencio

donde alivio el dolor y el asma zigzagueante

de estas conversaciones con la gloria

el mismo cielo

el mismo aire haciendo figurillas perfectas

dejaciones perfectas del amor

y del pecho materno

cómo enfrentar pensábamos estas caras extrañas

este miedo constante

a derrumbar de golpe los oficios

tan mal nos parecía

el juego complicado con la tierra

tan mal y tan distinto de otras conversaciones

límpidas y apacibles

bordadas en el patio que dejamos atrás

no sin tristeza

y el orgullo ah el orgullo

con cuánta libertad fue haciendo amigos nuevos

dulces extraños

difíciles amigos que a pesar del cansancio

compartieron su almuerzo

Dios mío

qué injusto hubiera sido

no incluir estas tardes en la gloria

qué pobre continuar completamente ajenos

a este otro gobierno de la luna

tan indócil y errático

tan hecho para todos

aunque la soledad se despeñe de golpe

sin luz artificial

sin el sopor de vagas oficinas

que aceitan la memoria

y la casa

con qué paciencia rara se recuerda

con qué larga neblina

tratamos de ocultar su comedor sombrío

y los nombres

los empapados nombres

una vez en el vino de la gloria

ahora en el letargo

en la flor decadente de un viaje

sin familia y sin retorno

la misma transparencia

el mismo amanecer sobre carretas altas

hacia la eternidad

esta es la gloria

toda se fue quedando en el traspatio

ya sin fecha   sin nombre

sin ciudad     sin enigma

solo con estos campos tocados al azar

violados para siempre.

conversación con mi madre sobre un sueño

A Roberto Zurbano

hice maromas prohibidas mamá

solo yo sé qué terribles aplausos me esperan

solo con este buen regalo

que es el país que estrujo entre mis manos

con esta compañía y estas conversaciones

que apenas me dan fuerzas para seguir viviendo

yo merezco otro mundo

otros viajes más largos que me den el sabor

de los vinos famosos

y de los sitios por mí desconocidos

yo merezco otros jueces

para decir mejor otra justicia

otra contemplación que no sea el elogio

de las falsas muchachas que se alquilan

no diga nada madre

usted siempre me hablaba de los atardeceres

y del grato provecho que significa alzarse

de entre los hombres dignos

pero los hombres dignos nunca pude encontrarlos

en la comodidad de los colegios

ni en sombríos automóviles

ni en la ferocidad de ciertas decisiones

contra amigos que dejaban la patria

por el deslumbramiento de cosas tan sencillas

tan inútiles

como un frasco vacío de perfume

la dignidad es otra cosa madre

y si aprendí a llevarla

fue más bien por los momentos duros

y por otros momentos que yo me procuré

a pesar del ejemplo de mi hermano

y de mi santo padre

aunque una vez al mes viniera visitarnos

y a dejarnos constancia de una última medalla

no diga nada madre

usted quiso salvarnos de soñar este sueño

siempre con ese encanto que da la ingenuidad

y con esa esperanza que se inventa

yo merezco otro mundo

otra foto de usted que no sea

en la que besaba con papá

imitando el retrato de una revista antigua.

conversación con San Francisco de Asís

no sé si por azar

el padre de mi padre se llamaba Francisco

a secas

sin santidad posible

pero también de pueblo quebradizo y falto

de gravedad y espíritu

el padre de mi padre

que como tantos otros me permitió crecer

sin saber que existías Francisco de los pájaros

espejo de aquel niño que vi morir

cuando no hice nada por salvarlo

qué historia tan hermosa

desnudarse en medio de la plaza

apenas vi la imagen

fue como destilar el agua pedregosa del pasado

como entender de golpe el mundo que se inventan

los sueños que se inventan los que no creen en ti

aunque en momentos graves

hayas puesto monedas en tu vaso

confiados en la suerte

esperando favores que solían pagar

con una fe sin brillo y sin enigma

qué bien mi San Francisco

este verso que pones en mis labios

qué bien mis enemigos      el hambre      la provincia

hubo cierta flaqueza

que fuimos heredando por desgracia

y ahora es tan difícil

abandonar los fuegos terrenales

tan difícil negarnos a la muerte habitual

a los martirios falsos

el padre de mi padre

nos dijo que perdíamos tiempo

sin embargo   qué fue lo que sentimos

cuando vimos arder en medio de la carne tu pobreza

qué fantasma voló sobre nosotros

para que construyéramos castillos en el aire

fundados en tu nombre

no contestes Francisco no contestes

yo puedo imaginar qué pensarías

si vieras estos campos

que nos están salvando del delirio

si vieras estas caras temerosas tal vez

               enfermizas tal vez

pero ancladas al centro de la isla

un poco poseídas por el asombro

de no escuchar tus pájaros

por esa vanidad de habitantes que somos

ay Francisco de Asís

no hace falta que hables para que yo comprenda

tu fe tan especial en los poetas

tu fe tan insistente

en no atar el amor con sobrenombres

no contestes Francisco     no contestes

yo puedo comprender

este sabor amargo que pones en mis labios

yo puedo perdonar

la poca fe del padre de mi padre.

conversación con los olvidos de esta casa

soplaremos a ver

si el carcelero se duerme para siempre

soplaremos hasta la saciedad

hasta el delirio

uno se vuelve a ver y no comprende

por qué esta emigración de corazones turbios

uno se esconde

habita

uno teme encontrar que las trampas abundan

y que los corazones han venido cayendo

ciegos en su triunfo

olvidados en su contemplación

de pueblo queridísimo

haciendo cartas a ver

haciendo juegos nuevos

pero las trampas

hacen que repitamos los clamores dormidos

hacen que desconfíen los peces

y sean como puñaladas en el agua

somos nosotros los confiados

los torpes buscadores de la fiebre

uno quiere sentir

que las ventanas permanecen abiertas

y es como si faltara ese cordel

ese último riesgo de evocar el instante

de las incomprensiones

son demasiado fuertes los cimientos de esta casa

aquí aprendimos a divisar la gloria

aquí nos pareció demasiado perfecto

el modo de construir sus patios interiores

uno es la irrealidad

la cabeza prestada para encender la luz

y qué tenemos

y qué lugar es este donde los candelabros

comienzan a apagarse.

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