Categoría: Homenaje

Bladimir Zamora Céspedes: “Hay que beber y ser revolucionario”

Bladimir Zamora Céspedes: “Hay que beber y ser revolucionario”

Por Joaquín Borges-Triana
Cinco de la tarde hace ya que el pico te arde y ahí estás viendo como se ve en el sueño rem el patio de la EGREM girándote en redor. Ahí va el primer acorde del primer trovador.
Guarde, entonces, de tu ira Dios al rústico y al charlador, patriota de prosapia yo sí sé cuánto hay debajo de tu look de perdedor. Ángel de la trova, caído de pie súbete atrás el pantalón que se te ve…

Yo solo no me acerqué porque he visto que ya está otra vez chivándote Joaquín pero en cuanto te calmes te diré no son las siete aún, déjame echar hoy tres…
La voz de  Yunier Pérez  tiene un matiz especial al interpretar su
tema “Ángel de la trova”, pieza dedicada a  Bladimir Pascual Zamora
Céspedes, más conocido como Blado. Es la tarde del 4 de mayo de 2016.
Al comenzar la peña que cada miércoles desde marzo de 2009 (llueve,
truene o relampaguee) se lleva a cabo en el patio—bar de la EGREM, y
tras el tema de presentación: “La canción de la trova”, interpretada a
dúo por Silvio y Adriano Rodríguez, Fide informa a los asistentes que
Blado, el fundador del espacio y muy querido por los asistentes, está
ingresado y según los partes médicos, no hay esperanza de
recuperación.
Sobre las seis y 30 de la tarde, un amigo llama a mi celular.
—Me oyes, Joaco…
—(…)
—Me acaban de llamar de Bayamo… Blado se murió.
Apenas termina de cantar el trovador de turno y, aún con el impacto de
lo que me han informado, me levanto y pido silencio. Pasan unos
segundos antes de que pueda articular palabras.
—Me llamaron para comunicarme que  Blado falleció. Se nos acaba de ir,
no sé si al cielo o al infierno, si al fin o al cabo existieran tales
sitios. Lo que sí tengo claro es que dondequiera que él esté, si está
en alguna parte, nos pediría que continuásemos la peña. Así pues, a
seguir cantando y a tomar ron o cerveza en su nombre.
Mientras se reanuda la descarga y cada nuevo trovador que sube al
escenario, evoca de uno u otro modo al Blado, yo rememoro las muchas
ocasiones en que en eventos o diferentes espacios públicos nos
poníamos a discutir, al punto de dar la impresión de que nos iríamos a
las manos. Lo que la gente no sabía era que, la mayoría de las veces,
todo era parte de un performance que armábamos previo acuerdo.
Entretanto, algunos salen a llamar por teléfono e informar de la
noticia. Es así que Paca, la vieja amiga de Bladimir y caimanera desde
los tempranos ochenta cuando fuese llevada a la publicación como Jefa
de redacción, con la tarea de atajar los supuestos graves problemas
ideológicos que allí había, se entera de lo sucedido y, como
periodista al fin, escribe una nota que sale de inmediato en
Cubadebate, en la que da la primicia del fallecimiento de nuestro
Blado.


8:30 pm. Estoy en casa, de regreso de la peña de la EGREM. Mi teléfono
suena y al descolgar, escucho la voz de la Paca.
—Joaco… Blado no está muerto, fue falsa la noticia.
—¡Qué bueno!
—Pero imagínate… Ya yo di la información en Cubadebate. Ahora no sé qué hacer.
—Pues nada… Lo importante es que el hombre está vivo. Digo yo.


La segunda mitad de los 80 fue un momento propicio para el
florecimiento de maneras renovadoras de expresión artística en Cuba.
Así, después de casi veinte años, el importante pintor  Umberto Peña
regresa a un salón del Museo Nacional de Bellas Artes con una gran
retrospectiva de su obra.
La literatura ofrece muestras ya estudiadas de las transgresiones
temáticas y formales que tienen lugar en ese contexto.  En 1988, el
Premio de Narrativa del tabloide El Caimán Barbudo se le concede a
Sergio Cevedo Sosa, por su libro Rapsodia bohemia, una cuentística
sobre los llamados freakies en la isla caribeña. En el propio
certamen, pero en el género de poesía, resulta premiado un cuaderno de
Norge Espinosa titulado Las pequeñas tribulaciones, que contiene el
hoy célebre poema “Vestido de novia”, texto que —conjuntamente con el
cuento “¿Por qué llora Leslie Caron?” de Roberto Urías— recupera una
tradición homoerótica en el país.
La cuarta pared de una obra teatral homónima, original de Víctor
Varela, derrumba otras paredes. Los jóvenes artistas de la plástica,
que irrumpen por las calles del Vedado con proposiciones estéticas
revitalizadoras del arte insular, en un memorable performance nos
instaron a “Meditar” al pie del monumento a José Martí, en la Plaza de
la Revolución.
Estas pudieran ser pequeñas circunstancias de un concierto mayor,
donde también interviene la propuesta musical, surgida como parte de
toda aquella tremenda energía creativa. La mixtura y la riqueza
artística literaria que flotaba en el aire de esos años, era algo
incontenible y tremendamente contextual. En tal sentido, varios
analistas han señalado que la sociedad de creadores gestada por
entonces, al paso de los años quizás nos resulte como un animal
salvaje, primitivo, vigoroso y recién nacido, que se sacudía y
convulsionaba por erguirse con ademanes pueriles pero cabríos,
ingenuos y a la vez brillantes.
Fue por esa etapa que conocí en persona a Bladimir Zamora. No sabría
decir exactamente cuándo. Entre muchos recuerdos sueltos, lo evoco en
un programa televisivo que él conducía en los tempranos 80, época en
la que también preparó la compilación titulada Cuentos de la remota
novedad. Creo que lo primero suyo que leí, fueron sus poemas incluidos
en Usted es la culpable, libro armado con los decires de un grupo de
poetas y que fue texto de gran impacto entre quienes por la fecha
éramos veinteañeros.
Tal vez nuestro primer diálogo haya sido a propósito del espectáculo
denominado Ejercicios del corazón, del que Blado era algo así como la
columna vertebral; y donde también participaban los trovadores Frank
Delgado y Alejandro Zayas Bazán, así como la poeta Jacqueline Fong,
por aquellos lejanos días estudiante de la carrera de Derecho en la
Universidad de La Habana.
O quizá no fue de ese modo, sino que el primer estrechón de mano nos
lo dimos en alguna de las peñas que él conducía en la antigua
redacción de El Caimán Barbudo en la calle Paseo, como aquella
dedicada al rock y que tuviese una nutrida concurrencia; o la que se
organizó para estrenar el documental de  Víctor Casaus  y María
Santucho denominado Una huella en el asfalto, sobre el quehacer de
Carlos Varela  y la banda que le acompañaba.
A lo mejor el inicio de nuestra infinita conversación en relación con
lo humano y lo divino y, en la que por encima de todo aprendí y
aprehendí la esencia de lo que es ser cubano, tuvo lugar en el quinto
piso del edificio ubicado en calle N #266 (Vedado), en los estudios o
pasillos de la emisora Radio Ciudad de La Habana, a propósito de una
invitación del Blado cuando la publicación de mi artículo “La
Generación de los Topos”, en  Juventud Rebelde, para dialogar del tema
en alguna de las emisiones de “Pisando el césped”, programa que salía
al aire el domingo por la noche y donde él fungía como director y
conductor; o en el espacio “Entre 8 y 10”, en el que compartía la
dirección con Alejandro Zayas Bazán. Empiezo a calcular fechas, pero
me doy cuenta que resulta imposible precisar…
Los años en los que conocí al Blado fueron los más locos y felices de
mi vida. En ese período, yo me desempeñaba como instrumentista en
grupos musicales que actuaban en cabarets habaneros de segunda,
tercera e inferior categoría. Fue gracias a dicha experiencia que
descubrí lo bueno y lo malo de la vida nocturna; sobre todo de la mano
de bailarinas que no tenían el menor prejuicio para compartir con un
ciego la alegría del cuerpo, algunas de las cuales (estén en Cuba o
allende los mares), muchos años después, continúan siendo amigas mías.
Por suerte o por desgracia, hoy no sé muy bien, puse stop a esa
riquísima y divertida etapa y decidí que, aunque me costase trabajo,
llegaría yo a ser periodista. Uno de los modelos que seguí, fue justo
el de Blado…
Lo que sí tengo claro es que la primera lección de eticidad que recibí
de su parte, ocurrió en el último trimestre de 1990, tras el cierre
por falta de papel de El Caimán Barbudo y de  Alma Máter, donde
trabajábamos respectivamente, en las reuniones que se dieron con los
periodistas de la Casa Editora Abril para reubicarnos. Al saber que se
mantendrían vivas ciertas revistas, Blado defendió de manera enfática
su derecho a que, mientras hubiese en dicha institución  un centímetro
de papel para escribir, tenía que estar él entre los que lo hicieran.
De tal suerte, Bladimir y yo fuimos a parar al engendro que se creó,
denominado Somos. Al cabo de un año, cuando fuimos a ser evaluados por
nuestro desempeño, la directora de la publicación (y de cuyo nombre no
vale la pena acordarse), expuso que Blado, así como otros redactores y
yo, “teníamos buen dominio de las formas pero problemas en el
contenido”. Ese eufemístico modo de decir significaba que
“confrontábamos problemas ideológicos”, lo cual en esa época equivalía
a que fuésemos expulsados del gremio periodístico. Un infame episodio
que fue zanjado gracias a la intervención de Caridad Diego, por las
fechas directora de la Editora Abril.


En la religión yoruba, los ibeyis son santos menores, hijos gemelos de
Changó con Oshún, pero criados por Yemayá. Las hermanas Lisa-Kaindé y
Naomí Díaz, dos franco-cubanas hijas del gran percusionista pinareño
Miguel Aurelio Díaz Zayas, “Angá” (fallecido en 2006), en el instante
en que iniciaron la carrera musical, optaron por llamarse con el
apelativo de  Ibeyi. Al decir de Roberto Zurbano:
“Para quienes no creen en los muertos, cuando escuchen a esas niñas
sepan que están moyubbando a su padre de quienes escucharon muchos de
los temas con que hoy fascinan multitudes en París, Toronto o durante
las pasarelas de Chanel en El Prado habanero. En cada concierto o
video de Ibeyi asistimos a un ritual extraordinariamente poderoso.
Sostienen el fuego de la creación con las armas del rigor, la
femineidad y una globalización que no oculta la raíz de religiones y
saberes populares.”
La noche del 5 de mayo del 2016, durante la primera jornada del
festival Musicabana en el Salón Rosado de la Tropical, mientras
asistía al concierto debut de las Ibeyi en Cuba, más de una vez sonó
mi celular. Todas eran llamadas a propósito de la gravedad del Blado.
Fue Darío Alejandro, una de “las últimas adquisiciones” de El Caimán,
quien en un momento se me acercó y me dijo al oído:
—Grillo acaba de llamar. Blado murió.
Casi al unísono, al celular me entraba un SMS de la Paca, quien sabía
que yo estaba en la Tropical:
—Por favor, date un trago en mi nombre como despedida de nuestro
hermano Bladimir.
Las repercusiones por el ahora sí confirmado fallecimiento del Blado,
comenzaron a sucederse una tras otra. En el variopinto conglomerado de
las publicaciones cubanas de “dentro y fuera” y de uno u otro espectro
que proliferan en el ciberespacio, aparecieron disímiles trabajos a
propósito de la vida y obra de Bladimir Zamora Céspedes. Y no podía
ser de otro modo, si se piensa en la intensa y fructífera actividad
desplegada por este hombre, más allá de su “look de perdedor”. Unos
pocos ejemplos así lo demuestran:
Junto al musicólogo Danilo Orozco, a inicios de los 90 asesoró al
español Santiago Auserón en el proyecto Semilla de Son, un
recopilatorio discográfico de grandes figuras de la música cubana. Fue
uno de los organizadores de los encuentros entre el son y el flamenco,
celebrados en Sevilla, y que sirvieron de plataforma para el
relanzamiento a escala internacional de  Compay Segundo, antes del
boom del Buenavista Social Club.
En unión con su amigo Felipe Lázaro, poeta y editor oriundo de Güines
y radicado en Madrid, preparó en 1995 la antología  Poesía cubana: La
isla entera, publicada por Editorial Betania y que reúne a 54 poetas
cubanos residentes en la Isla y la diáspora: algo que hoy puede
parecer lo más normal del mundo, pero que por aquella fecha aún no era
bien asimilado por los clásicos extremistas de uno y otro signo.


No preciso dónde fue que leí, ni de quién es la frase, acerca de que
la muerte no es solo la muerte y hay coletillas que pueden reducirla o
aumentarla… El caso del Blado no fue la excepción. Cuando escucho a
ciertos personajes decir con tono “compungido” que han sentido mucho
el fallecimiento de Bladimir, de inmediato vienen a mi mente
fragmentos de una canción de Carlos Varela en la que se afirma: “El
lobo y el corderito andan juntos a mi lado, pero como se disfrazan
nunca sé con quién he hablado”. Y es que tales individuos poco o nada
hicieron en los últimos tiempos por el Blado, cuando él supo de verdad
quiénes eran o no sus amigos.
—En estos días, la gente que me rodea me pregunta por qué tiro el
primer trago al suelo, y contesto “ea” en andaluz, o contesto muy
bajito: “pa los santos”, sin dar más explicaciones. También vuelvo a
mis lecturas de juventud, con Bukowsky y a repasar poemas del
compañero  Bladimir. Recordando conversaciones y complicidades, no
recuerdo ninguna sobre la trova, nunca apareció la conversación y
nunca me dio por preguntar entre botella y botella de ron. Él me
enseñó a conseguir tragos baratitos en La Habana Vieja cuando salí de
la casa de Lupe y algunos truquillos canallas pá poder buscarme la
vida, que algún día, con un trago de por medio, le contaré a usted… La
complicidad con Bladimir no sé cuándo empezó, pero su paternalismo
discreto me daba seguridad. Discutir sobre libertad sexual o consumo
de drogas era un placer en las noches que nos fuimos de curda solos
por La Habana. Un discurso libertario es muy difícil de defender
cuando mandan los que solo saben obedecer a su amo y joder al prójimo
para recibir un premio… Pero en el individuo solo puede mandar el
individuo, para tener una mínima posibilidad de alcanzar la felicidad.
Todo lo demás es engañarnos, y obedecer por miedo.
Las anteriores son palabras de Emilio García, un hermano andaluz que
tengo, y que en una de sus estancias en la Habana, le presenté al
Blado y él lo acogió con ese cariño paternal del que hacía gala con no
pocas personas. De ello podrían dar testimonio en el ámbito de la
trova figuras como Frank Delgado, Carlos Varela, Polito Ibáñez, David
Torrens, Kelvis Ochoa y más recientemente su compadre Ray Fernández; o
en el universo literario, poetas como Sigfredo Ariel y Camilo Venegas.


Nacido el 13 de abril de 1952 en una finca bañada por el río Cauto, al
lado del pueblito rural llamado Cauto del Paso, en 1976 Bladimir
Zamora Céspedes se gradúa en la Licenciatura en Estudios Cubanos en la
Escuela de Letras de la Universidad de La Habana. Regresa a Bayamo y
despliega tan intensa actividad artístico literaria en la apacible
vida de su tierra natal, que origina incomodidad entre los
funcionarios de cultura de turno, acostumbrados solo a cumplir las
tareas orientadas por las instancias superiores. Semejante hostilidad
motiva al Blado a retornar a La Habana en 1979.
Poco después adquiere un pequeño y antiguo cuarto en la segunda planta
de un edificio solariego de La Habana Vieja. Ahí, ni en su mejor
momento, hubo un mínimo de condiciones para residir: además del
espacio limitado, no había agua y por tanto era necesario cargarla; la
edificación tampoco disponía de un baño donde hacer las necesidades
fisiológicas y para ello el Blado tenía que emplear un cubo, con todo
lo incómodo y antihigiénico que resulta; por no hablar de la vergüenza
que pasaba ante las personalidades cubanas y extranjeras (es sabido
que por “La Gaveta”, como se nombraba a aquella habitación, desfiló
hasta el cineasta español Pedro Almodóvar) que le visitaban por
asuntos de trabajo o amistad, y que en algún instante sentían el
humano deseo de utilizar ese elemental servicio sanitario del que
Pascual (como me gustaba decirle para fastidiarlo) carecía.
En incontables ocasiones visité aquel cuartucho desvencijado donde,
sin embargo, se atesoraba una copiosa cantidad de libros y discos
(llegaron a haber más de 2000 títulos), con algunos ejemplares incluso
hasta del siglo XIX y valorados por los conocedores de la materia como
patrimonio cultural de la nación. Pero lo que más me sorprendía al
llegar a aquella mísera habitación, era que allí uno podía toparse de
entrada o salida con gente tan distante en su manera de pensar y que
iban desde un Fernando Rojas hasta un Antonio José Ponte. Siempre
admiré tal proyección ecuménica e integradora de Bladimir, la cual
nunca entró en contradicción con el hecho de que sirvió a la
Revolución en cuanto le fue posible y sin esperar nada a cambio (jamás
solicitó ningún tipo de prebenda en su favor), sino sólo por cumplir
con su conciencia y por el auténtico placer de aportar un granito de
arena al proyecto sociopolítico que se ha intentado edificar en este
país, al margen de que él se negara de plano a pertenecer a
instituciones como la UPEC, por considerarlo una pérdida de tiempo.


La mejor persona y de sentimientos más nobles que ha andado entre los
caimaneros en los últimos años es Yamilee Castellanos. Quizás por eso,
o porque ella y Blado profesaban idénticas creencias religiosas y
según las cuales eran hijos de la misma deidad (Oshún), cuando a
comienzos de 2012 la salud de él daba señales de franco deterioro,
Yamilee cargó con Bladimir y logró convencerlo para ingresarlo en el
Hospital Naval. Allí se comprobó algo que dejó boquiabierto a los
allegados al Blado: por las pruebas a las que fue sometido, se
verificó que él no era alcohólico. Se comprobaba así algo que solía
afirmar: “Yo bebo porque quiero, si lo deseo puedo dejar de hacerlo”.
Y así fue. Al salir del Naval iba con la orientación médica de no
darse un trago más, pues de hacer lo contrario su maltrecho hígado no
resistiría la batalla. Durante seis meses parecía que Blado cumpliría
con lo dictaminado por los especialistas. A veces llegaba a comprar la
botella él mismo para que los demás bebiesen, pero no consumía ni una
gota.
Cierto día entre agosto o septiembre de 2012, estábamos en la Peña del
Caimán en la EGREM. Se había acabado ya la botella de ron Mulata
asignada por concepto de producción, cuando Blado me tocó por el
hombro y bajito, muy bajito, me dijo:
—Vivir sin beber es demasiado aburrido.
Yo, que había estado esperando aquello de un momento a otro, solo le repliqué:
—¡Sabes que te vas a morir!
—Sí, pero… Arriba, compay, despéinese y ponga aquí una botella de
añejo blanco, que vamos a beber.
Lo que vino después es de sobra conocido por las amistades de
Bladimir. Aproximadamente durante año y medio empinó el codo con
ganas, hasta que en el primer trimestre de 2014 su hígado no aguantó
más. Tras un ingreso urgente y el diagnóstico confirmado de Cirrosis
Hepática, con la expresa prohibición de ingerir alcohol, a fines de
marzo de ese año Blado opta por regresar a Bayamo junto a su madre
Sonia, su hermano Juan Ramón y otros familiares, sin que esto
representase el abandono del espacio ganado por él en las páginas de
su Caimán Barbudo, en las que se mantuvo escribiendo hasta el final de
sus días.
En la provincia de Granma, a diferencia de lo vivido por él en La
Habana, recibió la cooperación de las instituciones culturales del
territorio, en especial de la Asociación Hermanos Saíz, de la que él
fuese vicepresidente a nivel nacional y declarado miembro de honor.
Aunque nunca le concedieran la condición de “maestro de juventudes”,
algo que en su fuero interno siempre anheló. NO VOLVIÓ A BEBER, pero
ya era tarde.
En una de las memorables tertulias que mantuvimos en la Gaveta del
Blado y en la que estaban, entre otros, el “Mariscal” Manuel Henríquez
Lagarde y la poetisa y editora Aymara Aymerich, recuerdo que acordamos
dedicar como mínimo dos páginas de la revista al primero de los
caimaneros que muriese.
Hoy, Bladimir Pascual Zamora Céspedes, galardonado con la Distinción
por la Cultura Cubana y cuya consigna era “hay que beber y ser
revolucionario”, ya no está entre nosotros y yo, por mi parte, tengo
la conciencia tranquila pues en vida cumplí con este hermano mío y
ahora, después de muerto, honro el acuerdo establecido hace años en
medio de una jornada de intenso octanaje etílico.

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