Autor: Miriela Fernández

Point Mort: París, Cuba

Point Mort: París, Cuba

La música sobre la carretera es un paisaje silencioso—íntimo. Varios kilómetros han quedado atrás desde La Habana en busca del Oriente. Por esa zona comenzará el Brutal Fest.  El Oriente es conocido en la isla por ser lugar de un público y músicos salvajes, aunque para estos últimos siempre ha sido difícil trascender sus fronteras. Entre la tranquilidad dentro del ómnibus y vistas a verdes o verdes ya secos que se superponen verticalmente y se desvanecen con rapidez, una se abstrae: a pesar del tiempo, el metal sigue metiéndose en la realidad cubana prácticamente en silencio. 

Un festival como este no es lo común. Tan diferente a la escena francesa… El plateau de madera donde se ofrecerá el primer concierto parecerá romperse ante los ojos de algunos visitantes. Casi es la historia del metal  extremo y sonoridades afines en Cuba: un escenario desvencijado que, sin embargo, nunca cae del todo. La música, místicamente, encuentra la manera de sostenerlo. 

Viajo como una piedra que capta solo la intensidad del agua que la cubre. Atenta a las secuencias del festival, pierdo detalles: por ejemplo, que hay algo distorsionado en que los músicos cubanos no sean parte de la gira; ellos están en el catálogo, pero no en el ómnibus. O por ejemplo, que las novedades del Brutal Fest no son únicamente los performances y estilos de las bandas que vienen de otros lugares, sino lo que sus integrantes miran aquí.  

Dos años tuvieron que pasar para que la sección Les anecdotes de tournée, de Metalorgie —donde Point Mort recrea impresiones de su viaje a Cuba—, me hiciera pensar en esa última idea. Algo me habían dicho antes, en aquella entrevista que les hice, miembros de esta banda francesa sobre su percepción de tocar en Cuba. Cuba era una ruta improbable y a la vez atrayente. Cuba es, sin dudas, un país underground.  Encontré esta página cuando decidí sacar la conversación con Sam, cantante del grupo, y Yannick, guitarrista,  del tiempo donde quedó atascada. Dos años después, comprendo que los tours musicales pueden dar un road movie más denso que lo que una imagina porque la gente no solo se lleva en la memoria las formas de sus presentaciones en un sitio ajeno, sino las formas de la cotidianidad de esos lugares. 

Allí está el plateau a la intemperie “en riesgo de despedazarse”. El primer escenario. Bayamo no es una plaza efervescente en cuanto a bandas musicales propias—en 2019 salió la black metalera, Inhibitor of Souls. No obstante, el público ha reclamado, y el aullido del metal ha respondido. Por allí han pasado alineaciones cubanas y extranjeras. En Holguín, el metal se mete en el cuerpo muy tempranamente. Es el único lugar en la isla donde las mujeres se imponen en el mosh.  La gira del Brutal Fest no puede perderse tampoco esa parada. Hay que subir a la azotea, también crujiente, donde sucede todo…Tocar allí es estar casi en lo más alto y más adentro del público cubano. Camagüey es otra plazoleta al aire libre, que conserva el espíritu de una rockoteca del noventa. Villa Clara, capital honorífica del metal y el punk se suma al recorrido. Luego Cienfuegos, cerca del mar, hasta desembocar en La Habana.  

En ese momento, una no imagina cómo miran los visitantes. Una no percibe que antes de subir pudieran estar pensando cómo acomodarse sobre la ola, cómo dominarla, cómo buscar en condiciones diferentes el equilibrio de su personalidad visual y sonora. Un ejercicio que los músicos cubanos están acostumbrados a hacer. Tenerlo presente me ha servido para comprender la escena metalera de la isla, donde muchas veces no ha sido posible contar con las coordenadas técnicas y escenográficas para esta música. Y eso, a pesar de que  no ha detenido la creación y más bien ha desarrollado la actitud de “tocar a pecho”, ha dejado en los devotos cierto  dolor, o un sentimiento de lejanía del que por momentos cuesta salir porque, además, no es una práctica que los binoculares de disqueras internacionales, aunque sean subterráneas, busquen la isla. 

 Yannick, de Point Mort, no es ajeno a esta realidad. Como escribiré más adelante sabe de los frikis cubanos, de las traslaciones generacionales del rock aquí, así como de las dificultades para hacer metal. Pareciera que estuvo leyendo antes de venir a la isla, o indagó en la historia de la escena cubana, o no ha perdido oportunidad para hablar con la gente. El guitarrista, que ya no será parte de Point Mort cuando escribo, me devuelve sus respuestas con un entusiasmo, una seria ilusión que he visto en quienes tienen una relación honda con la música. 

—En Cuba hemos visto gente que tiene dificultad para comprar hasta las cuerdas de la guitarra. Yo creo que los músicos cubanos tienen una gran actitud. No creo que en Europa se tenga siempre esta misma actitud. La devoción como actitud a veces no es lo que predomina. Por pocas cosas la gente renuncia. Ver cómo en estas condiciones se sigue haciendo música en Cuba es percatarse de una diferencia con respecto a la queja que normalmente existe en otras partes. 

Yannick lleva un tatuaje en el brazo, anda en chancletas y no se despega de su guitarra. En el momento de la entrevista—en un inglés tras el que voy rígida, cazando las palabras— pone los énfasis tanto en la actitud de los cubanos como en la de ser underground en Francia, dos ideas que dan vueltas pero caen sobre el mismo punto: el de defender la música que se tiene adentro. A veces, una música esquiva. Hasta hace muy poco era difícil encontrar fotografías de Point Mort. Una carretera sin lumínicos. Un punto muerto en la arteria escénica, lo que significaría: primero la música; luego, la trayectoria:

—La única manera de desarrollarte en la escena francesa es ser muy devoto y estar motivado con tu propia creación, y olvidarte de ciertos sueños como ser una estrella de rock. Si realmente te gusta lo que haces siempre hay un camino para tocar, conocer gente. Si con lo que haces acontecen cosas buenas, tómalas y disfrútalas. Si no pasa mucho,  pues no importa. Tienes todavía el otro día para seguir trabajando y hacer lo que quieres. Mucha gente anda con demasiadas  expectativas y se pierde…

Se lleva el puño ladeado a los labios. Por dentro, su lengua le toca y remueve la mejilla. 

–Disculpa que sea crudo

No digo nada. ¿Lamer? Hay otros gestos para lamer. Lamer puede dar placer o asco. Depende…Enseguida contextualiza: 

—En Francia es bastante complicado ganar la atención de la gente. A veces hay un público moroso frente a la energía que se invierte en la banda. Hay muchos grupos y puede verse como necesario venderte un poco. Si quieres llegar a un nivel diferente, tienes que prostituirte. Realmente nosotros no queremos ese camino, por lo que no tenemos expectativas, no estamos esperando nada. Lo que nos gusta es dar conciertos, y esperamos siempre la oportunidad para eso. Haber venido a Cuba es excepcional porque se trata de un escenario nuevo, diferente. Creo que es lo que importa. 

— ¿Y festivales como el HellFest, el Motocultor? 

—Nosotros hemos tenido suerte. Tocamos en este último. Tuvimos suerte por ser una banda joven. Es un gran festival en Francia y fue una tremenda experiencia. Pero se trata de suerte haber tenido ese chance.

Sam, que está sentada junto a Yannick y el resto de los integrantes, Olivier (guitarra), Damien (bajo), Simon (batería), añade: 

—Realmente es difícil para los grupos jóvenes atraer la atención del circuito de grandes festivales como este, que sigue a las alineaciones más experimentadas y conocidas. Puede ser un riesgo para ellos listar una banda joven.  

Dos años atrás, Point Mort contaba solo con el álbum Look at the Sky, “el primero, el clásico”, afirmó Yannick, sacando entre risas su español. De alguna forma el Brutal Fest contribuyó a promocionar esa creación también aquí. En el 2020, son parte del cartel del Hellfest para el 2021 y se siguen acumulando los efectos de Rhope, un EP que era solo un proyecto cuando hablamos y que marcaría “un cambio en el grupo…, pero que la diferencia con lo anterior venga de lo que vamos sintiendo. Una evolución natural”.

Da la impresión que Point Mort ha venido estableciéndose en el circuito francés. Y aunque no se ve un horizonte fijo, tampoco marcha a la deriva. El antropólogo Clifford Geertz decía que la vida es solo un tazón de estrategias. Y tal vez, es lo que viene funcionando en este caso para entrar al juego escénico y salir a flote, es decir, defender la creación personal en una escena, según cuentan, donde también hay que nadar mucho para dejar una huella si estás “al margen” de lo que se viene produciendo: 

—Cuando te enfrentas a grabar, te das cuenta que las disqueras tienen previamente definido lo que buscan, y las grabaciones  se hacen en función de categorías. Es difícil estar al margen y que te produzcan tu música— se lamenta el músico. 

Look at the Sky se grabó sin expectativas. La pequeña disquera Almost Famous fue su cómplice—como lo ha sido también de Rhope. Solo dos días de grabación. Un disco inusual, pues lo primordial era no perder la química del grupo, la interacción que tienen en escena. La música exhaló la energía de un concierto en vivo: Para mí, la energía de esta banda marca su estilo.  

—No fue un disco perfecto, pero nuestra energía está ahí. Recibimos reseñas positivas, a la gente le gustó…Gustarle o no a la gente…bueno, realmente no esperábamos nada. Pero sí, pasó—dice Yannick. 

  Y creo que algo similar les sucedió en Cuba. 

                                                                                    ***

No recuerdo las luces de ninguno de los conciertos. Los videos pueden ayudar, pero en  mi cabeza, Sam grita entre pálidas luces amarillas. Eso, si estoy cerca. De lejos, el sonido de la banda tiembla con esas luces en un extraño punto donde confluyen, entre otras cosas, el doom, el hardcore, el death metal y una melodía oscura, filosa y nostálgica. La canción “Make the Loop Circle Flat”, del EP Look at the Sky me parece un reflejo sonoro de las sinuosidades de la banda. Un grupo situado algo más allá de los géneros mencionados. Tal vez en el anillo menos central de un limbo post hasta donde, creo, se llega por influencias musicales, inspiración propia y un espíritu existencial.

—Para nosotros es realmente difícil describir lo que hacemos entre posthardcore y postmetal porque es un tipo de música que usa códigos que se pueden encontrar en ambos. Los riffs, algunos elementos del drum no son tomados en el camino clásico, sino que tratamos de llegar algo más lejos…A veces tendemos a hacer algo más lento; otras, rápido. Probablemente por eso podemos incluir nuestra banda en esas dos tendencias. Creo que sí nos apartamos de las etiquetas clásicas y ahí hay diferencia. Nos gusta explorar lo diferente—comenta Yannick,  quien con frecuencia usa un pulóver de The Dillinger Escape Plan. 

Uno de los cubanos participantes en el Brutal Fest fue de los primeros en notar esa presencia, y situar a la banda norteamericana como influencia de Point Mort. El guitarrista no niega esa afección en el grupo, pero resalta el intento de alcanzar singularidad dentro de la efervescencia del metal, que lleva ya más de cuarenta años produciendo géneros y estilos. Cada miembro es un mundo musical. Las preferencias se reparten individualmente entre alineaciones muy atmosféricas, el black metal, el punk y el posthardcore, como una tendencia más reciente: 

—Dillinger… (en el sentido musical, compositivo) parece dirigirse más directamente hacia un punto, a alcanzar un punto. Son mucho más técnicos y caóticos. Personalmente creo, incluso, que son más fríos. Nuestra música es más cálida… Pero, nuestras influencias son muy diversas. Cada miembro del grupo tiene influencias muy diversas y la idea, precisamente, es poner juntas pequeñas cosas que nos influencian y desde ahí crear tanto musicalmente como en el performance.Vamos juntos a los conciertos y así podemos disfrutar mientras vemos cosas que nos gustan, aunque en realidad no queremos sonar como otras bandas… También hay una nueva ola de posthardcore en Europa de la que podemos beber, así como grupos donde las mujeres crean algo más suave y a la vez muy agresivo.

El performance de la banda resulta otra especie de musique visuelle. Es una música para ver.  La cantante no siempre está al centro. A veces hay que buscar su furia o su levitación interior cerca de la batería, en una esquina del escenario o adentro del círculo que suele crear el grupo. A lo largo del tema, van conformando una danza circular en la que cada integrante queda en la pose más personal de ese trance al que lleva la música. Se turnan el puesto más cercano al público. Se alejan. Se colocan todos al mismo nivel, cerrando un anillo que les da identidad, consistencia. No obstante, Sam siempre resalta. Ella y su voz son el punto que nunca muere en la mirada. Como mismo dijo Yannick: “un punto focal innegable de la banda”.  

—Canto hace bastante tiempo…—interviene otra vez. Me introduje en el scream y en un momento quise hacer algo que me pusiera más en peligro…, y por esa razón estoy en una banda como esta. Sobre el escenario me gusta sentirme vulnerable y a la vez muy fuerte, crear ese equilibrio. Me gusta sentirme emocional sobre el escenario. Este tipo de grupo te ofrece todo eso. 

El contraste entre fragilidad y agresividad que Sam consigue durante el performance creo que le debe mucho a su rol como compositora, es decir, al hecho de que las líricas que escribe no caigan sobre la música que hacen los instrumentistas como gotas de otra lluvia, sino que las letras y sobre todo las palabras que con más intensidad arroja en un concierto, sean también la música de Point Mort. 

Cuando describe brevemente el proceso compositivo de la alineación, refiere cómo le pone su voz a lo creado por los otros integrantes, y me desvanece la idea de que escribe porque tenga algo preconcebido que decir: 

—Con mis letras no quiero mostrar nada. Cuando compongo mis líricas solo toco con ellos. Yo encuentro mis notas primero, busco sonidos o palabras sónicas, pero sin un significado. Todo eso empieza a trabajar en mi cabeza, como una introspección que me lleva a lo que canto.

Sobre la naturaleza, la ecología, los conflictos y problemas de la gente hablan, como entrando en un sueño, las canciones de esta banda parisina.  

A pesar de su  engranaje, de entregar una música fuerte, Point Mort no fue para el público cubano una alineación provocativa, al menos, no en el sentido clásico. No en todos las plazas se le respondió con hardcore. Hubo quienes siguieron desplazándose  mientras la música avanzaba; otra parte quedó atenta, confusa, descubriendo, asimilando: 

—Estuve muy sorprendido de ver tanta gente. En Francia nosotros no tenemos un público tan vasto en los conciertos que damos. Son muchos conciertos y por tanto es complicado tener un público amplio. Me sorprendió, sobre todo, ver tanta gente joven, muy joven, no muchos que pasaran los 25. No obstante, tuve sentimientos encontrados con respecto a la atención que dieron a la música. Escuché que ha habido una generación de frikis, rockeros, metaleros, pero muchos se fueron del país o ya no están activos en la escena; que este es un tiempo donde la escena cubana empieza a  pertenecer, precisamente, a la gente joven… Por eso, el modo en que nos dieron su atención fue especial. Las personas más cercanas estaban realmente atentas. Quizás otro estilo pudiera involucrar de manera más fácil al público joven, pero realmente, aunque es difícil de explicar, sentía que querían  comprender lo que hacemos. 

Los otros integrantes de Point Mort se encuentran en esas palabras de Yannick. 

                                                                                       ***

El Brutal Fest es un punto de quiebre en la dinámica global del metal porque Cuba no es una plaza común para las bandas extranjeras. Que dejen su música aquí resulta una forma de poner en práctica la filosofía del punto muerto, y probarse también en lugares más distantes. De esa manera, el público cubano se beneficia al tener acceso a directos del underground internacional. En algunas ediciones han surgido colaboraciones con músicos de la isla. 

No obstante, ese encuentro— siempre en crisis debido a lo que ya puede recitarse: el presupuesto; hacerse en un país donde el do it yoursef suele estar a la altura del sueño, lo cual aterrizan los músicos y otros con mucho empeño; y (esto es una visión muy personal) la débil participación en el festival de la creación hecha aquí— no se escapa de la sensación de lejanía. Cuba es una galaxia lejana incluso dentro de lo más underground a nivel internacional. La lejanía tiene que ver con limitaciones e imposibilidad. Pero también con cómo se va asentando la idea, por una razón u otra, aquí o allá, de lo anacrónico. La lejanía no se construye de un solo lado…

En los ochenta del pasado siglo aquellas cartas y casetes del underground se filtraban como los cigarros entre celda de presos. Todos con condena. Todos desafiando las circunstancias. Esta música empezaba a transgredir hasta las distancias socio-históricas más devastadoras…La música iba a contracorriente de la lejanía. 

 En esto pienso mientras el ómnibus regresa con los grupos extranjeros desde el Oriente.  A lo lejos un perro corre por un sembrado que parece infinito…No puedo dejar de verlo entrar al caserío, perderse hasta hallar una escalera, subir y mover la cola entre las botas de los muchachos. Por un momento detienen los instrumentos. El zinc del techo está más caliente que el sol. Se quitan el sudor. El baterista cuenta tres sobre la caja y enseguida vuelven a estremecer todo aquello.  

Para mayor información, consultar:

Video del Brutal Fest realizado por Point Mort: 

https://www.youtube.com/watch?v=o-HewlJ-HTs

“Se nos fue William”: otra alma del rock

“Se nos fue William”: otra alma del rock

En el mundo del rock and roll siempre hay tipos peculiares. Siempre hay quienes dejan huella. Y este era uno de ellos. No fui su amiga. Pero, me hubiese gustado serlo. Es grandioso tener al lado alguien que destila alegría y pasión aun cuando se está perdiendo la luna. William Bonachea era así. Entraba a la noche para ponerle música. Siendo exacta, para ponerle rock and roll, pero con un entusiasmo que imponía estilo.  

Lo vi unas cuantas veces. Sobre el escenario del Submarino Amarillo,  en la Casa de la Música, en otros sitios. Su actitud de rockero, esa de escuchar una melodía y sentirla en las venas, y la estirpe que mejor reflejaba el mundo al que pertenecía: sus tatuajes, las argollas, y otros metales sagrados, las acompañaba con un espíritu especial. 

No importaba si cantaba una versión o los temas propios de la banda que integraba. Él parecía decirte: “lo que viene ahora es único o, mejor, lo vivirás como único”. Hacía unas breves visitas al drummer, al guitarrista, al resto de los músicos. Daba unos aplausos como para acelerar el corazón de cada instrumentista y el suyo. El tema empezaba a rasgarse. Y se hacía real la magia prometida. Porque además él continuaba haciéndola posible. Muchas veces tomaba el micrófono, lo colocaba a la altura de la cintura y tocaba sus cuerdas de aire, como si quisiera sacar de ellas música o fuego.  

William Bonachea fue un músico underground. Él mismo lo afirmó con esas palabras en El desafío, un audiovisual de Ruffo de Armas, que aborda algunas problemáticas de la escena rockera habanera a través de la banda Challenger. Quizá es uno de los pocos registros que muestra cómo William mantenía viva e idéntica su aura también fuera del escenario. Pero, ya se sabe que en materia de rock and roll hay mucha historia perdida o guardada en la memoria de los devotos de esta música como un tesoro al que no muchos llegan a tiempo. 

En ese mismo documento, él abre las puertas de su casa. Tampoco esta era muy común. Las propias paredes advertían que aquí la relación con el arte iba más allá de la música. William se graduó de Artes Plásticas en San Alejandro en 1987. Las paredes de “la casa del terror”, como él la llamó, estaban tapizadas con grafitis y pinturas. Pudiera decirse que estaban tapizadas con una filosofía directa. Una puede inferir a través de ello que la sonrisa de William moldeaba y torcía una conocida dureza de la vida. E igualmente, teniéndolo otra vez sobre el escenario— o en descargas a las que se unían los frikis como eslabones de una cadena que no podía quebrarse—, asegurar que la alegría perenne solo puede estar sostenida por un espíritu libre.  

Este 22 de abril cuando se supo de su muerte por cáncer, muchos recordaron Estirpe, la banda de  heavy metal en español del que fuera vocalista. Pero antes, él fue cantante de Cénith. Dejó la universidad y en ese grupo  comenzó a hacer rock and roll a ·”todo pecho”. También integró, entre otras bandas como Los Tackson y Challenger, el grupo Gens, el cual consideró “la mejor historia de mi vida”.  

Tal vez, que William naciera en los sesenta es un dato místico. Porque a pesar de cualquier cambio y trabas de los tiempos, siempre se mantuvo fiel al rock. Él fue uno de esos músicos que, aun perteneciendo al circuito profesional, no dejaba de ser un servidor de las insinuaciones de las noches rockeras. Quizá sintió que no hacía falta despegar demasiado para ofrecer, con su voz y movimientos, el rock y toda la atrayente energía que llevaba adentro. 

Pie de Foto: William Bonachea junto a Ángel Luis Fundichel (teclados) y Ruffo de Armas (bajo). Crédito: Challenger

Pensando la música extrema: lo que “mira” Keith Kahn-Harris

Pensando la música extrema: lo que “mira” Keith Kahn-Harris

Esta es una breve reseña lotmaniana  (1). Lo es porque habla de un texto en el que se distingue una semiosfera y un hombre –en este caso, el autor, un sociólogo asentado en Londres– que se pasea por la parte tangencial de ese mundo donde músicos y público absorben la atmósfera del metal extremo.

La introducción en esta escena musical le ha permitido a Keith Kahn-Harris escribir el libro Extreme Metal: Music and Culture on the Edge (2007),  hecho como si intentase traducir el secreto de los signos que tuvo ante sus ojos. Lo que él revela en ese volumen podría sintetizarse en tres argumentos: el metal extremo es un discurso de transgresión; lejos de lo que se piensa, evoluciona a partir de una experimentación casi insondable; la reflexividad, o sea, el análisis crítico y particular de subjetividades y contextos se hace necesario al abordar esta cultura musical alrededor del mundo.

Imagino a Keith Kahn-Harris de brazos cruzados, pulóver negro, la barba a lo Tom Araya en cualquier bar de Inglaterra, Suecia, Estados Unidos o Israel, algunos de los países que estudió, atento al “acto sígnico particular” de esta cultura: el performance musical. ¿Cómo llega a configurarse esa realidad; ese éxtasis sonoro que maneja los cuerpos; esa franja visual, casi nunca interrumpida, que le producen a la mirada los elementos que portan quienes están allí?

“El metal es un discurso de transgresión sonora, textual y práctica” —dice el autor–, basado en  imaginarios, y observable en la escena, o sea, en la relación de coherencia entre las subjetividades y los diferentes procesos creativos que surgen en torno al sonido, y que  terminan “conquistando” un espacio.

Para explicar lo anterior más claramente, tal como lo hace Kahn-Harris, se podría pensar en cómo se imbrican imaginario, música y estilo, tomando ahora el caso del black metal. La intención de llevar a otra dimensión la agresividad sonora del heavy metal, como lo hicieron Venom (Inglaterra) y Hellhammer (Suiza) en los ochenta, utilizando, además, símbolos visuales extremos, condujo a la creación de presentaciones  o performances musicales consonantes con esas transgresiones, así como procesos de producción, circulación y consumo dirigidos a la consolidación de ese estilo. El surgimiento de fanzines, disqueras, revistas, festivales a tono con el mismo significó el asentamiento de una escena.

Si bien el heavy metal resultó un coro poderoso, que con la distorsión de las guitarras y los riffs –parte básica de su estructura musical–, además de voces guturales, estridentes, excitantes, trascendía los límites identitarios del rock, desde donde despegó hacia un universo propio, el metal extremo lo hizo evolucionar aún más, cimbreando con su experimentación los despoblados túneles que primero le dieron refugio. Siguiendo al musicólogo Robert Walser, quien distingue tras la Nueva Ola de Heavy Metal Británico (NWBHM, en inglés), una “dialéctica de control y libertad” que reinventa de forma permanente al género y que, se añadiría, hizo surgir subgéneros como el thrash, el death, el grindcore, el black,  entre otros, Kahn-Harris señala la importancia en ello del trabajo con códigos de lo extremo, lo que alude tanto a lo sónico como a lo visual.

 Una de las autoras que ayudan al investigador a encontrar el significado de lo extremo en el metal es Julia Kristeva, filósofa, semióloga y feminista, para quien este concepto se relaciona con lo abyecto, entendido como deformado, execrable, terrorífico, que se presenta en la modernidad como una forma de sobrevivencia, que deja a su alrededor una sombra de caos… En última instancia, rescata el autor, el discurso del metal transita sobre una fuerza de crítica social, agarrado a la metáfora existencial de otro mundo que, de alguna manera, se insinúa o asoma en la realidad de la música; sus prácticas performativas, es decir, la incorporación al cuerpo de elementos de la escena; las formas de vida, vínculos afectivos y roles artísticos que se han ido generando.

Un punto que sobresale en el libro es la postura crítica frente a “la transgresión práctica” o los modos en que ha venido haciéndose más porosa la línea entre fantasías de purezas extremas y realidad para algunos de los protagonistas, lo que se ha traducido en controversias, diferenciaciones y distancias en  varias escenas. Por tanto, si bien el metal fue visto por sus primeros cultores y cultoras como comunidad y arte, en resistencia ante el moralismo y el ejercicio del poder institucional, la diversidad que lo atraviesa hoy hace más complejo su estudio, y abre paso al mismo desde las particularidades de los contextos, relaciones y significados que produce esta música.

De hecho, a pesar de la intención holística de la investigación, deja fuera los sentidos de participación en la cultura del metal extremo en zonas de América Latina y el Caribe, atravesadas por otros procesos sociales e históricos, por lo que sigue pendiente una aproximación desde aquí al metal extremo. ¿Dónde estarían las rupturas y, a la vez, las conexiones para quedar dentro y pertenecer a ese trazado cultural?

El libro no da cuenta de la forma en que ocurren desprendimientos o desplazamientos de ciertos territorios cuando hay interés por formar parte de un circuito del metal, o cuando este mismo ha descubierto la energía que lo alimenta también en una banda de un país lejano. Eso ha acontecido, por ejemplo, con grupos de Cuba. Narbeleth, alineación cubana de black metal, ya es reconocida en el Under The Black Sun, ese festival donde quienes cultivan en Europa y sitios vecinos el metal extremo como un sol místico y único, se juntan para escuchar su ascenso y ocaso en un bosque germano.

“Aun cuando el metal se ha fragmentado, sus diferentes escenas tienen todavía mucho en común”, parece ser el argumento para presentar el libro como el resultado de una inmersión en la cultura global del metal. Y, sin dudas, este estudio de Kahn-Harris, aun con sus vacíos en torno a escenas particulares, e incluso, con su escritura académica, una boya inconfundible que anuncia que el texto navega en ese campo, puede atrapar a quienes les interese el metal extremo desde aspectos muy diversos y en cualquier sitio.

Son ocho capítulos. El primero resulta una discusión teórica del autor con otros investigadores e investigadoras sobre modos de estudio del metal extremo, para luego concentrarse en el concepto de escena, teniendo en cuenta que es en ella donde se introduce, participa, dialoga y observa… El segundo está enfocado a la transgresión en el metal desde el punto de vista sonoro, textual y práctico, lo que le permite señalar problemáticas y ambivalencias en su uso a lo largo del espacio que recorre. Lo que sigue es una profundización, de acuerdo a las experiencias de músicos y fans.

Del cuarto al sexto capítulo, siguiendo a Pierre Bourdieu, el sociólogo francés conocido, entre otros temas, por ahondar en la reflexividad de las ciencias sociales, Kahn-Harris se centra en distinguir jerarquías, desigualdades entre centros y periferias, así como en la producción al interior de la escena de lo que llama “capital subcultural” y las tensiones que ha provocado entre formas “mundanas” o “transgresivas” de reinvención del género. La relación entre política y metal extremo llena las páginas del capítulo siguiente. El cierre es una reflexión sobre los aspectos problemáticos tratados antes, y las conclusiones exploran la necesidad de salirse o desafiar conservadurismos sin que ello signifique una renuncia al “radicalismo” que ha sido la esencia de esta música.

Extreme metal…, que ha hecho crecer los estudios sobre heavy metal iniciados en los noventa, al ubicarse también en los estudios de música popular, ofrece pautas para “leer” otros sonidos, pues su propuesta es la articulación de los elementos de la escena para entender la música como un todo. Por eso, la alusión a La semiosfera (1996), la aproximación a Lotman en esta reseña.

Así, hablar de música significa dar cuenta de sus (des)estructuras…Seguir “el signo” como si fuesen luciérnagas…Afincarse al paisaje de lo social y sus circunstancias pasadas, actuales, oníricas… Estar allí frente al performance musical, sabiendo que “mirar” es entrar a creaciones y relaciones en constante movimiento.

Narbeleth-live

(1)  Iuri Lotman, semiólogo ruso.

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