Autor: Marla Hernández

Gracias por tu obra, Gerardo Mosquera

Gracias por tu obra, Gerardo Mosquera

La cultura cubana está en deuda con Gerardo Mosquera. Y no solo ella, sino además un numeroso grupo de creadores de nuestro país que si hoy son conocidos a escala internacional se debe a lo hecho hace años por ese crítico y curador. Lo que se dio en llamar en los años ochenta “renacimiento cubano del arte” no hubiera sido posible sin el acompañamiento teórico en su momento de este hombre, hoy apenas mencionado en el contexto nacional por las instituciones culturales y los medios de comunicación. Por supuesto que ello no sorprende a nadie pues ya sabemos del proceder del Estado y sus dependencias en Cuba con aquellos que no responden ciegamente a los designios oficiales. Lo triste es que idéntico silencio se produce también en la comunidad de artistas radicados mayoritariamente en la diáspora y que han conseguido ubicarse en determinado peldaño del mercado de las artes plásticas, cierto que gracias al talento individual que cada uno de ellos posea, pero también debido al espaldarazo recibido de inicio de parte de Gerardo Mosquera. Pero en fin, con las glorias se olvidan las memorias.

Afortunadamente, Mosquera no necesita en lo más mínimo del reconocimiento ni de las instituciones cubanas ni de sus compatriotas artistas. Como curador, él ha logrado trascender el ámbito nacional y ejercer su erudición en disímiles rincones del mundo. Una nueva prueba de sus muchos resultados la encontramos por estos días: la editorial española Cátedra ha publicado el libro Arte desde América Latina, una antología de textos de Gerardo Mosquera, la cual abarca trabajos suyos que vieron la luz en la década de los ochenta, hasta ensayos que circulan por primera vez. El volumen contiene también más de un centenar de ilustraciones y estuvo prologado por el investigador griego, radicado en Australia,Nikos Papastergiadis, un teórico de obligatoria consulta en lo relacionado con temas como el de la globalización y el multiculturalismo. Por su parte, el artista mexicano Pablo Helguera fue el encargado de ilustrar la portada.

Una de las cosas que más me llama la atención del libro es que aquí las fronteras geográficas se vuelven difusas, realidad que se ha ido imponiendo poco a poco, al margen de que algunos no se percaten de ello. Así, New York es en la actualidad un epicentro fundamental del arte «desde América Latina». Igualmente, artistas europeos, estadounidenses, africanos o asiáticos son partes de un proyecto de arte público, llevado a cabo en Ciudad Panamá, a la par que los latinoamericanos realizan sus creaciones en sitios como Melbourne, EEUU, Madrid o París.  Ese es el caso, por ejemplo, de la importante creadora cubana Tania Bruguera, artífice de la fundación del Immigrant Movement International, en Astoria, Queens, proyecto comunitario harto interesante y que ya tiene una década de existencia. En dicho proyecto ideado por Tania, los inmigrantes, fundamentalmente los hispanos y los indocumentados, reciben gratuitamente clases de inglés, asesoría legal y asisten a talleres de creación artística.

Como era de suponer, en el libro lo relacionado con Cuba ocupa un buen espacio de todas las páginas. De tal modo, podemos leer estupendos ensayos acerca de Portocarrero y Amelia Peláez,  una entrevista que Mosquera le hiciera a Wifredo Lam, así como un grupo de textos sobre creadores pertenecientes a la generación de los 80, protagonistas del parteaguas que para la cultura cubana representó aquel movimiento iniciado con Volumen 1. Pero Gerardo no se queda únicamente en compilar materiales que discursan en torno al pasado sino que se mete de lleno en el abordaje (siempre desde el pensamiento lúcido) de problemáticas contemporáneas como resulta el «artivismo» que en el presente despliega la antes mencionada Tania Bruguera dentro de la propia Cuba, desde la premisa de incentivar tanto la participación cívica como el diálogo político en nuestro país.

No falta en esta obra publicada por la editorial española Cátedra una aproximación a la Bienal de La Habana, fundada en 1984 y que notablemente contribuyó en una etapa a la internacionalización de las producciones culturales de este lado del mundo. Como explica Gerardo Mosquera, ese proyecto tuvo en sus inicios un enfoque globalizador. No está de más recordar que la misma comenzó cinco años antes de que fuese inaugurada la célebre Le Magicians de la Terre, en el Centro Pompidou en París, que vino a ser una suerte de continuidad de lo que se comenzó en La Habana, aunque a estas alturas del siglo XXI y dado el estado actual de la bienal habanera poco o nada se hable de ello.

Ahora bien, el plato fuerte de una propuesta como la recogida en las 384 páginas de arte desde América Latina viene dado, según mi parecer, por la expresa renuncia al encasillamiento en atributos nacionalistas, algo que tanto daño ha hecho a nuestros pueblos, incluido el cubano. Aquí lo entendido por autóctono no entra en contradicción alguna con lo internacional.

Como queda claro tras leer los argumentos de Mosquera, lo llevado a cabo en este lado del mundo en los últimos años se ubica en los circuitos globales sin la más mínima apelación a determinados regionalismos.  Estamos ante una propuesta artística que participa de un modo fluido en los circuitos establecidos para ello. Con razón, en el prólogo de la compilación, Nikos Papastergiadis  expresa que el artista latinoamericano contemporáneo ha dejado de percibirse a sí mismo como alguien que pertenece a la periferia. Sucede que la oposición entre lo local y lo universal hoy es asunto del pasado.

Antes de concluir, quiero reproducir la nota promocional que en relación con este libro de nuestro compatriota ha puesto en circulación Cátedra Ediciones Grupo Anaya en Internet:

«Podría resultar paradójico que quien en 1996 se pronunció «contra el arte latinoamericano» agrupe ahora en este libro algunos de sus escritos sobre el arte en la región. No es así: la obra de Gerardo Mosquera ha contribuido a superar una noción totalizadora y reductora no solo del arte creado en América Latina, sino del continente mismo. Lo prueban los ensayos reunidos en este volumen, buena parte de los cuales no habían aparecido en castellano, que muestran a un pensador que no se resigna al arte con apellidos y trabaja inmerso en los procesos y eventos de la cultura contemporánea.

«El libro sobrepasa el ámbito latinoamericano para discutir problemas globales. Nikos Papastergiadis ha señalado que una de las lecciones que nos ofrece es la de «modificar el papel del artista en la periferia: pasar del que imita lo dominante para acceder a lo universal, al que produce contenido universal a nivel local. Por tanto, ofrece una metodología distintiva». Es el nuevo paradigma del «desde aquí», defendido por el autor: los contextos son ahora actuados más que mostrados.»

Por último, quiero dar gracias a Gerardo Mosquera no solo por este libro, que ojalá alguna vez se publicase en Cuba, sino por lo mucho y bueno que él ha hecho durante más de cuarenta años en pro de enseñarnos el modo en que el arte contemporáneo echa mano a los contextos, tanto culturales como sociales, para intervenir en el presente que nos ha tocado vivir.

Otro aporte de Rosa Ileana Boudet al teatro cubano

Otro aporte de Rosa Ileana Boudet al teatro cubano

Hace rato que la teatróloga, crítica y narradora Rosa Ileana Boudet ha inscrito su nombre en la nómina de figuras que con su quehacer mucho le han aportado a lo más auténtico de la cultura cubana de todos los tiempos. Entre sus numerosas responsabilidades en el pasado habría que decir que fue fundadora de la revista Tablas, así como directora de la publicación Conjunto y del Departamento de Teatro de la Casa de las Américas. Como cuentista, relatos suyos han sido incluidos en compilaciones como Estatuas de sal (Ediciones unión; La Habana, Cuba; 1996) o Cuentistas cubanas contemporáneas (Editorial Biblioteca de Textos Universitarios; Salta, Argentina; 2000). 

Entre sus libros pueden mencionarse Alánimo, Alánimo (1977), El vaquerito (1983), Teatro nuevo, una respuesta (1983), Este único reino(1988), Potosí 11, dirección equivocada (2000), Teatro cubano: relectura cómplice (2010), Luisa Martínez Casado en el paraíso (2011) y Cuba entre cómicos: Candamo, Covarrubias y Prieto (2015). Pero si todo eso fuera poco, hay que señalar además que es la madre de una de las principales actrices de nuestro país de los ochenta hacia acá, la archi conocida Broselianda Hernández. 

El más reciente trabajo investigativo de Rosa Ileana Boudet es una obra descomunal por el esfuerzo que debe haber implicado para ella el llevarla a cabo, me refiero al libro titulado El Teatro Alhambra contado por un conde. En dos tomos, el primero de 391 páginas y el segundo de 393, esta estudiosa del devenir del arte dramático cubano recupera del pasado las crónicas teatrales escritas por Aniceto Valdivia y Sisay de Andrade (1857-1927), bajo el seudónimo Conde Kostia (personaje de la novela de Victor Cherbuliez). En el primer tomo aparecen además crónicas de Francisco Calderón (Santi-Báñez) y varios ensayos y anotaciones de la propia Rosa Ileana.

Es interesante acotar que la mayoría de estas crónicas fueron publicadas de inicio en el periódico La lucha Y tratan acerca de obras presentadas en el teatro de variedades Alhambra, así como algunas del Payret, Lara, Tacón, Albisu y Politeama.

Para los más jóvenes hay que decir que el Teatro Alhambra estaba situado en la esquina de las calles Consulado y Virtudes, a una cuadra del céntrico Paseo del Prado, en lo que hoy es el barrio Colón en Centro Habana. Inaugurado el 13 de septiembre de 1890, cerró definitivamente sus puertas el 18 de febrero de 1935, después de casi cincuenta años de éxitos de público y taquilla. Con posterioridad a enero de 1959, en el sitio funcionó la sede del Teatro Musical hasta que, entrados los noventa del anterior siglo, la desidia, el desinterés y la abulia de los responsables en darle mantenimiento constructivo a la instalación hicieron que un lugar de tanta historia se convirtiese en ruinas.

Según se ha calculado, en el Teatro Alhambra, durante sus 45 años de funcionamiento, se escenificaron Entre 2.500 y 4.000 obras originales. La primera de las crónicas recuperadas por Rosa Ileana Boudet está fechada el 15 de septiembre de 1890, dos días después de inaugurarse el teatro. En los dos volúmenes aparecen en total más de 300 crónicas

Además de lo que pudiera considerarse como el eje que vertebra en su conjunto la compilación, es decir, el Alhambra, sus actores, músicos y dramaturgos, podemos leer en ambos tomos alusiones a acontecimientos relacionados con el mundo artístico y teatral de la época.

Igualmente, en el libro se comentan  acontecimientos destacados ocurridos en esas convulsas décadas. Por ejemplo, la guerra España-Cuba-Estados Unidos y el hundimiento del Maine en la bahía de La Habana el 15 de febrero de 1898. Cuando se lee toda la información recogida en estos dos volúmenes, hay que sorprenderse ante la gran cantidad de obras llevadas a escena en el Teatro Alhambra. La misma sensación me asalta  al pensar en la fecundidad de los autores que trabajaban para dicho escenario. Entre los más prolíficos, el binomio Villoch-Mauri (Federico Villoch, libretista y Manuel Mauri y su hermano José, compositores) y el renombrado músico Jorge Anckermann.

El segundo tomo, con material comprendido  en el periodo 1909-1935, incluye crónicas tanto del Conde Kostia, como de Max Henríquez Ureña y precisas anotaciones y ensayos de Rosa Ileana Boudet. Para los investigadores, resulta de suma utilidad el hecho de que se citen En orden cronológico las obras presentadas en el Alhambra en esos años, así como  la idea de poner una sección «De la A a la Z» a manera de glosario de personas, palabras y frases relacionadas con el mundo teatral. En el sentido de beneficio para posibles estudiosos interesados en el tema,  vale destacar que en este trabajo también se alude a algunas de las personalidades que asistieron como espectadores al teatro: Federico García Lorca, Harold Hart Crane, Waldo Frank, Ruth Page, Vicente Blasco Ibáñez, entre otras.

Finalmente, ante algo como lo recogido en El Teatro Alhambra contado por un conde, Vol. 1 y 2 (Ediciones de La Flecha, 2020, Santa Mónica, California), solo queda felicitar a Rosa Ileana Boudet, a sabiendas de que tiene que haber dedicado muchísimas horas  para investigar, transcribir y comentar el conjunto de textos retomados por ella del pasado, notable aporte a la memoria del teatro en nuestro país y puente de partida para que otras personas continúen semejante imprescindible labor.

Tomás Esson vuelve por sus fueros

Tomás Esson vuelve por sus fueros

Quienes vivieron en La Habana durante la segunda mitad de los ochenta o los que son estudiosos del devenir de la historia del arte en Cuba conocen de sobra la importancia que en aquella movida tuvo Tomás Esson, nacido el 8 de febrero de 1963 y de nombre completo Juan Tomás Esson Reid. En el conjunto de su obra creativa de esos años y expresada en la pintura, el dibujo y la instalación, hay dos cuadros a los que siempre habrá que retornar, ya sea para aprobarlos o rechazarlos, pero nunca para obviarlos. Me refiero, claro está, a “Mi Homenaje al Che” (1987) y “Patria o Muerte. Europe” (1989). 

La intensidad con que las dos citadas creaciones plásticas y en general muestras suyas como A tarro partido (1987) y Patria o Muerte, (1989), esta última efectuada en el Castillo de la Fuerza (y en la que además de Esson intervinieron Carlos Cárdenas y Glexis Novoa) transgredían la solemnidad y constricción que ha caracterizado por decenios la representación de lo político en Cuba. Tal tipo de discurso ideoestético hizo que en su momento se generasen profundas discusiones sobre la legitimidad o no que tenía un artista para hacer algo así en el contexto cubano. Estoy convencida de que si en La Habana de 2020 se volviese a exponer el cuadro “Mi Homenaje al Che”, un óleo sobre tela de 170 x 200 cm, se generaría idéntico escándalo al acaecido hace alrededor de 33 años, con la diferencia de que en el presente no habría una polémica  a la altura de la que por esa época se produjo. Y es que Carlos Aldana Escalante, al margen de ostentar el mérito de ser uno de los mayores hijos de puta que ha tenido la burocracia cubana, desde su puesto al frente de la esfera ideológica partidista propició un debate entre intelectuales y funcionarios que tras su defenestración jamás se ha vuelto a dar.

La salida de Cuba a inicios de los 90 de Tomás Esson y de la inmensa mayoría de los que fueron protagonistas del llamado Renacimiento Cubano del Arte no podrá verse como el resultado de una decisión natural, sino inducida o impuesta. La censura ideológica ejercida en aquel momento registró notables influencias en la vida pública. El Estado, visto como institución paradigmática que detenta el poder simbólico, económico y coercitivo, o como una estructura que se construye a lo largo del tiempo, siempre ha de tener influencia (mayor o menor) acerca de la experiencia y la vida de los individuos y puede afectarlas e incluso crearlas.

Así, cuando Tomás Esson pasó a residir en Miami y a enfrentarse a la cruda realidad de esta ciudad del sur de USA, tuvo que abandonar en un momento determinado su obra conceptual desarrollada en Cuba (híbridos de bestias y humanos, catalogables como engendros en actitudes en no pocas ocasiones vociferantes) y dedicarse a algo vendible en el mercado, es decir, el retrato y el paisaje. La llamada “Ciudad del sol”, ideal para hacer dinero pero nunca buena para generar cultura, nada tenía que ver con esas mujeres-monstruos salidas del pincel de Tomás, bien distantes del recordado body-building de los años ochenta y sí cercanas a la apariencia grosera, la vulgaridad circundante, la agresividad callejera o doméstica que él no representó directamente pero que sí le funcionó como arquetipo.

Por mi experiencia personal sé de los tremendos cambios que tenemos que darle a nuestras vidas, en el instante en el que optamos por irnos de Cuba. Yo, por ejemplo, me gradué de Historia del Arte y soñaba con ser una renombrada curadora. Sin embargo, al llegar a Miami tuve que renunciar a mi vocación y convertirme en publicista, de lo que no me arrepiento. Por supuesto que ello no ha implicado la renuncia a mi amor por las artes visuales y en especial, por la obra de contemporáneos de mi generación como Tomás Esson. 

Nunca olvidaré la impresión que me dio ver allá por los tempranos 90 en la Sala de Arte Contemporáneo, ubicada en el edificio de Arte Cubano en la calle Trocadero, el cuadro de Esson titulado “La gallina del tutú rosado”, un óleo sobre tela de 176 x 136 cm y que me empujó a indagar en otras piezas suyas como “Spoulakk” (1987) y “Talismán” (1989)

Como que la experiencia es un viaje de eterno retorno, llegó el instante en que Tomás Esson se hartó de esa clase de pinturas de retratos y paisajes que tenía que hacer en Miami, por lo que se fue a New York para allí reencontrarse y dar vida a un nuevo proyecto creativo, mucho más cercano a sus intereses iniciáticos, la serie Wet Paintings.

Ahora, desde julio de 2020 y hasta mayo de 2021, por primera vez los amantes del buen arte cubano tenemos la oportunidad de disfrutar en el espacio de un museo de una muestra expositiva personal de Tomás Esson, el mismo que —al concluir los estudios en el Instituto Superior de Arte— por su trabajo de tesis fuese escogido como “el graduado más destacado en lo artístico-creativo”.

La muestra, curada por el crítico de arte y comisario Gean Moreno, Lleva por nombre el de  Tomás Esson: The GOAT y se presenta en el Instituto de Arte Contemporáneo de Miami (Institute of Contemporary Art, ICA, por sus siglas en inglés). En total, se exponen en el ICA diez pinturas, una instalación y un mural concebido a propósito de la muestra, la cual abarca treinta años de la trayectoria del creador.

La curaduría, llevada a cabo por Gean Moreno, parte de establecer tres ejes a fin de organizar la muestra. De ese modo, el interesado puede apreciar el quehacer de Tomás Esson durante los años ochenta en Cuba, así como retratos y paisajes del artista en su etapa diaspórica. De este último período aparecen las piezas pertenecientes a la serie Retratos, hecha en Miami, y otras incluidas en la serie Wet Paintings, realizada en New York.

El título de la muestra, o sea, Tomás Esson: The GOAT, persigue sugerir diferentes modos de leer las marcas autorales –ideoestéticas– que ha ido estableciendo Esson a lo largo de sus tres décadas de fecunda carrera. Prueba de esa destacada trayectoria y que es orgullo para los cubanos y cubanas amantes de las artes visuales (dondequiera que estemos radicados) es que obras suyas hoy se encuentran en las colecciones de instituciones como el Museo Nacional de Bellas Artes, en La Habana; el Museo Whitney de Arte Estadounidense, en New York; el Museo de Arte Contemporáneo, en San Diego; y el Museo de Arte Contemporáneo, en Monterrey, México.

Por último, quiero apuntar que,  como varios críticos han señalado, la muestra Tomás Esson: The GOAT nos convida a reflexionar en relación con la fuerza política y estética de una obra que no se deja disciplinar ni por cánones pictóricos ni por doctrinas. Tal vez de ello provenga la insistencia de Esson en lo grotesco y la desproporción y que hacen de él uno de los artistas cubanos contemporáneos al que siempre habrá que volver.

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