Autor: Joaquín Borges-Triana

Canción propuesta

Canción propuesta

Por Joaquín Borges-Triana.

A cualquier observador minucioso de la escena musical cubana contemporánea, no se le escaparía el hecho de que a finales de los ochenta comenzó a gestarse una tendencia en la composición e interpretación muy diferente a la de los patrones clásicos o convencionales por los cuales ha transitado la canción nacional, una corriente que poco a poco se ha ido extendiendo a otras manifestaciones. Para los analistas del tema está claro que las raíces de dicho fenómeno hay que buscarlas en lo que fuera la Nueva Trova, que en su momento significara una auténtica revolución.

Cuando términos como trovador, cantautor, nueva canción, son objeto de cuestionamientos tanto por protagonistas como por espectadores, hay quienes desde hace seis lustros, y al margen de ese debate, vienen desarrollando una obra de carácter fundacional. En los temas, asuntos y peculiaridades formales que los seducen y particularizan, se detecta desde bien temprano un lenguaje propio en el abordaje de problemáticas recurrentes en las zonas ideoestéticas comunes de las recientes hornadas de artistas e intelectuales nacidos en la Isla.

Como otra verificación en la práctica de la teoría de que en arte la sucesión generacional se produce en un lapso aproximado de diez años, a fines de los ochenta comenzó a gestarse lo que sería una tercera generación de la Nueva Trova. Por aquellos días, varios cantautores entre los que figuraban Raúl Ciro, Vanito Caballero, Alejandro Frómeta, José Luis Medina, Carlos Santos, Alejandro Gutiérrez, Boris Larramendi, Luis Alberto Barbería, José Luis Estrada, Mario Incháustegui…, acostumbraban a reunirse junto a poetas y cuentistas en una peña sabatina –conocida inicialmente como El puente– que tenía por sede el museo ubicado casi en la esquina de las calles 13 y 8, en el Vedado habanero, y que había surgido como el resultado de la fusión de varias tertulias capitalinas de jóvenes artistas, entre ellas una llevada a cabo en la Finca de los Monos, y de un proyecto o brigada que se llamó El Quijote, de donde salieron figuras como el videasta Ernesto Fundora. Dicho espacio,[1] que funcionaba como un encuentro entre amigos, significó un momento importante para el despegue de todo lo que vendría durante el transcurso del último decenio de la anterior centuria e, incluso, de lo que está pasando hoy en la cancionística nacional y en ese híbrido sonoro en el que el rock, el son, la timba y el rap se integran para dar vida a una nueva sonoridad totalmente desprejuiciada, que Alejandro Gutiérrez ha bautizado en una de sus composiciones con el nombre de «Rockasón».

En el libro CONcierto cubano. La vida es un divino guión he señalado que el diferendo que tiene lugar entre instituciones y creadores en Cuba a inicios de los noventa, en cuanto a los niveles de permisividad que se le otorgaba al arte como expresión de la conciencia social, llevó a la clausura de la atmósfera que propició el proceso de renovación en la cultura cubana, roto de repente debido a la falta de diálogo. Ese momento, muy vinculado a lo transnacional, visto dicho concepto como apertura en los términos de la creación y su espacio, no fue entendido y, con ello, se perdió la efervescencia polémica, de debate y de crítica, que existió en la segunda mitad de la década de los ochenta. El hecho de que las instancias de la política cultural, bajo el influjo del síndrome de fortaleza sitiada que por causa del bloqueo y la agresividad estadounidense ha padecido el país, y que perennemente mantiene una postura defensiva que no viabiliza la plena democracia y una verdadera libertad de expresión, no hayan interpretado de forma acertada la esencia de lo que estaba ocurriendo, puede explicar muchos de los fenómenos que han sucedido después.

Por lo antes expuesto en el libro aludido, espacios como la peña de 13 y 8 se ven imposibilitados de continuar. Al cierre, sus protagonistas pretendieron dar un concierto en una institución que siempre había acunado a la música vinculada a la trova. A tales efectos, a manera de muestra de por dónde iría la presentación, se entregó la grabación de un tema titulado «El Reyezuelo», en el que en un arreglo coral de Alejandro Frómeta intervenían este, Raúl Ciro, Boris Larramendi, Vanito Caballero y Mario Incháustegui; sin embargo, la aludida entidad se negó a aceptar la propuesta, y entonces no les quedó otra alternativa que hacerlo (para las pocas amistades que asistieron) en las márgenes del río Almendares, como una especie de performance. En la función, nombrada significativamente Canción Propuesta y de la cual todavía conservo el programa de mano preparado para la ocasión (creo que una de las noches en que he sido más víctima de los mosquitos), recuerdo que mi hermano Raúl Ciro, cantautor recientemente fallecido y alguien de marcada propensión hacia lo conceptual, rompió una guitarra en pedazos, en un gesto simbólico que (quizás sin él mismo proponérselo) transmitía el sentimiento de desencanto que de una u otra manera experimentaban todos los muchachos vinculados a aquella hoy memorable tertulia. En entrevista concedida para el blog Efory Atocha de Santiago Méndez Alpíza, Raúl Ciro evocaba el suceso del siguiente modo:

«Brother, los ochenta fueron duros. También los cincuenta para mis padres. No quisiera que viviéramos un nuevo 29 en crack. Como ya te dije, «si callas, algo hablará…». Siempre alguien ocupará tu lugar si lo desprecias. Aquella noche nos alumbrábamos Mario Incháustegui, Frómeta, Vanito, Boris y yo con un farol chino. Teníamos otro, por previsora suerte, cuando falló el primero. Boris nos protegió a todos con la suerte de su Santa Madre, el Almendares. Aquello no fue una despedida, fue un golpe bajo pactado. Pasa que «la institución» estuvo fina, no nos dieron un break… Más tarde, la rosa, la espina. Asere, nosotros estábamos en una talla impresionante. Hasta Frómeta y yo vestíamos unas camisas de peloteros, una negra y otra roja, que al frente decía en tipografías diferentes: Superávit. A nuestras espaldas números distintos en cada una, un 13 y un 8. Pasado el tiempo lo he entendido todo, «en esta vida nada es un accidente» (ver Kung fu Panda, qué divertida, genial película). Ese era el estigma: nacimos bajo ese signo.

«Al otro día estrené guitarra nueva, la única que tengo y aún conservo. Recuerdo que el Boris llevaba orgulloso entonces uno de los sellitos que repartimos esa noche con el símbolo de nuestra gran tomadura de pelo. Todo estaba preparadísimo, e igual todo se rompió en pedazos para dar paso a algo mejor. “Un arpón, un perdigón, el buzo, el cazador…”»

Aunque a la salida del Anfiteatro hubo que alumbrarse con «chismosas» (faroles improvisados) preparadas para guiar a los asistentes en su retirada a través de parajes carentes de una elemental iluminación, el concierto (al margen de su nula repercusión en los medios de prensa de aquellos días) quedó como un hermoso testimonio de lo mucho y bueno que se puede hacer, aun cuando determinados acontecimientos despierten en nosotros la sensación de que todas las puertas están cerradas, trampa en la que el artista verdadero no deberá caer pues, como los muchachos de 13 y 8 demostraron esa noche, el revés de la negativa fue compensado en cierta medida con amigos cercanos, lealtad de seguidores y obstinación luminosamente creativa, de esa que en nuestros creadores sobra.

[1] Con el transcurrir del tiempo, la peña de 13 y 8 ha sido mitificada, por haber marcado la música de la más joven generación durante los años noventa, al ser el embrión, primero, del proyecto artístico de la Asociación Hermanos Saíz denominado Te doy otra canción y, después, de lo que se conoció como Habana Oculta y luego como Habana Abierta.

Sarah Vaughan: Una voz divina.

Sarah Vaughan: Una voz divina.

Por Joaquín Borges-Triana

Siempre he defendido la idea de que honrar honra y por ello, hoy quiero dedicar unas líneas a rendir tributo a una de las más grandes voces que nos legara la música del pasado siglo XX. No por gusto solían llamar a Sarah Vaughan la divina. Cuando murió a los 66 años de edad, gracias a todo lo bueno hecho durante su vida, se incorporó a la legión de las míticas y nunca olvidadas Bessie Smith, Billie Holiday y Dinah Washington. Tal honor lo había ganado por obra y gracia de sus maravillosas interpretaciones de temas como “Indian summer”, “If you could see me now”, “Summertime”, “Fascinatin rhythm”… Les aseguro que oyéndola cantar piezas como las antes mencionadas, uno olvida cualquier tristeza pues su mágico arte transforma todo cuanto nos rodea en un mundo de singular belleza.

La historia de esta intérprete, que siempre me ha sorprendido por el manejo de su impresionante voz y que paseaba sin aparente esfuerzo por todo el registro -desde los graves hasta los agudos-, comienza a los 18 años, momento en que Billy Eckstine la descubrió en medio de un concurso de nuevos talento, llevado a cabo en el legendario Teatro Apolo, ubicado en el barrio de Harlem. Impresionado por su actuación, él la recomendó a Earl Hines, quien al realizarle una prueba no tardó en contratarla para su orquesta, agrupación en la que Eckstine fungía como vocalista. En el instante en que Billy decidió formar su propia banda, le propuso a Sarah que se sumara al proyecto. Allí fue donde la Vaughan entró en contacto con gente tan valiosa y decisiva para su formación como Dizzy Gillespie, Charlie Parker, Fats Navarro, Dexter Gordon y Art Blakey, todos ellos músicos pertenecientes al nuevo y revolucionario movimiento del bebop. Como la propia cantante reconoció, cada momento que pasó en aquel ambiente fue una tremenda lección de música que dejaría en ella una huella indeleble y que la convirtió, en mi modesta opinión, en la estilista más importante que ha conocido el arte vocal jazzístico.

De los boppers aprendió a emplear su voz como otro instrumento que se mezclaba de forma natural con los de la agrupación en que se insertara. Su grabación de la balada “Loverman”, en compañía de Gillespie y Parker, devino un clásico desde su lanzamiento al mercado. En un cortísimo período de tiempo se convirtió en la cantante más cotizada en el ambiente musical de New York. Tras varias sesiones para el pequeño sello discográfico Musicraft y el paso por una de las grandes compañías de la etapa, fue contratada por Mercury, con quienes graba el que en opinión de la crítica especializada es el mejor álbum de toda su carrera: Swigin’ easy. Para la realización de esa obra maestra contó con la ayuda del trío integrado por el pianista Jimmy Jones, Joe Benjamin en el contrabajo y el batería Roy Haynes.

Además del citado álbum, de su inmensa discografía yo recomendaría sin ningún tipo de reservas At Mr. Kelly’s, para mí una maravillosa sesión registrada durante una presentación en un afamado club de la ciudad de Chicago y que data de 1957. Otra grabación que también resulta imprescindible de mencionar es el fonograma llevado a cabo para el sello Pablo y que se denomina How long has this been going on,realizado con el acompañamiento del cuarteto de Oscar Peterson. Igualmente importantes son sus interpretaciones de Ellington, agrupadas en The Duke Ellington songbook y aunque los más puristas del jazz no me lo perdonen, incluyo en el listado de mis favoritos entre los numerosos trabajos efectuados por la intérprete sus nunca bien ponderadas versiones acerca de temas de The Beatles, que algunos han visto como un acercamiento a los tópicos que la popularidad desgraciadamente impone a cualquier artista de su categoría pero que, en mi caso, valoro como algo también legítimo y que de paso, le sirvió para ofrecer una soberbia lección de buen gusto al cantar.

Por mucho tiempo en Cuba hubo muy pocas personas interesadas en acometer trabajos como vocalistas dentro de los parámetros estilísticos del jazz. Por fortuna, dicha situación ha comenzado a cambiar y últimamente he podido escuchar a jóvenes figuras, sobre todo femeninas, interesadas en incursionar por estos terrenos. A todas ellas me atrevo a sugerirles que estudien con suma atención el legado que nos dejase Sarah en sus interpretaciones de una larga serie de standards como “Yuo go to my head”, “September in the rain”, “Tenderly”, “Don’t blame me”, “Loverman” y tantos otros que harían demasiado larga la relación. No quiero que piensen que en mi devoción por la Vaughan prevalece una mitificación de su persona. Nada de eso. Pero hay obras que no nos pueden engañar, momentos musicales que, tras analizarlos y asimilarlos de verdad, nos han de ayudar a crecer y madurar. Hoy he querido aludir a algunos de ellos, en este breve recuento de la gran Sarah Vaughan.

El romanticismo en las leyendas de Bécquer

El romanticismo en las leyendas de Bécquer

Por Alicia Centelles

Cuando se menciona a Gustavo Adolfo Bécquer, la asociación de ideas más inmediata nos trae a la mente sus famosísimas Rimas, que le han merecido el epíteto de “el eterno novio de toda mujer”. Pero no son nada inferiores en cuanto a calidad artística sus Leyendas, escritas con un acento poético semejante al de sus versos y que agrupan todas sus narraciones en prosa.

Las 22 Leyendas de Bécquer se publicaron originalmente en periódicos entre los años 1861 y 1863, y se supone que su composición es anterior a la de la mayor parte de las Rimas. El apasionado y melancólico bardo sevillano las escribió con un estilo delicado y rítmico, en el que abundan las descripciones, las imágenes y las sensaciones. Ejemplos de ello son las tituladas “La cruz del diablo” y “La Rosa de Pasión”.

Las características del romanticismo aparecen en las leyendas de Bécquer con una fuerza sin igual en la narrativa española: la sugestión poética, lo sobrenatural, la búsqueda del pasado a través de la tradición, el escapismo, el apasionamiento, la estrecha relación entre los sentimientos de los personajes y la naturaleza e individualidad.

Otros rasgos inconfundibles de esa corriente son el interés artístico y arqueológico por la Edad Media, con sus templos y claustros románticos o góticos, sus campos sombríos y calles tenebrosas, palacios y castillos; y el amor a la patria (como en  “El beso”, donde se describe bellamente cómo la estatua de un fallecido caballero español cobra vida para defender el honor de su amada ante el invasor francés).

Un ejemplo típico del gusto por lo sobrenatural en las Leyendas de Bécquer, lo constituye el relato “La ajorca de oro”. La primera parte (una descripción ambigua del amor entre Pedro y María) está impregnada de una atmósfera incierta, cargada de un funesto presagio; en la segunda (con el conflicto que surge al declarar María su ardiente deseo de poseer una joya de la catedral de Toledo), la imagen del río Tajo refleja la actitud sombría de Pedro, y en general, la naturaleza parece estar al servicio de los sentimientos.

La tercera parte de la leyenda se dedica a una grandiosa descripción de la catedral mediante el empleo de impresionantes metáforas, todo ello en contraste con la pecaminosa acción que cometerá el protagonista. Cuando Pedro llega ante la virgen y  finalmente logra abrir los ojos, ante él se presenta una escena de pesadilla: cientos de estatuas que han descendido de sus huecos le miran con sus ojos sin pupilas.  En estos párrafos finales, Bécquer alcanza la cúspide de su inspiración gótica.

A pesar de que el horror no se manifiesta hasta el desenlace, todo el ambiente en el que transcurre “La ajorca de oro” es opresivo y fatídico. Para lograrlo, Bécquer recurre a numerosos recursos, uno de ellos la prosopopeya, que consiste en atribuir a los seres no racionales, sean ya animados o inanimados, cualidades humanas (el gemido del río, las lámparas moribundas, el Tajo se retuerce).

En líneas generales, en los relatos de Bécquer predominan obsesivamente los temas del amor nefasto y el ideal femenino “(“Los ojos verdes”, “La ajorca de oro”, “El rayo de luna”), las cuentas pendientes de los muertos (“El monte de las ánimas”, “La cruz del diablo”), la locura (“La ajorca de oro”, ”El rayo de luna”) y la venganza sobrenatural o divina (“La promesa”, “El beso”, “La ajorca de oro”). Muchos de ellos se basan en tradiciones populares, y la búsqueda de lo inalcanzable suele ser su argumento central.

Los críticos coinciden en afirmar que la diversidad de temas en las Leyendas, así como el relieve y la profundidad psicológica con que los trata el autor dentro de la narrativa sobrenatural, jamás se habían presentado antes en la literatura hispánica. Gustavo Adolfo Bécquer fue el primer gran escritor gótico español.

Entrevista a Andrea Fernández (artista plástica y curadora)

Entrevista a Andrea Fernández (artista plástica y curadora)

Hablé con la artista de la plástica Andrea Fernández casi al final de su estancia en Cuba por un mes y la entrevisté un día antes de retornar a Argentina, su país natal. En ese momento no sabía que ella tenía una muy interesante obra escrita para diferentes publicaciones (textos de los que nos ponen a pensar), que había hecho curadurías de exposiciones y coordinado talleres para personas motivadas por la crítica de arte, o que en un momento dado renunció a todo eso para irse a vivir a Tartagal y apoyar allí el desarrollo de proyectos autónomos de gestión cultural con comunidades indígenas, especialmente de mujeres. Pero sobre todo, yo estaba lejos de suponer que a partir del diálogo recogido en la siguiente entrevista, Andrea y yo (vía correo electrónico) empezaríamos a construir una hermosa amistad.

Raúl Ciro: Evocación de un hermano

Raúl Ciro: Evocación de un hermano

Por Joaquín Borges-Triana

Aunque yo intuía que algo así podía ocurrir en cualquier momento, como lo puede testificar Humberto Manduley pues pocos días antes del suceso le dije  que este sería el final de Raúl Ciro, quedé noqueado al leer temprano en la mañana del jueves 21 de febrero el siguiente correo de Gladys Hernández Gómez:

“Hola amigos este email es para decirles que hoy he recibido la triste noticia de la muerte de mi hermano,  nunca se está preparado para un desenlace así. No sé qué más decirles, solo que estoy destrozada. Él no pudo ser feliz y decidió quitarse la vida. Que descanse en paz.”

Le pregunté a Gladita por detalles pero nunca me dio respuesta en ese sentido. Al final, creo que así es mejor, ¿para qué saber más? Total, con mayor o menor conocimiento de lo acaecido no se puede hacer nada.

Es esa la clase de noticia que yo nunca habría querido recibir ni tampoco, tener que dársela a amistades comunes como Enrique del Risco, Susan Thomas, Darsi Fernández  o Humberto Manduley. Yo había hablado con Raúl Ciro poco más de una semana atrás y me di cuenta de lo mal que estaba pues solo me contestaba con monosílabos. Pensé timbrarle el martes 19 (o hasta pasar por su casa en Playa), para invitarlo al concierto que esa noche ofrecía Yusa, pero no lo hice porque supuse que se negaría.

Sé que una llamada no habría marcado la diferencia y que ya él lo había decidido todo, no obstante hubiese querido conversar con él una y muchas veces más, como hicimos en tantas ocasiones. Porque La gente no se daba cuenta, pero Raúl Ciro, uno de los tipos más romántico, sensible, trágico y desinteresado que he conocido en mi existencia y un amigo de verdad (el primer celular y la primera laptop adaptados para un ciego como yo, los tuve gracias a que me los regaló durante una visita que le hice a Granada, España, donde radicó una temporada),estaba enfermo de los nervios y alguien así, por más que quiera, no tiene las herramientas para poder enfrentar los problemas de la vida cotidiana.

Músico de carácter propositivo, tanto en sus primeros trabajos cuando participaba en la peña de 13 y 8, como en los últimos que realizara en Granada, España, antes de retornar a La Habana,  se percibe el claro objetivo de subvertir el canon valorativo al uso con miras a no dejarse arrastrar por algo tan efímero e insustancial como la moda. Mientras escribo las presentes líneas, recuerdo el impacto que me causó hace ya 30 años escuchar su tema “Bachiller”, para mí una excelente canción que devenía una suerte de retrato de grupo de los por entonces graduados de preuniversitario. Ya por aquella fecha se notaban muchos de los rasgos que caracterizaron su obra autoral con posterioridad.

Entre los signos distintivos en el quehacer de este hermano que nunca se visualizó como un trovador o cantautor sino como un músico en el sentido integral de la palabra, sobresale su vocación por rendir tributo a la sonoridad y en general a la cultura de los sesenta. «Ciro crack» e «Imágenes que sanan» representan en su repertorio el gusto que él tenía por la onda retro.

Asimismo, en sus creaciones se trasluce el remarcado interés que experimentó por la atmósfera sonora del folk, cosa perceptible en la labor de los distintos proyectos en los que se involucró, pero en particular destacable en piezas suyas como «De todos los ángeles» y todavía de manera más acentuada en «No cruces tan rápido el puente”. Igualmente, en él se hacían presentes los aires de blues, como lo demuestran «Dinero y miel» y sobre todo, esa pequeña joya titulada «Déjame cuidarte», así como inspiraciones de corte marchoso como son los casos de «Películas de sábado» y «Mi mono y yo».

Aunque en las disímiles formas de hacer música asumidas por Raúl Ciro, quien escucha las grabaciones que nos dejó se da cuenta que ahí detrás hay un profesional, creo que como compositor su verdadero lado fuerte estuvo en la elaboración de canciones. Dentro de tal vertiente, entre mis favoritas figuran “Elefantes”, que no me aburro de oír gracias a la belleza de su línea melódica, “Natalia”, que en la versión realizada con el proyecto denominado Queso posee una coda de estupenda factura, y de un modo muy especial «Villa de París», de la cual una vez más vuelvo a hacer mío lo ya afirmado por mi buen amigo Humberto Manduley: si un día tuviese que marcharme a una isla solitaria y me dieran a elegir una única canción para llevar conmigo, «Villa de París», de Raúl Ciro, sería por mí la escogida.

Con Textos desgarrados y juguetones por momentos, irónicas asociaciones e imágenes dignas del tecnicolor, en lo concerniente a la poética de este desaparecido creador, la misma esboza una alternancia entre un lenguaje metafórico, lírico e introspectivo y otro en el que está presente cierto toque de humor ácido y la mirada aguda en torno a nuestra realidad, sin caer en el hipercriticismo. Compárense las diferencias de discurso en los siguientes fragmentos:

Todo el mar beberé / si al mirarte tus pies rozan lo azul siempre azul / y a la sombra de labios que dancen estará mi nadir.

Todo marcha tan bien / que a pedazos tu piel es el vacío cenit / y en lo enfermo de mí la rapiña gira y gira en lo alto.

Quiero verte dormir / quiero verte dormir / y que nadie me hale la manga si me hallo tan alto / (…) si me hallo tan alto que ya me pierdo, que ya te pierdo / que ya te pierdo, que ya me pierdo / quiero verte dormir / quiero verte dormir. («Villa de París»)

Siempre en clases solíamos cabecear / tan distante nunca di que decir / hoy en tus ojos hay tanto de aquellas / tardes

De literas podría bien sermonear / filos, «kikos», talco y lejos mamá / pero en tus ojos dan tanto de aquellas / luces que me voy

Elegir nunca asegura acertar / procrear tan atado va al placer / tan unido va que todo un sol me tragué / y tu serpiente guardián de la luz me marcó / como ves

Siempre en clases solíamos cabecear… («Pasillo aéreo»)

Tras la desintegración del nunca bien ponderado ensamble de Superávit, proyecto que de inicio  se trató de un dúo entre Raúl Ciro y ese otro excelente artista y ser humano que es Alejandro Frómeta, y la fructífera experiencia de Queso, este perseverante creador nos entregó su ópera prima como solista. Ciro 3C no es un disco de fácil asimilación para una audiencia no entrenada. Resulta un álbum hecho sin concesiones, que transita por los senderos de la canción y del acid rock, por momentos cercano a la psicodelia. En el material predomina el procesamiento de los sonidos, ya sean procedentes de las ondas radiales o tomados directamente del ambiente. En piezas como “… El carné del grupito” o “Canción precoz”, la manipulación del material sonoro en aras de transmitir determinados mensajes es de altos quilates.

Disco pletórico de guiños que hay que decodificar; nos atrapa y cautiva en (y desde) su complejidad hermosa. En todo caso, como se afirma en su contraportada: ¡que viva y goce quien por bueno no lo estime!

Coherente como pocos en su proyección personal e ideoestética,  el compositor de temas como “Dos x dos”, “Coopere con el artista cubano”, “Regulación menstrual”, “Nubes lentas”, “Churro”, “Qué calmará”, “Verde melón”…, de seguro entre las mejores muestras de la Canción Cubana Contemporánea,  legó a la cultura de este país una obra hermosa y perdurable, aunque sea prácticamente desconocida.

Por la amistad que nos unió durante 30 años y la admiración que profesé por su trabajo artístico, me niego a evocarlo como alguien ya sin aliento vital, sino que quiero recordarlo, por ejemplo,  en la tarde en que Superávit se presentaba en una función en el Café Cantante del Teatro Nacional, ocasión en que despedíamos  a nuestro amigo Enrisco, que partía hacia Europa. O en los días cercanos a un concierto en Granada de nuestro adorado Luis Alberto Spinetta y al que Raúl Ciro pudo asistir, uno de los momentos en que lo sentí más feliz en la vida.

Homenaje al danzón: Disco de alto significado cultural

Homenaje al danzón: Disco de alto significado cultural

Por Joaquín Borges-Triana

Homenaje al danzón

Siempre he defendido la idea de que existe una zona de nuestra producción musical que, aunque no goce de popularidad y por tanto resulte más difícil de ser comercializada, no puede estar obviada en el quehacer de los sellos discográficos cubanos. Por supuesto que tal clase de trabajos tienen que ser subvencionados y no pensar en ellos a partir de las reglas de mercado, aplicables a otra clase de fonogramas.

Sé que es un asunto complejo y acerca del cual todavía no se ha dicho la última palabra, dada la doble realidad que vive el disco al ser un producto cultural y una mercancía más, pero al menos en mi caso me siento inmensamente feliz cuando tengo noticias de la publicación de un álbum de estos que, entre nosotros, considero tienen que ser protegidos por el Estado, no por una política de paternalismo barato sino porque tales CDs dan testimonio de una obra perteneciente al patrimonio cultural de la nación.

Lo anterior lo expreso a colación con la edición de un fonograma que, si bien soy consciente de que recibirá nula o casi ninguna promoción en los medios de comunicación en Cuba y consecuentemente bajos niveles de venta, lo valoro como de altísima importancia desde el prisma del suceso artístico que representa, como ejemplo de lo que en la práctica es conservar nuestra memoria histórica, algo acerca de lo que se habla con mucha frecuencia pero que con tristeza no siempre es llevado a la práctica.

El Piquete Típico Cubano

El Piquete Típico Cubano constituye hoy la única orquesta típica o de viento en la capital que aún conserva el timbre y sonoridad de semejante formato instrumental, justo el utilizado en el siglo XIX por Miguel Faílde para dar vida a las primeras composiciones que entre nosotros se conocieron como danzón. Formato hoy casi olvidado en nuestro país, es de saludar que una de nuestras discográficas, el sello Colibrí, haya tenido la iniciativa de registrar en un fonograma una muestra del patrimonio sonoro de esta formación.

En ese sentido, hay que felicitar la aparición en el mercado de un disco como Homenaje al danzón, realizado por el Piquete Típico Cubano, agrupación dirigida por Jorge Vistel Columbié. El CD resultó galardonado con el Premio Especial Cubadisco durante una de las pasadas emisiones de dicho certamen.

Contentivo de 15 cortes, en el álbum encontramos un repertorio harto interesante, porque el mismo no se limita solo a la interpretación de danzones que fueron muy populares en su época, sino que además de ello, incluye piezas sobre las cuales prevaleció durante décadas un total olvido, sin desdeñar a la par una que otra obra compuesta en tiempos cercanos. En aquellos casos en los que se ejecutan temas contemporáneos, se mantiene tanto el concepto musical como la fidelidad tímbrica de la etapa primigenia en la historia del danzón.

El CD abre con ese clásico que es «El bombín de Barreto», perteneciente a la firma de José Urfé González, sin discusión alguna uno de nuestros principales hacedores de danzones. He de confesar que este es uno de los momentos que más me complace a lo largo de toda la grabación. Del propio autor también aparecen las piezas «Cienfuegos», «Mariposa mía», «Así es el mundo» y «El tigre».

Otro compositor representado con destaque en el fonograma es Pablo Zerquera Suárez. De él, los integrantes del Piquete Típico Cubano seleccionaron para grabar los temas «El olvido» y el que da título al disco, es decir, «Homenaje al danzón», corte que en la década del veinte de la anterior centuria gozara de mucha popularidad entre los amantes del género en Cuba.

Por supuesto que no podía faltar alguna obra de las escritas por Jacobo González Rubalcaba, de quien se interpreta su tan versionado «El cadete constitucional», otro de los instantes del CD que recibo con mayor agrado, en particular porque me trae los recuerdos de mi ya desaparecido padre, un danzonero de pura cepa y que disfrutaba muchísimo de esta pieza. Algo por el estilo pudiera decir de «A la loma de Belén», original de Antonio María Romeo, genuina muestra del proceso de hibridación entre el son y el danzón. Como ejemplo de un repertorio literalmente rescatado de las brumas del olvido, hay que mencionar el tema titulado «Valentín», acreditado al compositor Aurelio Gómez y que hasta el instante en que el Piquete Típico Cubano lo asumió, solo permanecía en los archivos patrimoniales del Museo Nacional de la música. Por su parte, Sueño de Ada, bajo la firma de Jorge Vistel Columbié, deviene testimonio de cómo se puede escribir e interpretar un danzón con el empleo de elementos contemporáneos, pero que a la vez respeta la esencia de esta tradición musical.

Quedan sin ser nombrados otros cortes incluidos en el fonograma, no porque carezcan de interés sino por no hacer demasiado largo este escrito, a propósito de un disco de alto significado cultural que, más allá de que no reciba la divulgación requerida, pertenece a esos fonogramas que todo amante de la buena música cubana de ayer, de hoy y de siempre, debería tener en casa.

Para conocer más a Jamila Medina

Para conocer más a Jamila Medina

Por Joaquín Borges-Triana

En el actual panorama de la literatura cubana, una de las voces que más respeto es la de Jamila Medina. Ella se mueve con idéntica soltura por los caminos de la poesía, la narrativa y el ensayo. Su proverbial capacidad de trabajo le permite desempeñarse tanto en el magisterio como en la edición. A propósito de la autora de libros como País de la siguarayaDiseminaciones de Calvert Casey, Ratas en la alta noche oHuecos de araña transcurre la siguiente entrevista realizada por Yailuma Vázquez a su otrora compañera de clases en las aulas de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana y que viese la luz en la revista digital Hypermedia Magazine.

Habitando el país de la siguaraya

Por Yailuma Vázquez

Cuando hace más de quince años conocí a Jamila Medina Ríos en un aula de la Facultad de Letras donde ambas éramos estudiantes, no podía imaginar la amistad que nos iba a unir desde entonces. Tampoco imaginé, mientras esperábamos formar parte de algo más grande que nosotras mismas, que esa chica rara —me refiero a la categoría descrita por la escritora española Carmen Martín Gaite: la chica rara entra dentro de una tipología de personaje femenino que rompe de a lleno con la tradición literaria anterior—, siempre caminante, siempre espacios afuera, iba a conseguir cavar un hueco de araña en la cultura de este espacio movible, en la arenilla de esta isla desaparecida a ratos. Sin embargo, lo ha hecho.

Las largas amistades también son viajes; es difícil comenzar a preguntar lo que ya sabemos o intuimos que sabemos. Por eso esta entrevista se siente también como un monólogo interior, una conversación que entre las dos construimos sin que se deslinde claramente quién tiene el deber de preguntar o de responder.

A menudo los escritores se jactan de su enorme capacidad de trabajo y de su disciplina. Para muchos, escribir es una labor que lleva tiempo, ejercicio, entrenamiento. Yo jamás he visto a Jamila teclear una oración o un verso. Solo veo noticas suyas por todas partes, talladas en letra minúscula —patas de araña—: recibos, papelitos de colores… Dentro de algunos años, es posible que se establezca una polémica sobre la autoría en su obra. Para evitar el malentendido es que hago esta primera pregunta:

¿Cuándo escribes? ¿Qué necesitas para hacerlo?

Me impresionan quienes esgrimen una rutina ante preguntas así. Aunque soy fan de las madrugadas, no tengo sistema. Puedo escribir o leer en una guagua andando, y apostada en cualquier sitio no necesariamente bucólico ni apacible (ser anónima es la armadura perfecta, como si estuviera debajo de un mosquitero).

En la casa zafo el teléfono fijo, apago el celular y prefiero estar sola. Si hay alguien rondando, no quiero que me mire ni que me hable y mucho menos que lea por encima de mi hombro (casi nunca enseño lo que aún no tiene punto final). Tampoco resisto la televisión encendida o tener algo por hacer (aunque justo entre “tareas urgentes” la escritura puede presentarse, como la mueca del estudiante que se sienta al final del aula en el repaso para el examen extraordinario, y prefiere leer un libro cualquiera mientras finge resumirlo todo en una hojita suelta. Es como decidir masturbarse cuando se nos está haciendo tarde para llegar al trabajo. Una pataleta de autoafirmación).

La Jamila manuscrita no es la única. Tengo un montón de libretas comenzadas o repletas de jeroglíficos y tachaduras, y agenditas y papelitos que voy guardando entre sus páginas o en el libro que estoy leyendo. También gloso los bordes de lo que leo y utilizo las páginas de cortesía de cualquier volumen para anotar datos curiosos o escribir poemas completos.

Paralelos a esa maraña, pululan en mi teléfono noticas, versos o ideas sueltas; y en el disco duro hay una batería de words y txts, a veces solo abiertos para escribir un título, un índice, o las secciones de un libro probable. Cuentos y ensayos (muchos plagados de notas al pie) son hijos naturales de la PC, como casi todos mis poemas en prosa.

Con mi poesía tengo un pensamiento atávico: cuando la releo, recuerdo si la escribí a mano (pasando el texto de una hoja a otra, tachando y cogiéndole el ritmo) o si fue tecleada en la laptop, o pensada a partir de intertextos. Ahí donde predomina el intelecto o en los que tecleé desde su origen, siento mucha menos vibración emocional, como si su cerebralidad dejara fuera una alta nota que busco y solo a veces creo alcanzar. (Majaderías, rezagos de la edad analógica).

Tu obra recorre un amplio espectro. Aunque es fundamentalmente poética, has abarcado la narrativa de ficción —Ratas en la alta noche (Malpaís, México, 2011)— y también el ensayo —Diseminaciones de Calvert Casey (Letras Cubanas, 2012)—. ¿Piensas el ensayo como un modo de expresión personal? 

Ensayar es como remontar un puente (o mejor, una montaña rusa con todo y el salto en el estómago). Cohabito (copulo) con esx que elijo rescribir, y sobre todo con sus obsesiones, donde pesco o proyecto las mías (así: muerte, eros, política, liberación…).

En la (pos)crítica de cine, arte o literatura —lo que más practico, al paso y compelida por revistas o amigos—, pespunteo un discurso que enhebra y asume la voz/faz de su objeto de deseo, como encarnándolo o dejándome montar por su espíritu. Estos hábitos suelen hallar resonancia en el sujeto autoral del que se quedan prendidos o prendados (¿maniatados?), pero pueden ser menos productivos en relación con aquellxs en quienes debieran avivar el antojo de un acercamiento.

Lo confieso: no me importa; mi ensayística busca ser, ante todo, un coloquio de tú a tú con el pensamiento y el discurso de quien interpelo, apropiándome de sus máscaras (en una especie de puesta teatral). Mis textos se sustentan en una mirada cómplice, porque los hago primero para mí y en segundo lugar para esx que halagó mi inteligencia (o viceversa); si de paso abro también el apetito de tercerxs, pues qué suerte, pero no me impongo la crítica como virtud o servicio, sino más egoístamente, como creación y gozo, una performance.

La emprendo —para qué mentir— como una alquimista golosa y coqueta: por gula, por morbo, por seducir al objeto de estudio que me sedujo, por empatía, por el regusto de desencriptar (craquear, religar asociando) las fuentes que se entremezclaron en un texto…. De ahí que no cultive tintes acérrimos, ya porque siempre me cautiva algo hasta en la creación más “funesta”, o ya porque, si voy a escribir, prefiero hacerlo de lo que me guste mucho (eso que me hala la lengua).

¿Por qué has dejado a un lado la ficción?

Narrar —como ensayar— me exige más dedicación, un esfuerzo de método y estructura. Entre el magisterio y la edición llevo una década deseando mudarme a Castalia para no hacer más que investigar.

Durante ese tiempo, presa en los matorrales de lo que se espera de una (en la academia, en sociedad, en el mundillo intelectual) me he obligado a parir (sin obviar el disfrute que hayan significado) dos tesis, un montoncito de reseñas o ensayos, algunos paneos por los Años Cero y un policiaco por encargo. A los poemas los he tenido que enlazar a veces (cosa que siento cuando los remiro), pero habitualmente (a)fluyen.

Tengo por ahí (entre libretas y txts) dos proyectos de libros de cuentos y un par de bocetos de novela. ¿Miedo a un género en que no me he ejercitado? ¿Falta de tiempo y disciplina o simplemente que no he estado de ánimo para volver a narrar? Todo a la vez.

Justo hace poco he estado resucitando uno de esos monstruos durmientes. A ver si lo escribo, a ver qué pasa.

Cada libro de poesía de los que hasta el momento has publicado tiene una concepción que lo diferencia de los anteriores. Es posible delimitar temáticas y búsquedas, experimentaciones distintas en cada caso. Por ejemplo, en tu primer volumen, Huecos de araña (Unión, 2008), es fácil intuir que se trata un poemario que juega ampliamente con lo intertextual, sobre todo con referencias grecolatinas. 

Los Huecos… son una sombrilla que enmarca ocho años y dos lugares de enunciación (Holguín y LaVana), dos inicios de carrera y una travesía completa (de Socioculturales a Letras pasando por Teología), junto al bregar por amores y amoríos.

La intertextualidad explícita y tales referentes vienen convoyados con los contextos de vida y estudio en que me movía en los 2000 (los libros que leí por placer u obligación; mis deslumbres de entonces; el regusto por las etimologías, la filosofía y los mitos, acendrado en la Facultad de Artes y Letras). Creo que es una especie de empacho que muchos de los escritores-filólogos traslucen en sus óperas primas y más allá.

Curiosamente —si lo pienso mejor— ese no es el primer libro que armé; aunque publicado luego, puede que Ratas en la alta noche estuviera terminado antes que Huecos de araña; y ambos son bien polifónicos. También puede que mi modo de conducirme respecto a las fuentes que entremezclaba fuera —visto así— más inocente (en el sentido de menos malicioso) y más ostentoso; o sea, menos macerado o digerido.

En cualquier caso, seguí trabajando con y sobre la intertextualidad —porque de eso van (desde la lingüística o la literatura) mis repasos de Calvert Casey y Nara Mansur.

Primaveras cortadas asume la voz de mujeres suicidas y heroínas míticas, a la par que abunda en revoluciones abortadas por doquier; mientras, Del corazón de la col y otras mentiras entra en lo suyo lo mismo a través de conquistadores o poetas místicos que de diosas, princesas o asesinas; y Anémona se hace eco de la crítica feminista y se emparienta con los manuales de botánica o de especies marinas.

Uno de mis textos preferidos de Huecos de araña (probablemente el más publicado), sobre cuya hechura y sentido tuve que volverme hace poco —obligada por el inquisitivo escritor y traductor austriaco Udo Kawasser—, se opone in situ al paradigma escritural del libro: dinamita —o eso quiere— el abrazo del autor con la multivocidad, propone salir al ruedo con “una cabeza por fin descoronada” de lo ajeno.

Sin embargo, (est)ética o autosuficiencia aparte, ¿es posible cancelar así “Langustia” de las influencias? ¿Es posible hablar/pensar sin ser herederx de nada ni nadie? ¿Con qué símbolos?

Más que defender una especie de ascetismo o un estilo solipsista, este texto nació en cuarto año de Letras, de uno de esos exámenes en que debíamos leernos un sinfín de ensayos para opinar citando a los críticos; en el trasfondo (pasados aquellos semestres felices de asignaturas convalidadas, en los que tecleé unas cuantas Ratas…), yacía mi sordo rencor contra los deberes que no me habían dejado —creía yo— escribir de o desde mí (una avanzadilla de lo que me pasa hoy, cuando edito y lo disfruto pero sufro a mi vez, impedida de llegar, entre la selva de pendientes, a mis propios libros).

Cuando gané el David y me preguntaron de qué iba aquello, elucubré que los Huecos… no eran solo los habitáculos del patio de casa de mi abuela, sino esos agujeros negros sobre los que bailamos como en una telaraña, intentando ser nosotros mismos, sin que nos abduzcan la familia, los amores, nuestros escritores favoritos o el país, el sexo y la herencia que nos tocaron en suerte.

Con el tiempo, mi negativa (mi actitud defensiva) ante esos boquetes de los que salían voces que no deseaba escuchar, dice más de mí que lo que habría imaginado, pues una de las dominantes de mi literatura ha venido a ser la intertextualidad, la apelación a lo(s) otro(s), gozando por suerte de la potestad de elegir mis compañeros de asiento.

Como has mencionado, en Primaveras cortadas (Proyecto Literal, México, 2011) hay un tema central que tiene que ver con intentos abortados. ¿Propones que las revoluciones fallidas y las pérdidas, en sentido general, son una metáfora de la existencia?

Lo pensé como un libro enfocado en la fuerza (imantación, seducción) que ejercen las vidas y los procesos políticos/filiales/amorosos que no se agotaron en su devenir, sino que sufrieron una interrupción y, por tanto, no desgastaron su simbolismo, más bien lo dejaron en una especie de fermento concentrado del que muchos han bebido y aún van a beber hoy, con devoción y empalago.

Jóvenes mujeres suicidas, revoluciones abortadas, despedidas que congelaron e idealizaron un amor o un lazo familiar… No me atraía la idea de la pérdida o de lo fallido en que estuvieron implicados, sino más bien el frenesí de lapsus intensamente vividos, llenos de significado (y vitalidad, y belleza, y juventud y, por qué no, utopía).

Todavía me pregunto si es el corte mismo (en retrospectiva o como sombra que acechara y empujara a los actores a ser de cierto modo) lo que los hace tan vibrantes; o si es su carácter cerrado en medio de su esplendor lo que nos/me hace interpretarlos así; o el idilio (el morbo, la nostalgia) del espectador por el pasado y los muertos… lo que los dota de ese inquietante poder simbólico.

No es que escribiéndolo encontrara una respuesta; en Primaveras…, además de mi incomprensión sobre las dinámicas que matan el amor, viven mi fervor/pavor por ese engranaje desgastado (desemantizado) que todavía hoy se hace llamar Revolución cubana y pervive (ya para siempre incumplido) mi viejo y romántico deseo de morir joven. Son perspectivas. No niego lo que ves allí; sin embargo, siendo que entre mis frustraciones está la no aceptación de los finales, el no saber despedirme, Primaveras… dibuja para mí la ilusión (ese géiser) de los primeros años, del primer escalofrío, del último grito de guerra.

En Anémona (Sed de Belleza, 2013; Polibea, Madrid, 2016) se funden tres grandes temas: sexo, muerte y liberación femenina. Lo que Julia Kristeva ha definido como la “irrepresentabilidad” (es decir, el afán posmoderno de definir de un modo nuevo, a través de la exacerbación de lo obsceno, lo pornográfico y lo escatológico) encuentra un espacio privilegiado en este libro. ¿Con esos recursos germina un discurso de la liberación?

Saliendo del bosque de Primaveras cortadas (donde muerte y caída tienen el protagónico) quise probar algo más suave (léase menos dolido), entrar en una especie de discurso líquido que congeniara con las mareas oceánicas como con los fluidos femeninos y fuera menos ríspido o frontal o chillón o plañidero, menos quejoso y furibundo.

En principio, no me dispuse a un libro contestatario ni feminista, sino a algo más embebido en y pagado de sí, como una galaxia flotando en pleno cosmos, como un archipiélago happy paseando sin prisa a la deriva, sin amarras o rencores, sin medias tintas.

El libro reposó un par de años, fue mencionado en el Premio Calendario, la poeta y editora Isaily Pérez lo quiso para Sed de Belleza y fue así que pulí, restructuré, sumé y resté, al tiempo que me convencí de subrayar su veta militante. De ahí quizás que no pocxs lo vean como un poemario disparejo, atonal; mientras otrxs lo prefieran por sus sobresaltos.

Entre caminos y veredas, el subalterno (sin disquisiciones sobre lo que la libertad es o sobre si finalmente es) puede hallar su liberación excavando en el espejo, dinamitando los discursos que le devuelven/endilgan un retrato-jaula de sí. La representabilidad (aunque vaya corriendo sus márgenes) pasa por el canon (blanco, occidental, heteronormativo) incluso en el ámbito de lo pornográfico: donde entre la diversidad hay una producción mayoritaria destinada y pensada desde el hombre y para él.

A estas alturas puede parecer demodé articular un desmontaje de los estereotipos genéricos poniéndonos en guardia sobre la planificación familiar y las prácticas sexuales o de acicalado; sin embargo, las categorías de lo bello, lo vulgar, lo moral, lo sofisticado, lo natural siguen rigiendo al valorar/modelar la imagen y los imaginarios de las mujeres contemporáneas.

Creo que la otra corriente que atraviesa el libro (su intención primigenia) es más liberadora, porque no se identifica por oposición a, no se defiende; más bien explora su cuerpo de nanadora y nadadora (incluidos los menstruos y la gelatina vaginal), entrando a especular en los intersticios de lo que cree que es (armadillo, anémona), de lo que le han dicho que es (hueco de araña, corazón de la col), de lo que pretende ser (liquen, sargazo, hongo).

¿Muy metafórico como para ser instrumentalizado, convertido en lema o bandera? Mejor así.

No me parece que Del corazón de la col y otras mentiras (Sureditores, 2013) haya sido muy atendido por la crítica… Sin embargo, hay lectores que lo prefieren. ¿Qué significa para ti ese poemario?

Como La gran arquitecta (Legna Rodríguez, 2014) que pertenece a Hilo + hilo (2015) o Balada del buen muñeco (Oscar Cruz, 2013), que es parte de La maestranza (2013), Del corazón de la col y otras mentirases un poemario incompleto (más específicamente, un libro de amor incompleto, que pensé acompañar de una camarilla de hombres suicidas). La culpa la tuvo el concurso Wolsan, que premiaba solo 30 cuartillas.

Son un puñado de textos expurgados de algo que nunca he terminado de escribir o publicar y que, siendo una monografía de tema tan resbaladizo, ha tenido sus nombres cursis: “Novios del mediodía”, “La casa de los novios”, “El arte carnal…”, como un poema que extraje del cuaderno premiado y que solo consta en una revista Amnios y en mi antología Para empinar un papalote (Casa de Poesía, San José, 2015).

La mención probablemente me salvó del desastre de publicar un libro más voluminoso y únicamente de amor, para (con suerte) terminar copiada y recopiada en aquellas libretas adolescentes entre los románticos que sabemos y otros anónimos conocidos (¡qué lástima!, y, ¿existirán todavía esas libretas?). Como todo lo que no tuvo punto final (o linda con lo biográfico), ese libro todavía me persigue, y ahora mismo estoy en peligro de mostrar un poco (pero no muchas mentiras) más de ese pastel, tentada por la editorial Amagord.

Con Del corazón… (que tiene hasta dedicatoria) me siento como en uno de esos sueños en que vamos desnudos por la calle sin hallar dónde meternos ni con qué taparnos. Hay un juego de espadas pasión vs. razón, feminismo vs. feminidad, abandono vs. posesión/rebelión, corporalidad fáctica y contemporánea vs. tradición, que resuena entre los propios textos, y más al enfrentarlo a la Anémona militante (donde hay asimismo zonas contradictorias).

De la recepción, tanto sé de quienes lo han devorado y marcado como de otrxs que no quisieran verlo ni en pintura. Es un libro sobre lo difícil ya no solo de amar o de escribir de amor, sino de hacerlo en tiempos tan mordaces, sin inocencia, con tanto machismo y feminismo pesando sobre los hombros (y tantos referentes shakespeareanos, corintelladescos, hollywoodenses, y sus respectivas deconstrucciones y más, hablándonos al oído).

La voz hace equilibrios sobre esos acantilados, demuele unas estructuras del amor tradicional y refuerza otras, mientras busca resonar en ese al que iban dirigidos los poemas… Como sin querer queriendo. En todo el poemario late tal contradicción (que se parece a la incertidumbre de los que aman).

La nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, en su ensayo Todos deberíamos ser feministas, se refiere a la necesidad de que se hable del tema a pesar de las etiquetas, porque lo que se necesita es cambiar, a través de la educación, cómo entendemos y vivenciamos el género. Escribe esta autora: “¿Por qué usar la palabra ‘feminista’? ¿Por qué no decir simplemente que crees en los derechos humanos o algo parecido? Pues porque no sería honesto. Está claro que el feminismo forma parte de los derechos humanos en general, pero elegir usar la expresión genérica ‘derechos humanos’ supone negar el problema específico y particular del género. Es una forma de fingir que no han sido las mujeres quienes se han visto excluidas durante siglos. Es una forma de negar que el problema del género pone a las mujeres en el punto de mira. Que tradicionalmente el problema no era ser humano, sino concretamente ser una humana de sexo femenino”. ¿Qué piensas de este asunto?

Quiero creer que reacciono ante todo o ante casi cualquier tipo de discriminación, estando incluso en guardia contra la que puede provenir de mi intolerancia frente a hábitos o actitudes X.

Al feminismo, no lo he paneado como tú, teóricamente, y me he negado a veces a que me encuadren en él, al igual que rehúso que me peguen otras etiquetas, siempre queriendo creer que soy más un proceso que una persona “hecha y derecha”.

Pero está claro que las cosas deben ser llamadas por su nombre cuando se trata de derechos transgredidos, vivencias y marginaciones históricas concretas, con siglos de conductas estereotipadas y normadas de acumulación, todo lo que a su vez (co)varía en contexto, al sumarse a los hechos otros rasgos de esas “humanas de sexo femenino” que nos preocupan (muchos compartidos con los “humanos de sexo masculino”, si bien vistos con otros prismas en ellos).

Me refiero, por ejemplo, a pasar de los 35 años sin haberse casado ni parido, a ser o no madre soltera, a asumirse o no hetero, a estar gorda o flaca, a lucir o no “buen cuerpo”, a ser habanera o “palestina”, a tener de congo y de carabalí, a escribir narrativa o poesía, a “gozar” o no de horario abierto, de doble jornada y poco jornal, a teñirse o dejarse (ver) las canas, y a ser, por añadido una mujer “susceptible”, “idealista”, “intelectual” y “feminista”… ya en la Conchinchina o en la Cuba de hoy.

Cada rasgo complejiza el entramado (sin entrar en las dinámicas familiares ni en meollos como los de tener o no —más que cuarto— casa propia, los padres vivos pero enfermos, ser hija única o la única hembra entre varios hermanos, etc., etc.).

En Anémona bojeé, junto a otros asuntos espinosos, esa malla o nata vital de quien lleva el rol de “cuidadora”: “Nanadora. Acunadora. Sanadora. Vaina”; “[l]a madre del hijo, la madre del padre, la madre del esposo, la esposa de la madre. La pareja. La emparejada en la pareja. La de orejas cortadas”; sin ser concluyente ni objetiva, fui del “Déjate hacer. Dejarse hacer. Dejarse ser” a la invitación a transmutarse en hongo, para diseminarse por doquier “que existan otras formas de vida”.

No es por caricaturizarlo, porque es mi propia agonía, pero lo mejor es reírse un poco de ello. Vivir el feminismo dentro de la pareja puede ser una labor como de espía verdaderamente agotadora, más si se crece queriendo ser una eterna chiquilla a la par que comportándose como una madre retadora, o soñando ser deseada a la vez que admirada. Se está en vilo, en una continua suspicacia sobre qué y cómo te lo dicen, sobre si te dan la mano al bajar de la guagua o si dar un saltico atlético al tirarte, sobre quién friega cuando es más divertido pintar las paredes, sobre quién para o paga el taxi (y todo lo demás); nos debatimos entre odiar cocinar y querer que te elogien la comida, entre desear que te regalen una florecita y el vade retro a los ramos de los actos públicos, entre poder con todo y no querer hacer nada sola (entre liberalismo e incertidumbre, entre independencia y susceptibilidad).

Bajarse de ese tren y amoldarse a los estereotipos podría parecer más llevadero, pero no es lo mío. Lo esencial sería conducirnos con agudeza para devenir dueñas de nuestro tiempo y de nuestros cuerpos, actos, palabras, sentimientos, sin vivir permanentemente furibundas ni parapetadas como guerrilleras.

Fluir (dejarse ser e incluso dejarse hacer…): reaprender el recibir; el ser bellas, frágiles o sensuales (si cabe, si nos late); y entrelazarlo con el batiburrillo de rasgos que más nos plazca.

Tan normativo puede ser el machismo como el feminismo, si nos pauta no permitir nunca que un hombre invite, cargar estoicamente con nuestros bártulos (y hasta con los de él), evitar que nos cedan el asiento, trabajar más que nadie (en los frentes “masculino” y “femenino”) o educar a los hijos en la reticencia al padre.

Una de las razones de mi feminismo (y de mi rechazo a otras discriminaciones) es que me saca de las casillas que nos encasillen. De ser en cuerpo de mujer, me gusta, por ejemplo, lo inclusivo, lo abierto a la exploración; cuando se ha peleado tanto porque se expandan y liberen las posibilidades de elección, sería de locas constreñirlas.

Habría acaso que hallar una utópica tercera vía… Porque (como en la sexualidad o en el arte) al definirnos por oposición, entre lo blanco y lo negro, nos perdemos demasiadas gamas de color.

Tu último libro, País de la siguaraya (Letras Cubanas, 2018) recientemente presentado en la Feria del Libro de La Habana, es un libro de viajes estructurado mediante poemas en prosa altamente narrativos. Creo que es además un libro de amor, de uno que no está frustrado o fallido: de un amor feliz que se extrapola a la vida. Es un libro muy reflexivo también, desde el punto de vista existencial.

Como Huecos…, País de la siguaraya me ocurrió en un arco temporal: 2012-2016. Al comienzo me seducía su aire agreste, de reflexión y observación contenidas (constatable en la tríada de textos que publicó La Gaceta de Cuba en 2012). Luego ese tono se mistificó, y la intención de juntar poemas que recorrieran la Isla de cabo a rabo se parcializó con mis estancias entre LaVana y Matanzas, justo porque sobrevino (como espacio-tiempo de cruce inevitable) ese amor que dices (permeando todo al paso, reabriendo el libro a la tempestuosa emotividad acostumbrada).

Los textos sí dibujan allí una lucha: viajes de ida y huida buscando un centro (o asidero) en ese amor, todavía animados por exploraciones en compañía, camino del país o al rencuentro de fragmentos de paisajes vitales interiores.

El primer texto que escribí (“Almendares-Mariel”) era una larga remembranza o mise en abyme que formaba parte de un cuento todavía inédito. Es decir, que me hallaba escribiendo algo de ficción y la realidad (de un paseo con mi padre) irrumpió de tal modo (en un tono tan discerniblemente distinto) que tuve que desgajar aquello y darle cuerpo aparte.

¿Espiga madura, madurada? ¿Anuncio del peso de la edad? Primordialmente, contumacia: ganas de vagabundear, de (ad)mirarlo y devorarlo todo; de auscultar el cuerpo moral y geográfico del país, como quien lo prepara para una inhumación: un bojeo morboso por sus pústulas y llagas (de niña que toquetea con un palo a un animal caído, con ínfulas de que se pare y luche).

Y ganas también de repasar mi historia (husmeando entre fotos de la infancia); necesidad de detenerse y observar lo desandado, sopesar el propio cuerpo (físico, espiritual) que nos trajo hasta aquí (sus blanduras y callosidades, sus cegueras, fobias y malformaciones: sus “mentiras favoritas”, como dice Sandra Ramy), para entender dónde pisamos entre las galerías o carrileras del yo (si es que todavía pueden pronunciarse, tenerse, dubitaciones del tipo “quién soy” o “adónde voy”).

El país es el pretexto: el país soy yo que viajo a través mío, y a través del otro intentando llegar a mí; aunque todo puerto se aleje como en un mal sueño, aunque sean búsquedas carentes de sentido si se emprenden creyendo en el origen y no en la travesía, sin entender que lo que queda es saborear el paseo…

Para finalizar, quiero preguntarte qué constantes o prácticas escriturales recurrentes crees que son propias de tu generación. Y cómo se siente pertenecer a ella. 

De tan trillado en conferencias, revistas, entrevistas, ensayos y antologías, no veo qué podría añadirse sobre esa que Aram Vidal llamó una vez “de-generación”. Por complacerte, seré enumerativa, contrastiva y anafórica (para de paso usar algunos procedimientos que los marcan a nivel formal):

¿des-territorializados?, des-naturalizados, ¿des-memoriados?;

des-cubanizados y cubiches al punto de actualizar las mambisadas y des-automatizar la retórica revolucionaria;

velociraptores: consumidores intertextuales e intermediales natos;

cultores de jergas (g)locales;

arqueólogos testarudos de lo que sea;

hijos y padres de medios y espacios alternativos;

amargos y lúdicos, escatológicos y des-dramatizados, anticanónicos y antiépicos, dis-tópicos y aun utópicos;

transgenéricos, performáticos, paródicos, epigramáticos, fragmentarios; observadores sarcásticos y filosóficos, actores libidinosos, lectores exhibicionistas, (falsos) escritores autobiográficos, panlingüísticos y palimpsestuosos… como la web.

Excepto por los amigos que quiero a toda costa y otros congéneres cuya obra admiro, no tengo ninguna sensación particular de “pertenencia”, orgullo generacional ni bandera estética que alzar en este punto. Llegamos después de unos y otros ya están en camino de diferenciarse de esa sombrilla bajo la que nos reúnen.

Existieron Espacio Polaroid y su “liberatura”, La caja de la china, 33 y 1/3, TREP, Desliz; sigue en pie La Noria y andan por ahí El Estornudo y El Oficio… pero no hemos hecho por tener sostenida ni monocromamente lo que antes definía a generaciones y movimientos artísticos: líder o manifiesto, estética ni publicación señeras.

Aunque para ser exactos sí ha habido voluntad —más bien postrera, posterior a la de compiladores extranjeros y extemporáneos, casi siempre nacida de un pedido que busca visibilizar algo más que los hallazgos literarios de los Años Cero— de juntar en volúmenes y dossiers, acá o acullá, lo más “granado”, la “flor y nata” de la hornada.

Pienso en antologías orquestadas por Lizabel Mónica, Orlando Luis Pardo Lazo, Oscar Cruz, Jorge Enrique Lage, Gilberto Padilla, Duanel Díaz, Anisley Negrín, José Ramón Sánchez, Ángel Pérez, Javier L. Mora y hasta por mí, varias de las cuales hacen declaraciones prescriptivas sobre la escritura cubana hoy.

No es por miedo al qué dirán (siquiera por terror a lo que queda inscrito, aunque también), pero me gustaba más cuando estábamos en lo nuestro, sin atacar a nadie ni predicar sobre ética o estilo, y sin sed de empoderamientos simbólicos o de otra laya. Espero que esas páginas preceptivas no digan la última palabra sobre lo que somos o hemos sido, ni sean lo más cacareado por las historias de la literatura cuando de “nosotros” se trate.

Tengo mis favoritxs de todas las épocas entre lxs escritorxs de la Isla, claro está; sé qué me gusta y por qué, como sé lo que quiero o sobre todo de lo que no quiero escribir (hasta hoy). Sin embargo, no me interesa embarcarme en la aventura de pautar la creación de los demás ni de trazar políticas culturales. Quiero ser lo más libre posible al escribir lo que me dé la gana. ¿Cómo normar en otros lo que no toleraré conmigo?

Como en la práctica del feminismo, si hubiera un rasgo distintivo por el que apostar, me gustaría pensarnos anti-dictados, sin uniforme, llevados por aquel promisorio retintín que decía: “somos pioneros exploradores…”, o lo que es lo mismo: caminando al ritmo del primer pasito de baile de Neil Armstrong en la luna (bamboleantes al probar a ser fuera del cerco de la gravedad); desprejuiciados, en fin, para asumir cualesquiera de las “forma[s] de las cosas que vendrán” —a la manera jacarandosa del Wichy.

Tomado de Hypermedia Magazine,

https://www.hypermediamagazine.com/entrevistas/habitando-el-pais-de-la-siguaraya/

Entrevista a Hugo Luis Sánchez

Entrevista a Hugo Luis Sánchez

En la feria del libro correspondiente a 2019, se presentó un volumen que recoge las narraciones galardonadas en la edición décimo séptima del Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar. En la obra, entre otros textos, aparece el titulado “En el lugar de las sombras”, original del cubano Hugo Luis Sánchez, autor que ha sido galardonado en varios certámenes literarios, tanto en Cuba como en el extranjero. Para Miradas Desde Adentro es un auténtico placer poder entrevistar Hugo Luis Sánchez  quien nos ha entregado narraciones que, como por ejemplo, las novelas Doble jueves y El puente de coral, o cuentos como “Nota de prensa”, figuran entre lo más novedoso del ámbito de nuestras letras contemporáneas.

El cuerpo retrabajado y transgresor: Otro ajuste intercultural – Por Joaquín Borges-Triana

El cuerpo retrabajado y transgresor: Otro ajuste intercultural – Por Joaquín Borges-Triana

De New York a París, de Buenos Aires a Londres, de La Habana a Madrid, una nueva generación desafía una vez más a sus mayores a replantearse viejas ideas, en esta ocasión en materia de estética corporal. Sería iluso pensar que el auge de los tatuajes, la reaparición del piercing, es decir, imperdibles, clavos, anillos colgados de la nariz, las cejas, los labios, las mejillas, e incluso las autolaceraciones resultan por obra y gracia de la casualidad. Ello implica ignorar el contexto histórico-social (marcado para bien y para mal por la globalización) en el que se produce la movida a la que me refiero y acercarse a un fenómeno de múltiples connotaciones desde un enfoque reduccionista que sólo ve el aspecto decorativo de la cuestión. En los últimos decenios, la transformación del propio cuerpo responde, tanto en los países desarrollados como los subdesarrollados, a una imparable voluntad de romper con lo establecido.

Todo comenzó allá por 1976, cuando los representantes del movimiento punk escandalizan a la puritana y circunspecta Inglaterra. Con miras a impresionar más a la sociedad en la que se sentían insatisfechos, escupen sobre un ideal corporal formado durante varios siglos de profunda mojigatería por las clases pudientes. Así, aquellos muchachos rebeldes, en su inmensa mayoría de origen proletario, hacen alarde de una apariencia tan chocante como rebuscada, por medio de dar a la ropa una utilización diferente a la habitual, llevándola rota o manchada y combinando colores a contrapelo de lo que pudiera considerarse como el buen gusto. Ante los asombrados ojos de la aristocracia londinense empezaron a desfilar jóvenes con peinados en forma de cuernos o de cresta, con maquillaje chillón y adornados con cadenas. El rechazo al cuerpo convencional se refuerza con el empleo del tatuaje, que cubre la totalidad de los brazos o lugares insospechados como el rostro, el cuello, el cráneo… y la reintroducción del piercing. En virtud de los cambios que proponen, los punks ofrecen una imagen con un fuerte significado. Por su parte, los medios de comunicación convierten a los protagonistas del suceso en el símbolo de la decadencia pero, al propio tiempo  y sin que sea su objetivo, participan en la propagación de este nuevo modelo corporal en Europa, Norteamérica y Japón.

Apenas han transcurrido de entonces a acá cuatro décadas y en la actualidad las ideas abrazadas por los punks han ganado millones de adeptos. Aunque carentes de la originalidad de sus iniciales promotores, hoy muchos campeones deportivos, top-models, primerísimas figuras de la música y del espectáculo han asumido también la estética de los -hasta hace poco- raros peinados, los piercing y en general el bricolaje corporal. En diversos sitios del mundo, con sumo orgullo las adolescentes exhiben ombligos adornados, mientras los chicos se colocan anillos en las cejas. En opinión de Nicholas Mirzoeff, Profesor de Arte y Estudios Comparativos en la Universidad de Stony Brook, New York, «… paradójicamente, más que a innovar, se procede a un ajuste intercultural que se vale de técnicas tradicionales de modificación del cuerpo empleadas por culturas no occidentales con fines religiosos, estéticos o identitarios.» (1)

En correspondencia con la línea de pensamiento esbozada por el Profesor Mirzoeff, uno llega a la conclusión de que con el invento de los «primitivos modernos», como los califica el estadounidense Fakir Musafar, prominente líder de los movimientos de personas que «hacen cosas con su cuerpo», en realidad estamos frente al nacimiento de una estética del cuerpo mestizo, que conlleva una especie de «tribalización» del cuerpo occidental. Empero, lo anterior no significa que se esté produciendo una vuelta a los ritos porque, en verdad, la inmensa mayoría de quienes se inspiran en ellos para obtener adornos casi no los conocen. Además, ha de acotarse que los cuerpos que en el presente sirven de modelos fueron en su día denostados en las grandes metrópolis o cuando menos, quienes en Europa y Estados Unidos buscaban algo de exotismo, los consideraban como objetos curiosos y sobre todo, los valoraban como la señal del «atraso» de los pueblos colonizados. Como afirma el eminente Profesor de la Universidad de Montpellier (Francia) y Director de la revista Quasimodo, Philippe Liotard: «Interpretados por la mirada occidental, los piercing, las automutilaciones y los estiramientos de las orejas, el cuello o los labios eran una demostración de la barbarie de esas poblaciones y justificaban la misión civilizadora de la que Occidente se sentía investido. Encarnaban por tanto lo opuesto al ideal corporal civilizado.» (2)

Si bien por ahora constituyen una exigua minoría, entre los «primitivos modernos» hay algunos pensadores de vanguardia que exploran los ritos corporales de las culturas procedentes del tercer mundo como una suerte de homenaje a las civilizaciones que los regímenes coloniales trataron de extirpar. En tal sentido, entre las variantes que han captado la atención de los especialistas figura la llamada «estética tribal», enarbolada por Maria Tashjian quien, desde su salón de modificaciones corporales en los Estados Unidos, es una ferviente activista de la idea de educar a la gente para que conserve la memoria de culturas desaparecidas y transmita los antiguos ideales de belleza que prevalecían entre los oriundos moradores de África, Asia y América. Según semejante concepción, las automutilaciones, el estiramiento de los lóbulos de las orejas y el piercing vienen a ser un reacomodo de las estéticas antiguas y modernas, de las naciones desarrolladas y subdesarrolladas, apoyado en el principio de la conservación de prácticas tradicionales de ornamentación y alimentado por las descripciones etnológicas.

Claro que la anterior no es la única teoría que intenta ofrecer un respaldo o fundamentación conceptual a estas prácticas. Otras personalidades de vanguardia, como el ya aludido Fakir Musafar, opinan que las mismas, en primera instancia, posibilitan un trabajo sobre uno mismo. El llamado «body play» propuesto por él consiste en experimentar todos los procedimientos de modificaciones corporales registrados en el devenir de la Humanidad. «Soportar voluntariamente las pruebas corporales a que se sometían las sociedades primitivas permitiría revivir una suerte de experiencia iniciática olvidada por las sociedades industriales, recuperar una suerte de pureza original» (3), asegura Musafar. Para los partidarios de dicha idea, poco o nada importan las marcas que quedan en el cuerpo, desde el instante en que -por una decisión individual, voluntaria y consciente- el dolor lleva a acceder a un estado de conciencia desconocido en las sociedades occidentales, en las que todo está concebido para combatir el sufrimiento físico.

Por lo expuesto hasta aquí, nadie debe pensar que las corrientes que conceptualizan la ornamentación corporal son predominantes. Por el contrario, nada de eso: resultan una ínfima minoría entre sus millones de adeptos. Los más, en el mejor de los casos, responden tan sólo al afán contemporáneo de conocerse a uno mismo, y en otros, al deseo de ser reconocidos por los demás. De cualquier modo, lo importante es que, como acota el esteta argentino Horacio Nivoli: «Impulsados por un proyecto ético, por una búsqueda espiritual, por la ostentación de signos de pertenencia a un grupo o por un juego erótico, el trabajo sobre la carne y la voluntad de poner a prueba el propio cuerpo corresponden a una postura identitaria que refleja una mutación cultural.» (4)

A la intención de afirmación se añade la voluntad de impugnar las normas y los valores establecidos, y de militar por otras maneras de vivir, de sentir y de exponerse. Muchos partidarios del tatuaje, del piercing y del body-art consideran que ya no pueden identificarse en ese ideal de cuerpo aséptico, borroso y alienado que promueven las sociedades occidentales. Expresan que quieren alejarse del canon de belleza de la rubia de ojos azules, del estereotipo del hombre de cuerpo liso, musculoso y bronceado. La experiencia de las modificaciones corporales puede analizarse, hasta cierto punto, como un combate contra la banalidad imperante por doquier. Cabe apuntar que el ajuste corporal también se edifica aprovechando los materiales, los conocimientos y las técnicas de la modernidad. Un ejemplo de ello lo representan los implantes llevados a cabo por el norteamericano Steve Hayworth, uno de los pioneros en la materia a inicios de la década de los noventa, y popularizados por la artista francesa Orlan. Los implantes transdérmicos, que insertan cuerpos extraños bajo la piel, permiten crear una ornamentación en volumen, como protuberancias en la frente, el esternón, los antebrazos, que resultan maneras radicales de transgredir los códigos de la apariencia y del orden establecidos.

En opinión de diversos especialistas, todas esas intervenciones se entienden como un intento de escapar al destino que asigna a cada cual su sexo, su edad o su extracción social. Hay, incluso, quienes como Nicholas Mirzoeff, van todavía mucho más lejos en la forma de valorar el asunto. Véase: «Las modificaciones corporales tienen una connotación política, reivindicada por los sectores de vanguardia. Por la ruptura con los modelos que generan, por el rechazo de los cánones de belleza machacados por los medios de comunicación de masas, por la afirmación de la libertad de cada cual de elegir lo que tiene ganas de hacer, llevar y mostrar, esas modificaciones hacen del cuerpo uno de los últimos espacios de libertad individual.» (5)

Aunque me parece un tanto desmedido el criterio de Mirzoeff, la verdad es que en un mundo en el que se presiona para que las actitudes individuales se ciñan a los modelos dominantes y se trabaja por la cosificación de los cuerpos, el ajuste de la apariencia personal resulta un desafío a la «normalidad». Séase partidario o detractor de las prácticas aquí comentadas, hay que admitir que con ellas cada individuo puede firmar su cuerpo de un modo que sólo le pertenece a él. Esta firma única produce una multiplicidad de sentimientos en cuantos la ven o la imaginan y que abarca desde la sorpresa, el rechazo, el temor, hasta la seducción. Creo que no es exagerado asegurar que la oposición a asumir las expectativas sociales en cuanto a imagen y lo que pudiera definirse como una conciencia de los efectos que origina la diferencia corporal se inscriben en las actuales manifestaciones de una cultura de resistencia contra la ideología normativa imperante a partir del imperio de la globalización.

En las mutaciones de la estética corporal de las cuales hoy somos testigos, se evidencian los procesos de hibridación o mixtura entre elementos del pasado y del porvenir, entre lo de aquí y lo de allá, entre lo imaginario y la experimentación, y se alimenta la pluralidad de las representaciones del cuerpo. Asimismo, si por un lado tiene lugar la homogeneización de las imágenes a escala planetaria, por otro se da una diversificación del modelo del cuerpo civilizado, visto durante varios siglos desde la perspectiva de la imagen impecable del occidental. Mas el asunto no se queda ahí y reviste todavía mayor complejidad. Piénsese, si no, en lo que acontece entre los sectores sociales pudientes de las naciones tercermundistas y entre las llamadas minorías (que a veces no lo son tanto) o los inmigrantes en los países desarrollados. En dichos grupos se produce el afán de acomodarse al modelo tradicional más común, legitimado por los seriales de televisión estadounidenses.

Al respecto, Horacio Nivoli comenta: «Las sudamericanas emigradas a Estados Unidos se transforman el busto, se aclaran la piel y se tiñen el pelo de rubio. Esas modificaciones no apuntan a distinguirse, sino a fundirse en la norma.» (6) En imitación de ídolos como el cantante Michael Jackson, en África negra y entre una porción de los afroamericanos está de moda la utilización de productos que blanquean la piel y por supuesto, de aquellos que alisan el pelo. En una muestra de lo hondo que ha calado el pensamiento colonialista en algunos, los famosos sapeurs de Kinshasa gastan cuantiosas sumas de dinero con tal de estar en absoluta sintonía con el último grito de la moda parisiense. No está de más recordar que no hace mucho tiempo que en los medios populares africanos las personas se tatuaban en el pecho un bolsillo del que se dejaban ver dos o tres estilográficas.

En un continente como América Latina, menos atrasado culturalmente pero sometido a los dictámenes de la moda en los Estados Unidos, numerosas mujeres apelan a la cirugía estética con el propósito de asemejarse lo más posible a las archipopulares muñecas Barbie. De igual modo, no pocas asiáticas se redondean los ojos… Con semejante proceder, los nativos de sociedades dominadas económica y políticamente por el primer mundo tratan de ocultar sus particularidades corporales porque para ellos, la occidentalización del cuerpo deviene estrategia saludable para intentar montarse en el carro de la mundialización, en el que -por cuantos esfuerzos que hagan- siempre serán percibidos como pasajeros de segunda categoría.

Como manifiesta Philippe Liotard, «la valorización de un ideal corporal plural sigue siendo un pasatiempo de privilegiados frente a la gran mayoría de los habitantes de los países del Sur. Sin embargo, contribuye a acelerar las mutaciones del orden corporal.» (7) Ciertamente, con la transgresión de la apariencia y la apropiación de las técnicas de rectificación del cuerpo hasta ahora sólo legitimadas por la medicina y la cirugía, quienes hacen suyos tales procedimientos están inscribiendo en su propia carne las reglas de un juego que prefigura el advenimiento de una confusión generalizada de las que por cientos de años fueron las normas corporales. Todo lo que acontece demuestra que el legado histórico del colonialismo dista mucho de haber desaparecido y al margen de lo que cada quien pueda pensar, de seguro en el futuro cercano, el cuerpo retrabajado y transgresor será tema obligado de enconadas polémicas.

(1) Mirzoeff, Nicholas: «El cuerpo, esclavitud del hombre»: Cultura, año XLIX, no. 565, Madrid, febrero 1999, p. 35.

(2) Liotard, Philippe: El bricolaje corporal. Centro de Producción Bibliográfica de la ONCE, Barcelona, 2001, pp. 58-59.

(3) Musafar, Fakir: Citado por: Liotard, Philippe: Ob. Cit., p. 92.

(4) Nivoli, Horacio: «En busca de una nueva ornamentación corporal»: Con Fundamento, año X, no. 59, Buenos Aires, nov.-dic. 2001, p. 11.

(5) Mirzoeff, Nicholas: Ob. Cit., p. 36.

(6) Nivoli, Horacio: Ob. Cit., p. 12.

(7) Liotard, Philippe: Ob. Cit., p. 137.

Todos los caminos me condujeron hasta El Caimán

Todos los caminos me condujeron hasta El Caimán

Yo no iba a ser periodista. Hasta el momento de solicitar la carrera en 12 grado, quería estudiar algo vinculado a las matemáticas, pero el entonces Ministro de Educación Superior, no dio el permiso para que un ciego (en este caso yo) cursase la ingeniería en Sistemas Automatizados de Dirección. Recuerdo que la noche anterior al día en que se concluía la entrega de planillas, la entonces subdirectora del preuniversitario Saúl Delgado en el que yo estudiaba, mi querida Juana Díaz, me llamó para que de manera urgente fuese hasta su casa en la calle 25, a ver por fin qué carrera iba a pedir. Fue Yiya, su hermana y quien había sido profesora mía, quien me sugirió pidiese Periodismo, pues consideraba que yo tenía aptitudes para ello. Fue así que opté por dicha carrera, sin saber a ciencia cierta si me gustaría o no.

Por suerte, desde el primer momento en que entré a la Facultad de Artes y Letras en septiembre de 1981, me sentí bien con el ambiente del lugar. Gracias a mi madre, desde niño tuve pasión por la lectura y aunque mi vocación eran las ciencias, nunca me fue mal en las letras. Creo que fue más o menos por aquel año de 1981 cuando supe de la existencia de  El Caimán Barbudo.

No me da pena decir que las primeras cosas que leí de la publicación fueron únicamente los textos que publicaban sobre música. Recuerdo a la perfección en ese sentido, los trabajos de Tanya Jackson, una norteamericana que por aquella época vivía en Cuba y laboraba en Radio Habana Cuba, o los de Guille Vilar en la sección Entre Cuerdas y que eran de obligatoria consulta para mí. Tiempo después fue que me interesé por escritos como los de  Leonardo Padura  acerca de literatura o los de Ángel Tomás, que versaban sobre artes plásticas. Lejos estaba de pensar que Ángel Tomás (a quien conocería varios años después) tendría en un momento dado un rol fundamental para mi vida como periodista.

A inicios de 1982 me tocaron mis primeras prácticas y fui ubicado en Juventud Rebelde, entonces en el edificio donde hoy radica la Casa Editora Abril. Por iniciativa personal, quise escribir un comentario sobre el programa Encuentro con la Música, que se transmitía de lunes a viernes en horas de la noche por Radio Progreso. Ya con el texto hecho, fui a ver a Lourdes Pasalodos, que era la jefa del equipo de cultura del periódico y que dio la aprobación para que viese la luz mi primer trabajo. No imaginaba que transcurridos unos meses, Lourdes Pasalodos y el también periodista Emilio Surí Quesada serían trasladados hacia El Caimán Barbudo, para sustituir a Ángel Tomás y  Leonardo Padura, que eran enviados como castigo hacia Juventud Rebelde, a fin de que “se reeducaran ideológicamente”.

Corría 1983 o quizá 1984 cuando un día, mi ya para entonces buen amigo Camilo Egaña se me acercó y me propuso comenzar a escribir para Alma Máter. Dije que sí y a partir de ese instante, junto a Camilo y a mi hermano Alexis Triana nos integramos al equipo de la revista dirigida a los universitarios cubanos. No preciso con exactitud el momento en que las oficinas de Alma Máter pasaron de su sede en 17 y H, a estar en la misma casa de Paseo entre 25 y 27, donde radicaba El Caimán. Lo que sí tengo claro es que a partir de ahí aquello fue una bendición, porque mis frecuentes visitas a  Alma Máter  también me servían para disfrutar de la atmósfera que había en torno a El Caimán, y de conversaciones sobre todo lo humano y divino con gentes como Bernardo Marqués Ravelo, alguien ya fallecido y que en mi opinión fue uno de los más grandes periodistas que ha tenido este país en mucho tiempo.

Bajo el influjo de cuanto acontecía en aquella casa, donde aprendí mucho de periodismo y de cultura en general con solo oír los intercambios de criterios que se originaban entre quienes allí laboraban (debates en los que desde una discusión sobre pelota resultaba enriquecedora), llegué a soñar con la posibilidad de trabajar en El Caimán, pero aún no era mi tiempo y, para ello, debería aguardar bastante más. Recuerdo que a la altura del segundo semestre del quinto año de la carrera, entre abril y junio de 1986, yo andaba buscando un sitio donde me quisieran aceptar para laborar al graduarme, pues en la dependencia del Ministerio de Cultura donde me habían ubicado, se negaron de cuajo a recibir a un ciego en su nómina.

Fui de redacción en redacción por todos los órganos de prensa existentes en La Habana, para recibir siempre la misma negativa por respuesta. Por supuesto, también me presenté en la oficina de la entonces directora de El Caimán,  Paquita Armas, alguien que con el paso de los años se ha convertido en la actualidad en una de mis mejores amigas, una miembro fundamental de mi familia y con la que hablo telefónicamente una o dos veces al día. Pero claro, aquella tarde en que fui a solicitarle empleo, la historia era otra y, como es lógico, con suma gentileza la Paca me dio el bate pues no creía que alguien con un defecto físico como el mío pudiese servir para el oficio del periodismo y menos en El Caimán Barbudo.

Por historias de discriminación como esa y que se han repetido una y otra vez en mi vida o con tantísimos ciegos y ciegas que conozco, es que siempre me he proyectado en defensa de la alteridad como ganancia cultural y principio transformador, y en solidaridad con la causa de quienes entre nosotros han sido víctimas por ser o pensar diferente, como las representantes de los grupos feministas, los activistas LGTB, los negros y mestizos aunados en proyectos como la Cofradía de la Negritud, más allá de compartir ciento por ciento o no con sus postulados.

Pero como señal inequívoca de que de un modo u otro mi camino estaba asociado a El Caimán Barbudo y a quienes han laborado en la revista, la única persona que se ofreció a darme empleo en 1986, a ver si yo daba o no la talla en un trabajo de corte intelectual, fue Félix Sautié, en ese instante director de la Editorial José Martí. El “loco” Sautié, como muchos le dicen, había sido también director de El Caimán y, aunque en el medio artístico literario él es una figura denostada por haber llegado a la publicación como uno de los tantos “apagafuegos” impuestos por las instancias superiores en la historia del saurio y por haber sido Vicepresidente del tristemente recordado Consejo Nacional de Cultura durante la etapa del Quinquenio Gris, siempre le estaré agradecido por abrirme las puertas del centro que él dirigía y porque en los años que permanecí como su subordinado, aprendí muchísimo del mundo editorial.

No obstante a que, sin la menor duda, puedo decir que en la José Martí me fue bien e hice allí excelentes amistades que aún conservo, aquello no era lo mío pues lo que yo quería hacer era periodismo. Y la oportunidad se me dio en 1988, una vez más gracias a alguien que también estuvo asociado a El Caimán Barbudo. En ese año, Alexis Triana Hernández estaba concluyendo su tesis para graduarse en la Facultad de Periodismo. Su Trabajo de Diploma era sobre Juventud Rebelde y a raíz de su investigación, él propició que varios jóvenes nos acercásemos como colaboradores al periódico. Fue así que por encargo del entonces jefe de las páginas de cultura, Ángel Tomás, escribí para una de las ediciones dominicales un trabajo denominado “La generación de los topos”, que al salir dio mucho que hablar.

Tras aquella experiencia, el propio Ángel Tomás me preguntó que si yo sería capaz de llevar una sección en el periódico, a lo que de inmediato y sin pensarlo ni mucho ni poco, respondí de manera afirmativa. Fue así que surgió mi columna “Los que soñamos por la oreja”,  que se mantuvo desde 1988 hasta marzo de 2018 en Juventud Rebelde, momento en que desapareció no por mi voluntad. Justo fue un ex caimanero, por demás expulsado de la revista so pretexto de los consabidos problemas ideológicos de siempre, devenido luego jefe de las páginas de cultura y de las memorables ediciones dominicales de Juventud Rebelde en la segunda mitad de los ochenta (a partir de ese instante mi amigo y principal maestro de periodismo en la práctica), Ángel Tomás González, la única persona que en un momento en que nadie me conocía se atrevió a abrirme un espacio para que yo redactase una columna semanal en las páginas del segundo diario en importancia de este país.

Gracias a “Los que soñamos por la oreja”, mi trabajo como periodista fue dándose a conocer y, poco tiempo después, desde varios de los sitios en que en 1986 me habían negado la posibilidad de empleo, me llegaron ofertas de trabajo. De ellas acepté la formulada por Armando Fraga, Jorge Hernández Pría y José León, quienes al asumir la dirección de la revista Alma Máter me solicitaron que me sumase al equipo de la publicación y al de la Casa Editora Abril, donde siempre me han valorado en mi justa medida.

Cuando en el último trimestre de 1990 el país entró en lo que se ha conocido de manera eufemística como Período Especial y el sistema de prensa cubano se vino abajo, pasé a trabajar en un engendro nombrado Somos (una revista mensual), donde compartí labores como redactor reportero junto a colegas procedentes de El Caimán como la mencionada Lourdes Pasalodos; Luis Felipe Calvo y  Bladimir Zamora. En el primer quinquenio de los noventa, gracias a una donación de papel hecha por Tomás Borge, pudieron imprimirse un par de ediciones de El Caimán, la 274 y 275. En esta última, tuve la suerte de incluir un texto mío, “Te doy otra canción”, trabajo realizado a partir de una ponencia que había presentado en el evento teórico del festival Los Días de la Música, en su emisión de 1994.

Finalmente, al reaparecer de forma sistemática El Caimán Barbudo a fines de 1996, como parte de la resurrección de las publicaciones de la Casa Editora Abril por obra de una intervención pública de Iroel Sánchez en un evento en el que se encontraba presente Fidel; por solicitud de quien entonces asumió la dirección de El Caimán, Fernando Rojas, tuve el privilegio de pasar a formar parte de la redacción de la revista, donde he compartido la dicha de llegar a ser caimanero con gentes como el aludido Fernando, el Blado, el Mariscal Lagarde, Félix, Aymara,  FIDE, Paca, Andrés,  Grillo, Leo, la desaparecida Luisa, Marbelys, Yamilee, Tania,  Richard, Cari, Elena, Escael,  Racso, Pepe Antonio, Daya, Yaíma, Silvano,  Antonio Enrique, hasta los últimos en llegar, Darío, María Antonieta, Maykel, Lourdes, Albita y Raúl.

Para concluir, solo quiero agregar que la mayor lección que he sacado de mi vínculo con El Caimán Barbudo, tanto en mi etapa de lector durante los 80 como en la de periodista de la publicación desde 1996 hasta hoy, es que entre nuestros compatriotas perduran las equívocas tendencias que confunden el debate y la discrepancia de corte intelectual, en el peor de los casos, con el linchamiento del enemigo o, en la menos desafortunada de las situaciones posibles, con el mero y llano intercambio de cortesías. Por lo que promover y auspiciar la discusión con las múltiples voces e ideas de la esfera pública, no es solo un acto legítimo sino también indispensable para progresar en la aspiración de alcanzar, alguna vez, un diálogo carente de dogmas y juicios totalizadores, en el que predomine un consenso signado por una buena dosis de serenidad y respeto. Pensar lo que otro nos dice y admitir que puede tener parte de o toda la razón, para nosotros es una proeza; y así, hemos obviado una moraleja de Jorge Luis Borges: “Hay que saber elegir los enemigos, porque al final terminamos pareciéndonos a ellos”.

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