Sevilla sin mí
Le dije a los colegas que me iba a Sevilla aquella Semana Santa del 2008 y
me encerré en mi piso de estudiantes, para acercarme a ella. La llamé tantas
veces que el teléfono se me quedó sin saldo; entonces cerré los ojos para
que su voz no se escapara. Su voz tan pequeña como ella misma. En la
oscuridad del cuarto recordé todos los detalles: el parto, su cumpleaños, el
primer día de escuela y la magia de los libros.
Por el balcón se colaba el ruido de las procesiones de Zaragoza, más
modestas, de seguro, que las de Sevilla. Yo tenía miedo de que la algarabía
de la calle me robara su risa. Su risa más grande que ella misma y ahora
tan chica, como todo lo que queda tan lejos.
Ya mi curso está por terminar y estaremos juntas, indivisibles. Ella me
había respondido un “sí” muy tenue y yo adivinaba sus besos en mi foto y
la comida de la abuela que no lograba quitarle el frío.
Aquella semana del 2008, no pudo ser Santa para mí. Mis colegas de piso
revoloteaban como niñas y llenaban la tarde con sus chistes. Yo salía a
ratos, escondía mis ojeras y me inventaba una sonrisa.
Y después regresaba a la cama otra vez a tejer un te amo que cruzara el
Atlántico. Casi podía escuchar el ruido de La Habana y el ladrido del
cachorro que ella escogió como una suave, peluda prolongación de la ternura.
A la siguiente semana volví a la calle. Bajé por Corona de Aragón, crucé
hasta la plaza San Francisco, le sonreí al anciano y al niño que aún no ha
probado los adioses. Calenté el alma con un café, al sol y entre la gente.
Crucé el campus de la Uni Zaragoza y saludé a los colegas.
Bella Sevilla, les dije. Aun me duelen los pies de tanto taconeo.