A propósito del gusto masivo por el pop
Si bien es cierto que los intérpretes afiliados al pop en Cuba han gozado de plena aceptación social, también resulta verdad que durante mucho tiempo dicha corriente fue menospreciada por la crítica cultural en el país. Así, el género se veía vinculado por lo general con el comercialismo excesivo y con lo más pedestre desde la óptica artística. Aunque hoy la perspectiva de análisis ha cambiado en relación con lo que sucedía hasta hace poco en el contexto cubano, un texto como el que a continuación se reproduce (original del destacadísimo investigador Simon Frith) y que persigue explicar las razones del gusto masivo por el pop, a pesar de haber sido escrito hace varios años, continúa con plena vigencia, no solo en relación con la predilección por dicha manifestación sonora sino también para comprender lo que sucede a propósito de la atracción mayoritaria por otras expresiones de la música popular.
¿Por Qué Nos Gusta El Pop?: 4 Tesis
Simon Frith
La primera razón por la cual disfrutamos de la música popular se debe a su uso como respuesta a cuestiones de identidad: usamos las canciones del pop para crearnos a nosotros mismos una especie de autodefinición particular, para darnos un lugar en el seno de la sociedad. El placer que provoca la música pop es un placer de identificación con la música que nos gusta, con los intérpretes de esa música, con otras personas a las que también les gusta-. Y es importante señalar que la producción de identidad es también una producción de no-identidad, en un proceso de inclusión y de exclusión. Éste es uno de los aspectos más sorprendentes del gusto musical. No sólo sabemos qué es lo que nos gusta; también tenemos una idea muy clara de qué es lo que no nos gusta y llegamos a referirnos a la música que aborrecemos en términos muy agresivos. Como han mostrado todos los estudios sociológicos sobre los consumidores de pop, los fans se definen a sí mismos de manera muy precisa a partir de sus preferencias musicales. Éstos se identifican con determinados géneros o ídolos, y estas elecciones en el plano musical revisten mucha más trascendencia que el hecho de que les guste o no una determinada película o un programa de televisión.
La segunda función social de la música es proporcionarnos una vía para administrar la relación entre nuestra vida emocional pública y la privada. A menudo se señala -aunque pocas veces se analiza- el hecho de que el grueso de las canciones populares sean canciones de amor. Esto es evidente en la música occidental de la segunda mitad del siglo XX, pero también para la música popular no-occidental, la cual está compuesta en su mayoría por románticas canciones de amor, generalmente heterosexual. Este dato es algo más que el resultado de una interesante estadística: nos revela un aspecto fundamental de los usos de la música. ¿Por qué son tan importantes las canciones de amor? Porque la gente necesita darle forma y voz a las emociones, que de otra manera no podrían expresarse sin resultar incómodas o incoherentes. Las canciones de amor son un modo de dar intensidad emocional al tipo de cosas íntimas que nos decimos entre nosotros (o a nosotros mismos) en términos que son de por sí muy poco expresivos. Es típico del lenguaje cotidiano el hecho de que nuestras declaraciones de sentimientos más intensas y reveladoras deban usar frases -«Te quiero/te amo», «¡Ayúdame!», «Tengo miedo», «Estoy enfadado»- que son de lo más aburrido y banal. Por eso nuestra cultura tiene una provisión de un millón de canciones en las cuales se dice por nosotros eso mismo, pero de un modo mucho más interesante y emotivo. Estas canciones no reemplazan nuestras conversaciones – los cantantes no van a ligar por nosotros – pero logran que nuestros sentimientos parezcan más ricos y más convincentes, incluso para nosotros mismos, que si los expresáramos en nuestras propias palabras.
La tercera función de la música popular es la de dar forma a la memoria colectiva, la de organizar nuestro sentido del tiempo. Sin duda uno de los efectos de cualquier música, no solamente la popular, es el de conseguir intensificar nuestra experiencia del presente. Por decirlo de otra manera: lo que nos da una medida de la calidad de la música es su «presencia», su capacidad para «detener» el tiempo, para hacernos sentir que estamos viviendo en otro momento, sin memoria o ansiedad alguna sobre lo que ocurrió anteriormente o sobre lo que acontecerá después. Ahí es donde entra el impacto físico de la música -la organización del ritmo y de la pulsación que la música controla-. De ahí proviene el placer que proporciona la música dance y disco: los clubes y las fiestas proveen de un contexto, de un entorno social que parecen definidos únicamente por la medida del tiempo que proporciona la música (las pulsaciones por minuto), el cual escapa al tiempo real que transcurre ahí afuera.
Una de las consecuencias más obvias de la organización musical de nuestro sentido del tiempo es el hecho de que las canciones y las melodías son a menudo la clave para recordar cosas que sucedieron en el pasado. No me refiero simplemente a que los sonidos como las imágenes y los olores- desencadenen recuerdos asociados a ellos, sino más bien que la música en si misma dota a nuestras experiencias vitales más intensas de un tiempo en el que transcurrir. La música centra nuestra atención en la sensación del tiempo: las canciones se organizan y ello forma parte de su disfrute en torno a la anticipación y a la repetición, en torno a cadencias esperadas y estribillos que se desvanecen. La música popular del siglo XX ha tenido en su conjunto un sesgo nostálgico. Los Beatles por ejemplo, hicieron música nostálgica desde sus comienzos, que es lo que en realidad los convirtió en un grupo célebre. Incluso al escuchar un tema de los Beatles por primera vez había una sensación de los recuerdos por venir, una conciencia de algo que puede ser efímero pero que seguramente será muy grato de recordar.
La última función de la música popular a la que quiero hacer referencia tiene que ver con una cuestión más abstracta que las discutidas hasta el momento, pero resulta una consecuencia de todas ellas: la música popular es algo que se posee. Una de las primeras cosas que aprendí viendo cómo se saturaba mi buzón- en mis primeros años como crítico musical fue que los fans del rock «poseían» su música favorita de un modo absolutamente intenso y trascendente. En realidad, la noción de propiedad musical no es exclusiva del rock en el cine de Hollywood se ha repetido hasta la saciedad la frase «están tocando nuestra canción» sino que revela algo reconocible para todos los amantes de la música; es un aspecto fundamental de la manera en que cada uno piensa y habla sobre “su” música (la radio británica tiene programas de todo tipo basados en las explicaciones de personas que cuentan por qué ciertas músicas les «pertenecen”). Obviamente es la característica de mercancía de la música la que permite articular ese sentido de posesión, pero uno no cree poseer únicamente ese disco en tanto que objeto: sentimos que poseemos la canción misma, la particular forma de interpretarla que contiene esa grabación, e incluso al intérprete que la ejecuta.
Al «poseer» una determinada música, la convertimos en una parte de nuestra propia identidad y la incorporamos a la percepción de nosotros mismos. Como apunté antes, escribir crítica de rock implica convertirse en un imán para cartas de odio; y en ese tipo de misivas no se encuentran tanto réplicas a la crítica de un intérprete o de un concierto como réplicas en defensa del fan remitente: crítica a uno de sus ídolos y los fans te responderán como si les hubieras criticado a ellos mismos. El mayor alud de correo que jamás he recibido me llegó después de haber redactado una crónica criticando a Phil Collins. Llegaron centenares de cartas (no sólo de críos y de torpes adolescentes sino también de jóvenes establecidos), pulcramente mecanografiadas y algunas en papel timbrado, con una misma premisa: argumentaban que al haber descrito a Collins como un tipo desagradable y a Genesis como un grupo tétrico, lo que yo estaba haciendo en realidad era ridiculizar el modo de vida de sus fans y menospreciar su identidad. La intensidad con que se establece la relación entre los gustos personales y la definición de uno mismo, parece un elemento específico de la música popular: ésta es «poseíble» de un modo en que ninguna otra forma de cultura popular (excepto quizás un equipo deportivo) puede serlo.
Resumiendo lo argumentado hasta el momento: las funciones sociales de la música popular están relacionadas con la creación de la identidad, con el manejo de los sentimientos y con la organización del tiempo. Cada una de estas funciones depende, a su vez, de nuestra concepción de la música como algo que puede ser poseído. Desde esta base sociológica, podemos abordar ya las cuestiones estéticas, podemos entender los juicios de los oyentes y concretar algo más la cuestión del valor de la música popular. La cuestión que planteábamos al principio era: ¿cómo es posible afirmar con tanta rotundidad que una determinada música es mejor que otra? Ahora podemos relacionar la respuesta con la cuestión del mayor (o menor) acierto con que unas canciones e interpretaciones cumplen, para un determinado oyente, esas funciones a las que me he referido. Pero antes debemos aclarar una cuestión previa. Datemos por sentado a partir de aquí que la música que escuchamos constituye algo muy especial para nosotros: no, como en el caso de un crítico de rock ortodoxo, porque esa música sea más «auténtica» que otra (aunque podamos describirla así), sino porque de un modo mucho más intuitivo nos provee de una experiencia que trasciende la cotidianeidad y que nos permite «salirnos de nosotros mismos». La consideramos especial no necesariamente en referencia a otras músicas sino al resto de nuestra vida. Esta intuición de la música como elemento de auto-reconocimiento nos libera de las rutinas y de las expectativas de la vida cotidiana que pesan sobre nuestras identidades sociales; forma parte del modo en que experimentamos y valoramos la música: si bien llegamos a creer que poseemos nuestra música, no tardaremos en darnos cuenta de que estamos poseídos por ella. La idea de trascendencia, por tanto, juega un papel tan importante en la estética de la música popular como en la estética de la música seria; pero, como espero haber dejado claro, aquí trascendencia no significa la libertad de la música respecto a las fuerzas sociales, sino el hecho de estar organizada por ellas (por supuesto, en último término esta afirmación es igualmente válida para la música culta)